El viernes por la tarde me encontré encima de un escenario siendo
inesperado protagonista de algo en lo que apenas pretendía ser secundario sin
frase. Un escenario algo destartalado, con recuerdos de viejas obras
anteriormente representadas, un escenario sin el aroma de los centros
educativos donde la élite suele llevar a sus cachorros, un escenario de
instituto público, una sala multiusos acogedora y sencilla donde un joven
director hacía de maestro de ceremonias en un humilde festejo de graduación de
los alumnos de Bachillerato del centro. Uno alumnos a los que en una gran
mayoría les había dado clases hacía ya dos años, dos cursos, cuando estaban en el
último año de la ESO. Fui el encargado de introducirles en las primeras nociones serias de
la Física y la Química y además, me hicieron tutor
de ellos. Todavía recuerdo el encargo con cierta angustia. 32 alumnos
conformaban aquel grupo de 4º ESO, una ratio imposible para intentar enseñar
con una mínima garantía de éxito. Y mucho menos para intentar ser un tutor
adecuado para ellos. Al final lo lograron, culminaron el año con éxito, fundamentalmente
gracias a su esfuerzo y sin las facilidades que debiera haberles puesto una
Administración educativa que sólo parece dedicada a poner trabas a la enseñanza
de todos, a la enseñanza pública. De los 32 alumnos, 31 de ellos consiguieron titular.
Recuerdo mi enorme satisfacción entonces por ello. Pocos saben el trabajo que
para un tutor supone llevar hacia delante un grupo tan numeroso como éste, con
tan diferentes perfiles, intentar estar ahí para todos, no sólo como el
profesor de una asignatura (que también) sino como una figura en la que puedan
confiar para apoyarse y confiar para impulsarse hacia el futuro. Con máxima
exigencia, viendo como algunos sufrían con mi asignatura, mientras yo mismo
relativizaba su importancia para que tuvieran una visión global sobre sus
estudios y sus posibles itinerarios y no sólo focalizaran todo a través de un
fracaso particular. Recuerdo con especial cariño las clases con aquel grupo, que
contaba con una serie de alumnos especialmente brillantes, con hambre,
dispuestos siempre a aprender algo nuevo y abrir nuevas vías desde las cuales
caminar hacia nuevos conocimientos. Y recuerdo con especial satisfacción que
todos los demás, en lugar de quejarse o asustarse, intentaban también llegar a las nuevas
complejidades planteadas, desde sus capacidades y sus limitaciones, pero
siempre con buen talante, tirando hacia delante. Sin rendirse y confiando en mi
criterio respecto a lo que les podía exigir. Fue un placer. Después terminó el
curso y con él crees que también finaliza la relación con esos alumnos. Sabes
por sus reacciones que todo ha marchado bien, por algunos comentarios de los
padres que éstos también están satisfechos con tu labor y en tu interior sabes
que lo has dado todo, que tal vez podías
haberlo hecho mejor pero que tu conciencia está tranquila, entiendes que el
esfuerzo tuvo resultados y que el trabajo ya está terminado. Y caminas en
dirección a otro centro. Con otros alumnos. Diferentes. Ni mejores ni peores.
Tan sólo diferentes. Y eso, a pesar de todo, a pesar de echar de menos
aprovechar los réditos del trabajo ya realizado, también estimula y provoca excitación.
Hace poco más de un mes recibí un email de uno de ellos,
uno de los mejores (y no hablo de notas) invitándome por sorpresa a su
graduación de Bachillerato. Dos años después. Curiosamente era la segunda vez
que me pasaba. Antes fue en otro instituto, en otro entorno, con otro grupo, completamente
diferente. Igual que la vez anterior me sentí halagado, sorprendido, contento y
orgulloso. Por la invitación, claro, pero sobre todo por el recuerdo. Eso es lo
importante, ahí está la clave. En que te recuerden con cariño. Al fin y al
cabo, durante un curso el tiempo pasa rápidamente, parece acelerarse y aunque creas
sentir que existe cierto feeling con tus alumnos no dejas de saber que ellos tienen
muchas asignaturas, muchos profesores y tú eres uno más, otro más de los que
entra por la puerta del aula para intentar enseñarles. O para demostrar tu
ignorancia al hacerlo. Mientras, ellos te evalúan. Les confirmé que intentaría
ir a su graduación. Me hacía ilusión estar presente. A a estas alturas ya
soy consciente que este acto tiene gran importancia para ellos.
De repente. Estaba al fondo de una sala repleta de
familiares, alumnos y profesores. El director entonces, sorpresivamente, apeló
directamente a nosotros: “antiguos profesores”, dijo, (no sabía quiénes éramos,
él no estaba en el centro por entonces), “antiguos profesores que estén
presentes y quieran participar de la entrega de diplomas a los alumnos”. Miro a
Luis. Primero sube él, profesor de inglés, que fue con ellos al viaje de fin de
la ESO, a Praga,
del que tienen excelentes recuerdos. Aplaudo. Me alegro por él. Entonces escucho
mi nombre en la sala, en boca de algunos de ellos: “Pepe, venga... ¡Pepe!…” Los que
me conocen saben lo reacio que soy a estas historias, lo que me cuesta
convertirme en protagonista de un acto como éste. Mi primer impulso fue negarme, claro, pero al
final… qué coño… sonreí, los miré y los recordé hacía ya dos años, sus gestos,
sus risas, sus sufrimientos, las horas compartidas… Subí al escenario, a ese escenario algo
destartalado, tan de instituto público…
Allí estaba, con mis vaqueros y mi camisa negra, rodeado de
trajes elegantes y corbatas, saludando y felicitando a chicos y chicas
emocionados, algunos llorosos, recibiendo besos, apretones de manos o intensos
abrazos de antiguos alumnos a los que mi memoria, de manera defensiva, había
ido dejando atrás. Me sentí, de repente,
el profe más orgulloso del mundo, mientras los saludaba, entre sonrisas
cómplices y abrazos espontáneos, mientras los aplaudía, mientras veía su
sincera emoción. Una emoción que ellos
habían decidido compartir conmigo. Chicos y chicas estupendos, cada uno con sus
particularidades, con sus capacidades, con su idiosincrasia, con sus ideas y
sus inquietudes. Reflejo de la sociedad en la que vivimos, sustancia de esa educación
pública en la que creo y por la que trabajo. Un motivo más para seguir en la
brecha, luchando. Y disfrutando.