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01 julio 2013

La memoria olvidada

La memoria es un lugar incómodo, seductor, siempre extraño, tan personal como ajeno, tan real, tan falso como las noticias de un telediario, tan íntimo como subjetivo. La memoria es un refugio, el último refugio, tan incontestable, tal vez por ello tan tramposo, el espacio donde siempre se puede encontrar una razón, esa razón, con la que apropiarse de la legitimidad, con la que creer que el pasado sirve para justificar un presente incoherente. Domesticarla, reconfigurarla, apropiarse de ella para construir un yo diferenciado, especial, distinto. En su normalidad o en su excepcionalidad. Es el objetivo. A veces envidio a aquellos que aseguran que no son capaces de recordar las cosas que les pasaron hace años. A los que no se reconocen en las personas que vivieron en sus cuerpos en otros momentos de su vida. A veces los envidio, sí.  A  veces, en cambio, lo siento por ellos. Por la orfandad emocional e intelectual en la que viven. O en la que han decidido vivir. Para evitar conflictos y contradicciones. Para evitar que a la inflexible realidad que supone que el paso del tiempo nos vaya derrotando cada día, se le una además la insoportable carga de un pasado con el que tener que rendir cuentas.

Mi memoria, la misma que olvida casi todos los sueños que mi cerebro penosamente filma cada noche, la misma que decidió hace tiempo hacerme un inútil para reconocer las caras de los que pasaron por mi vida, me ofrece como contrapartida una capacidad extraordinaria para recordar con absoluta nitidez mi pasado y el de aquellos con los que conviví. O, siendo justos, para regalarme los detalles suficientes como para poder reconstruirlo de manera verosímil. Da igual. En todo caso siempre siento que cabalgo a lomos de lo que hice o dije, sin poder engañarme, aceptando las contradicciones, recordando las alegrías tanto como las penurias, siendo incapaz de inventar ni añorar estadios mitificados de esa infancia o esa adolescencia que parecen haber marcado a fuego a mi generación, tal vez como contrapeso a las miserias de ese día a día adulto tan cabrón, tan complicado, tan alejado de lo que una vez soñaron. La memoria como herramienta nostálgica sólo sirve para hacer la derrota más digerible, para constatar que el presente de tantos se ha convertido en un gris perpetuo, que las responsabilidades adultas lo llenan todo y que sólo podemos escapar adentrándonos en el recuerdo de lo que fuimos, de lo que ya no es, de lo que tal vez nunca fue pero se resiste a desaparecer.

Durante años renegué de la memoria, de mi memoria, de mi pasado, me cerré a todo lo que significara necesitar recordar ese ayer, innecesario y paralizante. Luché por aprovechar el día, el momento, el intenso presente que hacía de cada instante el más significativo, el más importante, el que todo determinaba y respecto al cual todo debía girar. Creo que el modelo aún me sirve y aún soy capaz de utilizarlo. Por ello casi nunca me encuentro mirando hacia atrás, casi nunca me encuentro solazándome en la felicidad pasada ni reconstruyendo ficticias arcadias perdidas, a pesar de la tentación que ello supone, a pesar de comprender la enorme capacidad de atracción que ello posee. Aún así con los años he aprendido a soltar las riendas, a dejar fluir mi memoria, a dejar que mi pasado retorne sin los condicionantes de entonces, sin que ello signifique un problema, sin que suponga sumergirme en la niebla y perder el paso. Tal vez sean los muertos que vuelven en sueños, tal vez sean los años que uno va cumpliendo, tal vez sea la necesidad de no olvidar cuáles fueron los fundamentos mediante los que me construí. Ni las personas junto a las que caminé. Tal vez.

Tan importante como no permitir que la memoria te paralice es no olvidar aquello sin lo que no te puedes explicar a ti mismo. Tan importante como impedir que la nostalgia te destruya es recordar la importancia de los que a tu lado estuvieron y sin los que jamás podrías entender quién eres hoy. Tan importante como evitar que el pasado te marque indeleblemente es acordarse de los primeros pasos mediante los que decidiste convertirte en la persona que hoy eres. A pesar de todo. Y precisamente por eso.

18 mayo 2013

Orgullo de profe

El viernes por la tarde me encontré encima de un escenario siendo inesperado protagonista de algo en lo que apenas pretendía ser secundario sin frase. Un escenario algo destartalado, con recuerdos de viejas obras anteriormente representadas, un escenario sin el aroma de los centros educativos donde la élite suele llevar a sus cachorros, un escenario de instituto público, una sala multiusos acogedora y sencilla donde un joven director hacía de maestro de ceremonias en un humilde festejo de graduación de los alumnos de Bachillerato del centro. Uno alumnos a los que en una gran mayoría les había dado clases hacía ya dos años, dos cursos, cuando estaban en el último año de la ESO. Fui el encargado de introducirles en las primeras nociones serias de la Física y la Química y además, me hicieron tutor de ellos. Todavía recuerdo el encargo con cierta angustia. 32 alumnos conformaban aquel grupo de 4º ESO, una ratio imposible para intentar enseñar con una mínima garantía de éxito. Y mucho menos para intentar ser un tutor adecuado para ellos. Al final lo lograron, culminaron el año con éxito, fundamentalmente gracias a su esfuerzo y sin las facilidades que debiera haberles puesto una Administración educativa que sólo parece dedicada a poner trabas a la enseñanza de todos, a la enseñanza pública. De los 32 alumnos, 31 de ellos consiguieron titular. Recuerdo mi enorme satisfacción entonces por ello. Pocos saben el trabajo que para un tutor supone llevar hacia delante un grupo tan numeroso como éste, con tan diferentes perfiles, intentar estar ahí para todos, no sólo como el profesor de una asignatura (que también) sino como una figura en la que puedan confiar para apoyarse y confiar para impulsarse hacia el futuro. Con máxima exigencia, viendo como algunos sufrían con mi asignatura, mientras yo mismo relativizaba su importancia para que tuvieran una visión global sobre sus estudios y sus posibles itinerarios y no sólo focalizaran todo a través de un fracaso particular. Recuerdo con especial cariño las clases con aquel grupo, que contaba con una serie de alumnos especialmente brillantes, con hambre, dispuestos siempre a aprender algo nuevo y abrir nuevas vías desde las cuales caminar hacia nuevos conocimientos. Y recuerdo con especial satisfacción que todos los demás, en lugar de quejarse o asustarse,  intentaban también llegar a las nuevas complejidades planteadas, desde sus capacidades y sus limitaciones, pero siempre con buen talante, tirando hacia delante. Sin rendirse y confiando en mi criterio respecto a lo que les podía exigir. Fue un placer. Después terminó el curso y con él crees que también finaliza la relación con esos alumnos. Sabes por sus reacciones que todo ha marchado bien, por algunos comentarios de los padres que éstos también están satisfechos con tu labor y en tu interior sabes que lo has dado todo, que tal vez podías haberlo hecho mejor pero que tu conciencia está tranquila, entiendes que el esfuerzo tuvo resultados y que el trabajo ya está terminado. Y caminas en dirección a otro centro. Con otros alumnos. Diferentes. Ni mejores ni peores. Tan sólo diferentes. Y eso, a pesar de todo, a pesar de echar de menos aprovechar los réditos del trabajo ya realizado, también estimula y provoca excitación.

Hace poco más de un mes recibí un email de uno de ellos, uno de los mejores (y no hablo de notas) invitándome por sorpresa a su graduación de Bachillerato. Dos años después. Curiosamente era la segunda vez que me pasaba. Antes fue en otro instituto, en otro entorno, con otro grupo, completamente diferente. Igual que la vez anterior me sentí halagado, sorprendido, contento y orgulloso. Por la invitación, claro, pero sobre todo por el recuerdo. Eso es lo importante, ahí está la clave. En que te recuerden con cariño. Al fin y al cabo, durante un curso el tiempo pasa rápidamente, parece acelerarse y aunque creas sentir que existe cierto feeling con tus alumnos no dejas de saber que ellos tienen muchas asignaturas, muchos profesores y tú eres uno más, otro más de los que entra por la puerta del aula para intentar enseñarles. O para demostrar tu ignorancia al hacerlo. Mientras, ellos te evalúan. Les confirmé que intentaría ir a su graduación. Me hacía ilusión estar presente. A a estas alturas ya soy consciente que este acto tiene gran importancia para ellos.

De repente. Estaba al fondo de una sala repleta de familiares, alumnos y profesores. El director entonces, sorpresivamente, apeló directamente a nosotros: “antiguos profesores”, dijo, (no sabía quiénes éramos, él no estaba en el centro por entonces), “antiguos profesores que estén presentes y quieran participar de la entrega de diplomas a los alumnos”. Miro a Luis. Primero sube él, profesor de inglés, que fue con ellos al viaje de fin de la ESO, a Praga, del que tienen excelentes recuerdos. Aplaudo. Me alegro por él. Entonces escucho mi nombre en la sala, en boca de algunos de ellos: “Pepe, venga... ¡Pepe!…” Los que me conocen saben lo reacio que soy a estas historias, lo que me cuesta convertirme en protagonista de un acto como éste. Mi primer impulso fue negarme, claro, pero al final… qué coño… sonreí, los miré y los recordé hacía ya dos años, sus gestos, sus risas, sus sufrimientos, las horas compartidas…  Subí al escenario, a ese escenario algo destartalado, tan de instituto público…

Allí estaba, con mis vaqueros y mi camisa negra, rodeado de trajes elegantes y corbatas, saludando y felicitando a chicos y chicas emocionados, algunos llorosos, recibiendo besos, apretones de manos o intensos abrazos de antiguos alumnos a los que mi memoria, de manera defensiva, había ido dejando atrás.  Me sentí, de repente, el profe más orgulloso del mundo, mientras los saludaba, entre sonrisas cómplices y abrazos espontáneos, mientras los aplaudía, mientras veía su sincera emoción. Una emoción  que ellos habían decidido compartir conmigo. Chicos y chicas estupendos, cada uno con sus particularidades, con sus capacidades, con su idiosincrasia, con sus ideas y sus inquietudes. Reflejo de la sociedad en la que vivimos, sustancia de esa educación pública en la que creo y por la que trabajo. Un motivo más para seguir en la brecha, luchando. Y disfrutando.

15 mayo 2013

De nuevo dentro de la bestia

Es el olor. Al final es ese olor, que se adhiere de manera nauseabunda a tus ropas, que termina apoderándose de cada centímetro de tu piel, que te acompaña durante días sin posibilidad de eliminarlo ni enmascararlo, mientras obligado sigues transitando por las entrañas del monstruo. Cada noche, mientras aceptaba sumiso volver a ser devorado, mientras paseaba por sus entrañas con la cabeza agachada para no enfrentarme de nuevo directamente a él, para eludir mi reflejo en sus frías paredes y negarme a confiar en su impostada asepsia, camino a esa habitación palpitante aún de vida que significaba el único refugio posible frente al dolor que transpiraban las paredes del monstruo, levantaba levemente la mirada, lo justo para mirar sin ser observado. Los pasillos de la bestia son como un agujero negro, un punto singular, un aleph del cual el dolor, como la luz, intenta escapar sin conseguirlo, regresando siempre, incapaz de ir más allá de los límites físicos que lo constriñen, incapaz de superar su particular radio de Schwarzschild, distribuyéndose a su vuelta de manera despiadada e indiscriminada entre sus cautivos, lo que hace que algunos que aún albergaban alguna esperanza esa noche, como aquella noche, de aquel puto septiembre, terminen derrotados frente a un cadáver irreconocible mientras otros saludan la mañana con la buena nueva de una respiración acompasada en un cuerpo que por fin deja de temblar. Corres entonces, empaquetas tus cosas y las de ella, sales con prisa de la habitación que fue refugio y ahora se ha convertido en prisión, atraviesas de nuevo los pasillos sintiendo como se posan sobre ti las miradas cargadas de envidia insana que te lanzan los que aún deben permanecer en el estómago de la ballena. Atraviesas por fin la puerta de salida, el coche acelera alejándote del monstruo de hormigón, ves como su tamaño disminuye en pocos segundos hasta por fin desaparecer pero, a pesar de ello, a pesar de que por fin lo pierdes de vista, crees escuchar una risotada sarcástica, lejana, casi inapreciable. Suena como una promesa. Promesa de un reencuentro que aunque no deseas sabes que inevitablemente se volverá a producir. Promesa de dolor. Promesa de sufrimiento. Sonríes por primera vez en días. Que se joda. Que espere. Todavía no es la hora. Queda tiempo. Tanto tiempo.

09 febrero 2013

Regresiones

Te vas haciendo mayor. Tan idiota como real advertirlo. Lo notas en los detalles, en los pequeños detalles. A veces lo sientes cuando hablas con los que siempre te proporcionaron conversaciones viscerales, repletas de emociones pero hoy sólo les ofreces diálogos sin tensión, sin riesgo, medidos. O cuando abandonas una discusión y te refugias en un silencio que puede ser interpretado como comprensivo, cuando sólo es producto de un aburrimiento infinito que se alimenta de un desprecio soterrado Y asumes que el problema no está en ellos, o al menos no está sólo en ellos, sino que es dentro de ti donde tienes que mirar, analizar. Tal vez la respuesta esté en los años acumulados, en las pasiones agotadas, en las batallas perdidas. No quieres molestar, crees que ya no te merece la pena, que has encontrado el equilibrio justo, justo cuando más desequilibrado te encuentras, ese equilibrio maduro que se aleja de la arrogancia adultescente, tan explosiva como dañina, sólo para terminar ahogado en una especie de mar muerto adulto, en el que todo lo respetas y valoras, lo comprendes, todo vale, sobre la base de la necesidad de mantener unas saludables relaciones sociales que, en el fondo, tal vez te la sude conservar. Pero algo no funciona del todo, sientes como por dentro la ira se acumula, las tonterías te inflaman, quieres volver a ser quien eres, ése con el que te sientes a gusto, te miras y te mides, valoras, sientes cercana la explosión, sin saber con quién será ni por qué, esa explosión que te devuelva a la realidad, que te devuelva a la incomprensión general, a tu cueva.

Cada vez más harto de las medias tintas, de engañosas empatías, de silencios que parecen cómplices. Cada vez con más ganas de volver a tocar los cojones. Como siempre. Como debe ser.

30 noviembre 2012

Perdón por molestar

Caminan entre nosotros, por todas partes, aparecen tras cada esquina, en cualquier andén de metro, debajo de tu casa, te persiguen, te cercan, a veces en parejas, hueles su infecto aliento. Nunca antes hubo tantos por Madrid. 

Ando desbordado por datos, informes, números, fraudes, ayudas infames a aquellos que nos hundieron, abyectos recortes de lo que era de todos, hastiado de una prensa jurásica e indecente, de tantas radios que emiten en una misma frecuencia infinita tan sólo la voz de sus amos, de las solipsistas redes sociales… Vivo inmerso en una sensación continua de que nada de lo que leo, de lo que me cuentan me sirve ya para mejorar la composición del relato, da igual el nuevo ensayo que ataque o la nueva información que me envíen, tengo la espantosa certeza antes de empezar a leer de que es algo que ya conozco, de que todos a estas alturas, de un modo u otro, ya no podemos seguir engañándonos y que la calma general sólo puede ser explicada desde la imposibilidad de respuesta, desde la inexistencia de cauces mediante los que evitar lo que nos venden como inevitable. O tal vez todo es más fácil y se explica desde una sociedad conformada y educada para ser borrega, para bajar la cabeza sin rebelarse, para alcanzar sin pudor límites insospechados de cobardía. Putos cobardes sin sangre. Somos. A veces, todavía, exploto y de manera desabrida algún amigo o conocido es alcanzado por dardos envenenados infestados de datos que no se pueden obviar y que sirven para desenmascarar las idioteces argumentales en las que algunos aún se intentan refugiar para sobrevivir. Cada vez me pasa menos, la sensación de letargo se va apoderando de mí. No merece la pena. No merecen la pena.

Deambulan entre nosotros, su número crece por días, son nuestros muertos, cadáveres andantes, zombis del sistema capitalista. Con los dientes ennegrecidos por la miseria, con el rostro contraído por el hambre y la mirada perdida por el fracaso vital. 

En letargo. Sí, me pasa cada vez más a menudo, entro en letargo en las conversaciones sobre la actualidad, me aburro, me parece que ya se ha dicho todo, que todo se ha valorado, que la crítica es superflua o insuficiente. A estas alturas de la historia sólo nos quedan dos opciones: o pasar a la acción o quitarnos de en medio. Lo demás es literatura. Y de pésima calidad. Me siento mayor, se acabó el artificio, no puedo volver a salvar el mundo entre efluvios de alcohol, la realidad ha entrado en nuestras vidas, ha dado una patada en la puerta para ocupar nuestras casas, se ha sentado en nuestro sillón favorito, mirándonos en silencio, desafiante, nos ha manchado, nos ha llenado de mierda para siempre.

Se arrastran ante nosotros, los evitas como puedes, te zafas de ellos, bajas la cabeza y aceleras el paso. No tienes un cigarro, no tienes una puñetera moneda, no tienes tiempo, no tienes alma ni conciencia. En el metro, en el tren, no puedes huir y tan sólo resta aguantar el momento. Escuchar la patética cantinela, el relato del fracaso, del dolor, del gulag capitalista. Me fijo en las caras de mis compañeros de vagón, estudio sus facciones, interpreto sus emociones; me asusta pensar que casi todos ellos serían capaces de interpretar a la perfección el papel de un alemán cualquiera en los años del nazismo. Y que, sin dudas, yo soy uno más de ellos.

Cuando me sacuden y despierto del letargo cada vez razono de manera menos ponderada, menos reflexiva, con menos paciencia. Sólo siento unas enormes ganas de morder, con rabia, sin soltar la presa a pesar de los palos que me caigan encima, como el perro en la perrera, que muerde y ladra sólo por rabia, sin fe, sin objetivo, tan sólo para demostrar que aún respira aunque se sienta muerto por dentro. Pero con eso ya tampoco alcanza.

Se humillan ante nosotros, suplican, relatan situaciones inverosímiles completamente reales, su pérdida de dignidad no es más que el reflejo deformado de nuestra propia miseria. Consiguen unas pocas monedas y el que se las da se siente un poco mejor esa mañana. Ellos fingen agradecimiento pero sólo debieran odiarnos. Tal vez lo hacen, nos odian porque hemos conseguido una plaza en los esquifes del Titanic. No ven más allá de nosotros y querrían ocupar como fuera nuestro lugar. Nos odian, sí. Normal. Pero no pasan a la acción; como el resto. Se lo impide el miedo a la represión, al castigo. De momento.

31 octubre 2012

Nada que contar

¿Cómo construir un post cuando no tengo nada que decir? ¿Por qué escribirlo?  ¿Cómo se narra la rutina? Resetear, limpiar las entrañas de la maquinaria que nos conforma, es tan difícil que, como la quimioterapia, te deja seco, sin nada, en fuera de juego, destruye todo, lo bueno y lo malo, sin sufrimiento que transmitir pero sin nada interesante que contar. Los días pasan, despacio, uno a uno, sintiendo cada hora de cada uno de ellos, tan tranquilos que no parecen reales, no recuerdo ya si en algún momento fueron así. Pequeñas sorpresas, grandes rutinas, nivel de sufrimiento mantenido y soportable, Sevilla en la lejanía, tan lejos, sin ganas de pasarme por ella, ni acercarme, tan sólo traerme a lo fundamental que allí habita hasta aquí. Puro egoísmo. Es lo que toca. Es curioso como la nada te invade cuando no tienes presión, Como en ese mundo de Fantasía de Ende. Va apoderándose de uno, te atrapa, penetra en ti, la sientes dentro, te inutiliza, destruye aspiraciones y ambiciones, te da igual, la aceptas, vives con ella, casi la agradeces, siempre preferible al horror de la inconsciencia donde los fantasmas campan a sus anchas provocando un dolor insoportable. Las lecturas se hacen complicadas porque dispones de demasiado tiempo para hacerlas, el cine pasea por el precipicio de la irrelevancia, las series son un pasatiempo que te escupen a la cara su papel de entretenimiento inocuo. ¿Y entonces? Entonces sólo queda seguir, mantenerse, resistir. Atender a los detalles, a los indicios, reconstruir el castillo de naipes que es finalmente la vida de cada uno de nosotros, mezcla de ficción, esperanza y deseo. Y esperar, seguir esperando, a la espera, a la espera de uno mismo. Sabiendo que sigues por ahí.

07 octubre 2012

Tiempo

Tirar hacia delante, dicen, hay que seguir, afirman. Afirmo. Lo repito continuamente, de hecho. Para evitar la compasión, el momento tenso de la empatía que no deseo. Pasan los días, y ríes, y vuelves al mundo, ése que nunca dejó de girar, pero algo falla, no funciona, nada es como debiera, tal vez sean esos sueños que nunca tuviste, que te despiertan temblando, entre fantasmas que se aparecen, entre zombies que se multiplican, entre enfermos infinitos y situaciones surrealistas, manifestación subsconciente de un dolor que sólo se manifiesta en soledad, en las horas muertas, en los vacíos, en los intersticios de la vida. Siento el paso del tiempo, a veces creo envejecer por segundos, en cada inspiración, en cada espiración. Y nada me reconforta, nada de lo que antes lo consiguiera, el desconcierto es total, nada tiene sentido, todo parece dar igual. Lo da, pero sabes que tampoco debe hacerlo. O sí. Has perdido las coordenadas de la isla, que se mueve en el espacio-tiempo sin control alguno. El tiempo. A eso te aferras, al tiempo. Que diluye los recuerdos, que prioriza al presente y especula sobre el futuro, sin pararse en el pesado pasado, en las fotografías que muestran lo que ya no existe. La habitación verde sólo sirve como refugio en la tormenta pero es un ancla que impide el movimiento. No ha pasado ni un puto mes. A veces parece que fue un año, a veces parece que fue ayer.

20 septiembre 2012

Mari

Al final la jodiste, Mari, a pesar de tus esfuerzos y de tu sufrimiento, a pesar de tu entereza y de tus padecimientos. La jodiste. No conseguiste vencer al monstruo ni tampoco a la brutalidad sádica con la que la medicina moderna intentó destruirlo. Y yo te mentí. A pesar de lo que te dije: una vez que tu regreso era ya imposible el mundo dejó de esperarte y, perezosamente, comenzó de nuevo a girar mientras el tiempo intentaba, de nuevo, volver a fluir. Y no puedo evitar este terrible sentimiento de traición cuando vuelvo a sonreír, cuando vuelvo a preocuparme por cosas banales, cuando intento volver a ocuparme de la actualidad. Hasta cuando respiro. Entonces apareces de nuevo y arrasas con todo, con la virulencia que te da la fuerza de haber protagonizado el mayor desastre emocional que yo haya vivido jamás. Y, como sabes, no suponías precisamente el primero. Seguirás presente, siempre, diluyéndote lentamente gracias a esa memoria selectiva que nos permite seguir hacia delante evitando que nos sentemos a llorar hasta el hastío. Porque, en realidad, en el fondo, nada más nos apetece.

Nunca sabrás el porqué. Nunca te lo podré ya contar. Pero siempre que escuche esta canción, siempre que escuche este disco, sé que volverás a mi cabeza. Entre llamada telefónica y llamada telefónica, entre lágrimas y exabruptos, entre momentos de miedo y momentos de rabia, entre los de nervios y los de esperanza yo escuchaba una y otra vez esta canción, este disco, copa tras copa, hasta que la madrugada nos daba una tregua a la espera del nuevo parte médico que, a la mañana siguiente, nunca nos daba una sola alegría real.

Un beso, niña. Hasta siempre.

Putas ganas de seguir el show
ni de continuar mintiendo
y en un travelling algo veloz
sale un "fin" en negro.

Me pregunto quién pensó el guión,
debe estar bastante enfermo,
fue el estreno de un gran director,
le caerán mil premios.




13 septiembre 2012

Lágrimas

La abuela peina con dulzura a su nieto mientras lo intenta tranquilizar para reducir su llanto: “tu madre te está mirando desde el cielo y va a estar contigo siempre, no llores mi vida, concéntrate, ¿verdad que la ves?”. Mientras lo dice, lágrimas incontenibles comienzan a surcar su rostro envejecido sin que ello le haga quebrar su voz en ningún momento. El niño sigue llorando, nada parece consolarlo, cierra con fuerza sus ojos y balbucea, desesperado, mientras incrementa su sollozo: “¡pues es que yo no la veo, yo quiero ver a mi mamá!”. Lágrimas como puños recorren su carita enrojecida. Tembloroso me meto en la habitación de al lado mientras sigo escuchando de lejos, como un susurro, la voz de la abuela intentando endulzar para su nieto el dolor que a ella misma le corroe las entrañas. Me quedo allí de pie, sin poder moverme, conteniendo casi la respiración. Sin nada que hacer. Sin nada que decir. Sólo intentando asimilar tanto dolor.

23 agosto 2012

On the rocks

El tiempo se ha detenido, suspendido hasta su regreso, el mundo gris y quebrado parece tener mucho menos que ofrecer, los estímulos cotizan a la baja en el mercado de valores emocionales. Miras hacia atrás, miras hacia delante y sientes la desesperación de no encontrar ninguno de los refugios habituales. Sólo queda sobrevivir en presente continuo, cada vez más solo, con menos compañeros de viaje que se van quedando en el camino sin que te expliques muy bien por qué. Sin que casi ya te preocupes por ello. Está anocheciendo, el mar resuena de lejos, apuras la copa, conoces de sobra el artificio, la mentira que el alcohol produce en tu percepción de la realidad, cómo será el final de una historia demasiadas veces ya vivida. Pero te gusta, te excita, siempre lo has paladeado, la lenta búsqueda de ese momento, casi un aleph, inasible, incontrolable, al que jamás llegas cuando bebes con amigos, un instante, mágico, inexplicable, de conciencia insconciente, donde todo puede pasar, donde las posibilidades se multiplican, donde la música alcanza nuevos significados, la reflexión alcanza cotas tan preclaras como extrañas y que, tal cual aparece, se escapa, como humo entre los dedos, detrás del siguiente sorbo, ése que te introduce ya entre las sombras, en la triste penumbra. Con un terrible sentimiento de pérdida. Pero ese momento tiene una magia especial, casi dolorosa, peligrosamente adictiva: desaparecen los miedos con lo que has aprendido a convivir, se rompen  los diques, te sientes de nuevo como cuando eras inmortal y nada podía hacerte daño, reconoces lo que te hace fuerte y se hacen menos importantes las debilidades. Son malos días, días oscuros donde todo gira en torno a los putos teléfonos y a conversaciones donde se finge la normalidad detrás de la angustia provocada por el monstruo. Hay que reconfigurarse, en breve hay que volver al mundo de los otros, de las normas, de las convenciones y responsabilidades. Se ha levantado una brisa reconfortante. Pronto el mar quedará lejos.

13 agosto 2012

El tiempo suspendido

Ha vuelto a suceder, has provocado de nuevo que el tiempo se detenga, que haya dejado de fluir, que se haya estancado hasta tu regreso. Nosotros, los otros, nos hablamos consternados, nos miramos angustiados a través de las ondas en llamadas que se cruzan, que se entrecortan por las lágrimas o los exabruptos, alternando el miedo con la rabia, los nervios con la esperanza. A la espera. Sí, a la espera. Consternados y angustiados. Pero seguros en la espera. Porque no existe otra salida y sólo tú puedes conseguir que el tiempo retome su curso, que vuelva a correr, que volvamos a vivir, contigo, y con Ale; que volvamos a reír, que volvamos a respirar. Has detenido el reloj y no volverá a funcionar hasta que tú regreses, con la cabeza alta, sonriendo, como siempre, con presente y con futuro, con tantas cosas por hacer. Así que no jodas, date prisa, lucha, vuelve cuanto antes, pon en marcha de nuevo el mundo. Es mucho más feo desde que detuviste el tiempo.

23 junio 2012

El final de una carrera


Hace unos días me di cuenta con sorpresa que justo hace diez años que terminé la carrera, allí en La Laguna, donde pasé tres de los mejores años de mi vida. En realidad este año se cumple el décimo aniversario de muchas sucesos trascendentes en mi vida que fueron llegando en cascada, con el paso de los meses, en aquel ya lejano 2002: la decisión de Carol y mía de vivir juntos como pareja más allá de la burbuja espacio-temporal de la isla, la llegada a Madrid para hacerlo con una mano delante y otra detrás, la muerte de mi padre, el final de la carrera con aquella última asignatura por la que volé desde Madrid hasta Tenerife para examinarme y, finalmente, la muerte de mi hermana Mercedes, devastada por un cáncer galopante. Todo eso sucedió en tan sólo siete meses. Visto retrospectivamente parece mentira que tantas cosas sucedieran en tan corto intervalo de tiempo, que se mezclaran emociones tan dispares como el miedo, la ilusión, la felicidad y la tristeza con una facilidad inquietante, sin posibilidad real de asimilación, sólo reaccionando y caminado, siempre caminado mientras buscaba ese lugar en el mundo en el que sentirme por fin a gusto. Muchos recuerdos se agolpan en mi memoria de aquellos días que significaron que por fin era licenciado en Físicas. Nadie pudo nunca conocer realmente la enorme dificultad que supuso mantenerme estudiando y centrado en La Laguna, sin dejarme llevar por alguno de mis arranques escapistas que nunca compartí seriamente con nadie. De hecho fue enorme la importancia que tuvieron amigos como Danisev, Juanma o Sergio para mantenerme a flote y lúcido, para entender la importancia que tenía sacarme la carrera, sirviéndome ellos como anclas emocionales generadores de rutinas estudiantiles con las que mantener a duras pena el ritmo de estudiante aplicado, ese ritmo que ya entonces había perdido casi por completo para no recuperarlo jamás. Los recuerdos de aquellos últimos días en La Laguna, solo, sin amigos, sólo con algunos conocidos, aparecen espaciados en mi memoria, aparecen como flashes: recuerdo mirar el tablón de las notas, recuerdo la sensación de increíble felicidad, recuerdo como en una nebulosa encontrarme con el profesor canario responsable de aquella asignatura en la cafetería de la facultad confirmándome sin darle mayor importancia que había aprobado el examen, recuerdo al día siguiente coger el avión que me llevaba a Sevilla… Entonces mi memoria me lleva sin dilación frente a la puerta de la que había sido mi casa durante toda mi vida, ya está abierta, en su umbral me espera mi madre, se la ve cansada, despeinada, vestida con su ropa de andar por casa, la noto avejentada, como con menos presencia física, golpeada por horas de hospital y meses de tristezas, pero algo desentona con el conjunto, algo que no encaja con ese aspecto general, son sus ojos, brillan como cristales refulgentes, me miran a mí, me hablan a mí, me abrazan a mí, me acerco a ella con una sonrisa, pero ella alza sus brazos y me coge por los hombros, esta vez no me acerca como tantas veces a su pecho, me agarra fuertemente y me zarandea levemente pero con enorme intensidad… No recuerdo ni una sola de las palabras que me dijo, sólo recuerdo la infinita satisfacción que sentí por poder compartir con ella ese momento, con alguien que siempre se mantuvo incondicionalmente a mi lado a pesar de que no siempre lo mereciera, con alguien que me conocía a la perfección, que sabía incluso mejor que yo alguno de los miedos, penas y sufrimientos que durante años tuve que aprender a controlar, con alguien que era tan feliz como yo por esa licenciatura conseguida y era capaz de transmitírmelo en unos pocos segundos. Finalmente nos abrazamos y caminamos así, unidos, hasta la cocina. Allí solté en el suelo la maleta, se acercaron otros de mis hermanos, conversamos brevemente, me felicitaron durante un par de minutos. Después la realidad impuso de nuevo su cruel agenda. Recuerdo ese segundo de silencio antes de que yo mismo preguntara por Mercedes, cómo se torcía el gesto de todos, como el cansancio volvía al rostro de mi madre. Y recuerdo decir algo así como: “dejadme ir al servicio a asearme un poco y vamos para el hospital”. No había lugar para más celebraciones. Pero diez años después aún recuerdo con emoción esa mirada de mi madre. Su intensidad. Su brillo. No creo que pudiera haber tenido mejor regalo.

11 mayo 2012

¡¡Menos fútbol y más educación!!

Llegamos tarde a la concentración. Otra más, de nuevo, en la calle Alcalá, frente a la Consejería de Educación, con nuestras camisetas verdes. Ahora también enfrentados al Ministerio, cuya sede se sitúa junto a la de la Consejería, formando una fachada interminable, como una metáfora de la extraordinaria fuerza del aquellos contra los que nos enfrentamos. Ahora ellos han redoblado sus fuerzas pero en cambio nosotros nos diluimos y cada vez somos menos los que asistimos a estas concentraciones. Justo cuando llegamos la marea verde, a la que tristemente apenas se la puede catalogar como ola, ha sido arrinconada por la policía en un lado de la calle, liberando al asfalto de su presencia. De lejos, mientras aceleramos el paso, aparece un autobús descapotable con colores rojiblancos que avanza hacia nosotros de manera pausada. Los pitidos y los gritos comienzan a aumentar de volumen, no sé todavía por qué, pero comienzo a correr para llegar cuanto antes junto a mis compañeros. Al tiempo ellos, de manera pacífica, se saltan tímidamente el mínimo cordón policial e invaden unos metros la calzada, justo cuando el autobús, ocupado por un grupo de niñatos contentos, alborotados y excitados, futbolistas que han hecho felices a tantos madrileños atléticos, pasaba por ella. Soy futbolero, me encanta este deporte, me gusta mucho verlo por televisión, soy capaz incluso de ver partidos infantiles y juveniles o de pararme unos minutos en la calle para seguir las evoluciones de unos chavales que disfrutan del balón como tantas veces hice yo de niño. Su felicidad y su celebración no debieran oponerse a nuestras reivindicaciones. Pero algo sucede, y a su paso dejo salir mi rabia, mi ira, mi frustración, por ver que otra vez volvemos a ser tan pocos, por constatar que nada parece ya movilizar a tantos profesores acomodados en sus rutinas diarias y que parecen haber agotado su capacidad de indignación (nunca su capacidad de sumisión), por observar que los vagones de metro ya no estaban coloreados de verde como tantas veces sino de rojiblanco, repletos de gente que no duda en romper su rutinas para festejar pero que siempre encuentra una excusa para no salir a la calle a reivindicar y reclamar los derechos que les están robando… porque estoy jodido, porque estoy fastidiado, porque empiezo a estar harto de estar siempre harto, de manera que junto a mis compañeros grito, vocifero, utilizando hasta el último aliento de mis asmáticos pulmones: “¡¡Menos fútbol y más educación!!… ¡¡Menos fútbol y más educación!!... ¡¡Menos fútbol y más educación!!... Mientras lentamente el autobús circula por delante de nosotros, veo nítidamente las caras de tantos de los jugadores que conozco, gritándonos ellos a su vez, tal vez creyendo erróneamente que los aclamamos. Distingo a uno que me mira desde el principio, o eso creo, tal vez sea Koke, o no, parece intentar comprender lo que les decimos, lo que yo le grito mirándole ya directamente mientras lo señalo; él deja de gritar y de agitar su bufanda unos segundos, parece prestarme toda su atención, parece comprender, capta el mensaje y me asiente con la cabeza, tal vez jocosamente, casi seguro, como con pena, por mí, por nosotros, por los tristes, por los cansinos, como no podía ser de otra forma. Finalmente, el autobús se aleja definitivamente, camino a Sol, camino a los dominios de Aguirre, que los espera para exhibirse con ellos en el balcón de su palacio, frente a una plaza que hierve de pasión y expectación, invadida de nuevo pero por los motivos que parecen agradar a la Presidenta, dispuesta ella de nuevo a enfundarse en una camiseta de fútbol, a hacer sus chascarrilos con los jugadores, técnicos, dirigentes, a montar, en definitiva, su ya conocido espectáculo populista y campechano que tanto parece gustar a una gran parte de la sociedad madrileña.

Mientras miro como se aleja el autobús, dejo de gritar y de inmediato, sin poder evitarlo, al pararme a pensar un segundo, me echo a reír, a carcajadas, junto con algunos de los profesores. Qué tonto todo. Cuánta intensidad ridícula. Cuánta dignidad si no impostada sí artificial. Qué ridículos podemos ser cuando  nos ponemos tan solemnes. Menos fútbol y más educación… menuda chorrada, como si ése fuera nuestro problema, el problema de este país. Qué absurdos terminan siendo tantas veces esos momentos de pasión desbordada, colectiva o individual, que estamos acostumbrados a que la literatura y el cine mitifiquen. El exceso de intensidad en la vida siempre viene acompañado de un punto de ridiculez. La vida nunca es sólo drama. Nunca es sólo comedia. Eso sí, siempre termina siendo fordiana.

28 abril 2012

Declaración de amor a un sueño moribundo

Cada día una nueva mala noticia educativa en Madrid viene a superponerse a la del día anterior. Confluyen como una superposición de ondas en interferencia constructiva, mostrándome la dura realidad que, lenta pero inevitablemente, me arrastra cada día más lejos de la profesión que elegí y con la que he sido extraordinariamente feliz durante los últimos seis años.

Yo nunca aspiré a ser profesor de instituto. Ni cuando fui adolescente, ni cuando me planteé el estudio de la carrera de Físicas, ni cuando elegí la especialidad de Astrofísica para licenciarme. Utilizaba con soltura los lugares comunes con los que los jóvenes denostan a estos profesores, vinculando su actividad con los folios amarillos, la desidia, el aburrimiento y la mediocridad. Lugares comunes, esos lugares que por creer conocidos no se investigan y dejan patente nuestra propia pobreza y pereza intelectual. Una vez acabada la carrera lo único que tenía claro era, en cambio, que no podía dedicar mi vida a la investigación científica porque implicaba una dedicación exclusiva a algo que estaba en las antípodas de lo que eran mis intereses reales. Aún me emociono cuando comprendo (o vuelvo a comprender) ciertos fenómenos físicos, me entusiasma asomarme a vislumbrar el porqué de tantos de esos sucesos que la naturaleza nos muestra, cada día me interesan más la filosofía y la divulgación de la ciencia, pero ya por entonces advertía con pavor la entrega monacal que exigía la especialización que suponía la investigación, y la competición miserable, la lucha no por conocer sino por pertenecer, no por comprender sino por sobrevivir en el mundo de la ciencia. Sólo he visto en otro lugar similares puñaladas a las que, dentro de la ciencia, los aspirantes al club se lanzan entre ellos: en el mundo de la literatura. Entre sonrisas, abrazos e hipócritas loas. Recién emparejado con la que hoy sigue siendo mi mujer, mi compañera, mi todo, decidimos seguir nuestra frágil aventura en Madrid, en la que era la ciudad de mis sueños, donde según mi imaginario todo sucedía porque todo podía suceder. Madrid nunca me ha decepcionado, al menos hasta ahora, me siento en casa como nunca me sentí en Sevilla, me siento identificado con su idiosincrasia, con su ritmo, con su autocrítica constante, con su capacidad de no ser nada mientra puede aspirar a ser todo. A pesar de su repugnante evolución hacia el conservadurismo político. Durante un par años vivimos al día, con lo justo, sin posesión alguna, sin compromisos ni ataduras, dando clases particulares a domicilio, disfrutando del enorme tiempo libre que nuestra falta de ambición económica nos otorgaba para vivir la ciudad, para leer, para sumergirme en el cine, para picar y picar en todo aquello que me llena, me interesa: sociología, economía, política, cine, filosofía, literatura… Experto en casi todo, especialista en casi nada, diletante profesional, incapaz de profundizar, feliz por ello, desgraciado a veces por lo mismo. Fue  una época feliz, libre, casi salvaje, donde el tiempo era eterno y el futuro sólo era algo que pasaba la semana siguiente. Poco a poco descubrí que era bueno, bastante bueno dando clases. Que me gustaba, que se me daba bien, que era la única actividad en donde nunca mostraba impaciencia, en la que en todo momento era capaz de de mostrar la empatía necesaria para ayudar a la comprensión del alumno. Tal vez había encontrado algo, tal vez podría tener la suerte de dedicarme a algo que me gustara y que me dejara cierto tiempo libre para seguir ocupándome de mis otras necesidades. Tuve suerte y, aprobando una y otra vez los exámenes de las oposiciones, pude optar a las migajas interinas que el sistema educativo madrileño permitía debido a la financiación ilegítima con fondos públicos de la enseñanza privada concertada. Fui profesor interino, con vacante cada curso, lo que significaba que cada año me convertí en el profesor de Física y Química (y Ciencias Naturales) de decenas de alumnos madrileños.

Desde el primer día supe que estaba exactamente donde debía estar. Desde que entré por primera vez en las aulas del IES Isabel la Católica, supe que había encontrado mi sitio, mi lugar en el mundo. Entonces yo no sabía nada de constructivismo, de grupos de trabajo, de la crisis de la clase magistral, de la discusión pedagógica sobre lo que debía significar la figura del profesor en el proceso de aprendizaje de los alumnos, de trincheras educativas, de lo que había supuesto y significaba, positiva o negativamente, la LOGSE en la memoria individual y colectiva del gremio docente... Lo que sí sabía, lo que supe desde el principio, era lo extraordinariamente sencillo que me era conectar con los alumnos, con sus problemas, con sus inquietudes, sus miedos, sus ambiciones. Y a partir de ahí ayudarles a interesarse por la ciencia y por el mundo partiendo de sus ideas y procurando alimentar sus sueños. Tal vez todo era muy simple, tal vez el significado de ser profesor fuera en el fondo mucho más sencillo que lo que tantos pedagogos se afanaban en complicar o tantos malos profesores se empeñaban en simplificar, tal vez todo se resumía en que había que respetar a los alumnos, escucharlos, empatizar con ellos, considerarlos merecedores de consideración intelectual y emocional y no por ello dejar de saber que el papel del profesor no era estar a su altura sino colocarse a su lado, ayudarlos a avanzar mientras tú te quedabas atrás, mientras ellos se alejaban en busca de la consecución de sus propios sueños. Hace tiempo que comprendí que ningún CAP, ningún Máster va a conseguir jamás que alguien que no sienta que eso es una verdad emocional, casi telúrica, puede llegar a ser un buen profesor. Podrá ser un buen profesional, tendrá los recursos para enseñar una materia, pero nunca será un buen profesor. Yo entendí rápidamente que mi papel, el papel del profesor, no tenía nada que ver con  impartir espectaculares y aburridas clases magistrales sobre la materia que enseñamos, sino mucho más con la apertura de puertas a otros mundos, científicos, culturales y emocionales a adolescentes hambrientos, desesperados porque alguien los tome definitivamente en serio, que entienda que, a pesar de los tópicos y de la infantilización a los que sistemáticamente se los somete, ellos son personas en proceso de transformación, camino de convertirse tal vez en aburridos adultos, como tantos, pero aún con la apasionante sensación adolescente de ser al mismo tiempo tan especiales y tan vulgares, de sentirse únicos en el mundo al tiempo que el más mediocre de sus habitantes. Capaces de iluminar con la luz más brillante para un segundo después comportarse de la manera más miserable.

Desde entonces no recuerdo un día que entrara en un aula con mala cara. La mala cara aparecía por la mañana, cuando me tenía que levantar de madrugada para poder llegar a tiempo al instituto. O al llegar a casa más allá de las cuatro de la tarde tras un día agotador. Pero nunca al entrar en el aula. He disfrutado siempre. Esa puerta, la puerta de cada aula, significaba adentrarme en una burbuja, en otro mundo, donde mis problemas, mis miedos, mis preocupaciones, las enfermedades o el contexto socioeconómico pasaban inmediatamente a un segundo plano. En este mundo las directrices estaban claras, los objetivos evidentes, la posibilidad de despiste inexistente, el camino marcado, todo tan fácil y siempre tan cerca del fracaso: cada clase como una función de teatro en la que lo que se hizo el día anterior no sirve para nada, una representación en la que no se puede fallar, trabajando como un director de orquesta, construyendo un show que permita el aprendizaje (el objetivo clave, siempre presente como eje director) para elevarse sobre una realidad educativa que induce al aburrimiento, a la desidia, a la reiteración de actividades clonadas… Cada mañana, cada clase, vista como un reto, siempre cerca del abismo, con los alumnos esperando ese error que les permita de nuevo desconectar y desentenderse, adaptándome a las radicales diferencias entre las decenas de grupos con los que he trabajado, disfrutando de su heterogeneidad, de las sinergias construidas, de las complicidades: la inmigración y los problemas sociales en el Isabel la Católica junto con un estupendo grupo de 4º ESO con el que empecé a aprender a trabajar como tutor; el salto a Fuenlabrada, al África con el 3º más complicado al que nunca me enfrenté y con otra tutoría de 4º muy especial, un grupo de alumnos tremendamente receptivos que me hicieron uno de los regalos de despedida más frikis y divertidos que, creo, nunca recibiré; los dos años en Colmenar de Oreja, en el Carpe Diem, mi exilio rural, que me permitieron por primera vez repetir en un mismo centro y conocer a una generación de alumnos estupendos, extraordinarias personas, muy especiales, que me acaban de invitar a su graduación, dos años después, en 2º de Bachillerato, y con los que aprendí el enorme bien que la educación pública puede hacer en estos lugares; el brusco cambio desde lo rural hasta lo urbano, volviendo a Madrid capital, al Iturralde, con otra tutoría de 4º con alumnos muy brillantes y comprometidos, con hambre atrasada, deseosos de aprender y de posicionarse en el mundo; hasta este curso, en el que he ido transitando desde Becerril hasta Torrejón a la espera de lo que me destine el final de curso, desde trabajar en el Juan Ramón Jiménez con enorme esfuerzo y empatía con alumnos al borde del abandono educativo hasta encontrarme en el Palas Atenea con un 1º de Bachillerato que ha sido el grupo de alumnos más dinámico, divertido y brillante que jamás haya tenido... Años intensos, grupos dispares, cientos de alumnos cuyos nombres voy poco a poco olvidando, cuyas caras se difuminan con el tiempo, pero que tienen un enorme significado porque forman parte de mi vida.

No me engaño. Parafraseando a una de mis películas favoritas mi sensación es que todas estas experiencias se irán como lágrimas en la lluvia. No es éste un post reivindicativo, ni político. Otros lo han sido y otros lo serán. No, éste es una declaración de amor. De amor a una labor en la que he encontrado mi lugar, mi equilibrio, la sensación de ser útil a personas reales e identificables, en la que he encontrado la posibilidad de vivir mi vida sin sentirme excesivamente sucio, ni deshonesto, una labor en la que no debía traicionarme para conseguir el dinero con el que sobrevivir en esta sociedad. Una labor por la que siempre llego absolutamente reventado a casa, que me ha hecho descubrir el sabor amargo de las migrañas, que llena mi cabeza, me exige y me tensiona cada día pero que también me ha permitido conocer a gente extraordinaria, profesores que a día de hoy se han convertido en algunos de mis mejores amigos. Este post lo escribo para mí, para recordarme por qué debo seguir luchando, para no olvidar los motivos por los que perseverar contra viento y marea aún merece la pena, para recordar a esos alumnos con los que he trabajado, ésos que creían que eran ellos los que estaban aprendiendo conmigo mientras era yo que el cada día, gracias a ellos, era mejor persona.

Esto no es más es una declaración de amor en tiempos de guerra.

A pesar de todo.

29 marzo 2012

En huelga... ¿Existía otra posibilidad?

Pues parece que sí existe para tantos que no la hacen. No me molesta los que por convicción ideológica no secundan las huelgas. Los respeto y respeto su derecho a discrepar de mis ideas. Me apenan pero no critico los que queriendo hacer las huelgas no se atreven a realizarlas por temor a un posible despido. A ellos los piquetes empresariales llevan varias semanas atemorizándolos y recordándoles lo fácil que es despedirlos, lo sencillo que es encontrarles un sustituto entre la marea gris de parados que espera desesperada un trabajo que le permita salir del agujero. El miedo se puede superar pero las situaciones individuales pueden llegar a ser dramáticas y obligar a uno a bajar la cabeza momentáneamente a la espera de tiempos mejores. No soporto en cambio, a los que mantienen discursos contrarios a las políticas que provocan que hoy estemos en huelga, tienen una situación laboral estable que les permite ejercer su derecho a la huelga sin temor pero se escudan en vanas excusas para no hacerla. No soporto a los esquiroles que hoy han ido a trabajar y que mañana volverán a criticar duramente las políticas de recortes liberales, volverán a indignarse por las rebajas de sus derechos laborales y volverán a construir discursos subversivos desde la tranquilidad de cobrar de nuevo el sueldo completo a final de mes. No soporto ese alto grado de incoherencia. Me parece incomprensible.

04 marzo 2012

Sólo melancolía

Diez años, ya. Permanecen los recuerdos generales, que se vuelven cada día más imprecisos. Resisten también muchos recuerdos específicos, tan vívidos, tan intensos, como si esos hechos hubiesen sucedido ayer. Pero al final, con el tiempo, sólo queda la melancolía.


22 diciembre 2011

Recuerdos de otros tiempos


Siempre fue una noche especial, repleta de expectativas, vivida con ilusión, llena de risas, llena de gritos, llena, repleta de hermanos, nadie más, nada menos. A veces mis recuerdos se deslizan por el territorio espacial y sentimental que reconstruye la incombustible Cuéntame y me encuentro sonriendo ante imágenes sueltas que pululan a su antojo por mi memoria: las siestas preparatorias, el despertar ante el grito ahogado de un pavo que perecía a manos de mi madre ante los ojos horrorizados de mis hermanas, el olor a sabrosa comida que inundaba perezosamente la casa a medida que avanzaba la tarde, el discurso del rey que sentaba a mi madre, frenética durante todo el día, junto a mi padre, que plácidamente fumaba intentando encontrar el detalle que diferenciaba lo dicho ese año de lo dicho el anterior, los hermanos sentados a su alrededor, en silencio, intentando comprender la importancia de esas palabras… Es curioso. Posteriormente, a medida que pasan los años, vamos desapareciendo todos de ese fotograma emocional, lentamente, al tiempo que crecemos, que pasamos a ser adolescentes primero, protoadultos después y ya adultos al final, nos diluimos como en esas elipsis cinematográficas que marcan penosamente el paso del tiempo. Hoy ya sólo queda mi madre, allí sentada, escuchando al rey, mientras los demás huimos a la cocina e intentamos reencontrarnos y reconocernos mediante conversaciones intrascendentes. Lo que una vez fue subversivo hoy es trivial y esa imagen solitaria de mi madre me produce ahora una extraña tristeza. El 24 es la navidad. Siempre lo fue, lo demás era secundario. Ese día, con su noche incorporada, marcaba el principio de una época gozosa, sin clases, con eventos especiales, con normas que alegremente se rompían y la sensación de que el tiempo se dilataba para siempre. Cenábamos y hablábamos. Bueno, en realidad engullíamos y gritábamos… El  tiempo casi todo lo destruye o tergiversa, pero aquellas cenas de navidad donde aún estábamos todos, antes de diásporas y ausencias, voluntarias o desgraciadas, se resisten al olvido. Por ahí siempre anda mi hermano pequeño, Migue, y esas pataditas que nos dábamos bajo la mesa cuando alguna situación nos divertía o advertíamos que alguno de los demás hermanos, debido a su incontinencia verbal, iba a ser el fatal destinatario del comentario irónico o ácido de mi padre. Tras los postres aparecía el champán, el momento tenso del corcho suicida, las copas que entrechocaban y la maquinaria de la limpieza general que se ponía en marcha para poder trasladarnos al salón y disfrutar allí del resto de la velada. Era el momento que más disfrutaba. Había que correr para situarse estratégicamente, alrededor del brasero, mientras la mesa se iba llenando de dulces, bebidas y chucherías, conformando una orgía cromática que hace que aún hoy salive pensando en ello. La cosa empezaba fuerte, las pullas y los puñales de fogueo seguían volando a mi alrededor, mi madre montaba su teatrillo de cada año en torno al cigarro que ceremoniosamente mi padre le entregaba, nosotros la jaleábamos gozosos e incluso a veces, se nos permitió una calada iniciática que nos cogía por sorpresa y nos generaba a los pequeños emoción y nerviosismo. La noche iba avanzando, decayendo, mi padre se iba durmiendo tumbado por la bebida y uno a uno terminábamos desfilando hacia las camas. Los años pasaron, el niño que fui se convirtió en adultescente, el ambiente familiar se enrareció y el  24 de diciembre se convertió cada año en un punto de encuentro incómodo aunque necesario. Las tensiones hacían irrespirable la convivencia familiar, tensiones idiotas que fueron mal gestionadas y que dinamitaron en parte durante años estos encuentros, pero que también marcaron en muchos casos las trayectorias de cada uno de nosotros. Los recuerdos de esa otra época son diferentes. La brecha tal vez la marque la noche del anís. Otro de mis hermanos, Juanma, ya vivía fuera de casa y aquella nochebuena, cuando todos se acostaron, nos quedamos solos, charlando y bebiendo, hasta acabar una botella de anís, que era lo único con alcohol que teníamos a mano. Aquella noche vimos, más allá de las cuatro de la madrugada, ¡Qué bello es vivir! de Frank Capra. Fue la última vez que recuerdo haber visto una película de Capra y tener la sensación de que estaba viendo algo excelente. Fue la primera nochebuena de muchas otras (fordianas) que se llenaron de whisky y conversación hasta el amanecer.

Me gustan los ritos. Siempre me han gustado, Mantener pequeñas ceremonias que se repiten en el tiempo y a las que acudo sabiendo a priori lo que va a pasar. No suelo ser esclavo de convenciones sociales impuestas desde fuera, pero en cambio sí lo soy de algunas mis obsesiones rituales. Hasta que el paso del tiempo hace imposible mantenerlas. De momento mañana vuelvo a Sevilla. A casa de mi madre. Con mis hermanos, cuñados y sobrinos. A pasar la nochebuena. Faltarán algunos. Demasiados. Mala suerte. Pero yo estaré de nuevo allí. Y me vuelve a apetecer.

14 diciembre 2011

On the road (again)

Hoy estoy fuera del circuito educativo. Me han echado, me han enseñado la puerta de la calle, me han apartado y dejo de ser profesor (de momento) por este año. He de agradecérselo al dúo dinámico madrileño, ése que componen Aguirre y Figar, que están dejando la educación en Madrid como un solar sin esperanza, arrasado, destruido. Y estoy tocado, es cierto. Cómo evitarlo cuando tantos chicos y chicas te despiden con el cariño, el respeto y la lealtad que me han mostrado. Ha sido especial por sorpresivo, lo reconozo. Tan poco tiempo. Sé que algo debo hacer bien cuando recibo todo lo que hoy he recibido. Es lo que me llevo. Tres meses, un trimestre, un pueblo de la sierra de Madrid. Jodido pero contento. Ha sido un placer. Hasta otra. Hasta siempre.

02 diciembre 2011

Criptografía emocional


¿Cuál es el valor de un escritor? ¿Qué significa triunfar? ¿Quién ganó el último premio de esta semana (que nunca leeré)? Los premios, las trincheras, el mundillo literario, la decepción... Entender que es importante, entender que no lo es, comprender la vanidad, comprender la frustración, trasladar el cariño, transmitir la admiración, trascender a la familia, compartir la emoción, desayunar con quien está a punto de dormir… Y qué más da, y qué importante es, y recordar, y recordarle, aquellas líneas metálicas que escribió, hace mucho tiempo, tanto tiempo, y esas otras, perrunas, no hace tanto, la emoción que provocaron, y las que no terminan de convencer, sí, pero están al borde del aplauso, como sólo lo están las que escriben aquellos a los que se les exige porque se sabe lo que pueden ofrecer. Como Dostoievski. Dicen. Los años. Pasan. Conectas con quién antes ni siquiera reparabas. Demasiados obstáculos. Demasiados prejuicios. Mutuos. Los años. Hay gente que merece la pena. El tiempo. La familia. Un abrazo.

22 octubre 2011

Días feos

Hay días feos, en los que uno sabe que no hará lo que tiene que hacer, en los que no estará donde tiene que estar ni junto a aquellos con los que desea caminar. Hay días en los que luce un sol luminoso pero uno se deja puesto el pijama y baja las persianas, dejando que pasen las horas, sin esperar nada puesto que nada puede ofrecer. Días de transición que enfangan el espíritu y derrotan hasta al más luchador, porque ni siquiera son lo suficientemente negros para rebelarse contra ellos pero invaden con su tediosa tonalidad gris cada una de sus minutos. Mientras el tiempo avanza ominosamente buscando la llegada de la noche.

Habrá que autoanimarse un poco. Los diferentes apelativos con los que el profesor que sustituye al profesor Keating/Interino intenta hacer bajar de las mesas a los alumnos me han hecho sonreír