Estos son los libros nuevos (sin contar relecturas) que leí este año. Son unos pocos menos que en años anteriores pero en general las lecturas han sido fantásticas.
Tan lejos de Krypton – Daniel Ruiz García. Emocionante y
cautivadora inmersión en el universo infantil. El autor lleva hasta el límite la apuesta de transformar su voz en la de un niño que habita esa España mitológica de los 80, donde aún era posible la existencia de los superhéroes y donde sólo la realidad podía venir a ensuciar para siempre sueños e ilusiones.
Brillante, nostálgica y apasionada esconde en su interior una evidente
melancolía por una inocencia que se fue para no volver.
Todo empezó con Obdulio – Bosco Esteruelas. Novela escrita
desde el estupendo y manifiesto rencor del autor hacia una empresa (PRISA, El País) en la que trabajó durante años. Ese rencor y la rabia por el acoso y el
despido final que sufrió en sus carnes Esteruelas sirve como motor de una
historia pésimamente escrita cuya mayor utilidad es descubrirle a los lectores
la realidad de la podredumbre y corrupción moral de la redacción de uno de los
periódicos más influyentes del país, que fue durante añosel equivocado faro moral de un par de generaciones
de españoles
Perros de porcelana – Marin Ledun. Intensa, brutal, honesta,
perturbada y febril novela que retrata la presión laboral en una de las grandes
empresas francesas así como el deterioro mental y físico al que la nueva economía y
las nuevas formas del capitalismo llevan a unos trabajadores desorientados,
egoístas y aislados, incapaces de enfrentarse solidariamente a un sistema que los
devora y los arroja al abismo del suicidio o la invalidez emocional. Absolutamente recomendable.
De lo mejor que leí durante este año
2020 – Javier Moreno Tal vez junto a Alma, la novela que más
me ha gustado del autor. Moreno se deja ensuciar por el mundo que lo rodea, advierte
la coyuntura social en la que su labor literaria se desarrolla y pone su
elegante lenguaje y su genuina capacidad de disección al servicio de una
extraña distopía en la que los aforismos se multiplican y las reflexiones críticas
sobre la sociedad y la economía se ven enriquecidas gracias a una
extraordinaria habilidad para interrelacionar lo micro y lo macro en ambos campos.
Un gran novela.
El desengaño de Internet, los mitos de la libertad en la red
– Evgeny Morozov. Pertrechado con infinidad de datos contrastados y citando
trabajos e investigaciones muy bien fundamentados, Morozov construye un
devastador ensayo con el que intenta desmitificar las bondades libertarias de
Internet y el pretendido carácter emancipador de las redes sociales. Su tesis
central es que Internet y sus redes sociales pueden terminar favoreciendo el control
de los ciudadanos y el fortalecimiento de Estados autoritarios a los que les resulta
muy sencillo desactivar los movimientos sociales contestatarios gracias la
exposición digital de sus enemigos. Aún siendo excesivamente farragoso y en
ocasiones demasiado reiterativo, la lectura de este libro es importante porque entronca con un
movimiento intelectual crítico que en los últimos años nos viene advirtiendo que junto a los evidentes aspectos positivos de la red, también hay que saber reconocer sus potenciales peligros y sus falsas virtudes, algo que en demasiadas veces queda opacado por el
entusiasmo acrítico promovido por tanto gurú (de pacotilla) 2.0
El asesino de la regañá – Julio Muñoz Gijón. Un divertimento
sin mucho recorrido sólo apto para sevillanos y conocedores de la extraña y particular idiosincrasia
de la capital andaluza. Un manual de tópicos utilizados con humor y desparpajo que
provoca la sonrisa continua y alguna carcajada. Un soplo de aire fresco que
sirve para abrir las ventanas y ventilar las estancias clasistas y rancias de una de las ciudades
españolas más ensimismadas consigo misma.
Aquí cuelgo la segunda tanda de películas nuevas que
vi durante el año que acaba de finalizar (al final fueron más de 100). Aclaro, mediante la palabra cine, las que vi en pantalla grande. Están ordenadas cronológicamente, según las vi.
Sympathy
for Lady Vengeance (2005) – Park Chan Wook. Es la película que menos me
convence de la trilogía de la venganza con la que se hizo famoso este
director. A ratos aburre y es menos sorprendente pero tampoco se puede despreciar
porque contiene momentos de buen cine narrativo no convencional. El problema es
la comparación, pero la historiavuelve
a ser lo suficientemente retorcida y la dirección ágil y potente como para no pensar
en dejar de verla ni por un instante
El lado bueno de las cosas (2012) – David O Rusell. Comedia
con tintes dramáticos que, como suele ser habitual, aguanta bien la primera
hora de visión para luego desinflarse sin remedio. Muy bien todos los actores,
destacando una Jennifer Lawrence estupenda, que aporta vitalidad y aire fresco a todos los proyectos en los que participa.
Los señores del acero (1985) – Paul Verhoeven. Hay películas
que por causas dispares uno lleva queriendo ver toda su vida sin conseguirlo.
Es el caso de ésta, ya que nunca conseguía encontrar un copia en condiciones en VOS.
Un Verhoeven en plena forma, sin complejos ni limitaciones nos lleva a una Edad
Media que pocas veces lució tan sucia, tan enferma, tan miserable y tan zafia,
habitada por hombres y mujeres que no pueden permitirse el lujo de la moralidad
y sobreviven matando y engañando. Muy interesante, con enorme fuerza visual y
narrativa, y un Rutger Hauer arrollador.
El hombre de acero (2013) – Zack Snyder (cine). Se les fue
la mano. Quisieron oscurecer y construir una versión adulta de Superman intentando
seguir el acertado camino iniciado por Nolan con Batman. Pero no funciona. En
ningún momento. Por muchos motivos. Las imágenes trascendentes a lo Terrence Malickde la infancia y la adolescencia contradictoria
y difícil del superhéroe son pretenciosas y vacías. Y las escenas de acción,
sobre todo la última batalla, se alargan hasta provocar un cansancio
existencial al espectador. Se salva la música de un Hans Zimmer en estado de gracia…
Si es que al final el problema tal vez sea simplemente que Superman es, de todos
los superhéroes, el más inaguantable, el más coñazo. Con toda su rectitud y
su pulcra decencia conservadora
Una pistola en cada mano (2012) - Cesc Gay. El director
intenta volver al universo de las relaciones y los fracasos de treintañeros
perdidos y desorientados (como ya hiciera en la apreciable En la ciudad) pero
en esta ocasión fracasa por completo en el intento. Los hombres parecen muy
tontos e inmaduros en sus vidas de mierda. Las mujeres muy seguras y decididas
en sus vidas también de mierda. Y al final todo queda muy artificioso, demasiado
falso y muy poco creíble. Decepción.
Los ilusos (2013) – Jonás Trueba. Cine en estado puro,
despojado de trama, de artificio, de excusa narrativa y casi de personajes.
Madrid llenando cada fotograma yjóvenes
desorientados intentando sobrevivir en un mundo adulto y competitivo que a la mínima está dispuesto
a devorarlos para siempre. Una gozada de película, como ya escribí.
Éstas son las películas nuevas (no tengo en cuenta las revisiones) que
vi durante el año que acaba de finalizar. Aclaro, mediante la palabra cine, las que vi en pantalla grande. Están ordenadas cronológicamente, según las vi. Separo la lista en dos partes para hacer más digerible su lectura.
Los miserables (2012) – Tom Hooper (cine). Una delicia. De
los pocos musicales clásicos que no había visto jamás. Aún se me ponen los pelos
de punta con la canción cantada por el crío. Espléndida.
MS1: máxima seguridad (2012) – James Mather y Stephen St. Leger.
Una canallada enmascarada como ciencia ficción. Carne de perro simpática, a la
que uno coge cariño desde los títulos de créditos, esculpidos a hostias sobre
el careto de Guy Pearce. Para nostálgicos ochenteros.
La puerta del cielo (1980) – Michael Cimino (cine). Una obra
mayor. Muy grande, tan grande y tan desmesurada. La leyenda negativa la
persigue, la hace la responsable final de la destrucción del cine de autor
americano de los setenta. Por megalómano y consentido. El último cine para
adultos que Hollywood produjo. Hay que verla sin prejuicios, despojada de esa
aura de fracaso y malditismo que arrastra. Western crepuscular, moderno, social
y maravilloso. Imprescindible
Sombras tenebrosas (2012) – Tim Burton. Lo de Burton ya es
preocupante. Se ha convertido en una parodia de sí mismo, su universo se
derrumba película a película, desgastado por el tiempo y la repetición de
fórmulas ya manidas. Esta película es un auténtico despropósito. Mala hasta molestar.
Quantum of
solace (2008) – Marc Foster. A mí, que James Bond me la suda desde
siempre, que no he soportado nunca ni las de Sean Connery, ésas que algunos
dicen que marcan el canon y que son estupendas pero que me parecen
inaguantables, aburridas y antiguas, muy antiguas, he de decir que al menos
esta nueva etapa que protagoniza Daniel Craig me entretiene. Bourne se ha
encontrado con Bond y el encuentro rejuvenece al anciano agente
The master
(2012) – Paul Thomas Anderson (cine). Una de las mejores películas de
2013. Compleja, sutil, ambiciosa, profunda y apasionante. Interpretaciones
increíbles para la historia de amor y rencor entre dos tarados: uno que
construye lentamente una secta que gira alrededor de su supuesto carisma y otro
que trata de encontrarse a sí mismo y dar sentido a su vida desde sus evidentes
limitaciones mentales. Philip Seymour Hoffman y Joaquin Phoenix
bordan ambos papeles. Genial e imprescindible
Cumple 70 años, siete décadas de existencia,
de lucha. Nacida en la oscuridad y la miseria de la posguerra española, casada
apenas con veintiuno, diez hijos, mis hermanos y yo, una vida entregada, de otra
época. Tres hijas muertas: una al nacer, Alicia, el fantasma familiar, cuyo
nombre lleva ahora una de sus nietas; las otras dos, Mercedes y Mari,
masacradas en la treintena por el monstruo, por el puto cáncer, que truncó el futuro y convirtió la
vida en un presente continuo para el resto. Y un marido, mi padre, siete años
mayor que ella, extraño y contradictorio, que apenas le duró hasta los sesenta y cinco. Es
una superviviente, de la vieja guardia, pertenece a otro mundo, a un mundo que
se desvanece ante nuestros ojos, que desaparece para siempre, con otros códigos
y diferentes expectativas. Ha envejecido sin que me dé cuenta, sin que lo note
ni lo acepte. Tampoco ella. Y eso le da vida, le permite seguir jugando una
prórroga eterna. Aunque pasen los años. Y la tentación de claudicar a la
tristeza se agigante y sea cada vez más seductora.
La recuerdo envuelta siempre en
colores vivos, reflejo de una vitalidad abrumadora, negándose al negro
depresivo y autocompasivo al que sucumbió su madre, dispuesta siempre a la risa
fácil, a la charla ocasional que se transforma en infinita, incapaz de comprender
motivaciones vitales que excedan los límites marcados por la defensa de su
prole, de su legado, de lo que ha sido, tal vez sin ser muy consciente de ello,
su más importante proyecto vital. Testaruda, con carácter, visceral y emotiva. Nunca
lo suficientemente valorada ni respetada. Ni por su marido ni por sus hijos. Y
qué decir de una sociedad que sólo la vio siempre como una ama de casa cuyo
criterio era de escaso valor. Nada más lejos de la realidad. No he visto jamás
en nadie la capacidad de adaptación y de evolución que ella tuvo. Siempre
dispuesta a ver más allá, a aceptar sin dudar algunos de los brutales cambios
sociales a los que ha asistido, algunos de los cuales venían a destrozar sus
paradigmas vitales. Paradigmas bajo los que se había educado y bajo los que
había entendido que tenía que educar a sus hijos.
Pero no es una mujer de película.
Afortunadamente, claro. Porque la vida no es una ficción. En la ficción ella,
como arquetipo, nunca hubiera errado, siempre estaría ahí para todos, sería tan empática
como irreal, inasequible al desaliento, capaz de dar a todos lo que cada uno de
nosotros hemos necesitado en cada momento. Nadie es así. Sólo los egoístas, los
que pretenden que el mundo gire a su alrededor, pueden pretender eso de alguien. A mí lo
que me emociona cuando pienso en ella es que conociendo su capacidad de rencor,
sus inseguridades, o su angustia cuando las cosas difieren a lo que su cabeza ha
diseñado, sea capaz de dar un salto al vacío, de no dudar, de mantener la
lealtad, de dar cariño ilimitado, de arropar a los suyos, a su manera, hasta el
final, con todas las consecuencias. Jamás, bajo ninguna circunstancia, olvidaré
las más de treinta noches seguidas que acompañó a su hija, Mari, mi hermana, en
lo que sería su lecho de muerte en aquel hospital. Negándose a cualquier otra posibilidad,
gestionando su dolor a duras penas, manteniendo el tipo hasta el final. Aún hoy
parece ayer cuando la miro, a cámara lenta, sentada en aquel sofá, incapaz de asimilar
lo que veía: los estertores de su niña, o mejor dicho, del esqueleto viviente
en el que se había convertido su niña de 34 años, cuyas manos agarraban desesperadamente
Espe y Amparo, sus hermanas, mis hermanas, con las caras contraídas por el
dolor y la incomprensión.
Ni una ni dos ni tres son la
veces que pensé que finalmente ella no sería capaz de soportar tanto dolor, tanto
sufrimiento. Y siempre, cada una de las veces, me equivoqué. La subestimé. Tal
vez por eso, contemplando su extraordinaria capacidad de supervivencia, me
divierte tanto ver cómo mis hermanos intentan influenciarla, incluso cómo yo
mismo intento a veces hacerlo. Porque me encantan sus gestos y adoro el rictus
de su cara cuando desprecia esos vanos intentos de manipularla. Cuando muestra
la realidad de su carácter: obcecado, testarudo, inmune a estrategias paternalistas
y condescendientes.
Se me acumulan los recuerdos y no
caben en este post el agradecimiento y la lealtad que siento. El cariño. El
amor por ella. Tampoco yo soy un hijo de película. Soy egoísta, vivo mi vida, me
molestan las convenciones, soy incapaz de aceptar demasiadas obligaciones
familiares. Pero tengo memoria. Y soy consciente de las deudas emocionales con
ella contraídas. Deudas que jamás podré pagar.
En mis recuerdos infantiles me
encuentro muchas veces enfermo, como tantas veces en mi niñez, en una cama, febril,
indefenso. Ella siempre está allí, cuidándome. Como aquella vez que mientras
soportaba en vela noche tras noche escribió un diario para contarles a mis
médicos la evolución de mi enfermedad. O como cuando me abandonó para correr como
una loca en busca de un médico que me ayudara mientras yo intentaba de manera
desesperada respirar por cada poro de mi piel. O como cuando durmió junto a mí, otra vez noche tras
noche, en el salón de nuestra casa para permitir descansar a mis
hermanos, incapaces de soportar mi angustia respiratoria. O como cuando, ya
enzarzado en una guerra sin cuartel contra mi padre, escapé de casa camino al
monolito de Juanma mientras ella rompía puntualmente relaciones con su marido y se
acostaba en la cama fría de un hijo incapaz de lidiar con un padre autoritario.
Yo le debo todo. Nada tengo que
echarle en cara. Siempre fui capaz de comprender y controlar sus defectos. De
entenderla. Siempre supe cómo encontrarla, cómo provocar su risa. Cómo demostrarle
mi cariño. De pocas cosas me siento más orgulloso que de conseguir hacerla reír.
De conseguir que escape por un momento de una realidad encorsetada.
Ni una sola queja. Ni una sola crítica.
Un respeto descomunal. Y un cariño incuestionable. Amor sin medida. Eso es lo
que siento por mi madre. Que cumple hoy 70 años. Que seguirá viviendo en medio
de conspiraciones de medio pelo y traiciones insignificantes. Como en todas las
familias. Que tal vez seguirá equivocándose
en algunas cosas. Por supuesto. Pero respetando su espacio y siendo capaz de defender el propio se termina encontrando a una mujer extraordinaria, dispuesta a darlo todo por sus hijos. Una
mujer de otro tiempo, de otra época, con un hijo que la adora y que siempre
estará dispuesto a quererla. Sin duda alguna. Para siempre.
Un beso, mamá. Feliz cumpleaños.
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Tan harto de ti, tan cansado, cuánta pereza me das, ya ni
siquiera me encabronas, sólo me agota tu presencia. Tantos años aguantándote,
tantos silencios incómodos para no decirte lo que realmente pienso sobre las
tonterías grandilocuentes que sueles soltar. Es insoportable escucharte una y
otra vez, menudo ladrillo, construyendo esos discursos artificiales y maniqueos,
con tu voz engolada y mirada profunda. Tan trascendente, tan ridículo… Que si
qué asco de políticos, que si qué asco de monarquía, que si qué asco de
empresarios… Defendiendo animales que no sabrías reconocer, defendiendo trabajadores
de países lejanos que no sabrías colocar en un mapa mientras vistes ropas que
ellos fabricaron, criticando el desfalco fiscal de los más ricos, criticando la
corrupción generalizada de los políticos de la otra acera, la miseria moral de los
que has decidido que nominalmente son tus enemigos. Aunque muy poco te distinga
de ellos. Cómo te creces para hablar de tus compañeros, esos que nunca hacen
huelga por nada, que además van a misa, lo sabes a ciencia cierta, perros
sumisos del poder conservador. Aunque luego siempre encuentres una excusa para
tú tampoco comprometerte, ni señalarte, o para hacerlo mínimamente. Sólo lo
justo, lo que dicte tu sindicato mayoritario, de clase, como te gusta recalcar de
manera relamida en cada ocasión, ése contra el que también cargas a veces
públicamente pero que en el fondo te hace el trabajo sucio para que todo ese
rollo reivindicativo con el que te vistes se quede finalmente tan sólo en lo
estético, en lo decorativo, que es lo que te interesa, de lo que te alimentas. Porque
no te engañes, tú lo que quieres es que todo siga más o menos igual, o quecambie poco, viviendo dentro de trincheras de
cartón en una guerra ficticia que pretendes eterna. Por eso te ponen tan
nervioso lo que tú llamas excesos reivindicativos, o la idea de un verdadero
cambio social en sintonía con lo que sueles predicar de boquilla, no vaya a ser
que los cambios vengan a destruir lo que ya has conseguido y consideras tuyo
por derecho natural. Porque eres uno más de tantos, de todos, de ellos, sí, uno
más, un mierda más, vamos, para que nos vayamos entendiendo. Por eso cuando recibiste
esa herencia, sin nadie que ejerciera de espectador social, no te importó que parte
de ella te llegara en negro porque así simplificabas los trámites
administrativos. O como cuando compraste tu casa, ¿recuerdas? ¡No hay otra
manera!, afirmabas con vehemencia, ¡todo el mundo lo hace y si no pagas parte
en negro no te la venden! Y claro, no te ibas a quedar sin la casa. Otra
historia es esa reforma que hiciste en ella. ¿Te extraña que lo sepa? Al final
todo se sabe, ya sabes: contrastaste a una cuadrilla de trabajadores ilegales.
Pero claro, si no hacías eso la obra te costaba el doble y no podrías haber
puesto ese parqué tan elegante ni irte de vacaciones solidarias a la India. Pero tal vez lo
más molesto, lo más sucio, lo más patético que hayas hecho y sigas haciendo es pagar
en negro a tu empleado del hogar, al que te limpia la mierda cada semana porque
tú estás muy cansado del trabajo como para ponerte a limpiar. ¿Recuerdas cuando
vino a pedirte que lo dieras de alta y lo miraste compasivamente mientras le
advertías que en tal caso no podrías seguir contratándole porque el dinero no te
alcanzaba? ¿No te das asco a ti mismo? Piénsalo. Lo de tener o no tener dinero
según para qué cosas es una fenómeno extraño, digno de estudio y análisis. Como
lo que piensas sobre la coherencia. Aún recuerdo aquello que me dijiste sobre ella. No te lo voy a repetir, ¿para qué? Léelo, si eso. Y qué contarte de ese
perpetuo discurso victimista sobre los impuestos, quesiempre os crujen a los mismos dices, aunque
por otro lado sabes por experiencia propia que ese dinero es el que permite que
no te arruines para que traten las enfermedades de los tuyos y para dar oportunidades de futuro a tus
hijos. A los que llevas a colegios concertados. Por el nivel, claro. A veces me pregunto si alguna vez te habrás parado a escuchar tus propias soflamas. Idiota no eres, nunca lo has sido, al menos no del todo. Ni siquiera eres el
espécimen más peligroso de la fauna social. Sólo eres un pijoprogre, tan previsible, tan insustancial, tan inútil…
Un coñazo inaguantable. No podía salir nada bueno de esas sobredosis de El País
y la SER que te
metías. Te han hecho creer que eres superior moralmente a los otros mierdas, a
los de la trinchera de enfrente, tan obscenos, tan evidentes… Creíste que con tu
discurso sociata y solidario ya eras distinto a ellos cuando al final lo que hacemos
cada día y no lo que decimos es lo que determina lo que somos en realidad.
Tienes muchas caras, te he visto muchas veces, te he escuchado en muchos sitios
y te he leído en muchos medios. Eres familia, eres amigo, eres conocido, eres
tan sólo un nombre en una red social. Eres un cáncer desmovilizador, un caballo
de Troya. Y no lo sabes, no eres consciente de ello. Te ofendes cuando alguien
te lo insinúa. Siempre encuentras razones para no ser subversivo, ni radical,
ni para ser coherente con aquello que dices defender. Pero sabes una cosa, al
final lo que menos soporto de ti, lo que menos aguanto, no es tu incoherencia
perpetua y la debilidad de tus argumentos, no, qué va, eso ya lo acepto como
parte del lote, es la exhibición impúdica y continua de tu anorexia intelectual
lo que me enferma. Y que encima pretendas hacerla pasar por preocupación social.
La cosa está jodida, esta crisis
no es como las otras, así la llamas tú también, crisis, aunque no tengas muy
claro lo que eso significa. Pero es algo serio, seguro, la cara de tu madre no te
tranquiliza como otras veces, no es capaz de ocultar su miedo, te mira, casi te
grita cuando te pregunta cómo te sientes, es de madrugada, estás sentado en el
salón, apenas puedes contestar, te acurrucas sobre los sillones, tu pequeño
cuerpo se hace un ovillo, te sientes pequeño, tan pequeño, la casa parece
vacía, todos duermen, Migue seguro que también, qué suerte, piensas… Aparece
también por allí tu padre, con gesto serio, y eso es algo insólito, anormal,
pero no hay tiempo para análisis profundos, sólo eres capaz de pensar ya en una
sola cosa, sólo tienes un objetivo, primario, elemental: has de conseguir oxígeno, más
oxígeno, en cada bocanada, en cada aspiración, y para ello debes poner en
marcha todo tu cuerpo, cada parte de él, aunque los libros de ciencias digan
que no sirven para ello. Respirar, una vez, y otra, y a ser posible otra vez
más. Te pones a trabajar en ello, con cada músculo, con cada órgano, a través
de cada uno de los poros de tu piel. Los obligas a dejar su actividad habitual
para centrarse en lo único importante, respirar, como sea, una vez, y otra, y
otra más, respira, aspira, espira, vive, no abandones. Tu madre ya no está
contigo. Crees entender que ha ido a buscar a un médico. Comprendes que no le
dará tiempo. Miras a tu padre, acongojado, y tras un segundo cierras los ojos,
exhausto. Notas cómo te levanta y te lleva hasta la terraza. Te asomas al cielo,
de nuevo en pie, fascinado por las estrellas mientra sientes el aire frío
entrando en tus pulmones. Acompasas tu respiración al latido de tu corazón,
sientes que por fin recompones el equilibrio, poco a poco, con enorme esfuerzo.
Miras al infinito y lanoche decide por
fin darte una tregua. Hoy no vas a morir. No toca. Respira, chaval. Es hora de dormir.
La distancia existente entre las teorías pedagógicas modernas y la realidad de la
enseñanza es tan abismal que a veces pareciera que aquello de lo que se ocupan
las primeras no tiene nada que ver con la actividad que se desarrolla en los
centros educativos. Tras unos años ejerciendo como profesor en la educación
secundaria madrileña me resulta extraordinariamente estéril leer y escuchar
tanto las chaladuras pretendidamente alternativas de los fanboys de Ken Robinson,
como el casposo y conservador discurso de los que se quieren retrotraer a una supuesta
arcadia educativa en la que los alumnos, en silencio y con el máximo respeto, escuchaban
a sus maestros independientemente de su buen hacer. Sin que ellos, ni sus
padres, ni la sociedad, tuviera derecho a juzgar y valorar su labor. Ni a poner
en entredicho sus planteamientos didácticos. Entre unos y otros, como una
especie de materia oscura indetectable responsable del porcentaje más alto de
la gestión diaria de la realidad educativa de este país, se encuentra la granmayoría de profesores y maestros. Y éstos, sin
profundizar en absoluto en ninguna de las cuestiones relacionadas con los
aspectos filosóficos, pedagógicos y políticos de su labor, sin atender ni comprender
apenas las relevantes consecuencias de la misma, trabajan (en general) bajo el
paraguas del clásico paradigma educativo, apenas actualizado por un uso
superficial de las nuevas tecnologías y por la necesidad de asumir la
existencia de un nuevo marco relacional con un alumnado que, como buen hijo de
nuestro tiempo, exige una relación emocional más intensa y cercana con los que
van a ser sus profesores para volcarse en su propia formación con la máxima
intensidad. Por ahí caminan, cada día, sobre el alambre, miles de docentes,
abrumados por la enorme responsabilidad que una sociedad irresponsable, formada
por familias desordenadas construidas alrededor de mónadas emocionales
incapaces de interactuar con normalidad, pone sobre sus hombros. Los padres parecen
haberse desprendido de las viejas certezas totalitarias en relación a la
organización familiar para enfrentarse a un vacío en el que son incapaces de
encontrar nuevos equilibrios sobre los que construir un entorno afectivo que
dote a los chicos de las dosis mínimas de responsabilidad y ética con las que empezar
a caminar por la vida.
Nunca fue tan evidente la distancia entre el sueño de formar
ciudadanos críticos, responsables y con conocimientos a través de la educación
reglada para todos y la actual realidad educativa, propia de un país derrotado
y deprimido. Una realidad educativa gris y desangelada, desilusionada, sin proyecto
de futuro, desconcertada, que tan sólo sobrevive por inercia. Hoy en día la
sociedad ya no es capaz de determinar exactamente qué quiere de la escuela. Las
viejas ficciones ya no sirven. No hay proyecto común en relación a ella. Sólo
quedan los restos descompuestos de aquel viejo relato colectivo que la quiso
colocar el centro de la acción social como elemento fundamental para la
cohesión y la igualdad de oportunidades. Inmersos desde hace décadas en un letal
individualismo, tan sólo pretendemos utilizarla como plataforma credencialista
que legitime la exclusión y sirva de soporte en la construcción de una tan
feroz como estúpida competitividad social, en la que unos sólo pueden triunfar
si los demás fracasan y se hunden. Ya no hace falta formar. Tampoco está claro
sobre qué instruir. En ese caos, con ese caos, en un erial que lleva décadas
sin ser regado con nuevas ilusiones colectivas, trabajan cada día los docentes,
sin saber exactamente para qué, ni cómo, ni por qué, sostenidos a veces sobre
frágiles razones, tan pretendidamente profundas y abstractas, que terminan destilando
cierta grandilocuencia. Ejerciendo su labor desde una discreta mediocridad que
les permite no significarse, no mortificarse y no ser determinantes. Dejando
que pasen perezosamente los años, los cursos y sus vidas.
Hay un ruido brutal en torno a la educación. Parece que se
habla mucho de ella, muchas veces, desde muchos frentes, pero si se escucha con
atención rápidamente hemos de acordar que apenas se dice nada con enjundia,
nada relevante y nada que signifique un giro que venga a solucionar sus
verdaderos problemas. Pero lo extraño, lo significativo, lo que debiera
hacernos reflexionar es que donde menos se habla de educación es precisamente
dentro de los propios círculos docentes. Es sorprendente el devastador silencio
que existe en torno a la propia educación, a nuestra labor como profesores, en
los centros educativos. No recuerdo ni una sola vez que en ningún centro se
planteara seriamente debatir cómo se podría mejorar de manera global la manera
de enfocar las clases, la forma de enseñar, de encarar el proceso de
enseñanza-aprendizaje. Apenas se comparten experiencias educativas, exceptuando
detalles instrumentales, meramente formales, generalmente discutidos entre
compañeros de departamento, todos trabajamos prácticamente en el más absoluto
aislamiento, sin relación los unos con los otros, sin proyecto común. Las reflexiones
ocasionales que se plantean debido a alumnos particulares cuyo rendimiento
académico preocupa chocan contra el muro de la incomprensión de compañeros que
son incapaces de admitir ninguna falla en su labor a la hora de evaluar la
desidia escolar que esos alumnos parecen mostrar en sus clases. Las conversaciones
suelen limitarse a constatar los problemas puntales que un alumno en particular
presenta en relación a sus resultados académicos o a su actitud en clase. Y
normalmente sirven tan sólo para justificar la propia incapacidad pedagógica
del profesor, refugiándose en la supuesta inutilidad manifiesta del alumno para
acoplarse a su ejercicio profesional. Nunca hay autocrítica. Jamás. No he
encontrado a un solo profesor o profesora que haya asumido públicamente nunca
que la responsabilidad del fracaso educativo de alguno de sus alumnos pueda ser
debido a su pésima labor. Frente a ese pasmoso silencio es paradójico el ruido
ensordecedor que existe cuando de lo que se trata es denunciar, con rictus
serio, la habitual pésima educación que muestran los alumnos.
Debiera ser obligatorio dilucidar no sólo qué es aquello que
hemos de enseñar (aunque estemos limitados por leyes educativas esquizofrénicas
que parecen escritas por el mono de Toy Story 3) sino cómo hacerlo y en base a
qué paradigmas educativos. Nada más lejos de esa posibilidad permiten las
rutinas establecidas y los tiempos laborales de nuestros centros educativos. Es
casi imposible relacionarnos profesionalmente, no existen prácticamente horas
habilitadas para ello, pero las que hay no sólo no las utilizamos sino que las
despreciamos mostrando una soberbia indecente a través de la que transmitimos
nuestra pavorosa incapacidad para trabajar en equipo. Aunque el problema no reside
realmente ahí. Un observador externo alucinaría al ver cómo se ha convertido en
tabú el preguntar o indagar sobre la labor de otros compañeros, sobre cómo plantean
sus clases, sobre cómo se relacionan con su alumnado o qué métodos utilizan
para dar sus clases. El oscurantismo es absoluto. Los profesores han asumido
como derecho (cuando no lo es) el aislamiento completo a la hora de realizar su
labor una vez que cierran la puerta de sus aulas. Si se producen tropelías tras
ella se enmascaran fácilmente mediante aprobados generales o a través del miedo
que se infunde a mentes jóvenes que no son capaces de racionalizar las
situaciones de acoso y prepotencia (miserable) a las que en ocasiones se
enfrentan.
Es fundamental deslindar esta crítica al profesorado del
ataque brutal y continuado que a través de los recortes se está cometiendo
contra la educación pública. El problema que planteo es transversal y de hecho
encontrar soluciones pragmáticas y realistas será mucho más difícil mientras se
aprieten los horarios lectivos de los profesores y las ratios continúen
creciendo. Estas decisiones suicidas y populistas de la Administración sólo
sirven para desanimar a los buenos profesores y para hacerles imposible mejorar
sus clases. Por otro lado también es importante que no se aproveche esta
crítica para apoyar esas otras visiones alternativas (vacías, imbéciles e
interesadas) a la enseñanza pública, a la enseñanza reglada y a la necesaria
transmisión de conocimientos. Sólo podremos mejorar la enseñanza destapando las
patéticas incongruencias, las fallas argumentales, el pensamiento mágico y los intereses ocultos
existentes tras documentales como “La educación prohibida”, que pretenden sumergirnos en una educación
emocional tan vacía e inútil como perfectamente adaptada al sistema
(capitalista). La popularidad de bodrios intelectuales como el mencionado
entrepadres de clase media, sirve para ilustrar
el nivel intelectual de este país, pero por otro lado nos muestra cómo los
profesionales de la educación, los que realmente conocemos de qué va esto, hemos
perdido la batalla de las ideas debido a una inexcusable dejadez que nos
invalida como interlocutores válidos a la hora de afrontar las necesidades de
alumnos y padres. No sólo somos incapaces de ofrecerles una enseñanza
diferencialmente de calidad sino que también nos declaramos oficialmente
incapaces de construir espacios educativos comunes en los que discutir qué es
necesario enseñar y cómo hacerlo. Qué prácticas educativas se deben reformar.
Cómo podemos evitar las tasas de abandono escolar escalofriantes que tiene
España. Cómo podemos impedir que tantos padres y alumnos vean la escuela como
un aparcadero de niños. Somos inútiles, lo admitimos, damos nuestras clases y
mantenemos la ficción.
No es irrelevante cuestionarse por qué los profesores no nos
planteamos con una mayor profundidad qué, por qué y cómo enseñamos. Los
diferentes gobiernos han preferido dejar de lado a los que realmente viven con
tensión el día a día de la educación y pueden conocer en cada materia la manera
de enfocar los problemas derivados de su enseñanza. Al no responsabilizarnos de
ello, al alejarnos de la toma de decisiones, al construirnos masticados
temarios imposibles, competencias didácticas metidas con calzador y enseñanzas
transversales ilimitadas nos han infantilizado, han creado un gran cuerpo de
docentes muy preparados a los que no se les deja opinar ni decidir en ningún
foro sobre las condiciones de su labor, dejando la toma de decisiones
educativas en manos de pedagogos y políticos. Los primeros están obsesionados por
transformar desde sus despachos universitarios el paradigma clásico educativo, sustituyendo
la necesaria transmisión de conocimientos por delirios intelectuales
constructivistas que convierten al profesor en un guía y a los alumnos en
“emprendedores” brillantes capaces de reconstruir por sí mismo centurias de
saberes dispersos. Los segundos, de forma chapucera, incapaces de entender la
complejidad real de la enseñanza, dan palos de ciego e imponen su dogmas
ideológicos en aspectos colaterales a la enseñanza que terminan emponzoñando
toda posible solución a sus problemas reales y generando un ruido mediático y
social insoportable.
Y siempre en segundo plano se encuentra una gran mayoría de los profesores y
maestros. Como actores secundarios sin frase, sin
capacidad de decisión, sin que hayan aprendido a responsabilizarse de su
quehacer, sin reformar viejas prácticas anquilosadas, sin rechazar con
argumentos esas nuevas prácticas que popularizan los pedagogos de moda, bajando
demasiadas veces la cabeza, eludiendo compromisos, aislados voluntariamente
para no comprometerse ni analizar su propia labor, sin ser capaces de mantener
una lucha continuada para defender aquello en lo que dicen creer. Una gran
mayoría, realmente decisoria, como una especie de materia oscura indetectable,
responsable del porcentaje más alto de la gestión diaria de la realidad educativa de este país..
Una realidad educativa que cada vez se hace más
irrespirable, más opresiva, menos libre y menos optimista. Como si ya no
tuviera futuro. Y por la que ya nadie ya realmente se quiere comprometer.
Asisto asombrado al histérico alborozo general causado por
el inglés pobre y sobreactuado de Ana Botella. Días después
los improperios contra un viejo (que es rey) y debe volver a operarse parecerían sacados del
humor más casposo de Benny Hill. Recuerdo con asco ciertas reacciones
irracionales y miserables al terrible accidente, casi mortal, que tuvo este
verano una responsable política madrileña. Caca, culo, pedo y pis. Pero con
mucha mala baba, con una crueldad inusitada, sin complejos, sin matices. Y todos
descojonados, por el suelo, riendo sin parar, como putos imbéciles, mofándonos
de las miserias de los que, al fin y al cabo, no son más que personajes
secundarios en el drama real de un país que está destrozado, hundido, en
el que cada día somos testigos de los estragos de una crisis que no es ya tan
sólo económica, sino también moral. Como no tenemos narices para salir definitivamente a la calle y
destrozar realmente el chiringuito que el capitalismo 2.0 ha construido sobre
nuestros cadáveres laborales, parecemos conformarnos de nuevo con eludir la
realidad, pero de manera diferente a como lo hicimos hasta hace muy poco. Parece
ya inviable poder evadirse de las consecuencias sociales de la crisis y de la
realidad que la misma determina, por lo que muchos pretenden volver a escapar de
su responsabilidad social participando en un estado de regresión infantil
colectivo enfocado a destruir a personas más o menos insignificantes en
patéticos linchamientos virtuales que sirvan para sublimar la rabia y la
vergüenza por no poder cambiar las cosas. Chistes, fotomontajes, videomontajes,
chanzas, insultos… Todos tan ingeniosos como estériles, tan estúpidos en el
fondo como brillantes en la forma. Cuando uno se para un momento a analizarlos
se siente invadido por la pereza más infinita, la cacofonía es angustiante, nunca nada fue
tan plano, tan superficial, tan inútil y tan gilipollas. Sí, estoy hasta los huevos
de escucharlos, verlos y leerlos. Nadie puede creer seriamente que de esta
ridícula venganza sobre nuestros enemigos ideológicos se pueda obtener algún
rédito. Cuánta estupidez y cuánto tiempo derrochado en redes sociales que sólo
sirven para amplificar una lastimosa idiocia colectiva. Mientras nos siguen machacando
recortando las pensiones, ampliando el copago a enfermos de cáncer, destrozando
la educación, privatizando la sanidad…
Sigamos emulando a Boabdil, aunque de manera diferente: "riamos
como imbéciles lo que no supimos defender como hombres".
¿Qué sucedió? Fantaseo con la
posibilidad de conocer las expectativas con las que comenzaron a
prepararse para salir. Leer sus pensamientos mientras se duchaban,
mientras elegían la ropa con la que causar mayor impacto, mientras
se maquillaban y se calzaban esos enormes tacones. Asistir como
espectador a la llegada al primer bar, presenciar sus primeras risas
forzadas, atender a sus insípidas conversaciones… Ahora, demasiado
pronto, la magia parece haberse esfumado, la ficción ya no se
sostiene, tal vez no han bebido suficiente alcohol para hacerse
insensibles al aburrimiento que las embarga. En una de las terrazas
que masifican la Plaza de la Cebada, tras el segundo Jameson, detengo
un momento la charla con Javi. Es una calurosa noche de julio. Entro
en el bar y me dirijo hacia las escaleras que llevan a los servicios.
Allí, justo delante de ellas, están las cinco chicas acampadas,
sentadas sobres unos taburetes bajos que las despojan del artificio
sensual que sus vestimentas intentaban construir. Es poco más de
la una de la madrugada. La noche casi acaba de comenzar para casi
todos pero para ellas parece haber llegado ya a su fin. Son jóvenes,
ninguna debe pasar de los veinticinco años. Todas visten de manera
muy sugerente pero no son especialmente atractivas. Cerca de ellas,
otras dos chicas, tan atractivas como artificiales, hacen babear a un
grupito de chicos que se arremolinan en torno a ellas, como simios en
celo, con sus copas en las manos y prestos a la risa cómplice para
conseguir la atención de alguna de sus diosas. A las otras nadie les
hace ningún caso. Sólo yo. Ralentizo mi paso para observarlas con
mayor atención. No son tantas las ocasiones en las que uno puede
asistir en directo a un cuadro físico como éste, pintado con brochazos
cargados del tedio colectivo más devastador en el contexto más
inesperado. Los cuerpos de las chicas se encuentran en torno a la
pequeña mesa de ese bar pero cada una de ellas no puede estar en ese
momento más lejos de las otras. Tres de ellas se dedican a sus
móviles, compulsivamente, sin levantar la mirada, con la desgana
dibujada en sus caras, la cuarta bosteza mirando tristemente al
infinito mientras la quinta parece vigilar de manera distraída al
resto de clientes del bar. El cuadro es singular. Las tres de los
móviles parecen haber perdido ya toda esperanza de que esa noche el mundo real,
contenido en ese bar, les pueda ofrecer una alternativa mejor al
vasto mundo virtual que les ofrecen wahtsapp, twitter o la navegación
zombi por la red. Tal vez sea en la siguiente actualización de twitter
o en el próximo mensaje de whatsapp donde consigan encontrar sentido
a ese momento de sus vidas. La promesa virtual, la promesa de Matrix, genera adicción y el yonki (o la yonki) será capaz de esperar durante horas para conseguir ese
instante de relevancia virtual que le servirá para olvidar el tiempo
perdido, el tiempo desperdiciado de vida. La que mira al infinito ha roto con toda realidad, la física
y la virtual, tan sólo deja pasar el tiempo, tal vez echando de menos
las sábanas limpias de su habitación en la casa de sus padres. La
quinta parece estar intentando, ya sin mucho entusiasmo, encontrar la
botella en el mar, el detalle dentro del bar, entre los clientes, en
la música del garito, en el tipo ése del pelo negro que se acerca a
ellas con parsimonia y que no le ofrece el menor interés... en lo
que sea, en cualquier cosa, en algo que le permita volver a reunir al
grupo y reactivar la noche.
Porque debe ser duro asimilar que de nada
ha servido el tiempo pasado preparándose para la salida, eligiendo
cuidadosamente los trajes que iban a vestir, maquillándose
(copiosamente) delante del espejo, caminando por la empinadas calles
de Madrid a bordo de esos tacones imposibles... Debe ser duro, aunque
el problema real son las expectativas, el problema real es cómo y
por qué se han podido formar esas expectativas, qué buscaban cuando
decidieron salir juntas esa noche. Si no salieron para conversar,
para reír y para estar las unas con las otras... ¿qué buscaban? El objetivo, tal vez, sería otro. Pero lo cierto es que ahora son transparentes,
invisibles para todos los tíos de ese bar que si se acercaran lo más
seguro es que serían rechazados inmediatamente. Porque tampoco son
ellos los elegidos, porque es difícil encontrar a un príncipe azul entre tanto imbécil que tan sólo busca un polvo; y porque,
para qué engañarse, ellas tampoco responden al prototipo de
princesa que ellos desesperan por encontrar una y otra vez, cada
noche, cada fiesta, cada salida. La noche, su noche, está muerta,
nació muerta, se pudre en el vacío de fiestas a las que se acude
con el espíritu de un obrero, de un proletario de las tinieblas que
sabe que debe picar y picar la piedra de la supuesta diversión,
aunque ello lo reviente hasta la madrugada. Ya salgo del servicio y
mientras subo las escaleras vuelvo a verlas, van apareciendo delante
de mí una a una, hasta que el cuadro completo se configura ante mis
ojos, durante un segundo, antes de que queden tras mi espalda. No
parecen haberse movido un ápice. Cada una de ellas continúa
sentada exactamente igual y haciendo exactamente lo mismo que la
primera vez que las vi. Como si posaran para el pintor invisible de
la posmodernidad más desoladora. Como si posaran para el retrato
colectivo del hastío más profundo en las sociedades modernas. Como
si posaran para Houellebecq. E incluso a él le aburrieran.
Arrecia la lluvia. Hace ya mucho tiempo que no deja de caer
sobre su cabeza. Hace frío. No parece que disminuya la intensidad con la que el
agua lo golpea. Todo se pudre. Siempre. En su caso la podredumbre tan sólo llegó
pronto, tan pronto. Mientras tanto sonríe, dulcemente, a todos, siempre, sin hacer
distinciones, arrebatándote el alma. Tal vez sólo buscando de manera
desesperada parte de la protección perdida, recomponer los fragmentos rotos de
esa burbuja emocional que una mujer destrozada por la vida y la enfermedad
construyera laboriosamente para ambos. Esa burbuja que terminó explotando, abrupta
y dolorosamente mientras él, ajeno a todo, sin posibilidad aún de manejar el
dolor, disfrutaba de su primer verano eterno junto a sus primos, sin poder
comprender que mientras reía y jugaba con titos destrozados y primos
inconscientes, su vida cambiaba para siempre y se iba a llenar, a pesar de los
esfuerzos de todos, de encanallamientos, de malas caras, de miradas cómplices
equivocadas, de penas compartidas que construyen falsas certezas inamovibles. Y,
lo más importante, de una ausencia que nunca dejará de estar presente en su
vida.
Está creciendo en medio de silencios incómodos y
responsables, en medio de compromisos quebrados, de lealtades mal entendidas y
de amores absolutos que maleducan. Inmerso en una guerra fría en la que los contendientes
tal vez jamás van a poder demostrar tener la razón absoluta. Te mira de manera
adorable, balbucea mientras nervioso intenta explicarte cualquier chorrada, se
tira encima de ti buscando el refugio de tus brazos. Aunque hayan pasado meses
desde de la última vez que te vio. Te rompe por dentro. Y sabes que es una
ficción, que durará poco, que el amor infantil no se construye de memoria sino
de un presente continuo en el que ya has desaparecido porque apenas hay espacio
para todos los demás, que revolotean por su vida generando a su alrededor un
ruido emocional que terminará por volverlo loco. O tan sólo idiota. Mientras,
no puedes evitar quererlo. Tampoco dejar de sentir lástima por él, por su
desorden vital, porque aún es incapaz de vislumbrar las ruinas
familiares sobre las que debe aprender a crecer, rodeado de adultos incapaces
de dejar de ver en él el reflejo cegador de la que se fue, de la que nos dejó, hasta
incluso difuminar su existencia y sus necesidades. Vive envuelto por un aura
deslumbrante y antinatural, a través de la que los demás encontramos el único
camino posible para que ella siga presente, para que la memoria no nos
traicione como con los otros y la deje arrinconada demasiado pronto. Las balas
silban a su alrededor, el amor incondicional que ahora lo protege será
finalmente dañino. Es un amor corrompido, contaminado por la pena, por el dolor y
por la incomprensión.
En el fondo tan sólo es un ejemplo más del eterno
enfrentamiento entre la lógica de la supervivencia infantil y la inevitable
miseria de la lógica adulta. Lo terrible es como pretendemos acostumbrarnos a ausencias
anormales, como las normalizamos, como creemos superarlas y seguir los dictados
de la razón cuando es la rabia lo que nos corroe por dentro. Me sonrío cuando
recuerdo las buenas intenciones. La familia es la gran ficción, el constructo
cultural más poderoso, tal vez el más falso de todos, aunque necesario. La
familia siempre termina rota, arruinada, quebrada por el tiempo, por las
fricciones y la incomprensión. Tan sólo se sostiene gracias a los restos de
lealtades y amistades construidas a fuego lento. Y por la existencia de algún
ancla. Como la nuestra. Aún poderosa. Resistiendo las embestidas de la vida. Casi
siete décadas después. A duras penas. Agotada por el paso del tiempo, envejecida
por el sufrimiento, consumida por las disputas, pero siempre de pie, sin
albergar duda alguna, protegiendo a sus cachorros, incluso a los de la segunda
generación, restañando heridas, minimizando diferencias, como si nunca fuera a
dejar de existir. La única que no se plantea traiciones o estrategias. Tan sólo
abre la puerta de su casa y nos acoge. A todos. Y todos volvemos. Y nos
encontramos. E intentamos reconocernos de nuevo. Resistimos. Mientras el crío
juega por allí nosotros nos miramos, nos buscamos, intentamos entendernos. Y en silencio nos vemos más viejos, nos vemos mayores, diferentes. Nos vemos jodidos, perdidos. Más indefensos que nunca. Como el niño. Pero con menos futuro.