29 octubre 2006

Children of men, una historia desesperada

Alfonso Cuarón (Y tu mamá también) firma una potente y creíble película de ciencia ficción que plantea un futuro inmediato y dramático en el que tras casi veinte años en los que no ha habido ningún nacimiento, nuestra raza se extingue sin remisión y sin esperanza. Un futuro localizado en una Inglaterra que sólo sobrevive al caos mundial generalizado gracias a un Estado totalitario, violento y fascista, en el que se prohíbe y castiga la presencia de inmigrantes ilegales (los fugis) mientras una sociedad fatalista y desmayada se compadece de sí misma y sufre los que sabe que son sus últimos días en el planeta, oscilando entre la desolación y la confusión. En medio de este panorama surge la figura de una fugi, una inmigrante ilegal, embarazada de ocho meses, última y única esperanza de nuestro futuro, que tendrá que atravesa la campiña inglesa protegida por un ex activista desencantado, alcohólico, fumador y fracasado que tratará de llevarla hasta un barco que, en teoría, la transportará a un lugar seguro. Un lugar donde el imaginario popular piensa que un grupo de científicos trata de evitar nuestra extinción. Perseguidos por unos radicales extremistas que consideran ese embarazo y la futura niña como la mejor arma para su lucha contra el sistema opresor, y siempre con la amenaza de las violentas fuerzas policiales, los personajes huyen en medio de la desesperación y la miseria general en busca de la última oportunidad de la humanidad.

Siendo interesante el argumento, que da pie a reflexiones sobre el ser humano, el significado de nuestra existencia y nuestros sentimientos de raza, lo cierto es que lo que más sobresale en la película (aparte de la magnífica interpretación actoral, con un inmenso Clive Owen y una desconocida pero efectiva actriz negra que encarna a la embarazada) es la puesta en escena, el diseño de producción y la firme y virtuosa labor del director. Filmada con un filtro que hace destacar los grises y atenúa los colores fuertes, la película nos presenta un futuro posible, verosímil, en el que ante una situación como la descrita se fortalecen los controles y las medidas que permiten mantener un mínimo de normalidad social a costa de la violenta represión de los elementos discordantes. El guión y las imágenes nos presentan con inteligencia decenas de retazos de esa realidad por la que desfilan los personajes y con las que el espectador se tiene que hacer una idea global sobre la situación, sobre lo que ha pasado en el resto del mundo y sobre las biografías vitales de los protagonistas y aquéllos otros que aparecen en los distintos episodios de la historia. Se consigue así un puzzle emocional y visual cuya parcial resolución aporta intensidad y fuerza a la película.

La historia sobrecoge, muestra a una humanidad repentinamente desorientada que se ha quedado sin metas ni objetivos. Una humanidad que siempre había sido capaz de perseguir egoístas fines particulares pero que se ve incapaz de soportar la idea de un futuro donde ella ya no vaya a estar presente. La caída a los infiernos de los personajes, en una huida que les llevará hasta unos de los guettos que el gobierno dispone para los inmigrantes ilegales, permite al director crear un crescendo emocional que encuentra su clímax y resolución en una sobrecogedora secuencia cerca del final, donde por un instante luce lo mejor de los seres humanos, su capacidad de entrega y desprendimiento puntual, antes de continuar su trayectoria hacia el fango y la ruindad que los miedos y la miseria le hacen recorrer con tanta asiduidad.

En definitiva, una interesante propuesta que se une a otras películas como Código 46 que, sin ser obras maestras, dejan un poso satisfactorio al que las ve y no dejan indiferente a nadie debido a la fuerza de sus planteamientos.

22 octubre 2006

Control

El problema es que Orwell está ya tan manoseado, citado y manipulado que ha perdido capacidad de impacto. Además en el fondo, el desarrollo tecnológico está superando claramente las posibilidades y el tipo de control que Orwell planteaba. La sociedad de control no es tan política como potencialmente comercial y económica. Tal vez moral. Casi me empieza a parecer más acertada la visión drogadicta, alucinógena y desquiciada de Philip K. Dick. Spielberg recogió muy bien el espíritu de su obra en la minusvalorada y nada desdeñable Minority Report: Control. Control total. En democracias no totalitarias y bajo regímenes amables. Por motivos lógicos, estadísticos, económicos, de salud... Metro de Madrid anuncia la mejora en el sistema de conteo de viajeros. Ya no basta con conocer el número de usuarios que se mete en el suburbano, hay que saber dónde van en cada momento y en qué líneas se meten. Ya no basta con torniquetes, se colocarán cámaras cenitales con las que se podrá ver qué líneas toman. Así, dicen con candor, se podrá conocer mejor las necesidades de cada línea, se podrá gestionar con mayor eficacia el número de trenes necesario para cada momento y el usuario saldrá beneficiado con un mejor servicio. Y un cuerno. Cualquier madrileño que coja el metro sabe a la perfección qué líneas y a qué hora presentan terribles y agotadoras aglomeraciones. Y nadie le explica con claridad a una población estresada y trabajadora, sin tiempo para reflexionar, los costes de privacidad que suponen estas mejoras. Es más útil atontarlos con la parafernalia de los nuevos juguetitos tecnológicos, que les enseñan y les muestran como importantes avances sociales cuando en realidad sólo sirven para tenerlos a todos más estudiados, más controlados, con menos posibilidades de improvisar o ser espontáneos.

Si a esta noticia le unimos otra que nos habla del nuevo billete electrónico que la Comunidad de Madrid va a implantar para el metro con un chip que se controlará con radiofrecuencia, igual que las carreteras de peaje, encontramos la realidad del futuro: siempre se sabrá dónde estás, hacia dónde vas, qué trenes coges, qué intercambiadores utilizas, por dónde entras y por dónde sales del metro. En todo momento. Porque siempre habrá que pasar por las zonas donde se implanten las máquinas registradoras. Posibilidad de control absoluto. Seguridad y eficacia nos venderán.

Y como yo no pienso de momento en la posibilidad totalitarismos políticos a la antigua, pero sí en totalitarismos sociales, empresariales económicos y publicitarios, todas estas noticias me desagradan y molestan. Veo más cerca (lo veo aquí, ya, ahora) la posibilidad de una realidad que supere aquella secuencia de Cruise andando por el centro comercial y el metro, en Minority Report, mientras le ofrecen publicidad a la carta en consonancia con lo que suele comprar habitualmente. Una información que lleva almacenada en su chip y que permite conocer más cosas de las necesarias sobre su persona. Y no me gusta.

Por cierto, Stalin y Hitler hubieran flipado ante la capacidades y recursos tecnológicos de control que en al actualidad existen. No conozco ningún avance científico que no haya sido utilizado finalmente en algún momento para fines perversos. Y en los últimos años, la verdad que el tema tecnológico se ha desarrollado con una velocidad de vértigo.

15 octubre 2006

La hipócrita moda de viajar

Viajar. Se ha convertido en un obsesión en sí misma para nuestra generación. Encerrados en asfixiantes horarios laborales que limitan el tiempo de ocio casi a la nada de lunes a viernes durante once meses al año, nuestra generación, la mileurista, descubrió pronto que había algo que nuestros padres jamás habían podido hacer y que los avances tecnológicos, la desaparición de la fronteras en Europa y el abaratamiento de los viajes internacionales y nacionales permitían realizar ocasionalmente con una rentabilidad personal y social muy importante. Convirtió el viajar en un signo de estatus, de relevancia entre amigos y familia. Mediante mecanismos aprendidos en sus años universitarios, estos jóvenes están avezados en la caza de las mejores y más baratas ofertas de vuelos y viajes, desligadas muchas veces de las agencias de viajes y con un coste económico que sin ser bajo, es rentable desde el punto de vista de la importancia que se otorga al hecho de escapar de la rutina durante unos días. Escapar... Sólo esa idea debería hacernos reflexionar sobre lo gris y monótona que resulta la vida diaria para tantos jóvenes que hace muy poco planeaban, ambiciosos, conseguir unas vidas completamente diferentes a las de sus padres, emocionalmente más ricas y laboralmente más emocionantes. Y a los que al final sólo les queda escapar.

Los mileuristas (escribiré un post próximamente sobre ellos (nosotros), cuando termine la lectura del libro de Espido Freire que los (nos) retrata) ansían esfumarse, escabullirse de sus obligaciones diarias, pero se han acostumbrado a que todo lo que realizan tenga y deba tener un valor añadido (algo grabado con fuego en nuestra conciencia capitalista). Viajar no sólo aporta la posibilidad de disfrutar de otros entornos y experiencias diferentes, sino que introduce nuevas variables en las conductas y relaciones sociales intrínsecamente relacionadas con el acto de viajar, pero fuera por completo de su ámbito inmediato. Viajar no es sólo viajar. Viajar es también tener la posibilidad posterior de contarlo. De hecho ya muchos sólo parecen viajar para eso, para contarlo. A este hecho les ha ayudado otra de las obsesiones de nuestra generación, que además han extendido a sus mayores y a sus hermanos pequeños. Se trata por supuesto del gusto por todo tipo de artefactos tecnológicos de última generación Gracias a ellos pueden registrar cada momento de sus emocionantes, extraordinarios y sorprendentes desplazamientos. Cada vez en busca de destinos más exóticos con los que poder impresionar (e impresionarse). Desde hace unos años hemos pasado de aquellos amigos, aficionados a la fotografía, que se tiraban horas para hacer un instantánea que consideraban mágica y especial, o de los miembros de la familia que eran los encargados (por tener cierto gusto e interés) de realizar las fotografías de los eventos familiares y que poseían cámaras tradicionales con un número limitado de fotos que tirar (principalmente por la pasta que costaban los revelados), a que cada miembro de la familia y cada miembro de un grupo de amigos tenga un cámara de fotos digital con la que hacer cientos de fotos (literal) en un fin de semana cualquiera de turismo. Todos ellos con una dedicación y un fervor que para sí hubiera deseado hasta el mismísimo Robert Capa. El asunto empeora con las cámaras de vídeo. La gente ya se perfecciona. Yo he sido testigo en la Casa-Museo de César Manrique, en Lanzarote, de cómo un tipo grababa en vídeo cada obra de la casa del artista (le daba igual que fuera un urinario o la piscina) mientras comentaba la jugada al micrófono del artefacto y hacía chistecitos idiotas con la intención (seguro) de luego atormentar a sus conocidos con las hermosas e impactantes imágenes de sus vacaciones. Mientas esto sucedía, su hija realizaba fotos por doquier con su cámara digital, importándole un carajo lo que fotografiaba y su mujer retransmitía en directo a su hermana, a través del móvil (gritando por supuesto) la belleza de los maravillosos paisajes lunares que esa isla proporciona Al escucharla entraban ganas de cometer un crimen basado en objetivos criterios estéticos.

Porque al final lo que permanece es esa actitud: se trata de viajar siempre que uno pueda, irse a dónde sea. Quedarse en casa es de tontos, de pobres. Sólo se queda uno en casa si no puede evitarlo. Da igual si existe motivación de algún tipo para ese viaje, si hay algo de real interés salvo el del mismo hecho de viajar. Y, por supuesto, después, contarlo a la vuelta. Mediante imágenes. Cientos a ser posible. Además, no hay que ser muy listo para saber que existen pocos genios o artesanos cualificados en cualquier arte en general. Es decir, lo de menos es la calidad de lo que muestres sino que lo muestres muchas veces, desde muchos ángulos distintos, muchas poses, muchas risas, muchas puestas de sol que fueron maravillosas pero que en imagen sólo son anodinas, muchos edificios y monumentos que descontextualizados carecen de toda importancia y presencia. Muchas veces muchas mismas cosas. Pero da igual. Algunas veces, pocas, encuentras una fotografía maravillosa, o simpática, o impactante entre toda la morralla que te enseñan, pero hay que tener una constancia y una paciencia infinita para esperarla y apreciarla. A veces, cuando llega esa joya, el sentido de la vista y de la estética está ya tan colapsado que ni siquiera se tiene fuerza para valorarla. ¿Por qué esa necesidad de vivir a través de lo que cuentas a los demás? No me vale la excusa de que se quiere compartir lo vivido. Es mentira. Es una falacia para mentes idiotas. ¿Nos estamos transformando en unos replicantes humanos capaces sólo de sentir a través de las imágenes?

Siempre ha existido gente con ímpetu viajero. Con un ansia descomunal por descubrir y sentir la realidad de otros lugares, de apoderarse de sensaciones y costumbres diferentes, de conocer parajes y paisajes singulares. Yo creo que todos poseemos algo de ese ímpetu en mayor o menor medida. A todos no gusta salir de nuestro entorno habitual y plantarnos en lugares diferentes. Descubrir la belleza de otras ciudades o sentir el aire fresco en una montaña perdida. Pero lo que no me creo es esta avalancha de Admunsens y Scotts urbanitas. Me parece un tara más de esta sociedad nuestra que nos obliga a sublimar nuestros problemas reales con dosis de imbecilidades varias, que tomamos dóciles y gustosos porque somos incapaces de decidir con madurez y criterio cuáles son nuestras preferencias, nuestras prioridades y nuestros hobbies, más allá de lo que la masa impone que es la moda.

Desde que hace unos meses Carol anunció que en navidades iría a Australia para visitar a su amiga Elena, y que yo había decidido que no iba a ir con ella he experimentado con cierta sorna el grado de tontería que se ha generado entre todos en torno al tema de los viajes, la relevancia que ha cobrado y el tótem en el que se ha convertido entre la gente de nuestra edad. Obviando comentarios de familiares y amigos muy cercanos cuya lógica confianza les permite soltarme lo que les dé la gana desde el cariño y la amistad, lo cierto es que todas las personas que, por un motivo u otro, se han enterado de la situación que se planteaba han reaccionado de la misma forma (eliminando los malévolos que han visto en ello algún problema oculto en nuestra relación): “¿tú no vas? ¿por qué? ¡qué tonto!... Anda que si yo pudiera...” Con dos cojones. Da igual que yo, educado, les respondiera que me parecían muchas horas de avión, que significaba utilizar todas las vacaciones de navidad, que en este momento por circunstancias personales me parecía que era un viaje demasiado lejos y demasiado largo para afrontarlo. También que a mí Australia tampoco me llamaba mucho... Da igual, el gesto de sorpresa en la cara no se les iba. A viajar no se renuncia. Definitivamente, yo era un gilipollas. Viajar (y encima a un lugar exótico como ése) significa demasiado emocionalmente en nuestra perdida generación para desperdiciar un cartucho de elefante como éste. Hasta ahora, tras las pertinentes explicaciones, me callo y cambio de asunto. Lo que pienso realmente lo estoy exponiendo aquí por primera vez. Vamos a ver: ¿por qué cojones tengo que ir yo a Australia? ¿En mi trayectoria vital ese país significa algo que compense y dé sentido a ese desplazamiento? A Australia sólo me liga el factor humano. El enorme placer que supondría volver a ver a Elena. El gustazo que significaría tomarme unos whiskies con ella y Rhyall. Charlar con ellos. Pero nada relacionado con esa zona del mundo. En mi vida, antes o después de conocer a Carol, nunca me habría planteado viajar allá. Entonces, ¿por qué tengo que ir? ¿sólo por ese motivo? Bueno, pero es que por ese motivo debería viajar antes a Francia a ver a mi hermano Migue, o podría irme a Colorado a tomarme otro copazo con Juanma. ¿Porque una oportunidad así no se puede desperdiciar? Como que oportunidad. Un viaje como ése cuesta 1500 euros del ala. Allá aquél al que le parezca poco. Para mí, desde luego, que todavía no he cobrado mi primera nómina, es una pasta, pero a todos los lúcidos que me miran con cara de pasmarote cuando les digo que no voy les invito que retiren ese dinero de sus cartillas y disfruten de ese viaje inaplazable. ¿Que podría conocer un sitio completamente diferente? Pues lo siento señores, a mí me gusta viajar pero ese ímpetu tan marcado no lo tengo. No me voy a marcar cada año un viaje de este tipo y la verdad es que si lo racionalizo, por cuestiones personales, literarias, sentimentales y culturales preferiría afrontar un viaje a la Patagonia argentina o un recorrido de meses por toda Latinoamérica. Que está claro. Que me cuesta bastante viajar lejos. Punto. Que es un viaje muy largo. Punto. Que es una pena no ver a Elena. Sí. Pero seguro que ella disfruta con la presencia de su amiga y yo, mientras, me tomaré muchos whiskies con mis hermanos en Sevilla. Y qué le vamos a hacer, lo siento, seré feliz y me lo pasaré muy bien. A pesar de no haber viajado a las antípodas. A pesar de no poder contar nada exótico a la vuelta.

01 octubre 2006

El muro

Levantará un muro EEUU en la frontera con México. Para tratar de impedir una inmigración ilegal que ya no le sirve como antaño y supone un peligro para su equilibrio interno, tanto económico como social. Un telón de acero posmoderno que representará mejor que cualquier ensayo o documental la nueva división del mundo. Occidente se quita lentamente la careta, abandona con alivio las formas que se autoimpuso tras la Segunda Guerra Mundial, el discurso se hace pragmático y sólo faltan dar los pasos definitivos en la dirección que socialmente se impone para que aceptemos como lógico el establecimiento de muros fronterizos defensivos (y ofensivos) que contengan los desvaríos de un Tercer Mundo que se niega a morir de inanición y pretende alterar nuestro precario equilibrio liberal.

No supone ninguna sorpresa ese muro. Los que se rasgarán las vestiduras desde este lado del Atlántico ni siquiera tendrán un segundo para reflexionar y darse cuenta que ese muro es nuestra valla con Marruecos. Una valla donde hace unos meses nos acostumbramos a ver hordas de desesperados que quedaban atrapados en los pinchos metálicos que científicamente colocamos para que eso mismo les sucediese. Una valla que ha desaparecido de nuestros telediarios y ha dejado de provocarnos indigestiones morales, gracias a que nuestro gobierno socialista pagó con generosos acuerdos a Marruecos para que vigilaran con interés su zona de la frontera y evitaran que nos tuviéramos que acostar con esas terribles imágenes en la retina. Imágenes en las que unos tipos se destrozaban sus ropas, sus pieles y sus vidas tratando de saltar esa valla de la vergüenza. Ahora ya no vemos nada. Ya no hay imágenes. Ya no hay pruebas. Sólo la horrible certeza de que Marruecos hará lo que nuestra hipócrita sensibilidad europea no quiere conocer pero desea desesperadamente que otros hagan por ella.

Pero nuestra valla no era un símbolo. El mar nos rodea. Las pateras y las carreras bajo los focos y la luna de Melilla han sido sustituidos por los cayucos. Y el mar de momento no hemos encontrado una manera de cerrarlo. El muro de EEUU sí lo es. Es el símbolo de un punto de inflexión. El país que creció, se consolidó y consiguió la hegemonía mundial gracias a la inmigración y su inteligente reconversión en americanos de corazón, abandona parte de su idiosincrasia, aprovecha el evidente hastío social actual, los miedos que se han generado, la eterna amenaza de la pérdida de trabajo que soportan las clases bajas y ha decidido que es el momento de dejar de repartir el pastel. Que es el momento de comerse lo que queda sin compartir con nadie más.

Este verano comentaba con unos amigos que creía que a lo largo de nuestra vida seríamos testigos de cambios brutales en las decisiones de los gobiernos respecto a la inmigración. Llegaría un momento (especulaba yo, entonces) en el que aceptaríamos de mejor o peor manera, con cierto pudor y molestia pero sin oponernos activamente a ello, la necesidad de cerrar nuestras fronteras no sólo con muros y vallas, sino también con armas y muertos. Ese giro desgraciadamente lo veremos. Y no será para asegurar nuestra supervivencia, sino nuestros privilegios.

17 septiembre 2006

El cazador

Otea el horizonte, en busca de su presa. Flaco, con el pelo cano, rostro enjuto y superados los cuarenta. Olisquea el ambiente en busca de posibles víctimas. Se encuentra en su hábitat, en su terreno de caza. Desde hace año y medio la Filmoteca acoge un nuevo depredador. Es el nuevo macho dominante, el único que a todas persigue... Al menos con la mirada. Una mirada segura, posesiva, abrasadora, capaz de girar 360 grados para no perder detalle. Es el cazador. Por antonomasia. La evolución final del ligón de cafetería. Un ejemplar único. Digno de estudio y observación.

Lo descubrí junto a Migue, mi hermano, en una de sus visitas a los Madriles. Esas que realiza por intereses oscuros, CAPianos o debidas a repentinos sucesos imaginariamente terribles que al parecer me suceden. Tomábamos una copa en la Filmoteca, charlando tranquilamente, cuando observamos su posición felina, sentado, al acecho, siempre vigilante La disposición espacial de la cafetería es rectangular, y en el interior del rectángulo un grupo de mesas se sitúa formando un nuevo rectángulo, interior al anterior. La mesa situada en el vértice interno es su puesto de vigía. Desde allí vislumbra todo lo que sucede a su alrededor. No se le escapa ninguna víctima potencial. Sus tácticas de acercamiento son variadas e imaginativas. Una mirada persistente sobre una chica desvalida que lee sola en una mesa cercana, hará que ésta termine por levantar la vista. Entonces se encontrará con la mirada del cazador. Una sonrisa y alguna frase apelativa a la lectura bastarán para una primera aproximación intelectual. Le seguirá una conversación desde la lejanía, tal vez unas risas culturetas. Si la presa es débil, tomará una silla y se sentará a su mesa. La presa ya habrá sido cazada. En otras ocasiones no obtendrá el resultado apetecido. Tan sólo indiferencia molesta e incluso una huida educada. No importa. Un buen cazador sabe sobreponerse a los gajes del oficio. No hay que desfallecer. Las ocasiones volverán a presentarse. Y él, tranquilo, seguro, las esperará con una café sentado a su mesa.

La tácticas se han sucedido ante mis ojos durante estos meses. Anonadado, he asistido a todo un arsenal de intrigas, despistes, sonrisas, acercamientos, miradas, fútiles conversaciones y seducción desde una pretendida indiferencia. El cazador profesional sabe que lo importante no es cobrar la presa, sino la emoción de la cacería en sí. O al menos con eso se consuela, ya que su único problema parece ser que nunca consuma. Ahí radica su talón de Aquiles. La última de sus hazañas casi me hizo llorar de asombro y admiración. Mientras me tomaba un anís en una mesa solo, esperando a un amigo, noté sobresaltado una voz detrás mía que reconocí al instante. El cazador había abandonado su puesto habitual de vigía y se había trasladado a una de las mesas del rectángulo exterior de la cafetería, casi oculta para todo el mundo salvo desde mi afortunada posición. Escuché con la atención con la que un entomólogo observa el vuelo de un insecto. En esa mesa, entre risas e incomprensión mutua, nuestro hombre se ofrecía para dar clases gratuitas de conversación en español a dos japonesas que despistadas, habían caído en sus redes.

El tío es un campeón. Tras salir a la calle acompañando a una de las japonesas (la otra ya había escapado) con la que intentaba conseguir la promesa de citas posteriores para conocerse mejor y mejorar, por supuesto, su español, volvió a la media hora. Andaba con paso pausado, con el periódico que nunca lee bajo el brazo, localizando las nuevas hembras que se distribuían por la cafetería. Se dirigió de nuevo a su mesa atalaya, donde se acomodó para continuar, inmune al desaliento, cumpliendo con sus ocupaciones autoimpuestas, mientras garabateaba algo con un bolígrafo en la portada del periódico. Allí lo dejé. Seguro que mañana allí lo encontrarás.

13 septiembre 2006

Caminar

Camina con la mira perdida, más delgado, más sucio, más ajeno al mundo real que nunca. Circula siempre por los mismos lugares, dando vueltas sobre su propia miseria, como si un muro invisible le impidiera salir hacia otras calles, como si creyera que así pertenece al menos a algún sitio. Miradas de desprecio se posan sobre él, negativas hastiadas le responden, el paso aceleran los que no quieren tenerlo cerca. Pero él nunca desiste, ya no comprende el rechazo que provoca, ha descendido ya demasiados peldaños por la escalera del infortunio. Camina sin remisión hacia un completo autismo social. Casi no reacciona ante ningún estímulo externo. En cualquier momento, mientras pasees por la Plaza de Cascorro, deambules por Embajadores o te acerques a la Plaza de la Cebada, un hilo de voz emergerá de la nada, dirigiéndose hacia ti o hacia otro. Un hilo de voz que recuerda con dificultad cómo tronaba hace años esa garganta. Un hilo de voz que siempre emite la misma letanía: “¡Amigo! ¿Tienes una moneda?”. Nada más. Sólo eso. Nunca fuerza, nunca te persigue. El desprecio y la indiferencia suele ser la respuesta habitual. Pasamos a su lado sin ni siquiera lanzarle una mirada compasiva. Ya nos cansamos de hacerlo. La rutina de la miseria. La costumbre de la desgracia.

Hace ya cuatro años. Hacía muy poco que vivía en Madrid. Aceleraba el paso para ver un partido en un bar cercano. Fue la primera vez que lo vi. Más sano, menos ido, con más pelo. La misma tristeza en su mirada. Le di unas monedas. Tranquilicé mi conciencia y entré en el bar. No noté su presencia hasta unos segundos más tarde. Detrás de mí echaba excitado mis monedas y otras en una máquina tragaperras. Sus ojos brillaban con el fuego del deseo, con la esperanza de la promesa. El camarero siguió mi mirada y captó lo que observaba. Con evidente condescendencia y asco, como si mirara a un despojo que habría que eliminar, un infrahumano sin sentimientos ni miedos, me comento con desdén: “El mierda éste, siempre pidiendo para gastárselo todo en las máquinas”. Después, tras observar que el tipo había perdido ya el dinero y andaba pidiendo a otros clientes, salió de la barra y a empujones lo sacó del local.

Camina siempre solo. Jamás le he visto con nadie. Muerto en vida. Una vida sin presente ni futuro. Algún día te lo encontrarás. Desde las sombras, sin sonrisa, dentro de unos vaqueros gastados que parecen deseosos de llegar al suelo, ajenos al cuerpo que intentan ocultar. Te pedirá una moneda. Seguramente no se la darás. Yo, ya, tampoco. Pero al menos, si puedes, evita ese gesto superfluo de impaciencia y asco. Hazlo, aunque sólo sea por ti. Para no darte asco a ti mismo.

11 septiembre 2006

Las mentiras de una guerra

El senado de EEUU confirma ahora que no hay ninguna prueba de la relación entre Sadam y Bin Laden. No hay ninguna prueba.

A este dato le podemos añadir que desde la invasión de Irak, los americanos y sus aliados han sido incapaces de encontrar ningún rastro de armas de destrucción masiva en el país.

Han pasado más de tres años desde el comienzo de la guerra de Irak. Los motivos por los que se fue a esa guerra eran por tanto absolutamente falsos. ¿No lo sabíamos? No me lo termino de creer. Pero no escucho a ninguno de los que entonces apoyaron a Aznar en su vínculo con los americanos, rectificar ni una de las afirmaciones que entonces hicieron con desdén, sobre la necesidad de invadir un país saltándose todo el ordenamiento internacional. Pobre y anoréxico ordenamiento sí, pero el único que tenemos y que nos debiera diferenciar de épocas anteriores.

Lo siento, no me vale el argumento de la fe o la confianza. No me vale el descargar responsabilidades intelectuales propias diciendo que creyeron a sus líderes cuando descaradamente les mentían día sí y día también, mientras las Comisiones de control de turno confirmaban que no se podía asegurar ninguna de las gratuitas afirmaciones que colocaban a Irak en el centro de la trama terrorista internacional, y mientras la prensa mostraba el entramado armamentístico-petrolífero del asunto. La fe es la que hace que la razón sea apartada y ninguneada. Demasiado bien lo sabemos y lo criticamos en el caso de los islamistas radicales. No sirve como justificación o atenuante. Quizás como agravante.

Yo recuerdo con nitidez a Colin Powell en la sede de Naciones Unidas mostrándonos los camioncitos captados por satélite en los que supuestamente se estaban trasladando las terribles armas de destrucción masiva . Yo recuerdo al presidente de mi país, declarando en A3, en una entrevista mamporrera de Buruaga (recién fichado por TeleAguirre), que los españoles debían creer lo que él les decía, que Sadam era un peligro internacional y que poseía las malditas armas. Yo recuerdo a muchos periodistas y tertulianos radiofónicos de entonces decir auténticas barbaridades sobre los que nos manifestábamos en contra de una evidente guerra ilegal. Yo recuerdo a mucha gente que defendía el ataque a Irak como algo justo y necesario en el contexto internacional existente. Autodefensa necesaria lo llamaban. Y nos interpelaban con acritud, si nos parecía mal derrocar a un tipo como Sadam. Recuerdo, desgraciadamente, con suma precisión.

Y no siento ninguna pena por el miserable de Sadam. Ni por sus hijos, ni por su élite. Pero ellos eran pocos, muy pocos. Quién quedó jodido, realmente jodido es el pueblo iraquí. Ahora no están en manos de un dictador. Es verdad. Ahora han sido masacradas miles de vidas, destruidas miles de viviendas, destrozadas miles de familias, condenados miles de proyectos personales. Ahora el país está en una permanente guerra civil. El terrorismo campa a sus anchas. Están ocupados por un ejército invasor que anda como loco por salir de allí, eso sí, una vez que han dejado atados y bien atados los contratos petrolíferos necesarios (en nombre de empresas privadas...¿Ejército mercenario, pues?). Y su futuro, tras todo el drama sufrido, parece ser quedar en manos de los más fundamentalistas islámicos del país, que como en otros lugares y en otros momentos de la historia, aprovecharán el caos y la miseria para imponer sus tesis más reaccionarias a una gente desesperada... Perdón, se me olvidaba, también tienen algo que algunos llaman democracia... Cojonudo.

Pero nos hemos cargado a un dictador. Vale. Bien. Pero sin extras. Me explico. Era un dictador que no amenazaba al orden internacional (ni armas de destrucción masiva ni lazos evidentes con el terrorismo internacional), ni pretendía la invasión de ningún país vecino. Un dictador local, vaya. Un hijo de puta de andar por casa. Puesto que la justificación final de tantos es que mejor sin el sátrapa, reitero desde aquí mi tesis de hace tres años. Ya no sirven los grandes motivos por lo que se quería derrocar a un dictador. Ya sólo quedan los poéticos motivos que sólo invoca la ciudadanía: democracia, libertad, justicia, igualdad, derechos.. Pues bien, como si de una cruzada se tratase espero que pronto a Irak le sigan otros países con evidentes fallas respecto a lo anteriormente citado: Corea del Norte, China, Cuba, Somalia, Sudán, Arabia Saudí, Pakistán, Libia, Guinea Ecuatorial, Marruecos...

Han pasado tres años. Mucho estamos tardando en nuestra cruzada ¿no? No escucho a los voceros de entonces clamar por las nuevas invasiones. Que no nos pase como en la segunda mitad del siglo XX, entonces no llegamos a tiempo para liberar a España, Argentina, Chile, Nicaragua, Portugal, Uruguay...

09 septiembre 2006

Pepe Rubianes, la censura y la libertad

Es censura. Por mucho que se quiera disfrazar. Es censura, miserable y sorprendente. Miserable por el tono melifluo con el que se ha ejecutado; sorprendente por la tranquilidad con la que se ha hecho y se defiende. Aunque lo más aterrador sea la aquiescencia con la que gran parte de la sociedad parece haberlo aceptado. Los hechos son claros, definitivos, no pueden ocultarse: la obra “Lorca eran todos” ha sido retirada del cartel del Teatro Español de Madrid (cuyo gestor es el Ayuntamiento) no porque contenga en su texto nada que sea ofensivo o políticamente incorrecto (motivo por el cuál la censura también sería discutible) sino por una declaraciones públicas que realizó su actor-director sobre un tema no relacionado en absoluto con la obra.

Terrible.

Si nos paramos a pensar en ello, obviando lo natural que parece ser pensar que los políticos son dueños de nuestros impuestos y no meros gestores de ellos, aparece una reflexión inevitable: la obra fue escogida para el cartel del Español mediante criterios artísticos y se retira de él por motivos políticos. Censura. Inapelable. Inaceptable.

Lo que dijo Rubianes hace meses en TV3 es una mamarrachada. Si me pidieran una opinión sobre este tipo y la forma en la que insultó al país donde vive, diría que es un auténtico gilipollas, además de un claro representante del más reaccionario pensamiento único pero... ¿Y qué cojones tiene eso que ver con esta obra de teatro? ¿Vamos analizar ahora todas las declaraciones públicas de aquéllos que utilicen centros públicos para exponer sus obras u opten a subvenciones para realizar sus trabajos? ¿Vamos a colocar cláusulas en los pliegos de las convocatorias públicas de ayuda en las que se indique que según qué cosas digamos en público los poderes políticos podrán suspender las subvenciones? ¿De cualquier tipo? ¿O sólo las de cultura? Porque en este país, afortunadamente, reciben ayudas mucho y diferentes colectivos culturales, sociales y empresariales. No daremos entonces ayudas a las películas en las que Almodóvar sea director porque dijo públicamente que el PP había pensado en un golpe de estado la noche del 13 de Marzo. Tampoco a la Iglesia, que habla públicamente de asesinatos en el tema de los abortos, acusando pues de asesinos a madres y médicos que en semejante trance se encuentran, a pesar de que actúen dentro de la ley. Tampoco a aquéllos que se declaren independentistas y aseguren no sentirse españoles. Así como a otros que hagan manifestaciones públicas en las que acusen al actual gobierno de España de confabulación con los asesinos del 11M. Y recordemos que lo importante no será el producto o trabajo por el recibamos la subvención, o la publicidad institucional (lo digo por algunos medios de comunicación) sino por lo que hayamos declarado en relación a otros temas ajenos a ello.

¿Cuál es el límite? Público es hablar en un bar sobre temas políticos. La libertad de expresión es de lo poco realmente valorable de las democracias occidentales. ¿Dónde nos deja este episodio? ¿Libertad bajo tu propia responsabilidad? ¿Con consecuencias económicas claras? ¿Sin ni siquiera una excusa tapadera? ¿Y mañana?

El caso de Rubianes no es único. Ahí tenemos el descarado boicot que se le hace a Albert Boadella desde los poderes políticos nacionalistas catalanes, o el evidente vacío que se le hizo a Garci para que no siguiera con su programa de cine en TVE cuando ocuparon los socialistas el mando del ente público. Pero lo de Rubianes, por lo descarado y la placidez con que se ha realizado es más peligroso, más nauseabundo.

Y no olvidemos que el que censura ante las presiones es Gallardón. Aunque hoy sábado El País le haga una entrevista para intentar salvarle la cara (El País... ¡Qué solo está Gallardón en el PP!). Cediendo a las presiones electorales y a las de su propio partido y sus voceros mediáticos. El verso suelto es cada vez más un ripio descartable. Muñeco de pim pam pum del ala dura de su partido e instrumento para atacar al PP desde la izquierda mediática, el alcalde de Madrid se encuentra hoy más solo que nunca. Y con lo de Rubianes se llena además de mierda cobarde apareciendo ante la sociedad como un monigote sin personalidad. Tristes momentos para un tipo con tanta ambición. Malos momentos para nuestras débiles convicciones democráticas.

30 agosto 2006

La teoría del ímpetu (y dos)

(Continuación del post anterior)

¿Cómo, pues, reconocer el ímpetu en los que nos rodean? Inevitablemente la única forma de detección posible y con la cuál debiéramos tener una probabilidad alta de acierto es mediante las conversaciones. En este ámbito, salvo con aquéllos que tienen atrofiadas o no desarrolladas unas mínimas herramientas de socialización, se debe descubrir cuál es el ímpetu de la gente. Mi preocupación y agobio (por el aburrimiento que además supone) es constatar que dicho rasgo no sólo no crece o se mantiene, sino que involuciona y se atrofia. Falta interés, falta tiempo, falta fuerza, falta sinceridad en las relaciones. Se imponen aburridas convencionalidades que proporcionan multitud de encuentros y conversaciones repletas de banalidades y tonterías. Se implementan unas normas sociales en las que no ser tú mismo es la clave de dichos encuentros. A medida que pasan los años parece natural y necesario aparentar ser otra cosa de la que eres de manera continua. Se establece una especie de código de conducta social en la que ocultamos nuestras aristas, nuestro fondo, nuestras verdaderas ideas sobre lo que hablamos, y este hecho aun siendo útil para permitir una amable convivencia (y por ese motivo es defendido por algunas personas que considero inteligentes) termina degenerando en un anquilosamiento permanente de las relaciones de la tribu, que impide el flujo de ideas entre diferentes personas y que obstaculiza la consecución de puntos de vista distintos al propio. Además, como en las mejores novelas de ciencia ficción, uno en el ámbito laboral y social se puede pasar tanto tiempo siendo la persona que no es, que finalmente termina por no serlo, por olvidar quién es o quién fue (o peor, recordándolo pero asumiendo que nunca puede utilizar ese rol, su propio yo, porque ya no tiene tiempo u ocasión). Se extiende y perpetúa así el estancamiento de cada uno de nosotros en las posiciones previas, antiguas. Cada vez es menor el reciclaje y la herrumbre comienza a parecer en muchos de los discursos.

Las causas son diversas, y yo desde luego no las conozco todas. En primer lugar, el tiempo. Para pensar y formarte tienes que tener la posibilidad de contar con tiempo. Aceptando (sería este asunto debate para otro post) que esta sociedad no nos lo permite pero que tenemos más de lo que tenían hace 300 años nuestros antepasados, debemos mejor pensar en tratar de optimizar el tiempo que tenemos. No de una manera capitalista, sino desde una vertiente más humanista, de formación y análisis del mundo que nos rodea, buscando un progreso real en el campo en el que el ímpetu de cada persona esté más desarrollado. A este tiempo, o la falta de él, se le añaden una serie de obligaciones sociales virtuales que han aparecido de la noche a la mañana y que ni de lejos intuíamos que íbamos que tener que someternos a ellas cuando cumplíamos los veinte: familia, eventos relacionado con el trabajo, bodas, relaciones laborales innecesarias... El trabajo, o la falta de él, es otra excusa extendida para estancarse mentalmente. Siendo ésta una realidad evidente y entendible, queda fuera de esta discusión, porque tratamos de aquellas personas que no tienen que sobrevivir, y por tanto no debiera servir como excusa en absoluto (y repito que se trata de un mal ampliamente extendido. Siempre es mejor echar balones fuera que aceptar que tú eres el principal causante de tu abandono personal).

Cuando éramos adolescentes y jóvenes veinteañeros, en muchos de nosotros el impulso parecía fluir con naturalidad. Era fácil encontrarte con gente con tus necesidades y desarrollarte con ellas y a través de ellas. ¿Por que era tan sencillo entonces? ¿Por qué es difícil encontrarlo ahora en muchos de los que entonces lo tenían o parecían tenerlo? Se podría apuntar como causa inicial la pose veinteañera universitaria (para aquellos que estuvimos en la universidad). Durante una época, según donde te movieras, era importante tratar de destacar en el campo en el que pudieras para prevalecer socialmente, y con respecto al otro sexo. Pero aun contando con este factor parecía haber mucho ímpetu entonces en los vehementes y encendidos discursos que cambiaban el mundo, el cine, la literatura, la sociedad o la política. Existían y convivían multitud de puntos de vista que se confrontaban con naturalidad e incluso con cierta sana violencia. ¿Dónde quedó? Tal ves simplemente fuera que ese ímpetu no se sustentaba en nada real, consistente, salvo en el vigor y la falta de responsabilidad de la edad. Faltaban lecturas que hiciesen evolucionar los planteamientos. Era divertido, pero retrospectivamente, un tanto insustancial. Demasiadas consignas sin preparación. Demasiadas soflamas bienintencionadas. Demasiado desdén para aceptar otras visiones, menos radicales pero más sinceras. Pero sin nada en lo que apoyarse, detrás de esas posiciones se fue descubriendo demasiada nada. Y tras ella, inevitablemente, el posicionamiento en posturas conservadoras (no necesariamente políticas).

La desertización avanza sin remisión. El estancamiento es generalizado, las conversaciones duran menos, son más aburridas. Se repiten demasiadas tonterías, se utilizan bases de datos almacenadas hace más de diez años porque no ha habido renovación... Hay más cansancio, más dejadez, menos necesidad de aparentar lo que ya es evidente que no se es. Los grupos parecen conformados e infranqueables. El error que eso supone es mayúsculo. En defensa de una amistades inquebrantables uno se reúne siempre con la misma gente, con los que se repiten siempre los mismos tópicos. Los temas de conversación se limitan cada vez más, pues las puertas que uno intenta abrir el otro ya no las quiere franquear; y lo que es peor no quiere que le cuentes lo que hay detrás porque supondría un esfuerzo ya inaceptable. Y esta actitud reacia a adentrarse por nuevos caminos se suele intuir con claridad, por lo que ya el primero, cansado, acaba por no intentar siquiera comenzar. Cerrándose así el círculo del silencio social, un silencio ensordecedor, cómplice tal vez, pero poco enriquecedor. Uno a uno parece que vamos cayendo todos, derrotados en pequeñas batallas que no conseguimos vencer, que no nos destrozan del todo pero que nos van haciendo mella lentamente, arrastrándonos hacia la introspección, el escepticismo o la anorexia mental. Por otro lado encontrar gente nueva con la cual conectar puede ser aún más difícil, porque las relaciones que con la edad se genera suelen ser desgraciadamente ficticias y habitualmente artificiales. Todos caminamos con la coraza social encendida a pleno rendimiento en estos nuevos contactos, complicándose así hasta casi lo imposible la creación de nuevas amistades realmente fructíferas (no sólo agradables).

Tal vez sea ésta una teoría que rezuma cierto pesimismo. No puedo evitarlo. Escribo lo que siento y percibo. No obstante no todo está perdido, sólo hace falta trabajar sobre ello. Aun se encuentran momentos, conversaciones, situaciones e ímpetus ciertamente emocionantes, interesantes y apreciables. Personas que merecen la pena , de las cuáles aprender y con las que por supuesto divertirse. Habrá que perseverar. Y nunca abandonar la búsqueda.

29 agosto 2006

La teoría del ímpetu

Según el DRAE se puede definir ímpetu como impulso, es decir, la fuerza que lleva un cuerpo cuando se encuentra en movimiento o crecimiento. Ímpetu, tal y como yo lo utilizo es aquello que permite que sigamos vivos, atentos, interesados, con ansias de seguir aprendiendo y formándonos. Lo que nos permite seguir sintiendo con intensidad, renovar nuestra capacidad de sorpresa y emocionarnos con lo que nos importa. Últimamente utilizo el término en muchas conversaciones, asociado a esta idea general, aunque como siempre sucede en discusiones habladas, plagadas de interrupciones y balbuceos, apenas llego a esbozar y bosquejar lo que pretendo plantear al utilizar esa idea.

El ímpetu no debe confundirse simplemente con la capacidad de discutir de manera inteligente y flexible sobre ideas, de conversar con tensión y de aportar nuevos puntos de vista sobre temas antiguamente tratados u originales. Tampoco con la capacidad, oral o escrita, de tratar con lucidez aquellos temas que nos preocupan como seres humanos que vivimos en sociedad. Ello de algún modo limitaría la teoría a una sola manera de entender cómo disfrutar del mundo y de la vida. Seguramente la mía. El ímpetu sería algo más profundo, más intrínseco al hombre, sería una capacidad que podría tan sólo aparecer cuando éste hubiera cubierto sus necesidades básicas de alimentación y supervivencia, delimitando su competencia a la hora de usar provechosamente lo único que realmente posee más allá de cuestiones materiales: su tiempo.

Por tanto el ímpetu debe ser entendido como la capacidad de un ser humano de seguir sintiendo, de seguir emocionándose e ilusionándose y de no caer en el estancamiento emocional e intelectual al que parece abocarnos por un lado, una sociedad que establece fríamente las grandes líneas de lo que debemos hacer y no hacer en cada momento de nuestras vidas, mediante una calculada presión del entorno y la terrible amenaza de soledad para aquéllos que se establecen fuera de su manto protector; y por otro lado el propio peso de la edad, la inevitable decadencia física y emocional, lo que podría denominarse ímpetu físico, que si bien no sería posible detener su deterioro si sería posible minimizar las consecuencias de éste.

Una importante característica de esta cualidad que me ocupa debiera ser la capacidad de transmisión de esas inquietudes al sector sociofamiliar que nos rodea, puesto que el que pretende mantenerse alejado totalmente de los demás, encerrándose en su propia burbuja, termina adentrándose en un proceso de retroalimentación y continua corroboración de sus propias ideas y pensamientos inútil y completamente estéril, ya que como animales sociales que somos la contrastación y refutación de nuestras ideas es la única manera de avanzar sobre ellas para alcanzar nuevos conocimientos.

La treintena, su cercanía en mi caso y mi conocimiento de un entorno que ha traspasado esa frontera (no sólo fisiológica, por más que algunos se empeñen), me hace encontrarme en la necesidad de plantearme este problema. Lógicamente es una tontería establecer como puntos de inflexión obligatoriamente necesarios las fronteras mentales que nosotros mismos nos imponemos: el mito de la adolescencia, los veinte años universitarios, la treintena como etapa de transición y búsqueda de mayor estabilidad... Pero clasificar y parametrizar es algo humano y en mi caso, tal vez por mi formación científica, una necesidad. Parece claro que más allá de cada caso particular se intuye una corriente que nos arrastra todos de manera uniforme y dentro de la cuál, a pesar de nuestra arrogancia y necesidad de diferenciación con el resto, con los otros, la masa se establece con naturalidad (algo parecido a la psicohistoria que inventara Asimov para su colección sobre las Fundaciones). Solemos despreciar las generalizaciones, pero nos equivocamos al hacerlo y no delimitar lo que queremos decir: la física como ciencia se construye gracias a maravillosas generalizaciones y leyes, pero éstas no se realizan al azar, se basan en la observación detenida de la realidad, tras lo cual se establece una hipótesis, una teoría de por qué suceden esos fenómenos, teoría ésta que debe ser contrastada y contrastable. Y lo que me parece encontrar en los últimos tiempos en mi entorno cercano, salvo excepciones notables (sujetas de todos modos a problemas) es un estancamiento vital insoportable, consentido, aceptado y lo que es peor, beligerante en la defensa de su desidia.

Desde muy joven he advertido la presencia de un nutrido grupo de gente sin ímpetu. Lógicamente eso es algo que con el tiempo he sabido definir, estudiar y aceptar como algo natural e intrínseco de nuestra sociedad. Por otro lado también tuve que entender que mis propias épocas de vacío y caídas en la miseria del aburrimiento eran producto de esa misma falta de ímpetu que achacaba a los demás en otras ocasiones, y que por tanto era algo intrínseco, un vacío al que me daba vértigo asomarme y que tenía que aprender a manejar. Tuve que aprender a diferenciar y reconocer la existencia de esta cualidad más allá de aquello que yo considero interesante en una persona. Es decir, comprender que no podía simplificar la definición de ímpetu agrupando de manera idiota y poco inteligente en un mismo grupo de no poseedores del mismo a todos aquellos tipos cuya conversación era estúpida o superficial, a los que me parecían idiotas sociales, a los necios contumaces, a los presuntuosos sin fondo o a aquéllos que poseían gustos e intereses dispares por completo de los míos. Había que indagar más. El ejemplo más evidente de la diferenciación final se puede presentar fácilmente mediante un ejemplo: personalmente no tengo el más mínimo interés en nada relacionado con la ascensión a montañas. Más allá de pasear por ella de vez en cuando, ninguna pasión se apodera de mí cuando observo un documental donde unos tipos se cuelgan de unas cuerdas para escalar por paredes imposibles. No soy capaz siquiera de entender los subidones de adrenalina que ellos dicen sentir al tirarse horas colgados al borde un precipicio, a cientos de metros del suelo. Pero es una forma de vida en sí misma. He conocido gente cuyo ímpetu lo vuelcan completamente en eso, y se les ve vivas, ansiosas por alcanzar nuevas cotas, transmitiendo entusiasmo real cuando relatan sus aventuras. Claramente mantienen vivo su ímpetu, sus ganas de sentir.

Y eso es algo que cada vez es más difícil de encontrar.

(Sigue)