La cosa está jodida, esta crisis
no es como las otras, así la llamas tú también, crisis, aunque no tengas muy
claro lo que eso significa. Pero es algo serio, seguro, la cara de tu madre no te
tranquiliza como otras veces, no es capaz de ocultar su miedo, te mira, casi te
grita cuando te pregunta cómo te sientes, es de madrugada, estás sentado en el
salón, apenas puedes contestar, te acurrucas sobre los sillones, tu pequeño
cuerpo se hace un ovillo, te sientes pequeño, tan pequeño, la casa parece
vacía, todos duermen, Migue seguro que también, qué suerte, piensas… Aparece
también por allí tu padre, con gesto serio, y eso es algo insólito, anormal,
pero no hay tiempo para análisis profundos, sólo eres capaz de pensar ya en una
sola cosa, sólo tienes un objetivo, primario, elemental: has de conseguir oxígeno, más
oxígeno, en cada bocanada, en cada aspiración, y para ello debes poner en
marcha todo tu cuerpo, cada parte de él, aunque los libros de ciencias digan
que no sirven para ello. Respirar, una vez, y otra, y a ser posible otra vez
más. Te pones a trabajar en ello, con cada músculo, con cada órgano, a través
de cada uno de los poros de tu piel. Los obligas a dejar su actividad habitual
para centrarse en lo único importante, respirar, como sea, una vez, y otra, y
otra más, respira, aspira, espira, vive, no abandones. Tu madre ya no está
contigo. Crees entender que ha ido a buscar a un médico. Comprendes que no le
dará tiempo. Miras a tu padre, acongojado, y tras un segundo cierras los ojos,
exhausto. Notas cómo te levanta y te lleva hasta la terraza. Te asomas al cielo,
de nuevo en pie, fascinado por las estrellas mientra sientes el aire frío
entrando en tus pulmones. Acompasas tu respiración al latido de tu corazón,
sientes que por fin recompones el equilibrio, poco a poco, con enorme esfuerzo.
Miras al infinito y la noche decide por
fin darte una tregua. Hoy no vas a morir. No toca. Respira, chaval. Es hora de dormir.
19 octubre 2013
09 octubre 2013
La discreta mediocridad del profesorado
La distancia existente entre las teorías pedagógicas modernas y la realidad de la
enseñanza es tan abismal que a veces pareciera que aquello de lo que se ocupan
las primeras no tiene nada que ver con la actividad que se desarrolla en los
centros educativos. Tras unos años ejerciendo como profesor en la educación
secundaria madrileña me resulta extraordinariamente estéril leer y escuchar
tanto las chaladuras pretendidamente alternativas de los fanboys de Ken Robinson,
como el casposo y conservador discurso de los que se quieren retrotraer a una supuesta
arcadia educativa en la que los alumnos, en silencio y con el máximo respeto, escuchaban
a sus maestros independientemente de su buen hacer. Sin que ellos, ni sus
padres, ni la sociedad, tuviera derecho a juzgar y valorar su labor. Ni a poner
en entredicho sus planteamientos didácticos. Entre unos y otros, como una
especie de materia oscura indetectable responsable del porcentaje más alto de
la gestión diaria de la realidad educativa de este país, se encuentra la gran mayoría de profesores y maestros. Y éstos, sin
profundizar en absoluto en ninguna de las cuestiones relacionadas con los
aspectos filosóficos, pedagógicos y políticos de su labor, sin atender ni comprender
apenas las relevantes consecuencias de la misma, trabajan (en general) bajo el
paraguas del clásico paradigma educativo, apenas actualizado por un uso
superficial de las nuevas tecnologías y por la necesidad de asumir la
existencia de un nuevo marco relacional con un alumnado que, como buen hijo de
nuestro tiempo, exige una relación emocional más intensa y cercana con los que
van a ser sus profesores para volcarse en su propia formación con la máxima
intensidad. Por ahí caminan, cada día, sobre el alambre, miles de docentes,
abrumados por la enorme responsabilidad que una sociedad irresponsable, formada
por familias desordenadas construidas alrededor de mónadas emocionales
incapaces de interactuar con normalidad, pone sobre sus hombros. Los padres parecen
haberse desprendido de las viejas certezas totalitarias en relación a la
organización familiar para enfrentarse a un vacío en el que son incapaces de
encontrar nuevos equilibrios sobre los que construir un entorno afectivo que
dote a los chicos de las dosis mínimas de responsabilidad y ética con las que empezar
a caminar por la vida.
Nunca fue tan evidente la distancia entre el sueño de formar
ciudadanos críticos, responsables y con conocimientos a través de la educación
reglada para todos y la actual realidad educativa, propia de un país derrotado
y deprimido. Una realidad educativa gris y desangelada, desilusionada, sin proyecto
de futuro, desconcertada, que tan sólo sobrevive por inercia. Hoy en día la
sociedad ya no es capaz de determinar exactamente qué quiere de la escuela. Las
viejas ficciones ya no sirven. No hay proyecto común en relación a ella. Sólo
quedan los restos descompuestos de aquel viejo relato colectivo que la quiso
colocar el centro de la acción social como elemento fundamental para la
cohesión y la igualdad de oportunidades. Inmersos desde hace décadas en un letal
individualismo, tan sólo pretendemos utilizarla como plataforma credencialista
que legitime la exclusión y sirva de soporte en la construcción de una tan
feroz como estúpida competitividad social, en la que unos sólo pueden triunfar
si los demás fracasan y se hunden. Ya no hace falta formar. Tampoco está claro
sobre qué instruir. En ese caos, con ese caos, en un erial que lleva décadas
sin ser regado con nuevas ilusiones colectivas, trabajan cada día los docentes,
sin saber exactamente para qué, ni cómo, ni por qué, sostenidos a veces sobre
frágiles razones, tan pretendidamente profundas y abstractas, que terminan destilando
cierta grandilocuencia. Ejerciendo su labor desde una discreta mediocridad que
les permite no significarse, no mortificarse y no ser determinantes. Dejando
que pasen perezosamente los años, los cursos y sus vidas.
Hay un ruido brutal en torno a la educación. Parece que se
habla mucho de ella, muchas veces, desde muchos frentes, pero si se escucha con
atención rápidamente hemos de acordar que apenas se dice nada con enjundia,
nada relevante y nada que signifique un giro que venga a solucionar sus
verdaderos problemas. Pero lo extraño, lo significativo, lo que debiera
hacernos reflexionar es que donde menos se habla de educación es precisamente
dentro de los propios círculos docentes. Es sorprendente el devastador silencio
que existe en torno a la propia educación, a nuestra labor como profesores, en
los centros educativos. No recuerdo ni una sola vez que en ningún centro se
planteara seriamente debatir cómo se podría mejorar de manera global la manera
de enfocar las clases, la forma de enseñar, de encarar el proceso de
enseñanza-aprendizaje. Apenas se comparten experiencias educativas, exceptuando
detalles instrumentales, meramente formales, generalmente discutidos entre
compañeros de departamento, todos trabajamos prácticamente en el más absoluto
aislamiento, sin relación los unos con los otros, sin proyecto común. Las reflexiones
ocasionales que se plantean debido a alumnos particulares cuyo rendimiento
académico preocupa chocan contra el muro de la incomprensión de compañeros que
son incapaces de admitir ninguna falla en su labor a la hora de evaluar la
desidia escolar que esos alumnos parecen mostrar en sus clases. Las conversaciones
suelen limitarse a constatar los problemas puntales que un alumno en particular
presenta en relación a sus resultados académicos o a su actitud en clase. Y
normalmente sirven tan sólo para justificar la propia incapacidad pedagógica
del profesor, refugiándose en la supuesta inutilidad manifiesta del alumno para
acoplarse a su ejercicio profesional. Nunca hay autocrítica. Jamás. No he
encontrado a un solo profesor o profesora que haya asumido públicamente nunca
que la responsabilidad del fracaso educativo de alguno de sus alumnos pueda ser
debido a su pésima labor. Frente a ese pasmoso silencio es paradójico el ruido
ensordecedor que existe cuando de lo que se trata es denunciar, con rictus
serio, la habitual pésima educación que muestran los alumnos.
Debiera ser obligatorio dilucidar no sólo qué es aquello que
hemos de enseñar (aunque estemos limitados por leyes educativas esquizofrénicas
que parecen escritas por el mono de Toy Story 3) sino cómo hacerlo y en base a
qué paradigmas educativos. Nada más lejos de esa posibilidad permiten las
rutinas establecidas y los tiempos laborales de nuestros centros educativos. Es
casi imposible relacionarnos profesionalmente, no existen prácticamente horas
habilitadas para ello, pero las que hay no sólo no las utilizamos sino que las
despreciamos mostrando una soberbia indecente a través de la que transmitimos
nuestra pavorosa incapacidad para trabajar en equipo. Aunque el problema no reside
realmente ahí. Un observador externo alucinaría al ver cómo se ha convertido en
tabú el preguntar o indagar sobre la labor de otros compañeros, sobre cómo plantean
sus clases, sobre cómo se relacionan con su alumnado o qué métodos utilizan
para dar sus clases. El oscurantismo es absoluto. Los profesores han asumido
como derecho (cuando no lo es) el aislamiento completo a la hora de realizar su
labor una vez que cierran la puerta de sus aulas. Si se producen tropelías tras
ella se enmascaran fácilmente mediante aprobados generales o a través del miedo
que se infunde a mentes jóvenes que no son capaces de racionalizar las
situaciones de acoso y prepotencia (miserable) a las que en ocasiones se
enfrentan.
Es fundamental deslindar esta crítica al profesorado del
ataque brutal y continuado que a través de los recortes se está cometiendo
contra la educación pública. El problema que planteo es transversal y de hecho
encontrar soluciones pragmáticas y realistas será mucho más difícil mientras se
aprieten los horarios lectivos de los profesores y las ratios continúen
creciendo. Estas decisiones suicidas y populistas de la Administración sólo
sirven para desanimar a los buenos profesores y para hacerles imposible mejorar
sus clases. Por otro lado también es importante que no se aproveche esta
crítica para apoyar esas otras visiones alternativas (vacías, imbéciles e
interesadas) a la enseñanza pública, a la enseñanza reglada y a la necesaria
transmisión de conocimientos. Sólo podremos mejorar la enseñanza destapando las
patéticas incongruencias, las fallas argumentales, el pensamiento mágico y los intereses ocultos
existentes tras documentales como “La educación prohibida”, que pretenden sumergirnos en una educación
emocional tan vacía e inútil como perfectamente adaptada al sistema
(capitalista). La popularidad de bodrios intelectuales como el mencionado
entre padres de clase media, sirve para ilustrar
el nivel intelectual de este país, pero por otro lado nos muestra cómo los
profesionales de la educación, los que realmente conocemos de qué va esto, hemos
perdido la batalla de las ideas debido a una inexcusable dejadez que nos
invalida como interlocutores válidos a la hora de afrontar las necesidades de
alumnos y padres. No sólo somos incapaces de ofrecerles una enseñanza
diferencialmente de calidad sino que también nos declaramos oficialmente
incapaces de construir espacios educativos comunes en los que discutir qué es
necesario enseñar y cómo hacerlo. Qué prácticas educativas se deben reformar.
Cómo podemos evitar las tasas de abandono escolar escalofriantes que tiene
España. Cómo podemos impedir que tantos padres y alumnos vean la escuela como
un aparcadero de niños. Somos inútiles, lo admitimos, damos nuestras clases y
mantenemos la ficción.
No es irrelevante cuestionarse por qué los profesores no nos planteamos con una mayor profundidad qué, por qué y cómo enseñamos. Los diferentes gobiernos han preferido dejar de lado a los que realmente viven con tensión el día a día de la educación y pueden conocer en cada materia la manera de enfocar los problemas derivados de su enseñanza. Al no responsabilizarnos de ello, al alejarnos de la toma de decisiones, al construirnos masticados temarios imposibles, competencias didácticas metidas con calzador y enseñanzas transversales ilimitadas nos han infantilizado, han creado un gran cuerpo de docentes muy preparados a los que no se les deja opinar ni decidir en ningún foro sobre las condiciones de su labor, dejando la toma de decisiones educativas en manos de pedagogos y políticos. Los primeros están obsesionados por transformar desde sus despachos universitarios el paradigma clásico educativo, sustituyendo la necesaria transmisión de conocimientos por delirios intelectuales constructivistas que convierten al profesor en un guía y a los alumnos en “emprendedores” brillantes capaces de reconstruir por sí mismo centurias de saberes dispersos. Los segundos, de forma chapucera, incapaces de entender la complejidad real de la enseñanza, dan palos de ciego e imponen su dogmas ideológicos en aspectos colaterales a la enseñanza que terminan emponzoñando toda posible solución a sus problemas reales y generando un ruido mediático y social insoportable.
Y siempre en segundo plano se encuentra una gran mayoría de los profesores y maestros. Como actores secundarios sin frase, sin capacidad de decisión, sin que hayan aprendido a responsabilizarse de su quehacer, sin reformar viejas prácticas anquilosadas, sin rechazar con argumentos esas nuevas prácticas que popularizan los pedagogos de moda, bajando demasiadas veces la cabeza, eludiendo compromisos, aislados voluntariamente para no comprometerse ni analizar su propia labor, sin ser capaces de mantener una lucha continuada para defender aquello en lo que dicen creer. Una gran mayoría, realmente decisoria, como una especie de materia oscura indetectable, responsable del porcentaje más alto de la gestión diaria de la realidad educativa de este país..
Una realidad educativa que cada vez se hace más irrespirable, más opresiva, menos libre y menos optimista. Como si ya no tuviera futuro. Y por la que ya nadie ya realmente se quiere comprometer.
No es irrelevante cuestionarse por qué los profesores no nos planteamos con una mayor profundidad qué, por qué y cómo enseñamos. Los diferentes gobiernos han preferido dejar de lado a los que realmente viven con tensión el día a día de la educación y pueden conocer en cada materia la manera de enfocar los problemas derivados de su enseñanza. Al no responsabilizarnos de ello, al alejarnos de la toma de decisiones, al construirnos masticados temarios imposibles, competencias didácticas metidas con calzador y enseñanzas transversales ilimitadas nos han infantilizado, han creado un gran cuerpo de docentes muy preparados a los que no se les deja opinar ni decidir en ningún foro sobre las condiciones de su labor, dejando la toma de decisiones educativas en manos de pedagogos y políticos. Los primeros están obsesionados por transformar desde sus despachos universitarios el paradigma clásico educativo, sustituyendo la necesaria transmisión de conocimientos por delirios intelectuales constructivistas que convierten al profesor en un guía y a los alumnos en “emprendedores” brillantes capaces de reconstruir por sí mismo centurias de saberes dispersos. Los segundos, de forma chapucera, incapaces de entender la complejidad real de la enseñanza, dan palos de ciego e imponen su dogmas ideológicos en aspectos colaterales a la enseñanza que terminan emponzoñando toda posible solución a sus problemas reales y generando un ruido mediático y social insoportable.
Y siempre en segundo plano se encuentra una gran mayoría de los profesores y maestros. Como actores secundarios sin frase, sin capacidad de decisión, sin que hayan aprendido a responsabilizarse de su quehacer, sin reformar viejas prácticas anquilosadas, sin rechazar con argumentos esas nuevas prácticas que popularizan los pedagogos de moda, bajando demasiadas veces la cabeza, eludiendo compromisos, aislados voluntariamente para no comprometerse ni analizar su propia labor, sin ser capaces de mantener una lucha continuada para defender aquello en lo que dicen creer. Una gran mayoría, realmente decisoria, como una especie de materia oscura indetectable, responsable del porcentaje más alto de la gestión diaria de la realidad educativa de este país..
Una realidad educativa que cada vez se hace más irrespirable, más opresiva, menos libre y menos optimista. Como si ya no tuviera futuro. Y por la que ya nadie ya realmente se quiere comprometer.
20 septiembre 2013
Imbéciles
Asisto asombrado al histérico alborozo general causado por
el inglés pobre y sobreactuado de Ana Botella. Días después
los improperios contra un viejo (que es rey) y debe volver a operarse parecerían sacados del
humor más casposo de Benny Hill. Recuerdo con asco ciertas reacciones
irracionales y miserables al terrible accidente, casi mortal, que tuvo este
verano una responsable política madrileña. Caca, culo, pedo y pis. Pero con
mucha mala baba, con una crueldad inusitada, sin complejos, sin matices. Y todos
descojonados, por el suelo, riendo sin parar, como putos imbéciles, mofándonos
de las miserias de los que, al fin y al cabo, no son más que personajes
secundarios en el drama real de un país que está destrozado, hundido, en
el que cada día somos testigos de los estragos de una crisis que no es ya tan
sólo económica, sino también moral. Como no tenemos narices para salir definitivamente a la calle y
destrozar realmente el chiringuito que el capitalismo 2.0 ha construido sobre
nuestros cadáveres laborales, parecemos conformarnos de nuevo con eludir la
realidad, pero de manera diferente a como lo hicimos hasta hace muy poco. Parece
ya inviable poder evadirse de las consecuencias sociales de la crisis y de la
realidad que la misma determina, por lo que muchos pretenden volver a escapar de
su responsabilidad social participando en un estado de regresión infantil
colectivo enfocado a destruir a personas más o menos insignificantes en
patéticos linchamientos virtuales que sirvan para sublimar la rabia y la
vergüenza por no poder cambiar las cosas. Chistes, fotomontajes, videomontajes,
chanzas, insultos… Todos tan ingeniosos como estériles, tan estúpidos en el
fondo como brillantes en la forma. Cuando uno se para un momento a analizarlos
se siente invadido por la pereza más infinita, la cacofonía es angustiante, nunca nada fue
tan plano, tan superficial, tan inútil y tan gilipollas. Sí, estoy hasta los huevos
de escucharlos, verlos y leerlos. Nadie puede creer seriamente que de esta
ridícula venganza sobre nuestros enemigos ideológicos se pueda obtener algún
rédito. Cuánta estupidez y cuánto tiempo derrochado en redes sociales que sólo
sirven para amplificar una lastimosa idiocia colectiva. Mientras nos siguen machacando
recortando las pensiones, ampliando el copago a enfermos de cáncer, destrozando
la educación, privatizando la sanidad…
Sigamos emulando a Boabdil, aunque de manera diferente: "riamos
como imbéciles lo que no supimos defender como hombres".
26 agosto 2013
Hastío
¿Qué sucedió? Fantaseo con la
posibilidad de conocer las expectativas con las que comenzaron a
prepararse para salir. Leer sus pensamientos mientras se duchaban,
mientras elegían la ropa con la que causar mayor impacto, mientras
se maquillaban y se calzaban esos enormes tacones. Asistir como
espectador a la llegada al primer bar, presenciar sus primeras risas
forzadas, atender a sus insípidas conversaciones… Ahora, demasiado
pronto, la magia parece haberse esfumado, la ficción ya no se
sostiene, tal vez no han bebido suficiente alcohol para hacerse
insensibles al aburrimiento que las embarga. En una de las terrazas
que masifican la Plaza de la Cebada, tras el segundo Jameson, detengo
un momento la charla con Javi. Es una calurosa noche de julio. Entro
en el bar y me dirijo hacia las escaleras que llevan a los servicios.
Allí, justo delante de ellas, están las cinco chicas acampadas,
sentadas sobres unos taburetes bajos que las despojan del artificio
sensual que sus vestimentas intentaban construir. Es poco más de
la una de la madrugada. La noche casi acaba de comenzar para casi
todos pero para ellas parece haber llegado ya a su fin. Son jóvenes,
ninguna debe pasar de los veinticinco años. Todas visten de manera
muy sugerente pero no son especialmente atractivas. Cerca de ellas,
otras dos chicas, tan atractivas como artificiales, hacen babear a un
grupito de chicos que se arremolinan en torno a ellas, como simios en
celo, con sus copas en las manos y prestos a la risa cómplice para
conseguir la atención de alguna de sus diosas. A las otras nadie les
hace ningún caso. Sólo yo. Ralentizo mi paso para observarlas con
mayor atención. No son tantas las ocasiones en las que uno puede
asistir en directo a un cuadro físico como éste, pintado con brochazos
cargados del tedio colectivo más devastador en el contexto más
inesperado. Los cuerpos de las chicas se encuentran en torno a la
pequeña mesa de ese bar pero cada una de ellas no puede estar en ese
momento más lejos de las otras. Tres de ellas se dedican a sus
móviles, compulsivamente, sin levantar la mirada, con la desgana
dibujada en sus caras, la cuarta bosteza mirando tristemente al
infinito mientras la quinta parece vigilar de manera distraída al
resto de clientes del bar. El cuadro es singular. Las tres de los
móviles parecen haber perdido ya toda esperanza de que esa noche el mundo real,
contenido en ese bar, les pueda ofrecer una alternativa mejor al
vasto mundo virtual que les ofrecen wahtsapp, twitter o la navegación
zombi por la red. Tal vez sea en la siguiente actualización de twitter
o en el próximo mensaje de whatsapp donde consigan encontrar sentido
a ese momento de sus vidas. La promesa virtual, la promesa de Matrix, genera adicción y el yonki (o la yonki) será capaz de esperar durante horas para conseguir ese
instante de relevancia virtual que le servirá para olvidar el tiempo
perdido, el tiempo desperdiciado de vida. La que mira al infinito ha roto con toda realidad, la física
y la virtual, tan sólo deja pasar el tiempo, tal vez echando de menos
las sábanas limpias de su habitación en la casa de sus padres. La
quinta parece estar intentando, ya sin mucho entusiasmo, encontrar la
botella en el mar, el detalle dentro del bar, entre los clientes, en
la música del garito, en el tipo ése del pelo negro que se acerca a
ellas con parsimonia y que no le ofrece el menor interés... en lo
que sea, en cualquier cosa, en algo que le permita volver a reunir al
grupo y reactivar la noche.
Porque debe ser duro asimilar que de nada
ha servido el tiempo pasado preparándose para la salida, eligiendo
cuidadosamente los trajes que iban a vestir, maquillándose
(copiosamente) delante del espejo, caminando por la empinadas calles
de Madrid a bordo de esos tacones imposibles... Debe ser duro, aunque
el problema real son las expectativas, el problema real es cómo y
por qué se han podido formar esas expectativas, qué buscaban cuando
decidieron salir juntas esa noche. Si no salieron para conversar,
para reír y para estar las unas con las otras... ¿qué buscaban? El objetivo, tal vez, sería otro. Pero lo cierto es que ahora son transparentes,
invisibles para todos los tíos de ese bar que si se acercaran lo más
seguro es que serían rechazados inmediatamente. Porque tampoco son
ellos los elegidos, porque es difícil encontrar a un príncipe azul entre tanto imbécil que tan sólo busca un polvo; y porque,
para qué engañarse, ellas tampoco responden al prototipo de
princesa que ellos desesperan por encontrar una y otra vez, cada
noche, cada fiesta, cada salida. La noche, su noche, está muerta,
nació muerta, se pudre en el vacío de fiestas a las que se acude
con el espíritu de un obrero, de un proletario de las tinieblas que
sabe que debe picar y picar la piedra de la supuesta diversión,
aunque ello lo reviente hasta la madrugada. Ya salgo del servicio y
mientras subo las escaleras vuelvo a verlas, van apareciendo delante
de mí una a una, hasta que el cuadro completo se configura ante mis
ojos, durante un segundo, antes de que queden tras mi espalda. No
parecen haberse movido un ápice. Cada una de ellas continúa
sentada exactamente igual y haciendo exactamente lo mismo que la
primera vez que las vi. Como si posaran para el pintor invisible de
la posmodernidad más desoladora. Como si posaran para el retrato
colectivo del hastío más profundo en las sociedades modernas. Como
si posaran para Houellebecq. E incluso a él le aburrieran.
19 julio 2013
Un niño en la tormenta
Arrecia la lluvia. Hace ya mucho tiempo que no deja de caer
sobre su cabeza. Hace frío. No parece que disminuya la intensidad con la que el
agua lo golpea. Todo se pudre. Siempre. En su caso la podredumbre tan sólo llegó
pronto, tan pronto. Mientras tanto sonríe, dulcemente, a todos, siempre, sin hacer
distinciones, arrebatándote el alma. Tal vez sólo buscando de manera
desesperada parte de la protección perdida, recomponer los fragmentos rotos de
esa burbuja emocional que una mujer destrozada por la vida y la enfermedad
construyera laboriosamente para ambos. Esa burbuja que terminó explotando, abrupta
y dolorosamente mientras él, ajeno a todo, sin posibilidad aún de manejar el
dolor, disfrutaba de su primer verano eterno junto a sus primos, sin poder
comprender que mientras reía y jugaba con titos destrozados y primos
inconscientes, su vida cambiaba para siempre y se iba a llenar, a pesar de los
esfuerzos de todos, de encanallamientos, de malas caras, de miradas cómplices
equivocadas, de penas compartidas que construyen falsas certezas inamovibles. Y,
lo más importante, de una ausencia que nunca dejará de estar presente en su
vida.
Está creciendo en medio de silencios incómodos y
responsables, en medio de compromisos quebrados, de lealtades mal entendidas y
de amores absolutos que maleducan. Inmerso en una guerra fría en la que los contendientes
tal vez jamás van a poder demostrar tener la razón absoluta. Te mira de manera
adorable, balbucea mientras nervioso intenta explicarte cualquier chorrada, se
tira encima de ti buscando el refugio de tus brazos. Aunque hayan pasado meses
desde de la última vez que te vio. Te rompe por dentro. Y sabes que es una
ficción, que durará poco, que el amor infantil no se construye de memoria sino
de un presente continuo en el que ya has desaparecido porque apenas hay espacio
para todos los demás, que revolotean por su vida generando a su alrededor un
ruido emocional que terminará por volverlo loco. O tan sólo idiota. Mientras,
no puedes evitar quererlo. Tampoco dejar de sentir lástima por él, por su
desorden vital, porque aún es incapaz de vislumbrar las ruinas
familiares sobre las que debe aprender a crecer, rodeado de adultos incapaces
de dejar de ver en él el reflejo cegador de la que se fue, de la que nos dejó, hasta
incluso difuminar su existencia y sus necesidades. Vive envuelto por un aura
deslumbrante y antinatural, a través de la que los demás encontramos el único
camino posible para que ella siga presente, para que la memoria no nos
traicione como con los otros y la deje arrinconada demasiado pronto. Las balas
silban a su alrededor, el amor incondicional que ahora lo protege será
finalmente dañino. Es un amor corrompido, contaminado por la pena, por el dolor y
por la incomprensión.
En el fondo tan sólo es un ejemplo más del eterno
enfrentamiento entre la lógica de la supervivencia infantil y la inevitable
miseria de la lógica adulta. Lo terrible es como pretendemos acostumbrarnos a ausencias
anormales, como las normalizamos, como creemos superarlas y seguir los dictados
de la razón cuando es la rabia lo que nos corroe por dentro. Me sonrío cuando
recuerdo las buenas intenciones. La familia es la gran ficción, el constructo
cultural más poderoso, tal vez el más falso de todos, aunque necesario. La
familia siempre termina rota, arruinada, quebrada por el tiempo, por las
fricciones y la incomprensión. Tan sólo se sostiene gracias a los restos de
lealtades y amistades construidas a fuego lento. Y por la existencia de algún
ancla. Como la nuestra. Aún poderosa. Resistiendo las embestidas de la vida. Casi
siete décadas después. A duras penas. Agotada por el paso del tiempo, envejecida
por el sufrimiento, consumida por las disputas, pero siempre de pie, sin
albergar duda alguna, protegiendo a sus cachorros, incluso a los de la segunda
generación, restañando heridas, minimizando diferencias, como si nunca fuera a
dejar de existir. La única que no se plantea traiciones o estrategias. Tan sólo
abre la puerta de su casa y nos acoge. A todos. Y todos volvemos. Y nos
encontramos. E intentamos reconocernos de nuevo. Resistimos. Mientras el crío
juega por allí nosotros nos miramos, nos buscamos, intentamos entendernos. Y en silencio nos vemos más viejos, nos vemos mayores, diferentes. Nos vemos jodidos, perdidos. Más indefensos que nunca. Como el niño. Pero con menos futuro.
18 julio 2013
Preguntas sin respuesta (julio, 2013)
-
¿Alguien es capaz de vislumbrar la razón última del furibundo ataque de El Mundo a Rajoy a través de Bárcenas? ¿Qué busca Pedro J.? ¿ ¿A quién apoya dentro del PP? Y sobre todo, ¿quién le apoya dentro del PP? Espe, Espe, Espe…
- ¿Lo Bárcenas es la puntilla final de El País como periódico de referencia en España? ¿Cómo es posible que se acojonara como lo hizo tras publicar "los papeles de Bárcenas"? ¿Cómo es posible que dejara pasar el tiempo sin publicar ni investigar las consecuencias de lo que publicó, dejando que por intereses espurios la competencia terminara imponiéndose? ¿Tendrá algo que ver Soraya en ello por su “ayuda” para interceder con los bancos y así poder seguir refinanciando su asfixiante deuda? ¿Quién coño lee hoy El País?
- Católicos del Opus como Federico Trillo cobrando en B, curas que son directores de centros de educación católicos concertados acusados de tocamientos y castigos corporales, el papa hablando de lobbys gays dentro de su iglesia mientras la jerarquía eclesiástica ataca de manera despreciable los matrimonios homosexuales… ¿El catolicismo 2.0 da tanto asco como a mí me lo parece? ¿Los que siguen dentro de esa secta y la mantienen viva con bodas, bautizos y demás mierdas son conscientes de ello?
- ¿Cómo es posible que los socialistas, con la que tienen montada en Andalucía, con vergonzantes ERES y un chiste que provoca arcadas de primarias dirigidas, se atreven siquiera a arrogarse la capacidad de convertirse en portavoces del pensamiento político de izquierdas de España? A ver si os enteráis: nos dais asco
- ¿Cómo se puede construir un discurso crítico con el modelo de sociedad que nos ha llevado al abismo mientras se cobra el paro y se construye una empresa en negro, sin declarar nada y ayudado por familiares que no cotizan y trabajan en negro? El problema ya no es de supervivencia sino de coherencia.
- ¿Los profesores, funcionarios con plaza, que en Madrid se quejan por tener que corregir los exámenes de los alumnos suspendidos por los interinos despedidos en junio son así de gilipollas o simplemente son incapaces de comprender, en su aburguesamiento laboral, que su incomodidad puntual significa la miseria y precariedad de los otros (nosotros)?
- Los madrileños pobres que apoyan los Juegos Olímpicos y se declaran a favor de Eurovegas mientras ven como aumentan las tasas universitarias de sus hijos un 20%, cómo la educación privada desgrava o cómo destrozan la educación y la sanidad públicas, ¿son idiotas, son imbéciles o tan sólo alienígenas?
- ¿En qué momento una persona cuya trayectoria vital es cuando menos discutible se arroga el derecho de decir a los otros lo que tienen que hacer para solucionar sus problemas? ¿En qué momento ayudar se convierte en juzgar? ¿En qué momento es legítimo dejar a un lado la educación y empezar a dejar claro a estos tipos (o tipas) que sus mierdas no son aceptables y que sus vidas sólo son ejemplos de mediocridad?
- ¿Qué queda de nosotros cuando desaparecemos? ¿Por qué ciertas ausencias se mantienen tan presentes y provocan un dolor sordo que lo invade todo?*
*Personal
10 julio 2013
Internet nos hace superficiales... pero con matices (2 de 2)
A mi alrededor constato que aquellos que, por diferentes motivos, pasamos mucho tiempo conectados a la red cada vez nos cuesta más trabajo leer 10 o 15 páginas seguidas de una novela o un ensayo sin que nos interrumpa el último whatsapp, tuit, mail o comentario de facebook. Antes, hace muy poco, esto era muy fácil de solucionar alejándote del ordenador y leyendo en otros espacios de la casa. Ahora, desde hace unos pocos años, con los smartphones y los tablets, la desconexión es prácticamente imposible sin caer en un talibanismo tecnológico igualmente perjudicial. Además, no la solución no creo que pase por cerrar las puertas de acceso a la red porque tal vez el tecnológico sea el aspecto menos relevante del problema. La novedad, lo diferente, es el ansia, la necesidad, la adicción a la conexión permanente, a revisar tu smartphone o tu ordenador, aunque no hayas recibido ninguna alerta, como un acto reflejo, como un drogadicto en busca de sus dosis, buscando el estímulo digital al que nos hemos acostumbrado, y que nos facilita la pérdida de concentración en esa actividad tan costosa que es la lectura atenta y en profundidad.
Hay un aspecto que tal vez aún esté pasando desapercibido y
con lo que no creo que se contara cuando se glosaban los beneficios de la
construcción colectiva de conocimientos que traería la Web2.0. La conversión del receptor
pasivo de la Web
1.0 en comunicador, en constructor interactivo de información en la Web 2.0, ha tenido como efecto
colateral inesperado la aparición del placer culpable y casi siempre estúpido de
la búsqueda de reconocimiento. Esta actitud ya se empezó a vislumbrar cuando
explotó el fenómeno de los blogs y sus autores desesperaban por maximizar las
visitas y las referencias a lo escrito. Ahora eso se ha multiplicado por mil
gracias a redes sociales como Twitter y Facebook en las que, sin necesidad de
construir un contenido cuidado y con cierta densidad, se puede conseguir ser
protagonista y conseguir esos 15 minutos de fama que predijera Warhol (que en
la red, por su velocidad, han transmutado en unos escasos segundo y medio). Aunque
es evidente que habría que dilucidar cómo afecta a los diferentes tipos de
internautas esto que describo, es innegable la existencia de cierta vanidad y
búsqueda de relevancia en esa continua atención a tuits, whatapps, comentarios
de blogs o interacciones de Facebook, que poco a poco absorben cada vez mayor
cantidad de tiempo. Esta actividad interactiva significa en ocasiones (pocas)
un intercambio constructivo y formativo
de información y conocimientos pero en general, no supone más que una gran conversación
infinita repleta de naderías, anécdotas e intrascendencias ególatras. La
vanidad y la búsqueda de reconocimiento es algo que siempre hemos asociado a
los creadores:escritores, pintores, cineastas que nunca han podido evitar,
aunque lo oculten tras una falsa modestia o una calculada indiferencia, la
emoción que sienten cuando sus creaciones alcanzan el éxito o la relevancia
social. Pienso que a pequeña escala esto está sucediendo también en la Web 2.0, con la enorme
diferencia de que esos cientos de miles de anónimos creadores en busca del éxito
apenas ponen encima de la mesa nada que pueda ser considerado como relevante y
por tanto susceptible de ser valorado como algo singular y con cierta
trascendencia.
Por otro lado es idiota criticar al medio y tratar de
responsabilizar a la red de un problema que debemos resolver nosotros mismos. A
muchos les entusiasma construir extravagantes teorías de la conspiración y
pensar que el ruido y la trivialidad en la que nos sumerge la red son provocados
y fomentados, fruto de un elaborado plan para someternos y confundirnos (detrás
estarían, por supuesto, el club Bilderberg, los mercados o los alienígenas. O
una alianza de todos ellos). Pero dejando aparte estas tonterías, al final los
problemas mencionados no son más que la consecuencia natural de la irrupción de
una tecnología de la comunicación que ha cambiado todos los parámetros
relacionales con los que habíamos vivido durante décadas. El salto ha sido muy
grande y en muy poco tiempo. Y todavía tenemos que aprender a usar de manera
inteligente toda esa información y comunicación que la red nos ofrece sin
perder de vista que el ser humano necesita espacios de soledad e introspección
para pensar y reflexionar, para incluso ser capaz de conocerse a sí mismo, de
ahí la importancia del silencio e incluso del aburrimiento para conseguirlo.
Por último también hay que dejar constancia de un aspecto que
sirve para relativizar un tanto la crítica (aunque sea necesaria) a la
distorsión que generan las nuevas tecnologías a nuestra capacidad lectora en
particular y a nuestra capacidad de concentración en general. En el fondo,
mucho antes de que la Web
2.0 viniera a distraernos, había ya mucha gente (de hecho una gran mayoría de
españoles), que no leía un libro ni aunque le pusiesen una pistola en la cabeza
y que, salvo las cartas que enviaron de niño a sus abuelos (obligados por sus
padres, claro), se podían tirar toda su vida adulta sin comunicarse por escrito
con nadie y sin ser capaz de hilar dos ideas complejas sobre un papel. Esa gran
mayoría es la misma que lo más cerca que estaba de leer un periódico era porque
le regalaban alguno de esos ejemplares de prensa anoréxica repleta de anuncios
que se popularizaron en los últimos quince años. Y esa gran mayoría igual no ha
notado nada de lo que he descrito en estos post y en cambio sí ha visto cómo,
aunque sea de manera superficial, le llegaba mucha información por vías de las
que no disponía en el pasado que poco a poco le han ido permitiendo opinar y argumentar
sobre asuntos que, sin la Web
2.0, ni siquiera habría conocido su existencia.
Por lo tanto debemos reflexionar y aceptar como una
evidencia que la Web
2.0 no sólo están modificando nuestra manera de aprender, de relacionarnos y de
comunicarnos sino que también tiene una repercusión directa y negativa en la
realización de tareas complejas que conllevan necesariamente una concentración
que a día de hoy se ve continuamente cuestionada por la distracción perenne en la
que nos sumergen las redes sociales. Pero ello no nos debe hacer desdeñar en
aras de un intelectualismo mal entendido el enorme potencial que Internet tiene
y los beneficios que ya hoy nos aporta. Aprender a controlar nuestras
adicciones virtuales, reconocer el problema, aprender a usar de manera más
racional y útil las nuevas tecnologías de la comunicación e imponernos y
exigirnos una mayor educación en nuestro devenir digital son objetivos básicos
que debemos colectivamente intentar alcanzar. Y volver a aprender a leer en
profundidad disfrutando del silencio. Costará, pero una vez que nos cansemos de la
novedad digital y la comunicacional infinita igual descubrimos que no tan difícil volver a
conseguirlo.
07 julio 2013
Internet nos hace superficiales... (1 de 2)
Nos está pasando a muchos, lo hemos tenido que ir
reconociendo a pesar de que al principio nos lo negábamos incluso a nosotros
mismos. Nos ha ayudado que por fin sea algo que se ha puesto encima de la mesa,
algo de lo que se habla ya abiertamente, que se puede valorar y discutir y que,
por supuesto, ya somos conscientes de que no es un problema sólo nuestro. Desde
hace un tiempo se escriben artículos sobre el asunto, aparecen sesudos ensayos
expresando honda preocupación y es un problema que los que estamos conectados
mucho tiempo a Internet, a las redes sociales, a la Web 2.0 en general, no podemos
ni debemos eludir: Internet está afectando a nuestra capacidad lectora. Cada
vez es más dificultoso mantener la concentración fijada durante horas en una
lectura pausada, comprensiva y reflexiva. Y esas son las características
fundamentales que pueden hacer que dicha lectura suponga un aprendizaje
significativo y trascendente, una experiencia con poso y con sustancia. Por lo
tanto nos deslizamos peligrosamente hacia una experiencia lectora superficial,
intensa y agotadora de textos consecutivos y paralelos cada más breves, más
extremistas y con menor profundidad, en los que lo emocional y la ausencia de
matices se hacen preponderantes y lo reflexivo y lo analítico desaparecen.
Vivimos inmersos en un carrusel desquiciado de noticias que
cada hora parecen suponer un punto de inflexión definitivo en lo político, lo
social o lo económico. Noticias sobre las que nos volcamos con ansiedad leyendo
y escribiendo radicales juicios apresurados, navegando como posesos en busca de
nuevos artículos que nos ayuden a clarificar el nuevo escenario que dichas
noticias han dibujado, para tan sólo obtener una riada de datos
descontextualizados que no tenemos tiempo de hilar ni de darles forma racional
porque de repente aparece la nueva noticia que todo lo cambia. Las opiniones se
entrecruzan, aparece la confrontación, se discute con quien no es el enemigo
pero al menos tiene una cara (virtual), se abandona la idea de convencer a
nadie, se grita, se insulta, escupimos al ciberespacio parte de la rabia que
acumulamos en el día a día. Y cuando nos cansamos de discutir dejamos aparecer el
sarcasmo, jaleamos el cinismo y elevamos a los altares durante unos segundos el
pretendido ingenio de los que se erigen en poetas mínimos del fracaso colectivo
social en el que vivimos. Tal vez sea en Twitter y en los comentarios a los
artículos de los medios digitales donde se manifiesta con mayor virulencia
aquello que describo.
Actualmente Internet ofrece lo que parece una ilimitada
oferta de información y de conocimientos que están ahí esperando tan sólo a que
el interés de cada uno de nosotros nos permita acceder a ellos. Podemos mejorar
nuestra formación mediante un aprendizaje continuo hecho a la medida de cada uno
de nosotros. Podemos confrontar opiniones, profundizar en asuntos que antes
estaban vedados por los grandes medios de comunicación, aclarar ideas, entender
nuevos conceptos. Pero la realidad es otra, muy diferente. El último ensayo de
Pascual Serrano, La comunicación jibarizada, trata sobre ello, como antes lo había
hecho Nicholas Carr en Superficiales, ¿qué está haciendo Internet con nuestras mentes? La realidad es que tras la promesa de
acceso a una información ilimitada, de un acceso infinito a diferentes voces y
puntos de vista sobre cualquier tema que nos ocupe, la Web 2.0 se ha convertido en un
enorme patio de vecinos en el que el que el ruido ensordecedor provocado por la
opinión continua sin filtro de todos nosotros nos termina arrastrando por el
camino de la irrelevancia, de la búsqueda del titular, del reconocimiento en un
otro que casi no se conoce, a través de una lectura diagonal que apenas supone
un escaneo insustancial del contenido escrito pero con el que creemos,
erróneamente, dotarnos de datos con los que finalmente terminamos
reafirmándosonos en nuestras posturas previas. Abrimos decenas de enlaces que
nos llevan a decenas de artículos que a su vez nos direccionan a decenas de nuevas
páginas en un bucle infernal que, generalmente, tras una lectura superficial y
apresurada, dejamos abiertos como pestañas en el navegador, durante un rato,
hasta que de manera displicente los cerramos sin reflexionar mucho sobre ello.
En todo este proceso consumimos tiempo, mucho tiempo, un tiempo que podríamos
dedicar a realizar lecturas en profundidad sobres esos temas que decimos que
tanto nos preocupan. Pero la tendencia es otra, la multitarea se impone, la
capacidad de hacer varias cosas al mismo tiempo es alabada como una mejora
evolutiva, como una forma de aprovechar el tiempo, de abrirse a diferentes
estímulos que nos enriquecen intelectualmente. Y son tachados como
conservadores y retrógrados los que señalan que diversificar nuestra atención,
intentar estar a muchas cosas al mismo tiempo puede impedir la profundización y
la reflexión sobre cada una de esas tareas que se realizan, y que por ello, tal
vez, nuestros aprendizajes tiendan a ser menos significativos.
(Continúa)
03 julio 2013
Los ilusos: por qué el cine sigue vivo
No se puede llegar a otra conclusión: la belleza y la importancia del cine no se sustentan ni siquiera mínimamente en la construcción de una trama compleja o un argumento trascendente. Ni siquiera en la modelación detallista de personajes poliédricos. El cine se hace eterno en la imagen, en la secuencia, en el montaje. El cine trasciende cuando esa imagen o esa secuencia se niegan a desaparecer tras su visión, permanecen flotando en tu cabeza, como la nube que persigue al coche en la carretera, acompañándote durante horas, a veces durante días, en las mejores ocasiones durante toda la vida. Jonás Trueba ha hecho una película hermosa, una película bella, pequeña, diríase intrascendente, pero importante, tan importante que estoy seguro que casi nadie la verá y pocos, muy pocos la apreciarán, habituados como estamos a ese trasunto del cine que son las series de televisión, con sus interminables temporadas, con sus trillados personajes carismáticos y con la necesidad continua del giro (el puto giro de guión) para que las tramas no se anquilosen.
Jonás Trueba suspende el tiempo y la vida en un Madrid
fantasmagórico, reconocible, sí, pero extraño, con un punto de misterio, un
Madrid sucio, cansado, muy cansado, que se resiste a dormir, que nunca
desconecta, tal vez alimentado por la promesa del instante mágico que puede
estar a punto de suceder, ese momento, esa belleza perdida a los ojos de los
que siempre transitan con prisas. Esa imagen. Esa secuencia. Por esa ciudad
deambulan los ilusos: actores, directores y gente del cine en periodo de
entreguerras, entre proyecto y proyecto. Nos muestran sus dudas, que son las
de todos, sus miedos, que compartimos, su indecisión vital, que es la de toda
una generación. Sin saber hacia dónde caminar, sin saber siquiera por qué
narices caminar. Desnudándose ante la cámara, tan lejos del glamour, mostrando
sus miserias, sus limitaciones, su angustia. Y su vitalidad, y sus sueños. Que
es lo que los sostiene. Aunque se rían de ellos, aunque nos riamos de ellos. O
de nosotros. Al tiempo que nos lloramos. Porque sin sueños sólo sobrevivimos,
pero sabemos que casi siempre el que sueña, el diferente, el que arriesga, el
que lo intenta de manera distinta a la
convencional, es el que se lleva finalmente las hostias. Y no sólo son las hostias, también tiene que cargar después con las miradas de compasión, con la cruel
condescendencia del mediocre, con el “ya te lo decía yo” del adaptado, ése que
nunca se atrevió siquiera a pisar la línea que marcaba la frontera del camino
marcado.
Cine de guerrillas, a contracorriente, desenfocado. Hecho
por perdedores intensos, recibido (seguro) con los brazos abiertos por algunos
modernitos con pretensiones, pero que más allá de su repercusión inmediata, de
los que lo ataquen o lo defiendan, tiene alma, un alma frágil de imágenes
deshilachadas que desfilan con delicadeza delante de los ojos del espectador.
Asistimos con cierto pudor al grito de rabia contenida de un autor que reniega
de la muerte del cine, que lo ama, que lo filma y nos lo transmite. Que homenajea
y respeta a sus mayores mostrando un exhaustivo conocimiento de la historia, sintiéndose deudor de una tradición cinematográfica de la que se reconoce
como heredero, con la que dialoga, a la que exprime, de la que toma recursos
para narrar el presente contradictorio y caótico en el que se encuentra. Para
filmar de nuevo, como si fuera la primera vez, el desencanto y la crisis,
deteniendo el tiempo y dejando que su cámara mire e indague a su alrededor con
ojos curiosos. Y al mismo tiempo, en otro plano, para transmitir pasión por el cine
entendido como arte, como elemento para la reflexión, para el gozo sensitivo e
intelectual, aunque se ruede sin medios, aunque no se sea capaz de determinar si
existirá un público potencial para la obra que se construye. Jonás Trueba se niega a aceptar los
llantos cansinos de los viejos plañideros que creen que con ellos morirá el
cine que amaron. Tal vez por eso filma esta película desgarrada, un
alegato visceral que nos explica por qué el cine sigue vivo. Y por qué los
muertos son los demás.
01 julio 2013
La memoria olvidada
La memoria es un lugar incómodo, seductor, siempre extraño,
tan personal como ajeno, tan real, tan falso como las noticias de un telediario,
tan íntimo como subjetivo. La memoria es un refugio, el último refugio, tan
incontestable, tal vez por ello tan tramposo, el espacio donde siempre se puede
encontrar una razón, esa razón, con la que apropiarse de la legitimidad, con la
que creer que el pasado sirve para justificar un presente incoherente.
Domesticarla, reconfigurarla, apropiarse de ella para construir un yo diferenciado,
especial, distinto. En su normalidad o en su excepcionalidad. Es el objetivo. A
veces envidio a aquellos que aseguran que no son capaces de recordar las cosas
que les pasaron hace años. A los que no se reconocen en las personas que vivieron
en sus cuerpos en otros momentos de su vida. A veces los envidio, sí. A veces,
en cambio, lo siento por ellos. Por la orfandad emocional e intelectual en la
que viven. O en la que han decidido vivir. Para evitar conflictos y
contradicciones. Para evitar que a la inflexible realidad que supone que el
paso del tiempo nos vaya derrotando cada día, se le una además la insoportable
carga de un pasado con el que tener que rendir cuentas.
Mi memoria, la misma que olvida casi todos los sueños que mi
cerebro penosamente filma cada noche, la misma que decidió hace tiempo hacerme
un inútil para reconocer las caras de los que pasaron por mi vida, me ofrece como
contrapartida una capacidad extraordinaria para recordar con absoluta nitidez mi
pasado y el de aquellos con los que conviví. O, siendo justos, para regalarme
los detalles suficientes como para poder reconstruirlo de manera verosímil. Da
igual. En todo caso siempre siento que cabalgo a lomos de lo que hice o dije,
sin poder engañarme, aceptando las contradicciones, recordando las alegrías
tanto como las penurias, siendo incapaz de inventar ni añorar estadios
mitificados de esa infancia o esa adolescencia que parecen haber marcado a
fuego a mi generación, tal vez como contrapeso a las miserias de ese día a día
adulto tan cabrón, tan complicado, tan alejado de lo que una vez soñaron. La
memoria como herramienta nostálgica sólo sirve para hacer la derrota más
digerible, para constatar que el presente de tantos se ha convertido en un gris
perpetuo, que las responsabilidades adultas lo llenan todo y que sólo podemos
escapar adentrándonos en el recuerdo de lo que fuimos, de lo que ya no es, de
lo que tal vez nunca fue pero se resiste a desaparecer.
Durante años renegué de la memoria, de mi memoria, de mi
pasado, me cerré a todo lo que significara necesitar recordar ese ayer,
innecesario y paralizante. Luché por aprovechar el día, el momento, el intenso
presente que hacía de cada instante el más significativo, el más importante, el
que todo determinaba y respecto al cual todo debía girar. Creo que el modelo
aún me sirve y aún soy capaz de utilizarlo. Por ello casi nunca me encuentro
mirando hacia atrás, casi nunca me encuentro solazándome en la felicidad pasada
ni reconstruyendo ficticias arcadias perdidas, a pesar de la tentación que ello
supone, a pesar de comprender la enorme capacidad de atracción que ello posee. Aún así con los años he aprendido a soltar las riendas, a dejar fluir mi memoria, a
dejar que mi pasado retorne sin los condicionantes de entonces, sin que ello signifique
un problema, sin que suponga sumergirme en la niebla y perder el paso. Tal vez
sean los muertos que vuelven en sueños, tal vez sean los años que uno va
cumpliendo, tal vez sea la necesidad de no olvidar cuáles fueron los
fundamentos mediante los que me construí. Ni las personas junto a las que
caminé. Tal vez.
Tan importante como no permitir que la memoria te paralice es
no olvidar aquello sin lo que no te puedes explicar a ti mismo. Tan importante
como impedir que la nostalgia te destruya es recordar la importancia de los que
a tu lado estuvieron y sin los que jamás podrías entender quién eres hoy. Tan
importante como evitar que el pasado te marque indeleblemente es acordarse de
los primeros pasos mediante los que decidiste convertirte en la persona que hoy
eres. A pesar de todo. Y precisamente por eso.
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