25 enero 2007

Sobre la estética de cine. Blade Runner. Dogma. Tarantino

(Continuación del post anterior) Los 80 y los 90, junto al desarrollo de un cine comercial que rebaja hasta la adolescencia la media de edad del público que busca como espectador, y que no merece en este artículo ningún comentario estético (aunque se podría), suponen la irrupción definitiva de la posmodernidad en el cine, donde cada nuevo grito y película genialoide es acogida como un giro espectacular y una ruptura brutal con el pasado. Pero también donde directores con una capacidad superior de síntesis y reformulación de géneros, técnicas y argumentos alumbraron verdaderas obras maestras donde la estética jugaba un papel preponderante y fundamental. Visto en perspectiva eso sí, ¿qué queda hoy de todo ese cine independiente norteamericano de los 90? ¿De la ampulosidad de cierto cine europeo de la época? ¿De la moda del cine asiático? Eliminando un puñado de grandes películas, detrás de la terrible promoción elitista que tuvieron en su momento todos estos movimientos y nuevos cines o formas de expresión, lo cierto es que en la memoria del espectador interesado no queda nada parecido a un movimiento, a una corriente o a un tipo de cine fundamental para la historia de este arte. En los 80 destaca por encima de casi todas, desde un punto de vista estético y posmoderno, Blade Runner. Realizada con aliento clásico, la estética de la película se convierte en un elemento esencial de la narración. Ridley Scott, que provenía del mundo de los videoclips, ya había jugado con el poder de la sugerencia, la puesta en escena abigarrada, la fuerza de la oscuridad y el juego de contrastes luminosos en Alien, pero en Blade Runner el poder filosófico y humano de lo que se cuenta elevan todas esas virtudes a lo máximo, y la iluminación de la película, así como su ambientación nos traslada a un mundo futuro reconocible y decadente, terriblemente sobrecargado, donde las aspiraciones humanas de los replicantes adquieren una dimensión desconocida, trágica, casi patética, por la irrealidad y ocaso en el que parecen vivir los verdaderos seres humanos. La película recoge diversas tendencias artísticas, arquitectónicas y sociales posmodernas; las influencias se multiplican, los guiños a diversos géneros aparecen ante los ojos del espectador avispado, pero no para hacer un pastiche sino para crear una obra original que se desprende de las ataduras formales y pasea voluptuosa y parsimoniosamente por la mirada incrédula y anonadada del espectador. Blade runner es una de las obras clave, desde un punto vista formal, del cine de final de siglo y su planteamiento argumental (la búsqueda desesperada de humanidad de los replicantes), una de las ideas más brillantes y profundas llevadas a la pantalla. En los 90, a pesar de haber diferentes tendencias y pseudomovimientos, dos elementos destacan con facilidad sobre los demás debido a su trascendencia estética y conceptual: el Dogma danés y la figura de Tarantino. El Dogma, a pesar de ser un movimiento de poco recorrido, tiene un enorme interés por las premisas sobre las que se construye y por la calidad innegable de alguna de las obras que bajo su paraguas se han realizado. E incluso, ya fuera de su fundamentalismo teórico, por otras películas que innegablemente se realizan bajo la influencia de dicha corriente. De esta manera, a través de la saludable y valiosa preocupación intelectual de aquellos primeros cineastas por los caminos que estaba recorriendo el arte que amaban, surgieron algunas de la mejores películas de los 90. Como ejemplo y para no referirme tan sólo al más famoso de ellos, Lars von Trier, citaré la obra de Thomas Vinterberg, La Celebración, una explosión de inteligencia visual y al tiempo, una disección radical, cruel, sincera y necesaria de la familia, de sus silencios opresivos, así como un estudio preciso sobre las relaciones de poder que en ella se establecen. Estos cineasta plantearon al principio un talibanismo formal a la hora de filmar que parecía preocupante (por las cortapisas que se autoimponían, algunas de ellas excesivas) pero posteriormente abandonaron ese radicalismo para implicarse con las necesidades reales de las historia que querían contar, sin prescindir eso sí, del bagaje adquirido durante la época dogma. Es decir, prescindiendo al máximo de artificios innecesarios. De esta forma Lars von Trier consiguió el mejor no musical realizado jamás (Bailando en al oscuridad) y una espléndida película sobre las relaciones sociales de poder y miseria que se establecen de una pequeña comunidad americana (Dogville). La apuesta inicial de estos cineastas era no utilizar música que no apareciera en la misma historia que contaban para no provocar emociones artificiales al espectador, aspiraban a la unidad de tiempo y espacio en el desarrollo de sus películas, se exigían la utilización de cámara en mano a la hora de rodar, no utilizaban iluminación artificial y los rodajes debían ser siempre en exteriores o en escenarios reales. En definitiva, nada que no se hubiese hecho anteriormente, pero que al ser usado de manera general e impositiva dio un toque muy personal a la serie de filmes que se hicieron bajo su influencia. Aún hoy sigue habiendo películas que se adhieren al manifiesto dogma en todas partes del mundo pero sus fundadores, actuando inteligentemente, se quedaron con la esencia del manifiesto y evolucionaron hacia formas menos radicales y más ricas de concebir el cine. Nos queda pues Quentin Tarantino, y con él toda una reflexión sobre la forma y el contenido, el predominio de lo superficial sobre el discurso, lo frívolo aunque creativo sobre lo profundo, el abandono de los grandes temas y el mensaje por la belleza meramente formal. Disyuntivas todas que carecen de base real, sobre todo si se las aplicamos al primer Tarantino. Pero básicas para comprender y analizar el cine surgido y fomentado tras su aparición. Su influencia ha sido notable para que durante un tiempo se tomen como obras de arte transgresoras y definitivas algunas películas que el paso del tiempo va dejando como películas adultescentes que producen mucho ruido pero no dejan recuerdo alguno en la memoria cinéfila del espectador. Es el momento de acercarnos a Pulp Fiction. Tarantino irrumpe en el panorama cinematográfico arrasando. Por su descaro, por su frescura, por la inteligencia y mala leche que destilan sus dos primeros largometrajes (que le convirtieron rápidamente en un icono entre los más jóvenes), por su facilidad para conectar con una nueva generación que ansiaba otro cine al que agarrarse. Aparece con un estilo definido y personal, repleto de influencias de todo tipo, desde las más clásicas (recordar su adoración por Río Bravo de Howard Hawks) hasta el spaghetti western o las películas de Bruce Lee, así como de la propia cultura popular americana. Llega con una ganas locas de hacer cine, con un pasado de empleado de videoclub que concuerda con esa cultura popular que representa y ha mostrado como pocos en la pantalla (podría ser el empleado del videoclub de Clerks, otra película indie que arrasó en lo 90) pero lo más importante de todo es que indudablemente poseía una clase y una inteligencia muy por encima de los muchos subproductos que posteriormente (como ya he indicado) se han realizado bajo su influencia (directa o indirecta). Pulp Fiction funciona con la precisión de un reloj. Porque toda la película, ese desparrame estético, esa mezcolanza de influencias, esa disección de la cultura popular americana, ese continuo homenaje, revisión y reformulación de todo tipo de géneros (cine de gansters, comedia, musical, spaghetti western...) está sustentada en uno de los mejores guiones que se escribieron en esa década, donde la caracterización de los personajes a través de las interminables conversaciones que entre ellos se producen ( o sus silencios, recordar a Mia y Vincent) consigue que el espectador consiga un conocimiento inusual sobre los muchos personajes de la película, adentrándose en facetas diferentes de multitud de personajes arquetípicos que llevaban poblando el universo cinematográfico desde hacía caso cien años y que nadie los había mostrado así, vueltos del revés, en otra dimensión, haciendo las mismas cosas que siempre pero al mismo tiempo haciendo otras curiosas, oscuras, verosímiles. Todo ello aderezado con una considerable dosis de mala leche y cinismo que hacen de la visión de este filme una auténtica delicia. Otra cosa muy importante a reseñar en Pulp Fiction y una los factores de esta película que más ha influido a otros cineastas es la fragmentación temporal del montaje, pues la historia se divide en episodios después colateralmente relacionados, rompiéndose el orden temporal de la historia que cuenta, en una decisión artística arriesgada que aporta gran frescura y dinamismo a la película, haciendo que cada detalle sin sentido posteriormente lo cobre, que la interrelación casual de los personajes sorprenda y que al final le quede al espectador la sensación de haber asistido a una trama coral donde multitud de personajes entrecruzan sus vidas a las órdenes de ese magnífico maestro de ceremonias que es Quentin Tarantino. La influencia de Tarantino ha sido notable y evidente, a veces hasta el hastío. Curiosamente no han sido películas americanas las que mejor han recogido su influencia. En EEUU parece haber triunfado mucho más la estética y la forma del cine de Tarantino que la profundidad y coherencia con que utiliza sus influencias. La fragmentación de las historias, la ruptura del orden temporal, últimamente el abuso del flash back como recurso narrativo, sirven a muchos como refugio para hacer pasar por moderno e impactante auténticas medianías que desprovistas de artificio quedarían desnudas y serían directamente carne de videoclub (véase por ejemplo el cine de Robert Rodríguez ) En cambio fuera de EEUU dos películas aparecen claramente como deudoras del estilo fragmentado y casual de Pulp Fiction y el mundo de Tarantino. Estaría hablado de la mexicana Amores perros (una película de Alejandro González Iñarritu que impacta teriblemente en su primera visión, donde una serie de personajes entrecruzan sus vidas de lujo y miseria en un retrato desgarrador y sin concesiones de las pasiones humanas) y por otro lado la brasileña Ciudad de dios. (Sigue y finaliza)

24 enero 2007

Sobre la estética de cine. Johnny Guitar y Alemania año cero. Nouvelle vague. Peckinpah. Scorsese

(Continuación del post anterior)
Alrededor de los años cincuenta la historia del cine nos muestra dos ejemplos muy diferentes donde la estética cobra una relevancia trascendente con resultados totalmente dispares. Por un lado Johnny Guitar, un western dramático, psicológico y desesperadamente romántico, ajeno a las convenciones del cine del oeste, que no sólo cuenta con alguno de los diálogos más perturbadores y hermosos que dos amantes desengañados, cansados por el tiempo, la edad y sus propios pasados, pueden haberse dicho jamás en una pantalla de cine, sino que también es una crítica feroz a la moralidad establecida y sus fundamentalistas defensores. En esta historia Nicholas Ray se decanta por un tratamiento cromático novedoso y raramente utilizado que aporta un tono desesperado, rayano a veces a la locura, a la narración. Los colores aparecen distorsionados, eliminando el azul y potenciando así los tonos más oscuros, lo cual otorga una densidad sorprendente a la escenas, lo que unido a un vestuario sabiamente escogido y una puesta en escena algo barroca (sobre todo el salón de Viena, la protagonista, inmensa Joan Crawford) sirve para transmitir al espectador una sensación de demencia y pasión desmedida brutal, cuyo momento cumbre, cromáticamente hablando, se alcanza en la escena del fuego purificador con el que los puritanos del pueblo destruyen el salón de Viena, secuencia que finaliza con un demoledor plano final de una casi poseída Mercedes McCambridge, maravillosa como loba enfurecida y desatada dispuesta a todo para proteger sus dominio, delante del salón en llamas que acaban de destruir. Por otro lado, en el polo opuesto, podemos encontrar, cercana en el tiempo, la película italiana Alemania, año cero. Obra maestra de un Rosellini que se decanta por una descripción descarnada y sin artificios de la realidad. Mediante la historia de un niño que vagabundea por las calles berlinesas tras la caída de Alemania en al Segunda Guerra Mundial refleja el destrozo moral y físico que la guerra causa a los pueblos, cómo tras ella la sociedad no encuentra mecanismos que controlen el desarrollo de las más bajas pulsiones humanas, y cómo son los inocentes los que pagan por ello. El blanco y negro sucio, frío, sin iluminación artificial, a pie de calle que Rosellini utiliza, sirve para realzar y potenciar el evidente mensaje social que se quiere transmitir y deja al espectador, aún hoy, tirado en el sofá de su casa, aniquilado por la miseria y el dolor que se le muestra sin trucos sentimentaloides. El neorrealismo fue un movimiento, en mi opinión, de suma importancia para el cine, porque saca las cámaras a la calle (como hace El tercer hombre por esa misma época) con una evidente intención política, y su estética realista continúa siendo utilizada en muchos documentales como una forma honesta (ya no tanto) de mostrar la realidad.

La Nouvelle Vague supone un nuevo impulso para el cine y un nuevo escalón desde el que seguir comentado la importancia estética de las películas. Un movimiento surgido al amparo de una revista de cine, formado por cinéfilos que no dudaron en romper algunas normas para mostrar sus ideas y obsesiones. Pero...¿Fue un movimiento tan transgresor? ¿Fue tan rupturista la Nouvelle Vague? Estéticamente se aprovecharon de los nuevos adelantos tecnológicos que liberaban por fin de nuevo a la cámara de los pesados trípodes y permitían la grabación de las escenas como si la cámara fuese al hombro, obteniéndose en general una grabación más dinámica y fresca. Al mismo tiempo los micrófonos de pinza permitían la grabación del sonido en directo lo cual facilitaba mucho la espontaneidad de los diálogos y permitió una de las que fue característica fundamental de muchas películas del movimiento: los vagabundeos de los personajes mientras conversan de una manera pretendidamente natural. La fragmentación del montaje secuencial sin mas motivos que los meramente artísticos fue otra de las señas de identidad de las películas francesas de entonces así como una fotografía en blanco y negro que bebía por una lado del neorrealismo italiano y por otro del cine de John Cassavetes (la verosimilitud, el realismo natural). La importancia estética del movimiento francés palidece ante su importancia teórica, pues es un punto de inflexión clave en la historia del cine, ya que fue entonces, a pesar de intentos y estudios anteriores, cuando el cine se institucionaliza como arte y se empieza a estudiar su historia como tal, haciéndose predominante la figura del director como autor intelectual de la obra. A partir de entonces, el cine comienza a intentar clasificarse más estrictamente en movimientos, tendencias, por bloques, países y directores, además de meramente por el género al que se adscribían las películas. Ya es posible (y así sucederá) la aparición de teóricas revoluciones que asiduamente se producirán desde entonces, movimientos rompedores que intentan imitar desde un punto vista teórico y formal las revoluciones artísticas de otros campos como el de la pintura. Muchas de esas pretendidas revoluciones analizadas con profundidad se muestran con el tiempo como meras prolongaciones y evoluciones lógicas del cine preexistente, y en el fondo debido a la adscripción de muchos advenedizos a las nuevas corrientes y a sus seguidores fundamentalistas, éstos son durante un tiempo venerados como nuevos gurús de un arte que por joven aún le cuesta discernir el ruido de la música.

Pero todo lo anterior no es óbice para analizar y disfrutar Los 400 golpes, primera y maravillosa película de Truffaut, que traslada al espectador el sufrimiento y las desventuras de un muchacho pobre, incorregible y terriblemente libre que sólo encuentra refugio y paz en el cine. Ese amor intelectual al cine que destilan muchas película de la Nouvelle Vague es una novedad conceptual importante ya que introduce un factor emocional al medio y una importancia radical del cine como arte, que lo eleva hasta las cotas más altas de respeto, veneración y estudio que nunca después el cine ha vuelto a alcanzar, convirtiéndose con el tiempo de nuevo, en muchos casos, en un simple entretenimiento de masas y una mera producción comercial.

Los 70 vieron nacer a la mejor y más talentosa generación de directores propiamente americanos, pero antes de analizar alguna de sus películas es necesario, estéticamente hablando, comenzar el análisis de la década con el estudio de Grupo salvaje y el cine de Sam Peckinpah, un director maldito y borracho con un talento visual desbordante y cuya influencia en el cine posterior ha sido enorme. Peckinpah en Grupo salvaje, recoge el testigo de los spaghetti western respecto a la decadencia del viejo oeste y le añade una visión personal cargada de significado, una calidad visual tremenda, y una densidad psicológica a unos personajes cansados y envejecidos que muestran una ética propia, que el director convierte en una especie de épica del perdedor. Estéticamente hablando este director es uno de los primeros que comienza a utilizar la violencia explícita como un instrumento efectista destinado a perturbar y provocar nuevas sensaciones a los espectadores. Para ello utiliza con inteligencia una de las técnicas posteriormente más manoseadas y mal utilizadas de la historia del cine: la cámara lenta. En los setenta (finales de los sesenta) esa violencia fue recibida por parte de la crítica y la sociedad como gratuita e innecesaria, sin valor artístico, pero hoy día sus películas en general y Grupo salvaje en particular se admiran y reconocen como cantos poéticos a los eternos perdedores, a los que están maldecidos por la vida, jodidos siempre y hasta el final. La influencia de la filmación de la violencia a cámara lenta ha sido tan evidente en miles de subproductos, telefilmes, películas pretenciosas y tonterías infinitas que prefiero centrarme en una influencia directa y potente que puede verse en una película, en principio tan alejada conceptualmente del universo de Peckinpah, como es Matrix, que junto a miles de otras influencias, fue de las pocas películas hechas en los últimos veinte años que comprendió que la filmación a cámara lenta poseía un valor estético sólo si aportaba un significado, si aportaba una manera de expresar al espectador lo irreal, lo virtual del mundo con el que los hermanos Wachowski revolucionaron el cine de ciencia ficción a finales de los 90 (antes de que los recovecos de la historia y las necesidades comerciales hicieran que la trilogía en general dejara mucho que desear. Un ejemplo de cómo un argumento termina imponiéndose innecesariamente y de manera superflua sobre los valores estéticos). Continuando la década con los ególatras cineastas americanos setenteros me serviré de dos de los filmes más representativos de la época, Malas calles y Taxi driver para mostrar como su estética aún siendo novedosa bebe de fuentes clásicas. Es la violencia y la profundidad de sus personajes lo que caracteriza a esta generación. Entre los logros estéticos que se pueden atribuir al cine de Scorsese, pensemos por ejemplo en Malas calles, podemos incluir el conseguir que la cámara se mueva con una rapidez inusitada persiguiendo a los personajes, como se puede ver en la secuencia del bar, lo cuál le permite generar en el espectador una sensación de desasosegadora cercanía con la historia y el lugar en el que se desarrolla, al hacerle entrar sin permiso en ese submundo de los barrios de Nueva York. ¡¡Pero esos movimientos de cámara, esa cámara libre y sin ataduras ya la había empleado Murnau en El último!! Con el paso del mudo al sonoro la técnica tuvo que subordinarse a las nuevas necesidades que el sonoro imponía. Hizo que durante muchos años la cámara y por tanto la imagen fuera esclava del sonido. La tecnología en los 70 permitía por fin ser de nuevo libre y encontrar la manera de utilizar esa libertad con inteligencia fue el triunfo de Scorsese. Pero no podemos limitar los logros estéticos de Scorsese a ese campo. En la puesta en escena de Taxi driver la ciudad, terrible e ingrata, emerge como un personaje más, si no el fundamental, cobrando vida y presencia gracias a una idea ya utilizada en el pasado que consistía en colocar una cámara pegada al lateral de un taxi mientras circulaba por las noches de Nueva York. Gracias a lo realmente irreales que vemos esas calles desde nuestra ventana visual particular, a cómo observamos la decadencia, la suciedad, la falta de moral de esa ciudad que nos muestra esa cámara y la que subjetivamente nos pone en los ojos de Travis Brickle, entendemos mejor su proceso de descomposición. Es capaz de conseguir que comprendamos y compartamos su punto de vista, que no nos parezca deleznable, a pesar de nuestras propias conciencias, la existencia y las acciones de este psicópata social. Incluso consigue que empatices en su cruzada lunática. Taxi driver puede que sea la película más representativa del cine americano de esa época, una época que se puede asumir como el fin en occidente del cine moderno y clásico.

(Sigue)

22 enero 2007

Sobre la estética de cine. Hawks. Expresionismo: Murnau. Ford

(Continuación del post anterior)

Planteo pues, como primer acercamiento a la estética, que ésta es la forma de presentar lo que se cuenta, pero que tiene entidad propia e independiente y no está limitada tan sólo a servir de apoyo al contenido argumental, sino que interrelaciona con él y debe convertirse en un instrumento único a la hora de transmitir emociones, sentimientos e ideas. Incluso políticas. Pero, por comenzar desde el otro extremo de lo que se entiende por un planteamiento estético cinematográfico, abro el repaso mencionado con el cine de Howard Hawks. Seguramente el más sencillo, desde un punto de vista estético, de todos los grandes directores norteamericanos del cine del viejo Hollywood. Su tarjeta de presentación eran siempre planos largos o medios, sin experimentación alguna, centrados siempre en la acción o en los diálogos de los personajes. Una puesta en escena extremadamente simple pero funcional, completamente supeditada a la historia, al argumento. Lógicamente nadie recordará fácilmente un bello plano del cine de Hawks, un plano que por sutil o hermoso quede grabado en la memoria. Lo que perdura es el humor corrosivo de los cínicos diálogos de Luna Nueva, la lealtad y el honor de los profesionales que cumplen con su trabajo de Río Bravo, la potencia argumental de Scarface o el erotismo de Lauren Bacall en El sueño eterno. Pero repito, nadie apelará a los elementos artísticos para definir el cine de Hawks. Pertenece a un grupo de cineastas sencillos, que buscaban la solución narrativa y estética más fácil para contar su historia. Todo director primerizo antes de hacer pretenciosos intentos artísticos, generalmente aburridos y ridículos, debería estudiarse toda la filmografía de tipos como Hawks. Sólo conociendo la posibilidad de simplificar al máximo la narración visual, uno puede intentar complicarse artísticamente y hacerlo de otra manera. Este hecho se describía a la perfección en la extraordinaria y elegante película de Vicent Minelli, Cautivos del Mal, donde un afamado director le intentaba explicar al megalómano productor que encarnaba magistralmente Kirk Douglas, que ser un buen director consistía en saber encontrar el momento de ser artista y saber intentar no ser sublime en cada plano siempre, para que así pudiera funcionar el contraste.

Algunos años antes de Hawks, en Alemania, había tenido lugar una gran explosión creativa, en términos estéticos, como nunca después en ningún sitio se ha vuelto a producir. Como siempre diversas circunstancias confluyeron para que tal hecho se produjera. Un país arruinado tras la Primera Guerra Mundial, humillado por los vencedores de la guerra, destrozado económicamente, sin identidad y sumido en el caos que sirvió como caldo de cultivo no sólo para la ascensión posterior de un dictador como Hitler, sino para la consolidación de un arte en la pintura que el cine sabría llevar con identidad propia a la pantalla: el expresionismo. La película referencia del movimiento, El Gabinete del doctor Caligari, es una de las experiencias estéticas más poderosas jamás realizadas en el cine. Durante 62 minutos la realidad como tal desaparece, siendo sustituida por nuestros miedos y pasiones más ocultas. Pensamientos y deseos subconscientes que son reflejados mediante unos decorados y una puesta en escena que trasladan intensamente la pulsiones de los personajes en una terrible historia de sexo, poder y locura. El expresionismo alemán fue la explosión colectiva de un pueblo que en cine duró poco más de 10 años, cuyo máximo y mejor exponente fue Murnau, un director que entendió con precisión científica las posibilidades que la luz y la oscuridad aportaban a los planos dramáticos, cómo las sombras describían las más íntimas agonías humanas y el significado opresor que tenían los techos en los espacios reducidos. Un salto brutal y ambicioso de un arte que entendía que no debía limitarse a contar historias lineales de vaqueros, o comedias facilonas digeribles por el gran público, sino que podía servir para transmitir sensaciones mucho mas poderosas, trascender de las meras historias e indagar en la psicología del ser humano. Fausto, una de su obras, es en mi opinión una de las obras estéticas por excelencia. Sus planos fundamentales son recreaciones de pinturas románticas preexistentes, a las que Murnau consiguió otorgar una vida propia, más allá de la pintura, pero consiguiendo una obra pictórica cuya visión hoy aún asombra por su audacia formal, convirtiéndose en una de las películas más hermosas que se hayan visto jamás. La estética expresionista no es utilizada caprichosamente, tiene un impulso intelectual, una significación propia que no sólo apoya la poderosa historia por todos conocida de Fausto, sino que la eleva hasta cotas superiores, dándole una nueva perspectiva que el texto por sí solo no podría alcanzar. La importancia del expresionismo y su influencia fue evidente en el aún joven cine norteamericano donde tanto el mejor cine de terror como posteriormente el cine negro tomaron prestados muchos de los logros estéticos de dicho movimiento (fundamentalmente la utilización de la luz y los contrastes con fines dramáticos) para utilizarlos de diferente manera con magníficos resultados
Estaría hablando de uno los últimos movimientos modernistas, rompedores en su momento pero consagrados a la categoría de arte oficial (y por tanto a partir de ese momento inservible como protesta y como refugio de modernos) a partir de los años 50. Si esa estética ya es antigua, ¿qué podríamos decir de aquella que sin tapujos se supedita a la historia aunque por ello no pierda un ápice de su fuerza? Inevitablemente debo ahora referirme a la obra de John Ford. Considerar que el cine de Ford debe ser valorado como una de las proezas de este arte no es algo difícil de decir a día de hoy desde un punto de vista teórico, a pesar de que algunos lo reconozcan con la boca pequeña y matizando. No siempre fue así. A Ford lo institucionaliza la generación americana de los 70, los Scorsese, Spielberg y compañía, por lo que con el tiempo se hace complicado negar oficialmente la categoría de su cine, aunque desde ámbitos rompedores y modernos se minusvalore su obra y se le sitúe como un panteón al que se está obligado a respetar pero no se tiene por qué disfrutar. A mí la teoría y lo políticamente correcto me dan igual. Y más cuando de lo que hablamos son de emociones, de lo que te logra emocionar o conmover. Y de lo que no. Ford es un poeta visual. Alguno de los momento más emocionantes de la historia del cine los ha filmado, con enorme sencillez técnica, él. Su gran película, que como tal está llena de pequeños defectos que sólo consiguen destacar más su complejidad y su valor, es sin duda Centauros del desierto. Un director clásico como Ford, que siempre que podía se decantaba por una fotografía en blanco y negro con unos resultados estéticos complejos y apabullantes como se pueden admirar en Qué verde era mi valle o, sobre todo, en Las uvas de la ira, utiliza para Centauros un technicolor radical, donde el rojo abrasa y el azul del cielo daña a la vista. Consigue con ello una extraña deformación de la realidad, trasladando al espectador la intensidad de la historia que va a narrar, una realidad marcada por un personaje ajeno a todos y todo, ajeno al mundo que viene y ya fuera del mundo que fue, que se marca una última misión en la vida que va oscureciendo su propia humanidad, mostrándonos así los rasgos más desagradables de una mentalidad racista y psicópata, natural y consustancial al momento y lugar de la historia a la que pertenece. Para contarnos el descenso a los infiernos de ese personaje el color va oscureciéndose lentamente al mismo ritmo que crece la obsesión y la tensión en Ethan (jamás John Wayne estuvo tan bien), algo que queda reflejado en la atmósfera irreal y artificial de la secuencia del invierno, donde un Ethan enloquecido mata búfalos sólo con la intención de eliminar el posible alimento de los indios a los que persigue. Una secuencia que termina, tras una largo viaje por la nieve hasta un puesto militar, con un plano monstruoso y desasosegador de Ethan, observando a una pobre chica loca, reflejo de aquello en lo que se ha podido convertir su sobrina, donde se nos presenta su rostro en rápido zoom, cargado de una oscuridad terrible que se contrapone a la luminosidad inicial, lo cual sirve para reforzar la irreversibilidad del camino que ha tomado, ya sin salvación ni redención posible. ¿Que no es la estética importante en el cine de Ford? ¿Que lo único que le importaba era la historia y la trama? ¿No será que se ha distorsionado el concepto de estética sólo para acomodarla a los gustos contemporáneos? ¿A lo nuevo? ¿No será que el posmodernismo ha servido finalmente en muchos casos como cajón contenedor para dar a entender la posibilidad de que en sí misma la estética tiene valor sin nada que lo sostenga? ¿Una estética meramente transgresora, sin aportar ningún discurso o idea nueva significativa? ¿No será que el problema es que cierto relativismo cultural que se ha impuesto nos permite ser incultos muy cultivados que encumbramos a la cima obras que con los años se mostrarán como la auténtica morralla que son? ¿Pero que hoy triunfan tan sólo por parecer rompedoras y provocativas?

19 enero 2007

Sobre la estética de cine. Orígenes. Lumière. Mèlies

Un comentario ocasional en una divertida noche de verano abrió la puerta a una reflexión interna sobre la estética en el cine, cuál es la importancia que le doy, la significación que tiene, qué elementos de ella me parecen prioritarios y cuál es la relación que tiene con otras variables que intervienen en las películas. Dani, mi cuñado, me decía entonces, con tranquilidad, que él entendía que para mí, por mis comentarios o mis análisis cinematográficos, la estética era algo secundario, postergada y sometida al argumento, al guión, a la historia. La conversación siguió por otros derroteros, pero no dejé de pensar en ello en el viaje de vuelta a casa de la mañana siguiente. ¿Esa era la impresión que daba? ¿Qué entendía yo por estética? ¿Cuál era su valor, su medida? ¿Por qué alguien cercano sacaba esa impresión que para mí era tan alejada de la realidad? ¿Alejada? También me recuerdo a mí mismo conversando y aseverando, sin matices y con decisión, que sin un buen guión, unos personajes bien descritos, algo que contar y una trama bien desarrollada una película no podía funcionar. Eso podría llevar a pensar a algunos que no podría entender y aceptar una preponderancia estética sobre la argumental. ¿Por qué no? ¿Y si la estética en sí es plena de significado? ¿Pero existe una película plenamente estética que desdeñe lo que cuenta y que valga la pena? Por otro lado, ¿existe una película profunda, trascendente y compleja que pueda desdeñar la utilización de la estética como mecanismo de transmisión de información y emoción? Para responder a estas cuestiones me decido a escribir cuáles son mis sensaciones y mis ideas sobre este asunto, haciendo un recorrido personal por la historia del cine que conozco y analizando aquellos trabajos y decisiones artísticas que me sirvan para montar el armazón intelectual de lo que quiero transmitir.

El cine no nació como arte, sino como mero registrador de la realidad. Los primeros trabajo de los hermanos Lumière presentaban tan sólo fragmentos de realidad. Seguramente fue el único momento en el que las cámaras fueron vírgenes y mostraron aquello que veían, sin ninguna implicación ideológica de un creador. A partir de Mèlies, podríamos considerar que el cine se convierte en una expresión más, aún limitada, de arte. El público se había cansado pronto de aquellas primera imágenes que le enseñaban lo que ya conocía y quería que ese nuevo invento le contara algo diferente, historias alejadas de su aburrida realidad, a la manera del teatro (al que vino en parte a sustituir como manifestación de la comunidad, como evento social) y la novela, pero narrados con los nuevos y poderosos instrumentos que el novel cinematógrafo proporcionaba. Aquí se podría comenzar a hablar de una estética del cine, cuando para contar algo se decide hacerlo de diferentes formas, mediante diferentes maneras de expresión. Con demasiada frecuencia, debido al desconocimiento o pretensión fatua de ruptura radical con el pasado, se entiende que todo lo realizado anteriormente es clásico por ser antiguo, y por tanto debe superado y aparcado, sin pararse a analizar los movimientos y direcciones experimentales que se tomaron antes y que a veces, patéticamente, no se hace más que remedar. La ventaja del cine (desventaja para los que se proclaman gurús de las nuevas oleadas y movimientos rupturistas) es que al tratarse de un arte joven y registrado en celuloide, a nada que uno tenga interés y constancia puede pararse a comprobarlo y comparar.

Ya está planteada pues, la premisa mayor: la existencia de diferentes maneras de transmitir y contar una historia. Decisiones creativas de profundo calado y suma importancia. Aceptando y comprendiendo además que el cómo se cuenta puede tener mayor trascendencia incluso que lo que se cuenta, siempre que se obtenga un significado conceptual o emocional diferente, pero nunca se lleguen a romper los hilos que unen el argumento con las formas. Iré repasando películas y el trabajo de algunos directores de cine que puedan ir articulando mis propias reflexiones sobre la estética.

(Sigue)

03 enero 2007

La ciudad

Escucho a un amigo decir que cada vez se le hace menos necesario ir a la ciudad. Un nuevo centro comercial, cerca de su casa, colma todas sus necesidades urbanas. O como él diría, para qué ir a la ciudad si sus servicios ya me los han traído hasta aquí. Asiento en silencio. Lo entiendo. No estoy de acuerdo pero comprendo su actitud. ¿Para qué discutir? ¿Cómo explicarle que la ciudad no sólo significa cines, tiendas y bares? Y sin entrar en el terreno personal. Imposible. Mejor el silencio. Pero me quedo rumiando.

La ciudad no es sólo servicios. La ciudad no existe. La ciudad es una actitud. Del que vive en ella no por obligación laboral sino por decisión vital. Igual que vivir a las afueras, en la periferia, es otra decisión vital. De suma importancia y con lógicas consecuencias. Aparto de un manotazo excusas vanas como el precio de los pisos en las ciudades o de sus alquileres. Nadie que conozco viviendo a las afueras utiliza esas excusas más que cuando se siente acorralado. Pero en general su decisión no se basó en el dinero, sino en otras motivaciones. Plausibles y respetables.

La ciudad es un estado de ánimo. Es saber que perteneces a una realidad activa que te exige. Es entender, aceptar y disfrutar con el hecho de que no te puedes parar. Pero, ¿quién quiere parar con menos de treinta años? Fuera de la ciudad se vive de manera apacible, tranquila, sin más complicaciones diarias que las que el coche o el perro te pueden producir. La realidad no te sorprende por las esquinas. Tan sólo la cotidianeidad. No hay sobresaltos, ni sorpresas. Se puede ser absolutamente feliz. Sí. ¿Pero estar absolutamente vivo?

La gente que detesta la ciudad curiosamente jamás ha vivido en ella, en la verdadera, no en un barrio del exterior. De esos que se crean para que los trabajadores puedan descansar entre turno y turno. No ha vivido en su centro, no ha paseado tranquilo por su historia cada día. Ni degustado los remansos de tranquilidad que ofrece. Lo demás es turismo. No se acerca jamás a ella salvo con prisas, por negocios o gestiones administrativas. ¿Cómo se puede amar lo que se desconoce?

La ciudad mantiene tu tensión, te exige no relajarte. No da respiro, si te observa débil te aparta, te desprecia, te vapulea. No quiere saber más de ti. Es una exigencia pero, ¿quién no quiere exigirse con treinta años? ¿Por qué han conseguido vendernos la moto de la estabilidad, la tranquilidad, el sosiego, los compromisos? Esta generación se prometió a sí misma ser diferente pero su exilio extrarradial la convierte de la noche a la mañana en conservadora, aséptica, aburrida y convencional. Porque repito, el lugar no es lo importante, pero su elección libre es una decisión fundamental.

La periferia, a pesar de sus desesperados intentos, mantiene algo de paleto, de provinciano tal vez. De nuevo rico que pretende reivindicarse siempre. Es ostentosa, exagerada y desmedida. Pero carece de calor, de aura, de aroma humano. Uno se toma un whisky charlando con un viejo amigo en el Naima, en el Aljarafe sevillano, y al salir del bar se encuentra en la nada. El vacío de un mundo perfectamente ordenado, sin fisuras aparentes, sin aristas sociales. Al frente los monstruos franquistas de ladrillo, y a sus pies, como hijos bastardos, hileras de pitufos perfectamente alineados y clonados.

La periferia ofrece todos los servicios inimaginables. Los concentra en los centros comerciales, que colocan sucursales emulando, e incluso superando, sus sedes originales que antaño fueron propias sólo de las ciudades. Paseando por ellos puedes sentir gotas de horror. Se han apropiado de los espacios públicos, convirtiendo la calle, libre y salvadora, en un puesto ambulante más. Nadie parece entender que al salir de una tienda de un centro comercial no pisas suelo público, sino privado, y en él seguimos andando hasta entrar en otra sucursal. Son no lugares, interesadamente acogedores, cercanos pero faltos de humanidad. Nunca podrás aprehender un bar de un centro comercial y hacerlo tuyo, partícipe de tu vida y de tus historias.

Al final están matando lentamente a las ciudades. Se vacían de jóvenes que presurosos corren a descansar y vivir apaciblemente fuera de ellas, y quedan llenas de viejas paseando a sus gatas y de aquéllos que no pueden evitar (maldiciéndose por ello) seguir malviviendo en ella. Pero una cosa está clara, nadie recuerda nada de las periferias. Social y culturalmente las periferias y los que viven en ellas son muertos en vida. La historia habla de París, pero no de la campiña que le rodea; de Madrid, pero no de sus pueblos dormitorios; la historia se escribe en Nueva York pero nada dice de los pueblos circundantes que habitan los que huyeron de la Gran Manzana. Las ciudades son el aliento de la civilización humana. Y como humanas son contradictorias, miserables, sucias y egoístas. Pero también activas, dinámicas, emocionantes y vitales. Y nunca serán, de momento, previsibles, ordenadas, asépticas y estructuradas. El caos es lo que las hace grandes.

Pero seguro que me equivoco completamente. Es mi habitual prepotencia la que me hace hablar. En la periferia se es feliz. Se está tranquilo. Se vive bien. Sin agobios, sin estrés. Los niños pueden jugar. Los padres pasear con el carrito del bebé. Dispone de todos los servicios. Las hileras de adosados demuestran que nadie pretende ser mejor que nadie, es una especie de comunismo residencial. Los días se suceden tranquilos. Sin humos. Ni atascos. La ciudad es una mierda. Los que allí viven, unos estúpidos. Quién querría otra cosa que disfrutar de la paz que la periferia te ofrece. Para qué.

Por cierto. Unánime. Hace unos años. American Beauty. Vaya peliculón. O eso se decía entonces.

28 diciembre 2006

Distorsiones

Es extraño. En cada ocasión más. Reencontrarme con mi pasado. Otra vez. Ver las caras por las calles de tantas personas ajenas ya a ti pero que, por diferentes motivos, perviven con una fuerza inusitada en la memoria. Provocando una curiosa desazón que nunca soy capaz de explicar y comunicar. Tampoco podré aquí. Apenas será un balbuceo inconexo que paliará difícilmente la imposibilidad de explicar sensaciones con simples palabras. Pero me sucede cuando vuelvo a casa, a Sevilla, al Aljarafe, al barrio. Cada vez con mayor intensidad. El tiempo terminará diluyendo la sensación. Seguro. Pero aún no. Sucede cuando camino por los mismos lugares que tan bien conocí y de los que tan cansado acabé, y mi mirada descubre caras que reconozco y penetran en una parte de mi memoria que parece perdida, reactivando mecanismos sociales ya innecesarios. Es más raro cuando son las miradas las que se cruzan y siento como a esa persona le sucede como a mí. Una nube de desconcierto atraviesa sus ojos y con rapidez ambos dirigimos nuestros ojos hacia algún punto de la lejanía, dándonos cuenta de que el impulso del saludo es aún más ridículo que el darnos cuenta de lo que ha pasado y obviar el suceso.

De esta manera, al pasear por el entorno de la que fue mi casa observo, habitualmente desde lejos, a personas de mi edad que formaron parte de la jungla de mi barrio, pero que al no haberles visto madurar y crecer a mi ritmo, aparecen ante mí extrañamente envejecidos, como si yo volviera de un viaje temporal y el tiempo sólo hubiera pasado para ellos, pero no para mí, pues los ojos, los míos, los que los miran, no son los de hoy, sino los de hace diez años.

Y algunos continúan en las mismas esquinas, se reúnen con los mismos amigos, parecen mantener las mismas costumbres. Y yo siempre los espío, sin poder evitarlo, en los escasos paseos o a través de la seguridad y el anonimato que me ofrece la ventanilla de alguno de los coches que pronto me llevará hasta la estación de trenes que me devolverá a mi presente. Mientras tanto mi pasado se asoma a retazos, impertinente, apareciendo en silencio amigos que lo fueron, novias que me amaron eternamente durante unos meses, enemigos acérrimos que me odiaron o vecinos que me riñeron. Con ellos los recuerdos, la certeza inflexible de lo que ya no es, la imposibilidad de la reincorporación a un lugar que ya no existe.

A pesar de la bastarda atracción de la nostalgia.

26 diciembre 2006

Desde el anonimato

Aparecen en tu móvil. Junto a mensajes de amigos y familiares identificados o identificables. Son breves o extensas felicitaciones que te desean una feliz navidad, un próspero año nuevo o te expresan un amor y una amistad enormes, dijéranse eternos. Pero la memoria del teléfono, fría e indiferente, les niega todo reconocimiento a estos mensajes. Los recibe con desdén digital y cuando uno, sorprendido, busca la fuente de tanto amor, el origen del que muestra tanto anhelo por tu felicidad, sólo encuentra un triste número de móvil, ajeno a tu lista de contactos. Un número que jamás podrás identificar.

Suele pasar que entre la vorágine de las fiestas y la familia estos mensajes se diluyan en nuestra memoria y olvidemos siquiera que fueron enviados por alguien. Pero a veces sucede que el mensaje nos parece lo suficientemente personal o emotivo como para molestarte en buscar en alguna antigua agenda o en alguna servilleta de bar olvidada al fondo de un cajón, la identidad de aquél que tanto te quiere desde la lejanía como para enviarte un mensaje navideño tan personal. Obligándote así a hacer memoria desesperada, arqueología sentimental, de aquellos amigos que tanto lo fueron en días ya muy lejanos pero que hoy sólo aparecen como sombras de la propia historia. Al final el fracaso o la decepción suelen ser los resultados de esta búsqueda. No habrá respuesta al interrogante. Mientras ese número no tenga detrás una voz que te llegue a través de espacio hertziano siempre será sólo eso, un número desconocido que representará la posibilidad perdida de conocer la identidad de una persona que pensó en ti un instante, corto y suficiente, para enviarte un mensaje de cariño y felicidad.

Después el interrogante se diluirá. Uno se dejará llevar por el pragmatismo y considerará, con convicción, que esos mensajes serán fruto de alguna campaña publicitaria que se aprovecha del sentimentalismo inducido de estas fechas, de alguna cadena imbécil de algún amigo periférico que se hizo con tu número a traición en alguna noche de borrachera, o incluso la típica equivocación ocasionada al enviar un mensaje de móvil con unas copas de más (lo cuál hará que otra persona desconozca, debido a ese error, lo mucho que le recuerda fulanito, mientras fulanito considerará que ya es imposible que menganito vuelva a hablar con él por el silencio que sobrevino a su mensaje de reconciliación).

Todas estas posibilidades serán las lógicas y verosímiles pero seguramente, durante unos días, guardaremos alguno de estos mensajes en la memoria repleta del móvil, mientras mantenemos un resquicio de esperanza de llegar a identificar al que lo envió, ya sin el apoyo de la razón, sólo con nuestra capacidad de obcecación y con el fatalismo de saber que finalmente nunca sabremos quién fue aquél que se acordó de nosotros desde el escondrijo frío e impersonal de un número de móvil

11 diciembre 2006

El sueño

Sólo una cosa no existe. 
Es el olvido.
Borges. 

Otra vez. De nuevo la noche acechaba. Tras las cortinas de la ventana de su dormitorio la oscuridad pérfida, insondable, comenzaba lentamente a cubrir con su poderoso e inexorable manto todo lo que, hasta hacía poco minutos, era propiedad de la luz, de la claridad, de la vida. Temía a la noche. Lo atemorizaba. Volvería a dormir. A soñar. El sueño. El mismo sueño una y otra vez. Siempre la misma visión. El mismo escenario. Desde hacía casi treinta años. ¿O eran más? Recordaba al principio despertar, enérgico, y reírse al pensar en él. Ya no. Tal vez porque ya no era una persona madura segura de sí mismo, sino un viejo débil cargado de nostalgia por un pasado que no volvería. Todo empezaba al sumirse en la inconsciencia. Se encontraba sin saber cómo ni por qué en una gran extensión de terreno, llana, sin límites visuales aparentes, sin vegetación. O casi. Tierra gris, quemada, reseca y estéril. En el centro un único árbol, enorme, de aspecto tétrico y corroído por el tiempo aparecía, muerto en apariencia, con enormes ramas que dibujaban extraños arabescos en el aire antes de caer, al fin, hasta casi rozar el suelo. Por doquier sobrevivían a duras penas pequeños arbustos de menos de medio metro de altura, como únicos rescoldos de una naturaleza que parecía haber renunciado a poner su semilla en lugar tan despreciable. Era de noche. Oscuras y densas nubes copaban el cielo escondiendo casi por completo a la luna. Poco a poco sus ojos se iban acostumbrando a esa negritud, ritual por el que tenía que pasar en cada ocasión para poder, por fin, vislumbrar un suelo que hasta ese momento sólo intuía. Era entonces cuando finalmente los veía. Cadáveres. Cuerpos de hombres y mujeres que se distribuían sin ningún orden a lo largo de toda la llanura. Todos incompletos. Algunos sin piernas, otros sin brazos. Algunos a los que les faltaban dedos en las manos o en los pies. Otros con las bocas entreabiertas, en las que se podía distinguir con claridad la ausencia de dientes o lenguas. Arrancadas. Los había sin uñas o a los que le faltaban tiras de piel en algún lugar de su anatomía. Mujeres con senos cortados y palos introducidos en sus genitales. Hombres sin sus testículos. También se veían cuerpos extrañamente inflados, con el aspecto informe e irreal del cadáver recién sacado del mar, mientras otros, calcinados, presentaban sus brazos en alto, retorcidos, como en un último y desesperado intento de pedir auxilio. Había un detalle, importante, que denotaba lo fantástico del sueño: ninguno de ellos poseía facciones. Eran sólo eso, cuerpos con cabezas, pero en éstas, nada. Ni pelo ni orejas. Ni ojos ni nariz. Sólo la existencia de una boca les otorgaba un aspecto levemente humano.

Él caminaba entre ellos, sin poder evitar pisarlos. Los miraba sin sentir pena ni compasión. Más bien con desprecio. O con indiferencia. No sabía el porqué, pero intuía que eran basura, despojos, gente que no merecía ninguna de las prebendas que Dios había otorgado a los hombres. Ni siquiera la principal, la vida. En ese momento, tras el horizonte, el sol comenzaba a salir y cada uno de sus rayos, al alcanzar a los cuerpos los destruía violentamente, haciéndolos desaparecer. Él sentía como su cuerpo, dormido, se estremecía de placer. Finalmente ese sol castigador lo iluminaba desde lo más alto del cielo, a él, sólo a él, en el centro de esa tierra yerma y desierta. Dueño absoluto de ella, sin nada ni nadie, salvo la inquietante presencia del monstruoso árbol, que le hiciese sombra. Solía despertar en ese maravilloso instante. Por entonces, claro, no temía a la noche. Era poderoso, lo sabía. Y lo disfrutaba. A pesar de ello jamás se lo contó a ninguno de sus cercanos, ni siquiera cuando con el paso de los años comenzaron a producirse ligeras y extrañas variaciones. Al principio no hubo problemas. Tan sólo era que el número de cadáveres esparcidos por aquella tierra estéril aumentó de manera considerable, llegando a ser tantos que había lugares por los que no se podía caminar si no era ya directamente sobre ellos. Y la incomodidad. Recordaba también cómo fue creciendo la incomodidad. Esta situación seguía solucionándose con ese amanecer redentor que lo liberaba de estorbos y lo erigía de nuevo como el único dios de su propiedad.

No recordaba la fecha exacta. Cuando el cambio sustancial, el que introdujo el terror se produjo. Lo que convirtió, de manera definitiva, el sueño en pesadilla. ¿Hacía ya diez años de ello? En su paseo nocturno por la inconsciencia uno tras otro, noche tras noche, uno por noche, cada uno de los cadáveres, con su fantasmagórico y aterrador aspecto, se fue levantando del suelo, y cuando el resto de yacentes desaparecían destruidos por la luz, ellos quedaban en pie, con la cabeza girada hacia él, como si lo mirasen sin ojos, lo señalasen sin dedos y lo acusasen sin voz, hasta que, sudoroso y febril, conseguía despertar. Este alzamiento no era desordenado, como creyó al inicio. Lo seres (no podía llamar hombres a aquellos cuerpos informes) iban estableciendo una especie de círculo alrededor del gigantesco árbol muerto, rodeado todavía éste, a su vez, de cientos de postrados cadáveres. Notaba cómo lo acechaban, los escuchaba susurrar en un tono tenebroso. Siseaban. Gemían. ¿O era el viento? Hacía unos años había viajado a Europa para que un especialista lo tratase, puesto que su cuerpo había llegado a un grado de extrema debilidad. La causa, por supuesto, sus vanos intentos, incluso con pastillas, de no dormir. Ya no lo soportaba. No quería volver cada noche allí. Le aterraba. Aquello lo estaba matando. Pero su estancia europea y el tratamiento que le aplicaron no sirvieron para nada e incluso se le agudizó el problema por lo que, cuando consiguió regresar a casa, ingenuo él, llegó a pensar que sería entonces cuando los muertos le dejarían descansar. Craso error.

Así, día tras día, aislado ya de un mundo al que no pertenecía, había llegado hasta hoy. En los últimos tiempos sentía que cada noche, cada nueva reedición de su horrible pesadilla, anunciaba un nuevo giro, un vuelco, algo que iba a suceder. Tal vez un final, una explicación. En la noche anterior todos los cuerpos habían quedado en pie, ninguno de ellos fue ya destruido. Todos girados hacia él. En silencio. Ya no se escuchaba nada. El viento debía haber desaparecido.  Quizás... ¿Esta noche?

Era muy tarde. Como siempre la enfermera de turno (ya ni las reconocía) le había traído y hecho tragar, con la habitual mezcla de benevolencia e indiferencia de las de su gremio, el lote de fármacos, incluidos somníferos, con los que cada día intentaba seguir engañando a la muerte. Se había levantado una suave brisa que mecía las cortinas levemente. Sin darse cuenta, poco a poco, las paredes de sus cuarto se fueron difuminando. Pasó al sueño en un instante. Como siempre. De nuevo estaba allí, en la que antaño consideró su propiedad más segura. Tuvo, como siempre, que acostumbrar otra vez los ojos a la oscuridad y, lentamente, empezó a vislumbrar sombras en todas las direcciones. Miles y miles de sombras en círculos que parecían no haberse movido de su posición desde la pasada noche. Quietas. Expectantes. Como buitres a la espera. De repente el árbol, aquel árbol cuya figura y forma conservaba en su memoria desde hacía tantos años, comenzó a desaparecer, a volatilizarse en el aire. Todo lo demás permanecía estático a su alrededor. Él también. El tiempo parecía haberse detenido hasta que, por último, el árbol desapareció por completo. En su lugar, en el mismo sitio donde siempre había estado, observó la presencia de otro cadáver postrado que, con parsimonia, se levantó. Mientras eso ocurría el resto de cadáveres empezó a abrir un pasillo cuyo destino final era él. Siempre con las cabezas vueltas hacia su posición, controlándolo, con un rictus inexpresivo en la boca.

Ese último cadáver caminó con paso firme y seguro por ese pasillo. Percibía algo extraño, diferente en él, pero... ¡Maldita vejez! Su vista, siempre excelente, ya también le fallaba... ¡Hasta en sueños! Sí. Este rostro tenía algo distinto. Sus facciones estaban marcadas. Además... ¿Erá él? No podía ser, lo conocía... ¿Salvador? Había pasado tanto tiempo desde que se enfrentara a él, desde que tuviera que obligarle a morir por el bien del país. Siempre lo había considerado un peligro. Una anomalía histórica que hubo que eliminar. Ya lo alcanzaba, estaba frente a él... ¿Qué querría?... ¿Que le pidiese perdón por lo que hizo?... ¿Una disculpa final?... Comenzaba a esbozar esa sonrisa de superioridad que tanto aterró a sus enemigos cuando observó que Salvador empuñaba un arma que levantó con parsimonia, apuntándole al corazón, sin dirigirle una sola palabra. Se asustó. Sintió miedo. Sus pies parecían de plomo, no podría huir, además, ¿adónde?. Lo miró, suplicante, esperando clemencia. No obtuvo ninguna respuesta. Miró entonces a su alrededor, buscando cualquier ayuda que le pudiera ofrecer alguno de los otros, cualquier gesto. Nada. El fin parecía inevitable. Iba a morir. Comenzó a llorar. De repente sintió cómo un rayo de luz acariciaba su mejilla. El sol comenzaba a aparecer, perezoso, tras el horizonte. Él lo salvaría. Después de todo no permitiría el asesinato de uno de sus hijos predilectos, él, que tanto había hecho por mantener el orden natural. Los destruiría. A todos. A Salvador. A los demás. Sí. Como tantas veces en el pasado, pero... ¿qué sucedía?... ¿por qué no pasaba nada? Todos seguían allí y el arma de Salvador seguía apuntando a su corazón. El sol ascendía despacio en el cielo, iluminando pasivamente el escenario del drama. Justo cuando llegó a lo más alto, en esas cabezas de muertos, sin pelo ni orejas, sin ojos ni nariz, apareció una sonrisa torva, dura que fue degenerando en estruendosa risa cruel, sardónica, brutal. Enloquecedora.

Con el fragor casi no escuchó cómo saltaba el seguro de la pistola. Sintió los ojos de Salvador clavados en los suyos. No había un ápice de piedad en ellos. Sólo venganza. Tal vez justicia. Seguro, placer.

El disparo retumbó a lo largo de toda la llanura. 

Última hora. Agencias:

El ex dictador chileno Augusto Pinochet falleció ayer noche mientras dormía a causa de un infarto de miocardio, según fuentes confirmadas del gobierno chileno. Pinochet se encontraba confinado en su residencia a la espera de los más de trescientos juicios que tenía pendientes por crímenes contra la humanidad...

La Laguna, verano 2000

28 noviembre 2006

Mileuristas, la generación sin voz (y dos)

(Continuación del post anterior)

Es el momento de aportar alguna luz que ayude a comprender el fenómeno de la generación mileurista, aportar ideas que favorezcan una mejor comprensión de un hecho social que está marcando, aunque no se quiera ver, el principio de este siglo en nuestro país. Lógicamente no es posible entender todas la claves, pero una vez comentada su génesis hay evidencias que nos hablan claramente de la debilidad mileurista y la sistemática ausencia de su voz. Los mileuristas carecen por completo de referentes sociales, políticos y culturales propios de su generación. Hemos crecido escuchando lo bien que escribían, lo modernos que eran y la fuerza narrativa que tenían las obras de Juan José Millás, Umbral, Rosa Montero, Eduardo Mendoza, Vázquez Montalbán, Terenci Moix... Pero lo grave es que aún hoy dichos autores (incluso los muertos) son la referencia literaria de este país. Se sigue hablando de los mismo y los mismos siguen convirtiéndose en la repetitiva y cansina voz de la cultura de España. No han surgido figuras propias de la generación mileurista que hayan dado un puñetazo en la mesa y mandado a un rincón necesario y apartado (durante un tiempo prudencial) a todos estos escritores. Y el problema no se limita a las letras. El problema en el mundo del periodismo y la política es aún más lacerante. Desde hace veinte años los mismos hombres y mujeres se dedican cada día a hacer y deshacer sobre la política nacional desde el ámbito periodístico. Gente como Gabilondo, Enric Sopena, Jiménez Losantos, María Antonia Iglesias, Carnicero, Miguel Ángel Aguilar, Luis del Olmo (auténtico jurásico) y tantos otros no sólo pasean de manera hipócrita sus manoseadas consignas o escupen sus incendiarias soflamas (siempre ajenas a la realidad de los problemas de la sociedad española), sino que los mileuristas completamente enajenados y pésimamente educados en el ejercicio de pensar por sí mismos con criterio, los defienden, admiran o defenestran (si es que los conocen) con el ardor y el tesón de los que defienden a los suyos. Y estas actitudes (ya sean el desconocimiento, la adoración o el odio) suponen un tremendo error de perspectiva. Porque el problema principal es que ellos no son (ni pueden ser) portavoces las nuevas inquietudes generacionales. Pueden pretender aparentar una preocupación (que en el fondo no sienten) por los jóvenes y su problemática, pero sus problemas son otros, sus miedos son otros y su prioridades son otras. Y ninguno de los mileuristas, ninguno de nosotros aparece ahí, en primera línea del combate informativo, marcando una agenda distinta y por tanto dando una explicación diferente de lo que sucede. ¿Es posible que hoy día un tipo de 28 años se convierta en el director de un periódico de tirada nacional? Se nos antoja imposible pero eso sucedía hace veinticinco años cuando un joven Pedro J. era nombrado director de Diario 16. ¿Es posible que jóvenes de poco más de treinta años den un golpe de mano en los partidos tradicionales y se hagan con el poder arrinconando a la vieja guardia? También parece completamente imposible que ello suceda hoy, pero hace treinta años González y Guerra se hacían con la dirección del viejo PSOE y ponían los cimientos de su transformación a la realidad entonces vigente. Ante estos ejemplos expuestos... ¿Qué credenciales aportan los mileuristas para dar un giro social y político? En política la nada. Nada más lamentable que comprobar que las nuevas generaciones de los partidos se componen de abrazafarolas que cuentan ya con suficiente edad como para tener hijos casi adolescentes (si hubieran tenido esos hijos a la edad de sus padres). ¿Y en periodismo? Los descubrimientos de los últimos años como Mamen Mendizábal en televisión o Cayetana Álvarez de Toledo y David Gistau en prensa escrita, me sirven como tristes ejemplos (patético el paternalismo de Ansón con Cayetana en las páginas dominicales de El Mundo) para enlazar con otra de las peores costumbres que se ha implantado como un virus en nuestra generación: el ansia por recibir la felicitación y la palmadita en la espalda por parte de nuestros mayores.

La mal llamada en España generación del 68, los jóvenes que hicieron la dichosa transición, aquellos chicos tan concienciados, tan izquierdosos, los que a cientos corrieron (o eso dicen) delante de los grises. Ellos hoy son el verdadero cáncer de nuestra sociedad y una de las fuentes principales de las desdichas mileuristas. Son sus padres. Son los que los sobreprotegieron de niños, los que les contaron lo mucho que habían hecho por este país, los que proponían (tan falsos ellos) que debían continuar su labor, los que agitaban sus proclamas y sus ideas como bandera mientras que al tiempo se transformaban en mandatarios soberbios, en corruptos, en evasores fiscales, o simplemente adoptaban formas de vidas ajenas a sus discursos sin que por ello cambiaran una coma de ellos. Los que miran con desdén a los mileuristas y dicen apenarse de que los jóvenes no recojan el testigo de sus luchas, traicionando así el espíritu de libertad que España vivió a finales de los 70. Esos son los mismos que se han convertido en políticos corruptos o alejados de la realidad, en especuladores inmobiliarios, en avaros empresarios, en sindicalistas afines al poder y a no trabajar, en padres y madres de familia convencionales y en definitiva, en beneficiarios totales del estado de las cosas. Ellos han sido los que traicionaron el dichoso espíritu, los manoseados ideales con los que se les llena la boca cuando hablan. Algunos de los mileuristas han observado con interés esa caída de sus mayores en sus propias contradicciones sin intervenir, otros se afanan en hacer méritos delante de ellos y les dan la razón arremetiendo contra su propia generación sólo para defender infantilmente la ficción sostenida por sus padres, y lo últimos tan sólo pasan de todo. Los baby boomers no fueron los primeros que descubrieron el enorme poder y atracción que ejercía la juventud pero (como apunta Freire) sí fueron los primeros con los medios y la intención de mantenerse jóvenes para siempre. El problema era que para conseguirlo tenían que infantilizar a las generaciones posteriores porque si no su juventud, su prevalencia, se vería amenazada. He ahí otra de las causas de la adultescencia mileurista.

Los baby boomers no tienen intención de ceder el poder y pretenden ejercerlo desde una eterna juventud y una reforzada vitalidad, o como dicen ellos, desde las ideas y los proyectos. Justo aquello que dicen que es de lo que carecen los mileuristas. Sin entrar a conocer o explicar si fue antes el huevo o la gallina, lo cierto es que han conseguido (o los mileuristas no han conseguido evitar) una sociedad en la que los jóvenes trabajan sin garantías de futuro en beneficio de los baby boomers, que encima se quejan de la falta de ímpetu de los primeros al tiempo que la fomentan apartándolos siempre de la toma de las decisiones importantes. Los baby boomers parasitan el trabajo y la vitalidad de los mileuristas y como vampiros sociales, se quedan con lo mejor de sus trabajos e ideas y los recompensan con estúpidas palmaditas en la espalda con las que los jóvenes se contentan. Muchas veces es la única manera que tienen de verse distintos y apreciados por el poder. Un ejemplo evidente, sino el más claro, es la posición de los doctorandos de este país, que tras terminar sus carreras trabajan como animales realizando la ciencia más creativa y puntera de este país mientras se les considera estudiantes, se le paga como estudiantes y lo que es más triste, muchos terminan considerándose a sí mismos como estudiantes. Pero no dan el puñetazo encima de la mesa. Agazapados tras sus ordenadores sueñan con la salvación personal, con tener la suerte de ser ellos uno de los pocos que se hagan imprescindibles para sus mayores y así conseguir la limosna de la estabilidad. En grupo debieran mandar al sistema a la mierda para provocar el caos necesario y la crisis catártica. Pero eso no sucederá.

Los mileuristas un día se van a dar cuenta de que se les pasó su momento. Cuando la lógica natural haga que los baby boomers mueran (al menos socialmente hablando) van a notar sorprendidos, que ya no eran para nada jóvenes, de que no se puede ser joven con cuarenta años y de que otros sí lo serán. Tal vez también se den cuenta de que ellos no han hecho nada por sí mismos, y que siempre se tuvieron que apoyar en otros para poder cumplir algunos de sus sueños y sus reivindicaciones. Por fin serán conscientes de que siempre fueron filtrados... Lo peor sobrevendrá cuando observen a otros, los realmente jóvenes, intentando hacer lo que ellos no supieron ni se atrevieron por sus complejos y su infantilismo: hacerse con el poder de la sociedad, con la influencia, apartando de un plumazo respetuoso a sus mayores y creando la sociedad que les tocaba hacer y no los restos, ideológicamente putrefactos de otros. No se conocen todavía las características de la generación joven que viene a sustituir a la mileurista, todo el mundo habla de su falta de formación, de su mala educación o de su adicción compulsiva a las nuevas tecnologías. Pero si hay algo que nadie parece negar es que es claramente más agresiva que la mileurista y que no se ha dejado engañar por el cuento de que sólo con estudios tendrán mejor futuro. Mal futuro para los mileurista, tan blandos y solitarios. ¿Habrá tiempo todavía para cambiar algo por nosotros mismos?

26 noviembre 2006

Mileuristas, la generación sin voz

Es la generación, en número de miembros, mejor preparada de la historia de este país. Nacidos en el baby boom de los años 70 los mileuristas forman parte de una generación lógicamente heterogénea, pero con una serie de rasgos comunes que la vertebran e identifican. Uno de ellos, determinante y tremendamente significativo, es estar formada por personas que poseen en su gran mayoría estudios superiores (licenciaturas, diplomaturas...) teóricamente bien preparados y formados, con conocimientos en idiomas y perfectamente adaptados a las nuevas tecnologías. Hace unos días terminé de leer el ensayo que Espido Freire ha escrito sobre ellos. Es un libro escrito con urgencia, interesante, descriptivo más que analítico, un intento válido de encontrar algunas respuestas más allá de los convencionalismos habituales con los que esta generación es tratada. Sigue la estela de otro libro, escrito hace ya algunos años por Eduardo Verdú, que tenía un magnífico y acertado nombre: adultescentes. Un nombre que por sí mismo describe a la perfección otro de los aspectos más importante de esta generación: su falta, consciente y aceptada pero también inducida y promovida, de madurez, compromiso y responsabilidad.

Mileuristas, la generación adultescente, también hubiera servido como título para este post. Pero a pesar de lo clarificadora que resulta la segunda acepción prefiero quedarme tan sólo con el término de mileuristas puesto que ha servido como punta de lanza para poner de relieve una realidad que todos veíamos pero a la que nadie era capaz de poner un nombre. Ésta es nuestra generación, somos mileuristas, un término que necesariamente debe ampliar su significado para no limitarse a un simple enfoque económico (que no será objeto de este análisis) sino también social. Debe abarcar las connotaciones que han forjado a los miembros de esta generación como adultos, la incapacidad manifiesta de hacerse valer por ellos mismos, el parasitismo que la generación anterior hace de su trabajo y su juventud y las circunstancias políticas que acompañaron a su crecimiento y desarrollo.

Los mileuristas, ya en la treintena la mayoría de ellos, no existen para nadie. Y sobre todo no existen para ellos mismos. Como miembros de una tribu o secta se reconocen entre ellos mediante el sentimentalismo, la nostalgia y la televisión. Pero no forman grupos de presión ni de ideas. Tal vez su rasgo distintivo en ese sentido sea su pasión por las ONG´s y lo políticamente correcto. Es una generación insegura y frágil que presenta un enorme potencial desaprovechado. Criada entre los abrazos y los mimos de los baby boomers así como malacostumbrada a su sobreprotección, se dejaron dócilmente engañar por la idea de que con estudios su vida sería más plena y fácil desde un punto de vista económico y social. Se dejaron llevar del colegio a los institutos y de allí a las universidades porque eso era lo se tenía que hacer. Algo que sus padres les aconsejaban de manera impositiva, unos padres que no quisieron echar de casa a los 18 a sus hijos sino hacerse colegas de ellos sin perder por ello la autoridad. En el pecado tienen su penitencia ahora, cuando algunos de ellos se enfrentan desesperados a la imposibilidad de echar de casa a sus vástagos a pesar de que ya tienen la edad con la que ellos concibieron a sus últimos hijos. Tras unas infancias generalmente cómodas y felices en las que los mileuristas se convirtieron en los primeros niños y adolescentes consumistas de este país, trasladaron su mundo de nunca jamás a las universidades, que comenzaron así su imparable camino en pos de convertirse en una mera prolongación de los estudios adolescentes y en una fábrica de generar mileuristas desconcertados. La finalización de los estudios universitarios supondría el principio del fin, el duro encontronazo con la realidad. Una realidad donde descubrirían que los valores tan progresistas que enarbolaban sus mayores eran meras soflamas, que las ideas que éstos decían defender poco tenían que ver con la realidad del mundo empresarial y que encima empezarían a ser tratados con desprecio por los baby boomers, puesto que inmersos en su arrogancia, éstos sólo veían unos jóvenes desideologizados, confusos y poco dispuestos a trabajar de la manera sometida y mal pagada que exigía el mercado para ellos. Una traición a todo lo que ellos habían conseguido por y para este país.

Asustados y molestos descubrieron que el mundo real no era el previsto en sus planes: no iban a ganar dinero rápido, no iban a mejorar las vidas de sus padres, no podrían cambiar el mundo, no se iban a poder independizar con rapidez porque no tenían ni siquiera desarrollados los instrumentos necesarios para valerse en soledad y encima la vivienda, gracias a la especulación de la generación de sus padres, se había convertido en un escollo inexpugnable. Se vieron solos, en la dura frialdad de la realidad. Ya no eran los protagonistas de sus vidas sino meros secundarios de los que tenían poder y dinero y de los que hacían una política hipócritamente ideológica que no sólo no les afectaba, sino que además no se preocuparon por entender porque notaban intuitivamente que el escenario social ya era otro, y que los que detentaban el poder político no se querían (interesadamente) enterar. Pero el problema fue que tampoco impusieron nuevas ideas que sustituyeran a las anteriores sino que como siempre, entre la indiferencia, la lucidez inútil y la debilidad de espíritu, se dejaron hacer, se dejaron mandar y dejaron que siguieran pensando y decidiendo por ellos. Tal vez se quejaron un poco. Gruñir y quejarse es una de sus mejores especialidades, pero incapaces de organizarse, imponerse, tomar el poder, improvisar y contestar, bajaron con rapidez los brazos, aceptaron los trabajos que les iban llegando, apartaron sus más profundas ilusiones en el fondo del armario interior y dedicaron todos sus esfuerzo a hacer lo que mejor sabían, lo que llevaban años haciendo: autosatisfacerse con lo que tenían, vivir el día a día de una sociedad capitalista a la que estaban espiritualmente plenamente acoplados, adaptando su consumo al máximo de lo que tenían y manteniendo una desconocida nueva actitud que convirtieron en adulta: jugar para siempre.