¿Cómo construir un post cuando no tengo nada que decir? ¿Por
qué escribirlo? ¿Cómo se narra la
rutina? Resetear, limpiar las entrañas de la maquinaria que nos conforma, es
tan difícil que, como la quimioterapia, te deja seco, sin nada, en fuera de
juego, destruye todo, lo bueno y lo malo, sin sufrimiento que transmitir pero
sin nada interesante que contar. Los días pasan, despacio, uno a uno, sintiendo
cada hora de cada uno de ellos, tan tranquilos que no parecen reales, no
recuerdo ya si en algún momento fueron así. Pequeñas sorpresas, grandes
rutinas, nivel de sufrimiento mantenido y soportable, Sevilla en la lejanía, tan
lejos, sin ganas de pasarme por ella, ni acercarme, tan sólo traerme a lo
fundamental que allí habita hasta aquí. Puro egoísmo. Es lo que toca. Es
curioso como la nada te invade cuando no tienes presión, Como en ese mundo de
Fantasía de Ende. Va apoderándose de uno, te atrapa, penetra en ti, la sientes
dentro, te inutiliza, destruye aspiraciones y ambiciones, te da igual, la
aceptas, vives con ella, casi la agradeces, siempre preferible al horror de la
inconsciencia donde los fantasmas campan a sus anchas provocando un dolor
insoportable. Las lecturas se hacen complicadas porque dispones de demasiado
tiempo para hacerlas, el cine pasea por el precipicio de la irrelevancia, las
series son un pasatiempo que te escupen a la cara su papel de entretenimiento inocuo. ¿Y entonces? Entonces sólo queda seguir, mantenerse, resistir. Atender
a los detalles, a los indicios, reconstruir el castillo de naipes que es
finalmente la vida de cada uno de nosotros, mezcla de ficción, esperanza y
deseo. Y esperar, seguir esperando, a la espera, a la espera de uno mismo. Sabiendo
que sigues por ahí.
31 octubre 2012
07 octubre 2012
Tiempo
Tirar hacia delante, dicen, hay que seguir, afirman. Afirmo.
Lo repito continuamente, de hecho. Para evitar la compasión, el momento tenso
de la empatía que no deseo. Pasan los días, y ríes, y vuelves al mundo, ése que
nunca dejó de girar, pero algo falla, no funciona, nada es como debiera, tal
vez sean esos sueños que nunca tuviste, que te despiertan temblando, entre fantasmas que se aparecen, entre zombies que se multiplican, entre enfermos
infinitos y situaciones surrealistas, manifestación subsconciente de un dolor
que sólo se manifiesta en soledad, en las horas muertas, en los vacíos, en los
intersticios de la vida. Siento el paso del tiempo, a veces creo envejecer por segundos, en cada inspiración, en cada espiración. Y nada me reconforta, nada de lo que antes lo consiguiera,
el desconcierto es total, nada tiene sentido, todo parece dar igual. Lo da,
pero sabes que tampoco debe hacerlo. O sí. Has perdido las coordenadas de la
isla, que se mueve en el espacio-tiempo sin control alguno. El tiempo. A eso te
aferras, al tiempo. Que diluye los recuerdos, que prioriza al presente y
especula sobre el futuro, sin pararse en el pesado pasado, en las fotografías
que muestran lo que ya no existe. La habitación verde sólo sirve como refugio
en la tormenta pero es un ancla que impide el movimiento. No ha pasado ni un
puto mes. A veces parece que fue un año, a veces parece que fue ayer.
20 septiembre 2012
Mari
Al final la jodiste, Mari, a pesar de tus esfuerzos y de tu
sufrimiento, a pesar de tu entereza y de tus padecimientos. La jodiste. No
conseguiste vencer al monstruo ni tampoco a la brutalidad sádica con la que la
medicina moderna intentó destruirlo. Y yo te mentí. A pesar de lo que te dije: una vez que tu regreso era ya imposible el mundo dejó de esperarte y,
perezosamente, comenzó de nuevo a girar mientras el tiempo intentaba, de nuevo,
volver a fluir. Y no puedo evitar este terrible sentimiento de traición cuando
vuelvo a sonreír, cuando vuelvo a preocuparme por cosas banales, cuando intento
volver a ocuparme de la actualidad. Hasta cuando respiro. Entonces apareces de
nuevo y arrasas con todo, con la virulencia que te da la fuerza de haber
protagonizado el mayor desastre emocional que yo haya vivido jamás. Y, como
sabes, no suponías precisamente el primero. Seguirás presente, siempre,
diluyéndote lentamente gracias a esa memoria selectiva que nos permite seguir
hacia delante evitando que nos sentemos a llorar hasta el hastío. Porque, en
realidad, en el fondo, nada más nos apetece.
Nunca sabrás el porqué. Nunca te lo podré ya contar. Pero
siempre que escuche esta canción, siempre que escuche este disco, sé que volverás
a mi cabeza. Entre llamada telefónica y llamada telefónica, entre lágrimas y
exabruptos, entre momentos de miedo y momentos de rabia, entre los de nervios y
los de esperanza yo escuchaba una y otra vez esta canción, este disco, copa
tras copa, hasta que la madrugada nos daba una tregua a la espera del nuevo
parte médico que, a la mañana siguiente, nunca nos daba una sola alegría real.
Un beso, niña. Hasta siempre.
Un beso, niña. Hasta siempre.
Putas ganas de seguir el show
ni de continuar mintiendo
y en un travelling algo veloz
sale un "fin" en negro.
Me pregunto quién pensó el guión,
debe estar bastante enfermo,
fue el estreno de un gran director,
le caerán mil premios.
ni de continuar mintiendo
y en un travelling algo veloz
sale un "fin" en negro.
Me pregunto quién pensó el guión,
debe estar bastante enfermo,
fue el estreno de un gran director,
le caerán mil premios.
13 septiembre 2012
Lágrimas
La abuela peina con dulzura a su nieto mientras lo intenta
tranquilizar para reducir su llanto: “tu madre te está mirando desde el cielo y
va a estar contigo siempre, no llores mi vida, concéntrate, ¿verdad que la
ves?”. Mientras lo dice, lágrimas incontenibles comienzan a surcar su rostro
envejecido sin que ello le haga quebrar su voz en ningún momento. El niño sigue
llorando, nada parece consolarlo, cierra con fuerza sus ojos y balbucea,
desesperado, mientras incrementa su sollozo: “¡pues es que yo no la veo, yo
quiero ver a mi mamá!”. Lágrimas como puños recorren su carita enrojecida.
Tembloroso me meto en la habitación de al lado mientras sigo escuchando de
lejos, como un susurro, la voz de la abuela intentando endulzar para su nieto
el dolor que a ella misma le corroe las entrañas. Me quedo allí de pie, sin
poder moverme, conteniendo casi la respiración. Sin nada que hacer. Sin nada
que decir. Sólo intentando asimilar tanto dolor.
03 septiembre 2012
Mileuristas, cuando éramos tan felices
O eso creíamos. Al menos nos desenvolvíamos con naturalidad
y cierta prepotencia en esa ficción que nos habíamos construido dentro del
minúsculo habitáculo que la sociedad cínica de nuestro padres nos había
arrendado a precio de oro con la falsa promesa de que, finalmente, nosotros
heredaríamos la Arcadia. Solo que sin prisas, sin agobios, porque ellos se
sentían todavía capaces, no debíamos precipitarnos ni dar pasos demasiado rápido, ellos
se encargarían del negocio, de dirigir el barco, de los asuntos serios,
mientras tanto nos dejaban disfrutar de las falsas mieles de la adolescencia
eterna porque al fin y al cabo, todavía treintañeros, éramos aún demasiado tiernos
para ese rollo de la vida adulta. Todo ello no era óbice para que se les
llenara la boca y se enorgullecieran con aquello de que sus retoños eran los
mejor preparados de la historia de España. Hipócritas, no por ello nos dejaban
de contratar de manera miserable, precaria o como becarios indefinidos. Hace ya
un tiempo, en los años dorados de la burbuja española, escribí un par de posts
en los que trataba de explicar mi punto de vista, ya entonces desmitificador,
sobre la generación mileurista, los mileuristas sin voz los llamaba, los
mileuristas adultescentes, nacidos en los setenta, al calor del cambio
social y político más importante de nuestro país. Éramos vistos con simpatía
condescendiente por nuestros mayores y, aunque superficialmente rebeldes, seguimos
dócilmente los caminos previamente abiertos por ellos sin aportar casi nada
propio, sin desenmascarar ninguna de las mentiras sobre las que se construyó la
España democrática. Casi nadie se escapó fuera del redil. Recibíamos continuos
elogios por nuestra formación pero eso, sospechosamente, no se iba traduciendo
en una mejora de nuestras condiciones laborales. De hecho, en ocasiones, casi
parecía que nuestros estudios eran su trofeo, su logro, un regalo que nos
habían hecho, por el que teníamos que darles continuamente las gracias y otro
motivo más para aceptar sin rechistar las precarias condiciones (decían que
iniciales) que el mundo laboral nos ofrecía. Nos convertimos en los mileuristas:
jóvenes preparados (o no tanto) que iban encadenando contrato precario tras
contrato precario o beca tras beca en todos los campos laborales. Ahora que se empieza
a hablar con nostalgia de los años dorados de la burbuja, cuando España crecía
por encima de la media europea y estábamos en la Champions League de la
economía de la estafa, no debemos olvidar que en 2006 casi el 60% de los asalariados españoles era ya un puñetero mileurista, lo que unido a los precios disparatados de la vivienda
(viviendas que nos vendían, no lo olvidemos, nuestros mayores, los que las
tenían o construían, nuestros padres, que se enriquecieron a nuestra costa)
hacía que la mayoría de los jóvenes comprendieran rápidamente que, careciendo por completo de espíritu de lucha ni estando preparados para la
confrontación social, más les valía hacerse a la idea de vivir el día a día,
sin planes de futuro, a la espera de las sustanciosas herencias que parecía que
se estaban amasando y de los espacios sociales y laborales que en algún momento
los otros les dejarían libres.
Y vaya si nos creímos bien nuestro papel de
comparsas sociales. Lo interpretamos de maravilla. Nos venía como anillo al dedo.
Habíamos sido educados para ello. Nos retiramos del mundo político y social. No
nos querían, ni nos iban a dejar acceder a él sin pelear, cierto, pero lo que
nadie pareció entender es que, en el fondo, a los que menos nos apetecía esa lucha era a
nosotros. Ya en aquel instituto, en el que casi todos estuvimos, así como después,
en la universidad, a la que terminamos colapsando, encontramos una rutina
semanal, suma de trabajo y evasión, que con nuestros primeros empleos
mantuvimos sin problemas: sin responsabilidades de ningún tipo (a las que
éramos alérgicos) la cosa consistía en trabajar como mulos durante la semana y
desfasar sin tregua durante los fines de semana. Era fácil, sencillo,
dominábamos como nadie la especialidad, llevábamos años entrenándola. Así
fueron pasando los años, casi sin darnos cuenta, y fuimos formando parejas al
mismo ritmo que las deshacíamos, y los hijos iban llegando casi sin querer, más
por imperativo fisiológico que de manera natural, y nos hacíamos mayores sin
quererlo, ni parecerlo. Y sobre todo sin sentirlo. Nada parecía romper el
frágil equilibrio en el que los adultescentes, ya treintañeros, eran tan
felices, en su burbuja social, con sus reuniones con los amigos, con su propia
mitología construida a base de historietas adolescentes que les hacían creerse
tan especiales, siempre con la televisión y la música como ejes de la nostalgia
sentimental, con la melancolía por el recuerdo de aquellos veranos infinitos y con
el (extraño) orgullo de haber sido los últimos españoles que habían crecido en
la calle, sin conexión a Internet, sin redes sociales virtuales, la verdadera
brecha generacional que marca la diferencia con los que verdaderamente hoy sí
son jóvenes.
Trabajábamos y ganábamos dinero. Un dinero miserable con el
que teníamos que vivir a crédito, hipotecando nuestros futuros, claro, pero
entonces eso no nos importaba, teníamos la liquidez necesaria para seguir
siempre de fiesta, para invitar a esa última ronda que siempre se convertía en
la penúltima, de fiesta y de risas, con los amigos, exprimiendo los minutos
casi con desesperación. La vida era lo otro, el trabajo, el mal necesario, las
condiciones laborales cada vez más precarias, algo de lo que tampoco había que
hacer un drama, no había que dar la brasa, ni joder el momento, ni la diversión,
bastantes malos rollos había que tragarse durante la semana para seguir con las
malas energías cuando nos juntábamos. Se dejaba a un lado la vida real y los
mileuristas adultescentes, cuando se juntaban, se sumergían en su propio
universo, construido a su medida, donde eran los reyes de la creación, donde
sus historias eran las más divertidas y sus carcajadas las más sonoras. Fuera,
el invierno estaba llegando. Y el frío empezaba a calar los huesos. Pero dentro
se estaba tan bien… Los amigos como tótem, los amigos de siempre a ser posible,
los de toda la vida, las viejas historias, las cervezas, las risas. Aunque todo
estuviese ya podrido y el olor del cadáver ya no se pudiese ocultar. Reencontrarse
con los amigos, con las novias (o esposas, ya), con los novios (o maridos, ya) y
desbarrar. El botellón, que había sigo el eje en torno al cual giraron nuestros
jóvenes inicios sociales, seguía marcando la pauta, aunque ahora se pudiese
entrar por fin en los bares o tuviéramos viviendas propias donde juntarnos: el
alcohol siempre debía correr, con él siempre terminaban sucediendo cosas; muchos
se sumergían también en otras drogas dulcemente evasivas. Los conciertos, la
música y las risas, siempre las risas, las chicas, los ligues, los chicos, las
historias, y las risas…. Ahora vienen los que dicen que ya lo preveían, los que
dicen que ellos ya nos advertían de que esta ficción no se podría mantener durante mucho tiempo,
que nuestra falta de conexión real con la sociedad se terminaría pagando, pero
en el fondo el contexto impedía entonces que cualquier crítica trascendiese: no
había espacio ni tiempo para ello, lo máximo que sucedía es que se integrase en
una noche más de farra y fuese el
elemento serio de la noche hasta que la juerga y la diversión se impusiesen una
vez más. En el fondo, nadie quería
realmente ser el agorero que destruyera
el buen rollo de nuestros encuentros, nadie quería ser el que mostrara la
realidad a los que vivían tan felizmente dentro de la caverna, el que
advirtiera que era más que evidente que no estábamos siendo capaces de
integrarnos como adultos en la sociedad, que seguíamos viviendo bajo códigos
adolescentes cuando estábamos ya cerca o inmersos en la treintena. De ahí el acierto
del término adultescente para delimitar lo que éramos.
Ejercíamos de niñatos porque
era lo que mejor sabíamos hacer y porque, en el fondo, nadie quería ni esperaba
que hiciésemos otra cosa.
En el fondo solo nosotros, los adultescentes ya envejecidos,
los que pertenecemos a la generación mileurista, los treintañeros o los que ya,
con sorpresa, celebraron su cuarenta cumpleaños sin entender muy bien cómo
podía eso suceder, podemos entender el desastre sentimental que el presente nos
depara. Muchos sabíamos que algo no funcionaba en nosotros, que el artificio no
duraría para siempre, pero la marea era tan fuerte que era imposible no verse
arrastrado de una manera u otra por ella.
Éramos tan felices. O creíamos serlo.
El futuro no existía. Vivíamos un presente perpetuo porque envejecer, madurar,
no estaba entre nuestras coordenadas vitales. Esa vida en presente continuo enmascaraba esa nostalgia
infinita, dramática, casi enfermiza, escrita a fuego en el ADN de nuestra
generación del pasado adolescente. Seres melancólicos que veíamos aquellos
años como los últimos en los que disfrutamos de una libertad auténtica y vislumbrábamos
lo que ahora ya reconocemos como una verdad aterradora: nunca volveríamos a ser
tan felices. Estamos tarados para la vida adulta. No está hecha para nosotros. Nunca
creímos en ella, nunca quisimos acceder a ella, no sabemos cómo vivirla.
Los años nos fueron cayendo encima. Sin darnos cuenta nos
casamos, tuvimos hijos y compramos casas. Al fin y al cabo, no había que tirar
el dinero y parecía que lo mejor era invertir en lo que fue la última gran mentira de
nuestros mayores: la vivienda, el valor que nunca bajaría. Puede producir una
risa conmiserativa hoy pero ese era el mensaje persistente que nos llegaba por
entonces. Y les volvimos a hacer caso. Con fe ciega. Nos volvimos a equivocar,
claro. Nos dimos cuenta, sin darle por supuesto la menor importancia, que era
imposible que pudiéramos soportar la carga económica que suponían estas
viviendas con los sueldos que teníamos en cuanto sufriéramos cualquier bache.
Daba igual. La utopía liberal de la burbuja seguía vigente: pleno empleo,
precario y miserable, sí, pero para siempre. Vivíamos ya en los albores de 2008
y pronto nos tendríamos que familiarizar con las hipotecas subprime (como las
nuestras), descubriríamos la existencia de Goldman Sachs y Leopoldo Abadía se convertiría
en el gurú económico del momento… La historia nos atropelló mientras nos
tomábamos la última copa. De repente, como con aquellos ciegos de Saramago,
empezamos a escuchar inquietantes historias de conocidos, o de amigos de amigos,
o de conocidos de amigos de conocidos... Se quedaban en paro, perdían su
trabajo, no encontraban nada nuevo en lo que trabajar, sufrían… Poco a poco
dejabas de verlos, desaparecían del circuito. Al principio pudimos hacer como
que no existían, eludirlos, seguir como si nada pasase, pero las historias
seguían circulando, no dejaban de crecer, al tiempo que en los medios la prima
de riesgo se erigía como un agujero negro informativo alrededor del que giraba toda
nuestra realidad, todas nuestras vidas sometidas a su imperio, arrastrándonos
lentamente pero sin remisión hacia el abismo.
Los problemas económicos y el
paro comenzaron a extenderse implacablemente sobre todos y nosotros, los
mileuristas adultescentes, nos vimos atrapados por la gran tormenta:
propietarios de viviendas cuyas hipotecas no podíamos pagar o cuyo pago significaba
la asfixia económica total, con trabajos precarios y mal pagados que iban
desapareciendo, muchos con hijos recién nacidos, nos dimos cuenta de que, a
pesar de nuestros manidos discursos antisistema, no sólo participábamos del
sistema sino que además íbamos a recibir todas las hostias sin protección
alguna. Empantanados, sin poder caminar hacia delante, sin poder volver hacia
detrás y sin poder huir como hacían los jóvenes veintañeros que estaban igual o mejor
formados que nosotros pero no soportaban todavía ningún tipo de cargas, ni económicas ni
emocionales. Absolutamente jodidos. La realidad nos arrasó. Cerró el último
bar. Acabó la fiesta. Nos quedamos solos, frente al espejo, sin reconocernos.
Desde hace ya un tiempo nadie puede negar que las reuniones
con los amigos, las cervezas del domingo o las escapadas nocturnas han perdido
su sabor. Cada vez hay menos risas, la evasión se ha vuelto imposible, la
realidad nos ha impuesto su agenda y se nos ha endurecido el rostro y el alma.
Es curioso observar cómo treintañeros largos, que en toda su vida se han preocupado por leer un periódico,
cuya máximo activismo político era recordar votar una vez cada cuatro años a
quien estéticamente mejor se aviniera a sus escasas ideas, se enzarzan en agrias
y pobres discusiones intentando desmadejar la madeja social que los ha puesto
frente al abismo. Como malos actores interpretando un papel para el que nunca
estuvieron preparados, balbucean soluciones extremas que ni ellos mismos se
creen o escupen todo su rencor sobre la casta política que sigue haciendo
méritos para servir de tontos útiles a toda esta estafa social en la que ha
derivado la crisis del capitalismo de casino. Las conversaciones terminan
encanallándose, las reuniones decayendo y los silencios imponiéndose. Todo se
pudre.
Éramos tan felices, nos contaba Michi, el menor de los
Panero, a cuenta de su infancia en la extraordinaria película de Jaime
Chávarri, El desencanto. Es posible que mantener la leyenda, al estilo
fordiano, sea más útil para sobrevivir, pero la mentira se hace más complicada
de creer en este presente frío y acerado en el que vivimos. Veinte años
después un Michi maduro, cercano ya a la muerte, se reía con cinismo de aquella
afirmación en la continuación de la saga familiar que filmara Ricardo Franco.
Nosotros tampoco éramos tan felices. Pero nos esforzamos mucho en creerlo.
26 agosto 2012
Preguntas sin respuesta (agosto, 2012)
- ¿Hay algo más despreciable que la agresividad de los grandes medios de comunicación españoles hacia unos campesinos que (pobremente) intentan llamar la atención sobre la miseria social existente en el país, cuando la amnistía fiscal a los grandes ladrones, a los grandes hijos de puta, pasó sin pena ni gloria por sus portadas y telediarios?
- Este tipo, Wert, ministro de educación, que defiende que con fondos públicos se sostengan escuelas religiosas que segregan a sus alumnos por sexo, ¿haría lo mismo si dichas escuelas fuesen de inspiración musulmana?
- ¿Cuándo pasaron de ser patéticos megatertulianos a payasos indecentes que se atreven a mentar en televisión la dificultad de sus carreras laborales mientras muestran su indigencia intelectual en cada tertulia y cada noche cuelgan en twitter las portadas de sus dañinos tebeos pseudoperiodísticos?
- Soria se pelea con Montoro a cuenta de las renovables, Mayor Oreja se enfrenta a Jorge Fernández Díaz a cuenta de la excarcelación de etarras, Báñez parece echar de menos a Franco a cuenta del paro, Wert se pasa el Supremo por el forro a cuenta de la educación segregadora católica, Arias Cañete se va a los toros mientras se quema media España… ¿Rajoy, colega, dónde andas?
- ¿Cómo negar las infinitas ganas de dar un collejazo a ese dirigente del Partido Zombie Obrero Español (PZOE) que sale a criticar los recortes del Gobierno y plantea ahora alternativas que parecen de izquierda? ¿Cómo reprimir ese impulso de levantarse del sillón, darle esa colleja y gritarle al oído: “antes, cabrón, antes”?
- Cuando los policías se manifiestan para obtener un “trato diferente” en los recortes generales al funcionariado, ¿lo dicen porque entienden que son más importantes que esos perroflautas, profesores de sus hijos, a los que atosigan y amedrentan en las manifestaciones o porque creen que su labor es prioritaria frente a la de esos médicos, parásitos con bata blanca, que les salvan la vida cuando enferman?
- Si, según los peperos, los jóvenes parados no quieren trabajar y prefieren vivir con sus padres para cobrar 400 euros mensuales viviendo como “reyes” el resto de su vida, los funcionarios son unos vagos con privilegios (que no derechos), los jubilados falsifican las recetas para sus familiares, los jornaleros defraudan con el PER… ¿Por qué quieren gastar su vida en representar políticamente a tal fauna impresentable? ¿Será porque han aprendido a parasitar del Estado proclamando continuamente la necesidad de que los demás dejen de servirse de él?
- ¿Cómo es posible que los estúpidos ignorantes, que ejercen de crédulos idiotas con todo tipo de pensamiento mágico mientras son incapaces de apreciar la belleza de la ciencia, se atrevan a exigir además que sean los otros los que demuestran la falsedad de sus afirmaciones?
- ¿Por qué será que en los últimos días me viene una y otra vez a la cabeza la hermana de Gregorio Samsa en La metamorfosis?*
*Personal
23 agosto 2012
On the rocks
El tiempo se ha detenido, suspendido hasta su regreso, el
mundo gris y quebrado parece tener mucho menos que ofrecer, los estímulos
cotizan a la baja en el mercado de valores emocionales. Miras hacia atrás,
miras hacia delante y sientes la desesperación de no encontrar ninguno de los
refugios habituales. Sólo queda sobrevivir en presente continuo, cada vez más
solo, con menos compañeros de viaje que se van quedando en el camino sin que te
expliques muy bien por qué. Sin que casi ya te preocupes por ello. Está
anocheciendo, el mar resuena de lejos, apuras la copa, conoces de sobra el
artificio, la mentira que el alcohol produce en tu percepción de la realidad,
cómo será el final de una historia demasiadas veces ya vivida. Pero te gusta,
te excita, siempre lo has paladeado, la lenta búsqueda de ese momento, casi un
aleph, inasible, incontrolable, al que jamás llegas cuando bebes con amigos, un
instante, mágico, inexplicable, de conciencia insconciente, donde todo puede
pasar, donde las posibilidades se multiplican, donde la música alcanza nuevos
significados, la reflexión alcanza cotas tan preclaras como extrañas y
que, tal cual aparece, se escapa, como humo entre los dedos, detrás del siguiente
sorbo, ése que te introduce ya entre las sombras, en la triste penumbra. Con un
terrible sentimiento de pérdida. Pero ese momento tiene una magia especial,
casi dolorosa, peligrosamente adictiva: desaparecen los miedos con lo que has
aprendido a convivir, se rompen los
diques, te sientes de nuevo como cuando eras inmortal y nada podía hacerte
daño, reconoces lo que te hace fuerte y se hacen menos importantes las debilidades.
Son malos días, días oscuros donde todo gira en torno a los putos teléfonos y a
conversaciones donde se finge la normalidad detrás de la angustia provocada por
el monstruo. Hay que reconfigurarse, en breve hay que volver al mundo de los
otros, de las normas, de las convenciones y responsabilidades. Se ha levantado una
brisa reconfortante. Pronto el mar quedará lejos.
13 agosto 2012
El tiempo suspendido
Ha vuelto a suceder, has provocado de nuevo que el tiempo se
detenga, que haya dejado de fluir, que se haya estancado hasta tu regreso.
Nosotros, los otros, nos hablamos consternados, nos miramos angustiados a
través de las ondas en llamadas que se cruzan, que se entrecortan por las
lágrimas o los exabruptos, alternando el miedo con la rabia, los nervios con la
esperanza. A la espera. Sí, a la espera. Consternados y angustiados. Pero seguros
en la espera. Porque no existe otra salida y sólo tú puedes
conseguir que el tiempo retome su curso, que vuelva a correr, que volvamos a
vivir, contigo, y con Ale; que volvamos a reír, que volvamos a respirar. Has
detenido el reloj y no volverá a funcionar hasta que tú regreses, con la cabeza
alta, sonriendo, como siempre, con presente y con futuro, con tantas cosas por
hacer. Así que no jodas, date prisa, lucha, vuelve cuanto antes, pon en marcha
de nuevo el mundo. Es mucho más feo desde que detuviste el tiempo.
10 julio 2012
Detrás de la cortina roja
Poco más de seis meses han bastado. Los miembros del
gobierno ejercen de marionetas petrificadas de un espectáculo decadente. Sólo
pueden balbucear incoherencias que nadie se preocupa por desentrañar. Manotean
frenéticamente tratando de llamar la atención, deslumbrados por los focos, incapaces
de ver que más allá del escenario apenas queda ya público. Y que el que quedaba
se está levantando, hastiado por el patético espectáculo. Pobres locos que intentan
reproducir formas políticas ya enmohecidas, muertas para siempre, cuya
defunción certifican sus precarios conatos de volver a traerlas a la vida. Ya
no hay tiempo. Ya no es tiempo. A nadie convencen, a nadie lideran, ya nadie
espera nada de ellos. La democracia representativa es el último gran relato, la
última ficción cuyo artificio e impostura ya no son aptos ni para las masas más
crédulas. Por eso esta inacción, esta desidia general, esta indolencia
intelectual, nadie les pasará factura, ¿por qué? Sólo decepciona aquél del que
algo se espera. No es el caso. La chanza es general, la crítica puede parecer
descarnada pero lo que domina es el cansancio, un cansancio atroz de una sociedad
sin alma, sin proyecto común, sin ideales ni referentes, cínica y descreída. Se
sabe engañada, manipulada y apaleada. Le da igual. Sublima infantilmente sus
miedos y su tristeza mediante el humor, ese humor urgente, hiriente en el
instante pero inocuo y sin alcance más allá de la sonrisa de adhesión, estúpida,
del convencido. Perdón, del follower. Twitter como gran escaparate de la
mediocridad intelectual de nuestra sociedad: una forma de comunicación rápida y
eficaz cuya posibilidad de existencia hubiera hecho temblar a cualquier
gobernante en los últimos cien años pero cuya existencia real nos muestra
inmisericorde los rasgos más aterradores de la idiocracia instaurada. Salpicada,
eso sí, por pequeñas dosis de ese ingenio puntual, tan español, que humilla
pero no hiere al fuerte y destruye para siempre a los más débiles. La calle por
fin en la red. La red como la prolongación virtual de la barra del bar. Poco
más. Los políticos transitan en tierra de nadie. Sus mentiras y contradicciones
son ya de un tamaño tan colosal que imposibilitan su análisis crítico. Mienten.
Todos los días. Se contradicen. Todos los días. Ellos lo saben, nosotros lo
sabemos. Ellos saben que nosotros lo sabemos. Da igual, nada importa, el
espectáculo debe continuar. Orwell ya no podría hablar de la neolengua en la
sociedad actual. Excepto que inventara el concepto sobre la marcha y se lo
gritara escupiendo a otro tertuliano en Sálvame. Todo se sabe ya. Todo el mundo
sabe todo y de todo tiene opinión. Su saber ignorante debe valer tanto como el de cualquiera, por supuesto. Y saber de algo no tiene por qué impulsar a nadie para intentar cambiar nada.
Sólo falta que salga el enano bailando para que todo tenga por fin sentido.
Sólo falta que salga el enano bailando para que todo tenga por fin sentido.
23 junio 2012
El final de una carrera
Hace unos días me di cuenta con sorpresa que justo hace diez
años que terminé la carrera, allí en La Laguna, donde pasé tres de los mejores años de mi
vida. En realidad este año se cumple el décimo aniversario de muchas sucesos
trascendentes en mi vida que fueron llegando en cascada, con el paso de los
meses, en aquel ya lejano 2002: la decisión de Carol y mía de vivir juntos como
pareja más allá de la burbuja espacio-temporal de la isla, la llegada a Madrid
para hacerlo con una mano delante y otra detrás, la muerte de mi padre, el
final de la carrera con aquella última asignatura por la que volé desde Madrid
hasta Tenerife para examinarme y, finalmente, la muerte de mi hermana Mercedes,
devastada por un cáncer galopante. Todo eso sucedió en tan sólo siete meses.
Visto retrospectivamente parece mentira que tantas cosas sucedieran en tan
corto intervalo de tiempo, que se mezclaran emociones tan dispares como el
miedo, la ilusión, la felicidad y la tristeza con una facilidad inquietante,
sin posibilidad real de asimilación, sólo reaccionando y caminado, siempre
caminado mientras buscaba ese lugar en el mundo en el que sentirme por fin a
gusto. Muchos recuerdos se agolpan en mi memoria de aquellos días que significaron que por
fin era licenciado en Físicas. Nadie pudo nunca conocer realmente la enorme
dificultad que supuso mantenerme estudiando y centrado en La Laguna, sin dejarme llevar
por alguno de mis arranques escapistas que nunca compartí seriamente con
nadie. De hecho fue enorme la importancia que tuvieron amigos como Danisev,
Juanma o Sergio para mantenerme a flote y lúcido, para entender la importancia
que tenía sacarme la carrera, sirviéndome ellos como anclas emocionales
generadores de rutinas estudiantiles con las que mantener a duras pena el ritmo
de estudiante aplicado, ese ritmo que ya entonces había perdido casi por
completo para no recuperarlo jamás. Los recuerdos de aquellos últimos días en La Laguna, solo, sin amigos,
sólo con algunos conocidos, aparecen espaciados en mi memoria, aparecen como
flashes: recuerdo mirar el tablón de las notas, recuerdo la sensación de
increíble felicidad, recuerdo como en una nebulosa encontrarme con el profesor
canario responsable de aquella asignatura en la cafetería de la facultad
confirmándome sin darle mayor importancia que había aprobado el examen,
recuerdo al día siguiente coger el avión que me llevaba a Sevilla… Entonces mi
memoria me lleva sin dilación frente a la puerta de la que había sido mi casa
durante toda mi vida, ya está abierta, en su umbral me espera mi madre, se la
ve cansada, despeinada, vestida con su ropa de andar por casa, la noto
avejentada, como con menos presencia física, golpeada por horas de hospital y
meses de tristezas, pero algo desentona con el conjunto, algo que no encaja con
ese aspecto general, son sus ojos, brillan como cristales refulgentes, me miran
a mí, me hablan a mí, me abrazan a mí, me acerco a ella con una sonrisa, pero
ella alza sus brazos y me coge por los hombros, esta vez no me acerca como
tantas veces a su pecho, me agarra fuertemente y me zarandea levemente pero con
enorme intensidad… No recuerdo ni una sola de las palabras que me dijo, sólo
recuerdo la infinita satisfacción que sentí por poder compartir con ella ese
momento, con alguien que siempre se mantuvo incondicionalmente a mi lado a
pesar de que no siempre lo mereciera, con alguien que me conocía a la
perfección, que sabía incluso mejor que yo alguno de los miedos, penas y
sufrimientos que durante años tuve que aprender a controlar, con alguien que
era tan feliz como yo por esa licenciatura conseguida y era capaz de
transmitírmelo en unos pocos segundos. Finalmente nos abrazamos y caminamos
así, unidos, hasta la cocina. Allí solté en el suelo la maleta, se acercaron
otros de mis hermanos, conversamos brevemente, me felicitaron durante un par de
minutos. Después la realidad impuso de nuevo su cruel agenda. Recuerdo ese
segundo de silencio antes de que yo mismo preguntara por Mercedes, cómo se
torcía el gesto de todos, como el cansancio volvía al rostro de mi madre. Y
recuerdo decir algo así como: “dejadme ir al servicio a asearme un poco y
vamos para el hospital”. No había lugar para más celebraciones. Pero diez años
después aún recuerdo con emoción esa mirada de mi madre. Su intensidad. Su brillo. No creo
que pudiera haber tenido mejor regalo.
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