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08 noviembre 2013

Sí, es a ti, pijoprogre

Tan harto de ti, tan cansado, cuánta pereza me das, ya ni siquiera me encabronas, sólo me agota tu presencia. Tantos años aguantándote, tantos silencios incómodos para no decirte lo que realmente pienso sobre las tonterías grandilocuentes que sueles soltar. Es insoportable escucharte una y otra vez, menudo ladrillo, construyendo esos discursos artificiales y maniqueos, con tu voz engolada y mirada profunda. Tan trascendente, tan ridículo… Que si qué asco de políticos, que si qué asco de monarquía, que si qué asco de empresarios… Defendiendo animales que no sabrías reconocer, defendiendo trabajadores de países lejanos que no sabrías colocar en un mapa mientras vistes ropas que ellos fabricaron, criticando el desfalco fiscal de los más ricos, criticando la corrupción generalizada de los políticos de la otra acera, la miseria moral de los que has decidido que nominalmente son tus enemigos. Aunque muy poco te distinga de ellos. Cómo te creces para hablar de tus compañeros, esos que nunca hacen huelga por nada, que además van a misa, lo sabes a ciencia cierta, perros sumisos del poder conservador. Aunque luego siempre encuentres una excusa para tú tampoco comprometerte, ni señalarte, o para hacerlo mínimamente. Sólo lo justo, lo que dicte tu sindicato mayoritario, de clase, como te gusta recalcar de manera relamida en cada ocasión, ése contra el que también cargas a veces públicamente pero que en el fondo te hace el trabajo sucio para que todo ese rollo reivindicativo con el que te vistes se quede finalmente tan sólo en lo estético, en lo decorativo, que es lo que te interesa, de lo que te alimentas. Porque no te engañes, tú lo que quieres es que todo siga más o menos igual, o que  cambie poco, viviendo dentro de trincheras de cartón en una guerra ficticia que pretendes eterna. Por eso te ponen tan nervioso lo que tú llamas excesos reivindicativos, o la idea de un verdadero cambio social en sintonía con lo que sueles predicar de boquilla, no vaya a ser que los cambios vengan a destruir lo que ya has conseguido y consideras tuyo por derecho natural. Porque eres uno más de tantos, de todos, de ellos, sí, uno más, un mierda más, vamos, para que nos vayamos entendiendo. Por eso cuando recibiste esa herencia, sin nadie que ejerciera de espectador social, no te importó que parte de ella te llegara en negro porque así simplificabas los trámites administrativos. O como cuando compraste tu casa, ¿recuerdas? ¡No hay otra manera!, afirmabas con vehemencia, ¡todo el mundo lo hace y si no pagas parte en negro no te la venden! Y claro, no te ibas a quedar sin la casa. Otra historia es esa reforma que hiciste en ella. ¿Te extraña que lo sepa? Al final todo se sabe, ya sabes: contrastaste a una cuadrilla de trabajadores ilegales. Pero claro, si no hacías eso la obra te costaba el doble y no podrías haber puesto ese parqué tan elegante ni irte de vacaciones solidarias a la India. Pero tal vez lo más molesto, lo más sucio, lo más patético que hayas hecho y sigas haciendo es pagar en negro a tu empleado del hogar, al que te limpia la mierda cada semana porque tú estás muy cansado del trabajo como para ponerte a limpiar. ¿Recuerdas cuando vino a pedirte que lo dieras de alta y lo miraste compasivamente mientras le advertías que en tal caso no podrías seguir contratándole porque el dinero no te alcanzaba? ¿No te das asco a ti mismo? Piénsalo. Lo de tener o no tener dinero según para qué cosas es una fenómeno extraño, digno de estudio y análisis. Como lo que piensas sobre la coherencia. Aún recuerdo aquello que me dijiste sobre ella. No te lo voy a repetir, ¿para qué? Léelo, si eso. Y qué contarte de ese perpetuo discurso victimista sobre los impuestos, que  siempre os crujen a los mismos dices, aunque por otro lado sabes por experiencia propia que ese dinero es el que permite que no te arruines para que traten las enfermedades de los  tuyos y para dar oportunidades de futuro a tus hijos. A los que llevas a colegios concertados. Por el nivel, claro. A veces me pregunto si alguna vez te habrás parado a escuchar tus propias soflamas. Idiota no eres, nunca lo has sido, al menos no del todo. Ni siquiera eres el espécimen más peligroso de la fauna social. Sólo eres un pijoprogre,  tan previsible, tan insustancial, tan inútil… Un coñazo inaguantable. No podía salir nada bueno de esas sobredosis de El País y la SER que te metías. Te han hecho creer que eres superior moralmente a los otros mierdas, a los de la trinchera de enfrente, tan obscenos, tan evidentes… Creíste que con tu discurso sociata y solidario ya eras distinto a ellos cuando al final lo que hacemos cada día y no lo que decimos es lo que determina lo que somos en realidad. Tienes muchas caras, te he visto muchas veces, te he escuchado en muchos sitios y te he leído en muchos medios. Eres familia, eres amigo, eres conocido, eres tan sólo un nombre en una red social. Eres un cáncer desmovilizador, un caballo de Troya. Y no lo sabes, no eres consciente de ello. Te ofendes cuando alguien te lo insinúa. Siempre encuentras razones para no ser subversivo, ni radical, ni para ser coherente con aquello que dices defender. Pero sabes una cosa, al final lo que menos soporto de ti, lo que menos aguanto, no es tu incoherencia perpetua y la debilidad de tus argumentos, no, qué va, eso ya lo acepto como parte del lote, es la exhibición impúdica y continua de tu anorexia intelectual lo que me enferma. Y que encima pretendas hacerla pasar por preocupación social.

20 septiembre 2013

Imbéciles

Asisto asombrado al histérico alborozo general causado por el inglés pobre y sobreactuado de Ana Botella. Días después los improperios contra un viejo (que es rey) y debe volver a operarse parecerían sacados del humor más casposo de Benny Hill. Recuerdo con asco ciertas reacciones irracionales y miserables al terrible accidente, casi mortal, que tuvo este verano una responsable política madrileña. Caca, culo, pedo y pis. Pero con mucha mala baba, con una crueldad inusitada, sin complejos, sin matices. Y todos descojonados, por el suelo, riendo sin parar, como putos imbéciles, mofándonos de las miserias de los que, al fin y al cabo, no son más que personajes secundarios en el drama real de un país que está destrozado, hundido, en el que cada día somos testigos de los estragos de una crisis que no es ya tan sólo económica, sino también moral. Como no tenemos narices  para salir definitivamente a la calle y destrozar realmente el chiringuito que el capitalismo 2.0 ha construido sobre nuestros cadáveres laborales, parecemos conformarnos de nuevo con eludir la realidad, pero de manera diferente a como lo hicimos hasta hace muy poco. Parece ya inviable poder evadirse de las consecuencias sociales de la crisis y de la realidad que la misma determina, por lo que muchos pretenden volver a escapar de su responsabilidad social participando en un estado de regresión infantil colectivo enfocado a destruir a personas más o menos insignificantes en patéticos linchamientos virtuales que sirvan para sublimar la rabia y la vergüenza por no poder cambiar las cosas. Chistes, fotomontajes, videomontajes, chanzas, insultos… Todos tan ingeniosos como estériles, tan estúpidos en el fondo como brillantes en la forma. Cuando uno se para un momento a analizarlos se siente invadido por la pereza más infinita, la cacofonía es angustiante, nunca nada fue tan plano, tan superficial, tan inútil y tan gilipollas. Sí, estoy hasta los huevos de escucharlos, verlos y leerlos. Nadie puede creer seriamente que de esta ridícula venganza sobre nuestros enemigos ideológicos se pueda obtener algún rédito. Cuánta estupidez y cuánto tiempo derrochado en redes sociales que sólo sirven para amplificar una lastimosa idiocia colectiva. Mientras nos siguen machacando recortando las pensiones, ampliando el copago a enfermos de cáncer, destrozando la educación, privatizando la sanidad… 

Sigamos emulando a Boabdil, aunque de manera diferente: "riamos como imbéciles lo que no supimos defender como hombres".

26 agosto 2013

Hastío


¿Qué sucedió? Fantaseo con la posibilidad de conocer las expectativas con las que comenzaron a prepararse para salir. Leer sus pensamientos mientras se duchaban, mientras elegían la ropa con la que causar mayor impacto, mientras se maquillaban y se calzaban esos enormes tacones. Asistir como espectador a la llegada al primer bar, presenciar sus primeras risas forzadas, atender a sus insípidas conversaciones… Ahora, demasiado pronto, la magia parece haberse esfumado, la ficción ya no se sostiene, tal vez no han bebido suficiente alcohol para hacerse insensibles al aburrimiento que las embarga. En una de las terrazas que masifican la Plaza de la Cebada, tras el segundo Jameson, detengo un momento la charla con Javi. Es una calurosa noche de julio. Entro en el bar y me dirijo hacia las escaleras que llevan a los servicios. Allí, justo delante de ellas, están las cinco chicas acampadas, sentadas sobres unos taburetes bajos que las despojan del artificio sensual que sus vestimentas intentaban construir. Es poco más de la una de la madrugada. La noche casi acaba de comenzar para casi todos pero para ellas parece haber llegado ya a su fin. Son jóvenes, ninguna debe pasar de los veinticinco años. Todas visten de manera muy sugerente pero no son especialmente atractivas. Cerca de ellas, otras dos chicas, tan atractivas como artificiales, hacen babear a un grupito de chicos que se arremolinan en torno a ellas, como simios en celo, con sus copas en las manos y prestos a la risa cómplice para conseguir la atención de alguna de sus diosas. A las otras nadie les hace ningún caso. Sólo yo. Ralentizo mi paso para observarlas con mayor atención. No son tantas las ocasiones en las que uno puede asistir en directo a un cuadro físico como éste, pintado con brochazos cargados del tedio colectivo más devastador en el contexto más inesperado. Los cuerpos de las chicas se encuentran en torno a la pequeña mesa de ese bar pero cada una de ellas no puede estar en ese momento más lejos de las otras. Tres de ellas se dedican a sus móviles, compulsivamente, sin levantar la mirada, con la desgana dibujada en sus caras, la cuarta bosteza mirando tristemente al infinito mientras la quinta parece vigilar de manera distraída al resto de clientes del bar. El cuadro es singular. Las tres de los móviles parecen haber perdido ya toda esperanza de que esa noche el mundo real, contenido en ese bar, les pueda ofrecer una alternativa mejor al vasto mundo virtual que les ofrecen wahtsapp, twitter o la navegación zombi por la red. Tal vez sea en la siguiente actualización de twitter o en el próximo mensaje de whatsapp donde consigan encontrar sentido a ese momento de sus vidas. La promesa virtual, la promesa de Matrix, genera adicción y el yonki (o la yonki) será capaz de esperar durante horas para conseguir ese instante de relevancia virtual que le servirá para olvidar el tiempo perdido, el tiempo desperdiciado de vida. La que mira al infinito ha roto con toda realidad, la física y la virtual, tan sólo deja pasar el tiempo, tal vez echando de menos las sábanas limpias de su habitación en la casa de sus padres. La quinta parece estar intentando, ya sin mucho entusiasmo, encontrar la botella en el mar, el detalle dentro del bar, entre los clientes, en la música del garito, en el tipo ése del pelo negro que se acerca a ellas con parsimonia y que no le ofrece el menor interés... en lo que sea, en cualquier cosa, en algo que le permita volver a reunir al grupo y reactivar la noche. 

Porque debe ser duro asimilar que de nada ha servido el tiempo pasado preparándose para la salida, eligiendo cuidadosamente los trajes que iban a vestir, maquillándose (copiosamente) delante del espejo, caminando por la empinadas calles de Madrid a bordo de esos tacones imposibles... Debe ser duro, aunque el problema real son las expectativas, el problema real es cómo y por qué se han podido formar esas expectativas, qué buscaban cuando decidieron salir juntas esa noche. Si no salieron para conversar, para reír y para estar las unas con las otras... ¿qué buscaban? El objetivo, tal vez, sería otro. Pero lo cierto es que ahora son transparentes, invisibles para todos los tíos de ese bar que si se acercaran lo más seguro es que serían rechazados inmediatamente. Porque tampoco son ellos los elegidos, porque es difícil encontrar a un príncipe azul entre tanto imbécil que tan sólo busca un polvo; y porque, para qué engañarse, ellas tampoco responden al prototipo de princesa que ellos desesperan por encontrar una y otra vez, cada noche, cada fiesta, cada salida. La noche, su noche, está muerta, nació muerta, se pudre en el vacío de fiestas a las que se acude con el espíritu de un obrero, de un proletario de las tinieblas que sabe que debe picar y picar la piedra de la supuesta diversión, aunque ello lo reviente hasta la madrugada. Ya salgo del servicio y mientras subo las escaleras vuelvo a verlas, van apareciendo delante de mí una a una, hasta que el cuadro completo se configura ante mis ojos, durante un segundo, antes de que queden tras mi espalda. No parecen haberse movido un ápice. Cada una de ellas continúa sentada exactamente igual y haciendo exactamente lo mismo que la primera vez que las vi. Como si posaran para el pintor invisible de la posmodernidad más desoladora. Como si posaran para el retrato colectivo del hastío más profundo en las sociedades modernas. Como si posaran para Houellebecq. E incluso a él le aburrieran.

31 mayo 2013

Periodismo basura al servicio del Poder

Llevamos ya muchos años asistiendo a discusiones viscerales acerca de cómo podrá sobrevivir la prensa escrita tradicional, el periódico de papel, al inevitable empuje de Internet, que ha (mal)acostumbrado a muchos ciudadanos a acceder a una gran cantidad de información (ya sea relevante y de calidad, ya sea anoréxica y por tanto sin valor) sin aparente coste alguno. A pesar de lo que los dueños de los grandes emporios mediáticos suelen proclamar en sus vacíos y ampulosos discursos acerca de la necesidad de pervivencia del periodismo de pago, lo cierto es que desde hace años asistimos en España a un insoportable deterioro de la calidad de los contenidos que nos ofrecen los grandes periódicos tradicionales. Desde hace ya demasiado tiempo, y no sólo por la crisis y los despidos, las grandes cabeceras parecen no querer retener ni dar importancia a sus lectores más preparados, a los que siempre estuvieron dispuestos a pagar por una información interesante y de calidad, más allá de las públicas ideologías de los medios en cuestión. Inmersos en sus luchas de trincheras, preocupados por la inmediatez de las ventas a corto plazo, ahogados por las deudas de sus empresas matrices a estos periódicos se les ha olvidado, en el peor momento para ellos, el valor añadido que supone construir noticias con cierta densidad y bien documentadas. Y digo en el peor momento porque justo es en esta época, gracias a Internet, cuando las informaciones que publican y los mensajes ocultos que con ellas quieren transmitir son más fácilmente analizables. Cuando más sencillo es desvelar la pobreza intelectual y la miseria de lo que tratan de hacer pasar por información y tan san sólo es rancia ideología o defensa de las políticas de políticos junto a los que han cavado profundas e interesadas trincheras. Hace poco Daniel Ruiz escribía de manera muy acertada acerca de cómo pequeños medios, cuyo negocio se desarrolla fundamentalmente en la red, estaban aportando aire fresco al periodismo español a base de volver a dar importancia a los contenidos, utilizando el medio pero no convirtiendo a éste en el protagonista. Si los periódicos de papel no terminan de entender que ése es el único camino posible para sobrevivir vamos a ver como mueren muchos de ellos en el inevitable tránsito final a lo digital.

Hace un par de días, en El Mundo, en el periódico de papel, me encontré con esta noticia (que no he conseguido encontrar en la web) firmada por Luis F. Durán:



El Mundo dedicaba toda una página, una página completa, una página sin publicidad, una de sus escasas 70 páginas (que ya vienen repletas de anuncios y de información huera y sin valor) a una noticia que no es noticia, a una información que de nada informa, a una construcción argumental delirante sustentada en el más absoluto vacío a partir de unos datos estadísticos que decían haber sido recopilados por el Gobierno de la Comunidad de Madrid. Los que llevamos años leyendo periódicos, cualquier aficionado a la fotografía o analista de del lenguaje periodístico, o simplemente alguien que no lea de manera despistada el periódico puede comprender que esa noticia que no es noticia, que esa información que de nada informa, está construida tan sólo como objeto propagandístico de la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid. Los motivos por los que esto es así habría que preguntárselos a Pedro J. La mitad de la página es ocupada por una enorme foto de la Consejera de Educación, Lucía Figar, con una tiza en la mano, envarada,  en una postura antinatural, dentro de un aula (seguramente pública, de las que sólo ha pisado en los últimos años, ya que nunca se educó en ellas), remarcando en la pizarra la “importancia” de la ley de autoridad del profesorado, en un gesto que es reforzado por la potencia de un titular simplificador, maniqueo y tramposo:

A más autoridad, menos castigos

Lo que el artículo pretende transmitir (el escaneo no es el mejor y no se puede leer la noticia al completo) es que el supuesto descenso de la conflictividad en las aulas madrileñas es debido única y exclusivamente a la insustancial e irrelevante ley de autoridad del profesor, aprobada por la Comunidad de Madrid en junio de 2010. Para alguien como yo, que lleva trabajando más seis años en el ámbito de la educación pública madrileña, no puede haber mayor disparate que esa correlación argumental que el artículo trata de imponer sin pruebas al lector. La ley de autoridad del profesor no existe en los centros educativos. Ni se respira, ni se siente, ni está presente en el día a día educativo. Cualquier profesor de cualquier instituto madrileño podría confirmar esto a poco que se hicieran las preguntas de manera adecuada (saber qué preguntar y cómo hacerlo, no para obtener lo que uno quiere escuchar sino para que el entrevistado se exprese, es clave para realizar un periodismo de calidad). Es una ley fantasma, ni siquiera me atrevería a calificarla de errónea. Tan sólo puedo asegurar que es absolutamente intrascendente en la labor de la gran mayoría de los profesores. Entiendo que en algún caso puntual, gracias a la dichosa “presunción de veracidad”, haya podido servir para proteger a algún profesor denunciado  (otra cosa es que eso sea en sí mismo positivo), pero de ahí a hacerla responsable y causante de la disminución de la conflictividad de la educación madrileña es algo tan necio que uno jamás esperaría encontrárselo en las páginas de un periódico supuestamente serio como El Mundo. O lo esperaría encontrar como argumento del poder establecido, contrarrestado por un trabajo serio de investigación periodístico que lo mande al basurero intelectual del que surgió.

Pero como lo lógico es que lo que se publica a página completa en un diario tan importante como El Mundo no sea ni casual ni poco reflexionado lo único que se puede considerar es que el diario ha decidido por motivos espurios hacer de de gabinete de comunicación de la Consejeria de Educación de Madrid, engañar a sus lectores y prostituirse de manera obscena para permitir que Figar y su controvertida política educativa (que le ha hecho enfrentarse a toda la comunidad educativa) encuentren una vía de escape, un falso argumento en el que atrincherarse para promocionar entre los suyos que su labor aporta efectos positivos a la educación. Efectos que, aunque no sean reales, aunque sean objetivamente indemostrables, aunque tal vez puedan ser debidos a otras causas completamente diferentes, puedan ser utilizados para obtener una repercusión positiva en la opinión de los futuros votantes. Siempre que haya un periódico de gran tirada dispuesto a utilizar sus páginas como soporte publicitario institucional sin advertir de ello a sus lectores.

Investigando por la red, intentando descubrir el origen y las repercusiones de una noticia como ésta, me sorprendió encontrar esta pieza del telediario de Telemadrid. Utiliza los mismos datos, los mismos argumentos, las mismas ideas. El mismo día. Información clonada de la publicada por El Mundo, Sin matices ni controversias. Tan sólo enunciando el dogma, de manera incuestionable. Casualidades.


Llevaba mucho tiempo sin acercarme a la cadena de televisión pública madrileña. Los recortes, el puño de hierro con el que el PP madrileño controla todo lo que allí se emite, la imposibilidad de reconocerme como madrileño a través de sus ondas. Todo hace recordar casi con nostalgia el mismo canal autonómico que conocí hace ya más de diez años. Al mismo tiempo, he de reconocer que su increíble nivel de complacencia con el Gobierno madrileño nos proporciona en este caso, de nuevo, una pieza periodística impagable. No sólo muestra un nivel de sometimiento a dicho Gobierno bochornoso, sino que también muestra la indigencia de recursos con los que cuenta hoy la cadena de televisión: la pobreza del reportaje es lastimoso. La manipulación mediante la edición de lo dicho por la profesora, la entrevista con el chaval para intentar refrendar una idea preestablecida y el cierre final, apoteósico, con alusión al PSOE y a IU como opositores a esta arcadia educativa que se nos presenta, en la que los conflictos se han solucionado por la existencia de una ley mágica, son pruebas irrefutables del catastrófico nivel que ha alcanzado la televisión autonómica. Todo es tan lamentable, provoca tanta pena, tanto asco, que si no fuera porque lo pagamos entre todos, sólo serviría para provocar unas risas.

No tengo datos suficientes que me confirmen si realmente la conflictividad en las aulas madrileñas ha descendido o no. Mi experiencia me dice que no, pero por supuesto ésta es limitada a unos pocos centros. No tengo ni idea de si hoy los profesores están poniendo menos sanciones. Puedo incluso asumir que esos datos presentados por la Consejería de educación a través de sus medios institucionales, El Mundo y Telemadrid, son reales. Lo que no sería capaz, como ellos, es de establecer una teoría simple e interesada de por qué estos hechos, si es que son verdad, se han producido. Podría especular, claro, con una mayor base de verosimilitud que la presentada por estos medios, que este descenso de la conflictividad contable podría ser debido por un lado a las huelgas del curso pasado (que provocaron que los posibles conflictos educativos pasaran a un segundo plano) y por otro lado a la mayor presión a la que está sometido un profesorado al que, además de aumentarle las horas lectivas, le han impuesto en muchos centros que sea él y no la jefatura de estudios el que gestione los potenciales conflictos que se generen con los alumnos, lo que significa una sobrecarga laboral inasumible para gran parte de los profesores, que prefieren dejar pasar pequeños conflictos y provocaciones de alumnos antes que tener que gestionar ellos mismos las consecuencias de denunciar tales comportamientos. En todo caso, más allá de los datos y de las especulaciones, es necesario trasladar a la opinión pública que es absolutamente falso que la ley de autoridad del profesor haya significado alguna mejora en el clima educativo. Y que noticias como la de El Mundo son una mera traslación escrita de la voz política de sus amos, fruto del envilecimiento de un tipo de periodismo institucionalizado y decadente que crece a la sombra del poder, reflejo de un tipo de información anoréxico, que es dañino por inane. La expresión más evidente del grave problema que acucia a un periodismo basura que no sólo no informa, sino que desinforma a los ciudadanos por intereses ocultos.

12 abril 2013

El funcionario escindido: otro tonto útil

Leo la anécdota en el ameno y clarificador ensayo Keynes vs Hayek, escrito por Nicholas Wapshott. Friedrich Hayek, el que se convertiría en adalid de la rebelión contra el intervencionismo del Estado en los asuntos económicos de los ciudadanos, recién llegado a EEUU, con apenas 24 años y sin posibilidad de contactar con la persona que iba a contratarlo para una universidad norteamericana estuvo a punto de trabajar como friegaplatos en un restaurante para poder mantenerse en EEUU sin que lo deportaran. Finalmente el problema se solucionó y entró a trabajar en la universidad, pasando así a ser un empleado público, uno más, uno de de tantos, de índole intelectual, sí, profesor universitario, de acuerdo, pero un trabajador público más al fin y al cabo cuya labor sólo podría desarrollarse (entonces y ahora) bajo el paraguas del Estado, de su arquitectura institucional. No era la primera vez que trabajaba en el ámbito de lo público, ni fue la última. Ni mucho menos. En diferentes países. En su caso, durante toda su vida. En sus 92 años el famoso economista jamás trabajó para el sector privado (habría tal vez que descontar los poco más de diez años en la Universidad de Chicago, que el autor del libro parece obviar que era privada). Su caso es paradigmático. Es la gran figura, el Messi ultraliberal, aquél al que idolatran todos los liberales dogmáticos, todos los que creen en la posibilidad utópica de un libre mercado ajeno a las interferencias políticas, los que defienden la existencia de un Estado mínimo que no interfiera en el equilibrio “natural” de los mercados. Cuando hablan de Estado mínimo no es difícil establecer a qué mínimo Estado se refieren, claro. Al que los proteja a ellos, a la élite, de los miserables que peleen por su supervivencia.

10 marzo 2013

La cara oculta de la formación continua

Nadie parece querer ver al elefante en el salón. Nadie parece estar dispuesto a ralentizar la marcha, a relajar el ritmo, a tomarse un respiro para estudiar, evaluar y advertir qué otras consecuencias (además de las positivas, que difunden hasta el hastío) conlleva aquello que se ha convertido en paradigma social. Nadie parece querer encontrar un solo defecto, un solo aspecto negativo, nadie parece querer debatir con seriedad los efectos indeseados e indeseables que conlleva la imposición de la formación continua, del aprendizaje para toda la vida en nuestras experiencias laborales. No se contextualiza, no se indaga, no se piensa a largo plazo, sólo se glosan sus beneficios y su necesidad inmediata, las ventajas que supone, la vitalidad que nos otorga, el ímpetu que nos da. Dicen, repiten, reiteran hasta el hartazgo que es lo que nos permitirá seguir en la brecha, no abandonarnos a rutinas y vivir constantemente en alerta, atentos a los cambios que se produzcan, a las oportunidades que la vida nos ofrezca, aprendiendo, formándonos, siempre, cada día, cada semana, cada mes, cada año, toda la vida, hasta morir, para estar continuamente en guardia, preparados, dispuestos a afrontar los problemas que surjan, a encarar las dificultades a las que nos enfrentemos con una maleta de conocimientos y competencias que poder usar o, al menos, que poder certificar y mostrar a aquellos que realmente tienen el dinero y el poder de darnos el "privilegio" de trabajar. Nadie quiere ser el primero en advertirnos de la imposibilidad de mantener este ritmo desquiciante, de la aceleración inhumana que nuestras sociedades modernas han adquirido, del fango al que nos arrastra este camino. Han conseguido transformar nuestra percepción de la realidad, convertir la hipótesis sin confirmar en ley ineludible, en dogma, han construido un nuevo lenguaje para poder conformar esa realidad según sus planteamientos y han terminado de dar  forma a esta especie de nueva religión gracias a la creación de una casta de nuevos sacerdotes, gurús tecnológicos y pedagogos de la última generación, encantados de su labor mesiánica, encantados de convertirse en los adalides del advenimiento de los nuevos tiempos laborales y de hacerse con el control emocional de las masas.

Durante décadas hubo una clara diferenciación entre el horario laboral y el horario propio, de ocio o familiar. Se luchó denodadamente para conseguir que ese horario laboral se redujera y se regulara, para permitir a los trabajadores escapar de los asfixiantes espacios laborales (donde el ser humano nunca puede expresarse en toda su dimensión) y poder disponer de tiempo para construirse un espacio propio, íntimo, familiar en el que descansar y poder sentirse pleno. La irrupción de la modernidad líquida y el desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación sólo han servido finalmente para que el espacio laboral termine colonizando de nuevo al espacio propio y todo el tiempo sea ya uno solo, el laboral, compuesto en primer lugar por el horario de trabajo en sí mismo, en segundo lugar por el tiempo dedicado a la obtención (certificada, claro) de esas competencias necesarias para no quedarse atrás, dedicado a una formación continua que termina siendo condena perpetua de la que no es posible escapar y, por último, por el tiempo dedicado a la construcción de un yo social que poner en el mercado, a la vista de todos, en las redes sociales de Internet, un tiempo dedicado a la exposición infructuosa de un yo artificial, mutilado y autocensurado, construido para el establecimiento de contactos con los que aumentar el capital social disponible, enfocado, por supuesto, a un mejor posicionamiento en el mercado laboral.

Lo que nadie parece querer tener en cuenta es el inevitable paso del tiempo en la vida individual de cada uno de los trabajadores. Las sociedades modernas se construyen sobre un presente continuo que no tolera el fluir del tiempo: el trabajador debe estar siempre dispuesto a hacer lo necesario para mantenerse “empleable” y ello pasa por utilizar su tiempo libre para seguir formándose eternamente, sin posibilidad real de disfrutar con un aprendizaje que siempre se realiza bajo una extraordinaria presión. No deja de ser una cruel ficción sustentada en unos trabajadores perfectamente prescindibles que se engañan pensando que son absolutamente imprescindibles y destruyen sus vidas durante un tiempo para servir al capital. La ficción se mantiene durante ese tiempo, un tiempo en el que se vive tan sólo para trabajar o para encontrar trabajo hasta que al final, sin posibilidad de evitarlo, se sucumbe a la única realidad que la vida se asegura de mostrarnos: el tiempo no se detiene, dejamos de ser jóvenes, estamos sometidos a un lento declinar físico que tiene consecuencias, llega la madurez, la inevitable pérdida del ímpetu para enfrentarse a un mundo hipercompetitivo, la asunción de responsabilidades familiares que lastran la proyección profesional, tenemos hijos, aparecen las enfermedades, llega la vejez y con ella, e incluso antes, la forzosa pérdida  de ciertas capacidades cognitivas… Esa es la realidad a la que las sociedades modernas han cerrado los ojos desde hace años debido a  la dictadura del capitalismo inmaterial. Vivimos en ese mundo que prefiguraba La fuga de Logan, un mundo donde se rinde culto a la juventud y, en este caso, ese culto se relaciona directamente con la adaptabilidad laboral de los jóvenes, que tanto conviene al sistema. Un mundo donde al viejo se lo aparta y se lo hace desaparecer, sin que nadie quiera investigar las razones profundas por las que eso sucede, sin que nadie se pregunte seriamente por qué dejaron de ser útiles, las causas últimas por las que no pudieron seguir el ritmo aunque lo intentaran desesperadamente, porque en muchas ocasiones ese reciclaje perpetuo que exige el mercado entronca directamente con la facilidad de la juventud para esclavizarse gustosamente por una oportunidad de futuro que termina destruyendo el presente de los mayores.

Debemos comenzar a preguntarnos a dónde nos lleva esta obsesión pretendidamente formativa y quién sale realmente beneficiado con ella. Hay que criticar el fanatismo con el que se defienden las ventajas de la formación continua y el aprendizaje para toda la vida por parte de tanto gurú de pacotilla que nunca saca un pie de la universidad o ha montado su chiringuito a costa de impartir cursos sin sustancia, construidos sobre el vacío, cursos donde el coaching, el branding y el networking se dan la mano con la impostura, la superficialidad y la estafa intelectual. Hemos dejado de lado el ritmo natural de la vida, sus ciclos y las posibilidades que cada uno de ellos nos permite, nos hemos puesto de speed hasta arriba y acelerado nuestras vidas hasta alcanzar una velocidad suicida imposible de mantener. Es absolutamente necesaria una reflexión social ajena a las necesidades de un mercado bulímico que devora trabajadores al mismo ritmo que los expulsa tras haberlos exprimido. Hay que establecer los límites de esa formación continua, cuándo y cómo debe realizarse, a quien beneficia la obsesión por los títulos y las competencias certificadas, así como la utilidad concreta de las mismas en el mercado laboral real. El estudio y la formación conllevan un enorme esfuerzo no sólo temporal sino también emocional y aunque el aprendizaje pueda resultar en algunos casos gratificante, la suma de este esfuerzo y del propiamente laboral, unidos a la presión asfixiante bajo la que se está realizando esta formación, tanto con la esperanza de encontrar un trabajo en un mercado laboral anoréxico como para no perder el empleo y poder así sobrevivir y no perder la posición social alcanzada, constituyen un escenario atroz que destruye vidas, anula voluntades y transforma a las personas en zombis cuyo único objetivo es la supervivencia. Por ello no les importa pagar una y otra vez el dinero que no tienen para hacer cursos, matricularse en  masters o asistir a conferencias. Más allá de una élite cultural y empresarial que cree haber encontrado la piedra filosofal en una formación continua cuya gestión detenta con mano de hierro, existe una enorme masa ciudadana desconcertada, desorientada, perpetuamente enganchada a una formación permanente que siempre parece que la forma para algo que ya se ha quedado inmediatamente anticuado o que hay inmediatamente que reciclar. Mediante más formación de pago, por supuesto. El problema no está en la necesidad de ese aprendizaje para toda la vida. La idea mantiene su enorme fuerza porque se asienta sobre una verdad incontestable: es saludable seguir aprendiendo más allá de los primeros años de vida para no estacarse y poder evolucionar. Pero como tantas veces sucede, una buena idea se termina prostituyendo cuando no se pone al servicio de las necesidades humanas sino al servicio del mercado, al servicio de la economía, al servicio, por tanto, del capitalismo disparatado en el que vivimos.

No podemos estar estudiando toda la vida con la soga al cuello, no podemos estar formándonos para siempre bajo presión, no podemos utilizar el escaso tiempo libre del que disponemos para seguir estudiando solo aquello que nos digan que resulta útil para posicionarnos en un mercado laboral que nunca parece tener espacio para todos. No podemos centrarnos tan solo en una formación obscenamente pragmática que nos impide tener tiempo para volver la cabeza a otras lecturas y a otros aprendizajes tal vez más cercanos a nuestras verdaderas necesidades. Que nos satisfagan y realmente nos hagan evolucionar. No solo como potenciales trabajadores sino como personas con inquietudes. Nos han estafado con el rollo de la formación continua y me temo que igual ya es tarde para escapar.

02 marzo 2013

Elogio de la coherencia

En unos pocos días he vuelto a leer o a escuchar varias veces una de esas frases que se repiten pomposamente en ciertas conversaciones, una de esas ideas con las que algunos pretenden finiquitar discusiones que los superan o epatar a sus contertulios aparentando profundidad: "la coherencia está sobrevalorada". Me gusta imaginarlos justo antes de emitir su sentencia, terminando de escuchar la crítica del adversario, la pregunta del entrevistador o la reflexión del amigo. Paladean la idea en su cerebro, se impacientan, creen haber encontrado la piedra filosofal que les exime de responsabilidad alguna en aquello de lo que se está tratando. Ellos poseen la luz que nos ha de guiar, una verdad que lo cambia todo, una certeza que todos debemos aceptar para crecer y madurar, para no quedarnos en estadios primarios de nuestra evolución social: "la coherencia está sobrevalorada". También me gusta imaginarlos justo después de lanzar al aire su reflexión, esperando tal vez un silencio sobrecogedor, quizás miradas de admiración ante su clarividencia, seguramente gestos afirmativos de los que no pueden más que aceptar la realidad invocada. Creo que la primera vez que escuché esa frase fue hace unos cinco años, en boca de un veterano profesor, progre por supuesto, tras una multitudinaria manifestación educativa en la que reivindicábamos la educación pública sin saber aún la deriva que el asunto iba a tomar en pocos años. El tipo en cuestión, con su cerveza en la mano derecha, más bien obeso, mirando fijamente al infinito, soltó la manida frasecita intentando hacer valer su edad, su experiencia, su mayor conocimiento de la vida para salir del callejón sin salida en el que sus argumentos previos, contradictorios, absolutamente cínicos, miserables, lo habían arrinconado: "la coherencia está sobrevalorada". Tras la boutade intentó aclarar su planteamiento, exponiendo sin darse cuenta la inconsistencia de la idea, la debilidad de sus convicciones. Planteaba que la clave era sostener unos ideales de justicia y de solidaridad social, incluso defenderlos públicamente si hiciera falta pero que ello no tenía por qué llevarnos a actuar en la vida real de manera coherente con ellos. Al fin y al cabo el ser humano es débil y no puede resistir a la tentación de ir contra de aquello que defiende intelectual y racionalmente cuando entra en juego su propio beneficio (aunque sea inmoral). "La coherencia está sobrevalorada". En el fondo la afirmación no es más que un síntoma del pensamiento débil que domina nuestro tiempo. No seamos coherentes, relativicemos la importancia de intentar actuar según lo que decimos pensar, dejemos de lado la ambición de que nuestros actos sean consecuentes con las ideas que decimos creer. Porque ahí está una de las claves: lo que decimos pensar, lo que decimos creer, que tal vez no sea ni de lejos lo que realmente pensamos o lo que realmente creemos pero son las ideas que conforman el discurso construido para vincularnos con nuestro entorno social.

Es necesario reivindicar la coherencia, defenderla y protegerla, sin caer en fundamentalismos, comprendiendo la dificultad que conlleva, pero teniendo claro que debe ser el eje rector de nuestras acciones, la meta a alcanzar aceptando la imposibilidad de hacerlo: la coherencia es la única manera en la que nos podemos reconocer a nosotros mismos, el mecanismo mediante el que construimos nuestra personalidad, el instrumento mediante el que podemos aspirar a que los demás nos reconozcan, nuestra forma de vivir en sociedad. Porque al final, más allá de veleidades posmodernas y constructos teóricos elusivos, no somos socialmente ni lo que pensamos ni lo que decimos pero sí terminamos siendo lo que hacemos. Y por eso, por lo que hacemos, por nuestras acciones, coherentes o no con lo que decimos pensar, se nos podrá valorar. Por nuestras acciones, por nuestra actividad social dentro de la comunidad,  que tendrá un significado, que tendrá un sentido o, por el contrario, será un ejemplo más de la maleabilidad humana para procurarse un beneficio propio a costa de las miserias de otros. Otro ejemplo más de como conseguir un provecho mientras se afirma exactamente lo contrario de lo que se hace.

24 febrero 2013

Cuando el destino nos alcance (3 de 3)


¿Y entonces? ¿Cuál es el camino? ¿Es posible una revolución? No lo sé, no lo creo, no existe ese Paul Atreides, ese líder de masas que venga a cambiar nuestro mundo, ni creo en la posibilidad de que la masa se convierta en la multitud inteligente que defendieron Negri y Hardt, pero cada día vivo con más rabia la estafa social en la que vivimos y cuyas consecuencias nos quieren hacer tragar, cada día me siento más incapaz de prever salidas justas y viables al drama social en el que andamos inmersos, cada día siento crecer el cinismo en mi interior, la desesperanza, el desencanto, también un cabreo infinito que me revuelve el estómago y me quema la garganta. Incapaz de desconectar pero hasta los cojones de no encontrar la manera de parar todo esto. Aquí de lo que se trata es de si cuando acabe todo esto (si conseguimos que acabe) tendremos un presente y un futuro común o será un sálvese quien pueda, egoísta, insolidario, consustancial al ciego neoliberalismo, totalitario y seductor, que nos ha arrastrado por el fango, que nos ha hundido, que nos ha llevado hasta esta situación. Si dejaremos de creer en la posibilidad de una solución común y colectiva y dedicaremos todos nuestros esfuerzos, como el burro tras la zanahoria, o como los esclavos encima de las bicicletas estáticas de Black Mirror, a correr y correr dentro de un despiadado sistema competitivo en el que la victoria para casi nadie es posible pero todos creen que igual ellos podrán alcanzarla. Si cada uno de nosotros viviremos aislados creyéndonos la ficción, pensando que el problema está en los otros, en su pereza o incapacidad, pero no en nosotros que somos competitivos, adaptables, trabajadores y dinámicos. Mientras todo marche sin problemas, claro, mientras te mantengas en la cima, mientras seas joven, mientras no te alcancen los imponderables que jamás creíste ni te planteaste que te podrían afectar: las enfermedades, los despidos, el propio paso del tiempo… Todo lo que finalmente hará que seas un desecho social, maquinaria prescindible, inútil para una sociedad hierática que no atenderá más que a tu cuenta de resultados inmediatos, una sociedad que científicamente justificará tu exclusión. En el fondo muchos de los que hoy se indignan, se manifiestan, cuestionan el sistema y afean la conducta a políticos y banqueros no dudarían un segundo en tomarse la pastilla azul de Morfeo para reintroducirse en Matrix, en la España de hace seis o siete años, en el Occidente de principios de siglo XXI, en el que marchaba de burbuja en burbuja hasta el estallido final. No darse cuenta de este hecho es no entender la sociedad en la que vivimos, no aceptar la odiosa realidad que nos rodea, dejar que el ruido social que nos envuelve nos engañe y nos lleve a pensar que por fin los ciudadanos han tomado conciencia de su poder y de su importancia. Desgraciadamente muchos de los que creen en la necesidad  de una salida desde la izquierda a la crisis social y económica que padecemos obvian que a una gran parte de la sociedad no le jode que nos estafen sino que ellos no puedan llevarse su parte (pequeña) del pastel, como antaño hicieron.

La solución realista, revolucionaria al tiempo que la única pragmática, increíble al tiempo que la única posible, complicada, casi imposible, pasa por hacerse con el poder las instituciones, por cambiar el sistema desde dentro, sin destruirlo, aceptando las miserias y bondades del capitalismo pero controlando sus excesos por el bien de la mayoría, limitando la libertad individual del ciudadano medio mientras se permite el enriquecimiento inmoral de unos pocos privilegiados. Es lo que hay. Asumamos el relativismo moral posmoderno. No es viable soñar con alcanzar hoy ningún objetivo totalitario. Hay que domar al capitalismo, embridarlo, pero parece imposible destruirlo, incluso nadie parece creer que hacerlo sea finalmente positivo. La clave está en aceptar la tesis del decrecimiento, entendiendo esto como dejar de pretender un crecimiento económico exponencial y suicida, que amenaza no sólo a la sostenibilidad del planeta sino a la propia existencia del ser humano, y buscar el desarrollo de un capitalismo más pausado, regulado, intervenido y dirigido con el que no se amenace continuamente al trabajador y en el que el ciudadano acepte la imposibilidad de alcanzar cotas de lujo innecesario en su vidas. Hemos de asumir que la solución también pasa por disfrutar de la vida de manera diferente, alejándonos del ideal consumista capitalista que ha colonizado nuestros subconscientes y nos lleva a un consumismo irracional en cuanto disponemos de una hora de libertad laboral o unos días de vacaciones. Y recordar que no puede ser lo normal, lo lógico, lo aceptable en una sociedad desarrollada, alquilar la mayor parte de tu vida al mercado laboral para ganar un dinero que apenas sirve para sobrevivir. O cambiamos los ideales vitales y las expectativas de vida o seguiremos estando completa y absolutamente jodidos. Para que todos podamos alcanzar un nivel aceptable de bienestar, para dar cabida a toda la población activa en los mercados laborales, para dejar de trabajar y vivir con miedo permanente y sin posibilidad de negociación con las empresas, todo pasa por entender que debemos trabajar menos horas, cobrar sueldos más bajos y encontrar incentivos diferentes al consumismo para nuestro mayor tiempo de ocio. Por supuesto, para nuestra protección, por el bien de la equidad y la justicia social, el Estado debe proveer y gestionar directamente, sin intermediarios y de manera responsable la educación y la sanidad, además de controlar sin pudor los mercados inmobiliario y energético para moderar su coste y asegurarse de que toda la población pueda disponer siempre de una vivienda digna donde refugiarse, más allá de los vaivenes que la vida siempre depara.

No existen soluciones mágicas, no vamos a participar de una catarsis social por más que muchos la deseemos, hace años que sabemos que no vamos a cambiar el mundo pero sí estamos frente a un cruce de caminos que nos obliga a elegir una dirección u otra para tratar de salir como sea de este cenagal. Y dependiendo de lo que elijamos, dependiendo de la fuerza que tengamos para impedir que sean los otros, los de siempre los que decidan por nosotros en su propio beneficio, dependiendo de nuestra capacidad de organización para defender nuestros espacios sociales y nuestros derechos tendremos un tipo de sociedad u otro, construiremos un futuro u otro y viviremos más o menos libremente o como esclavos del capital.

23 febrero 2013

Lo que la crisis se llevó (2 de 3)


Pero la virulencia de nuestra crisis, el desfalco al que estamos siendo sometidos los españoles, la revelación de que nunca vivimos realmente en democracia y que nuestro régimen era tan autoritario y tan ajeno a los designios del pueblo como siempre fue en sus diversas mutaciones históricas, no debe hacernos perder la perspectiva global, los efectos colaterales (positivos) no buscados pero evidentes que este sistema ha producido en su loca carrera hacia el máximo beneficio, inmoral e inmediato. Las deslocalizaciones industriales (que no sólo afectan a Europa sino también a EEUU, que ve como cada día la que fuera su gloriosa industria nacional se desmantela, se trocea y se desplaza a los países asiáticos, sin sindicatos y casi sin impuestos) y los flujos de capital sin control han permitido que algunos de esos países manufactureros y agrícolas que parecían condenados a ser eternamente “países en vías de desarrollo” (aquello que estudiábamos de pequeños, como si fuera un mantra) sueñen por fin con la posibilidad real de convertirse en países desarrollados y con la llegada un futuro con más derechos sociales para sus ciudadanos. En lo últimos veinte o treinta años en imposible negar que millones de ciudadanos de parte del llamado tercer mundo (China, Brasil o India) han visto como iban mejorando sus condiciones de vida debido a la implantación de las industrias occidentales en sus países, con unas condiciones de trabajo que rozan la esclavitud según los estándares occidentales pero que han proporcionado al mismo tiempo unas mínimas estructuras de derechos y servicios sociales que esos países nunca habían tenido. Por supuesto que es necesaria y justa la crítica a unas deslocalizaciones que suponen un ominoso desempleo en un Occidente que involuciona y cuyos trabajadores son chantajeados cada día a costa del trabajo semiesclavo de Oriente. Pero es cínico criticar esto sin valorar también la otra cara de la moneda: durante muchos años, mientras los occidentales (y sobre todo los europeos) fuimos construyendo nuestros castillo de seguridad a través de los estados de bienestar no sólo no nos preocupamos mucho en cómo ayudar y fomentar que otros países alcanzaran nuestros logros sociales sino que lo impedimos través de todo tipo de trabas comerciales, aduaneras o leyes proteccionistas. Eso sí que fue competencia desleal. Creímos que era posible vivir en utopías socialistas de bienestar, en islas de derechos sociales dentro un mundo desolado y empobrecido, creímos poder dedicarnos al consumo irresponsable a costa de seguir explotando y abandonando a su suerte a la mayor parte de la población  mundial. No nos preocupamos cuando para nuestro inicial beneficio nuestras empresas nacionales se fueron convirtiendo en internacionales, luego en transnacionales y finalmente en omnímodas. Y dejamos de lado que se estaba construyendo un capitalismo salvaje y expoliador como sistema socioeconómico rector que ya no tenía que justificarse ni competir con un comunismo cuyos muros se derrumbaron en el Berlín de 1989.  Lo máximo que hicimos fue envolvernos en la despreciable bandera de un oenegeísmo infame con el que creímos eximirnos de la responsabilidad individual que el sistema de manera colectiva nos obligaba racionalmente a atribuirnos. Es irónico: no hay solución más capitalista que esta pretendida salvación individual de nuestras conciencias. De esta manera, los 80 y los 90 fueron las décadas de la explosión de la explotación de las “buenas conciencias occidentales”, a través de una proliferación casi viral de las ONG´s de desarrollo que llegaban al tercer mundo para introducir efectos paliativos y asegurar, tal vez sin pretenderlo, la imposibilidad real de desarrollo de los países (a los que acudían como moscas y como tal marchaban según la volátil opinión pública de los países ricos) al sustituir pobremente, sin un plan concebido, el necesario papel del Estado en la gestión de los servicios mínimos de sus ciudadanos. Mandábamos las sobras de nuestras comidas, mientras llenábamos nuestros platos gracias a lo que les robábamos. Y con ello acallábamos nuestras conciencias. Como en el Plácido de Berlanga

22 febrero 2013

Los miserables (1 de 3)

De esta crisis no vamos a salir nunca. O al menos, no vamos a salir jamás de vuelta al mundo de fantasía dentro del cual vivíamos cuando nos alcanzó. Hace ya un tiempo que parece que la sociedad española padece una peligrosa especie de amnesia autoinducida, ha olvidado el origen, el porqué, el principio de todo, lo que nos llevó a la ciénaga putrefacta en la que nos revolcamos cada día, lo que nos condujo al insondable abismo en el que miles de españoles pierden sus trabajos mientras todos perdemos la posibilidad de un futuro digno y de un presente en el que no vivamos de rodillas, temerosos, siempre con miedo y perdiendo lentamente la poca dignidad que aún intentamos mostrar. La crisis del capitalismo especulativo, la crisis del sistema ludópata, asesino e irracional que se hizo con el control de los Estados a través de sus instituciones más relevantes y, poco a poco, fue apropiándose de todos los recursos públicos para privatizarlos, exprimirlos, extraer brutales réditos instantáneos en beneficio de unos pocos mientras hipotecaba el futuro de todos mediante una cínica globalización de capitales que fluyeron sin control, fue ocultada durante años de manera interesada por los grandes poderes financieros pero también eludida, de manera estúpida, por una ciudadanía ciega, que no quería que nadie la despertase de su sueño, inmersa en una utopía consumista basada en el crédito, que le permitía disponer de un dinero que no tenía para vivir unas vidas cuyo ritmo de consumo no podía mantener. Lo escribo y me aburro a mí mismo. Estas ideas ya han fosilizado dentro de mí. Me parecen tan evidentes que me sorprende el éxito de aquellos que quieren enmascarar la realidad del origen del problema en la incapacidad o la corrupción de nuestros políticos, o trasladar toda la responsabilidad a la ciudadanía. Es la economía, estúpidos, es el sistema el que ha quebrado y jamás se podrá recuperar. El sistema es el problema y el foco de infección. Fin de la ficción en la que vivió Occidente. Despertemos del sueño y reflexionemos cómo acabó convirtiéndose en pesadilla. Nuestros políticos son tan mediocres hoy como lo fueron siempre y lo único que ha cambiado es que por fin una gran mayoría ciudadana no puede seguir ya autoengañándose más y ha adquirido conciencia plena sobre ese problema. Pero no son los culpables de este fracaso social. En absoluto. Ni de lejos. Son exactamente como deben ser, ejercen la política exactamente como deben hacerlo tal y como están construidas hoy las democracias occidentales, asumen su compromiso y ofrecen su lealtad al poder real, que no reside en el pueblo sino en el capital, y aceptan sin rubor su rol subsidiario. Algunos, de paso, se enriquecen ilícitamente o solucionan su futuro laboral. Son miserables tal vez, pero no los responsables. Son tan sólo los tontos útiles, los colaboradores necesarios, pero su mediocridad intelectual y su falta de carisma, arrojo, valentía y capacidad no sólo los invalida para sacarnos del agujero y para liderar la regeneración por sí solos, sino que también los invalida para asumir la responsabilidad de ser los causantes principales por su mala gestión de una crisis tan brutal como la que soporta Occidente. Una crisis que se va a llevar por delante los estados de bienestar europeos tal y como los conocemos, que aún no ha acabado y en la que los supuestos vencedores, los que se atreven a dar lecciones (como Alemania ahora, como hace no tanto hacíamos nosotros mismos) finalmente también se verán afectados por el tsunami y, directa o indirectamente, sus ciudadanos también verán recortados su derechos sociales, aumentadas sus jornadas laborales, disminuidos sus salarios y precarizados sus empleos. La hoja de ruta está clara. Y no hay forma de volver atrás. Al menos es imposible hacerlo por el camino por el que hemos llegado hasta aquí

20 enero 2013

El naufragio moral de un país

Las sangrantes noticias de corrupción política aparecen ya sin interrupción, se superponen unas sobre otras, cada día, y al siguiente, engendrando un enorme manto de mierda que envuelve y ahoga con su hedor a una ciudadanía agotada, asfixiada y encanallada, a ratos desanimada y a ratos enferma de rabia. Al final, como tantos auguraban, España comienza a resquebrajarse, pero no como advertían los rancios nacionalistas españoles, ni como anhelaban los necios nacionalistas periféricos, sino por la manifiesta ruptura del contrato democrático entre los ciudadanos y sus representantes políticos, sin el cual sólo nos queda navegar por las aguas oscuras del totalitarismo, la indiferencia anómica o el activismo más estéril. Los políticos, los tontos útiles del chiringuito capitalista, mediocres intelectuales pero con una personalidad artera que les permite aprovecharse del sistema poniéndose de perfil, llevan años enriqueciéndose a costa de los supuestos servicios que nos ofrecen, llevan años haciéndose fuertes dentro de sus partidos por su facilidad para conchabar con un sector privado bulímico y envilecido, ansioso por hacerse con enormes tajadas de dinero público y por controlar gran parte de ese apetitoso sector público que fue desmembrándose lentamente hasta dejarnos a los ciudadanos mucho más pobres, a los grandes poderes financieros mucho más ricos (y aún más poderosos) y a infinidad de miserables políticos sin necesidad de volver a trabajar en su puta vida.

Los grandes casos de corrupción, los que afectan a los grandes nombres de la política, a los grandes partidos, siempre encuentran su reflejo invertido, deformado, con menores cuantías pero no menor delito, en la podredumbre de los cargos intermedios, en la deshonestidad de los designados a dedo que de su plaza hacen su cortijo al amparo de los favores hechos y debidos. Así, los tejemanejes de los Pujol en Cataluña y el famoso 3% de comisión con el que Maragall acusó de financiarse ilegalmente a CIU, encuentran su inaudito reverso, su reflejo deformado dentro de su propia estructura de mafia grotesca en ese tipo, Millet, que creyó que el Palau era de su propiedad y con fondos públicos llegó incluso a sufragar los gastos de la boda de su hija al tiempo que, para no levantar sospechas, le cobraba a su consuegro 40000 euros para "compartir" esos gastos fantasmas. Los actuales escándalos dentro del PP debidos al descubrimiento de los 22 millones de euros suizos del extesorero del partido, Bárcenas, a los sobres de dinero negro que cobraron todo tipo de cargos y al ático marbellí del exterminador de los servicios públicos madrileños, Ignacio González, no son más que el reflejo aumentado de esa trama de la Gürtel madrileña con ramificaciones valencianas, esa trama cutre de amiguitos para siempre y mafiosos de pacotilla en la que se nos quiso hacer creer que la cosa no iba más allá de unos cuantos trajes regalados; o nos retrotrae a ese joven Zaplana, grabado por la policía en las investigaciones del caso Naseiro, afirmando aquello de “yo estoy en política para forrarme”. Sin consecuencias. Nunca pasa nada. Todo termina despareciendo de la agenda de los medios y las leyes (hechas por políticos corporativistas) nunca les afectan. Sólo queda el hedor. También los del PSOE tienen mierda que esconder, tanta que hace años que resulta imposible acercarse a ellos sin asfixiarse por su pestilencia. El famoso caso Filesa, mediante el que se descubrió la trama de financiación ilegal del PSOE, encontró años después su reflejo invertido en ese escándalo, tan despreciable como zafio, de los ERE en Andalucía, con ese chófer y su jefazo sociata encocándose y yéndose de putas con dinero público. Cuánta caspa. Cuánto hijo de puta. Así se escapa, se pierde, se diluye el dinero de nuestros impuestos a través de los mugrientos desagües de la Administración. Y la pérdida no es sólo económica, lo es también moral, porque a nadie le extraña, todos llevamos años asumiéndolo con normalidad, dando por sentado que así funciona el sistema, que ninguna empresa conseguirá contratos con la Administración sin untar a políticos y a partidos, que es aceptable y natural que políticos de alto nivel como Bono o de los niveles más bajos como el alcalde semianalfabeto de tu pueblo aumenten su patrimonio descaradamente mientras ejercen la política. Estamos inmersos en una enorme crisis de valores, una crisis moral que se entrelaza con la económica, que nos deja aislados, solos, sin principios éticos a los que agarrarnos y defender junto a otros, a la espera de una verdadera y catártica explosión social que nos permita al menos posicionarnos en alguna trinchera, reconocernos en los demás, dejar de sentirnos indefensos ante el sistema.

Los políticos ocupan ahora el centro de nuestros odios, tienen cara, son reconocibles, sus actos miserables y groseros los delatan. Roban nuestro dinero y nos recortan derechos sociales. Los despedazamos, los arrastramos por el lodo, los ponemos a parir en cada reunión de amigos pero, ¿de dónde salen los políticos que nos gobiernan? ¿Surgen por generación espontánea? ¿No tenemos ninguna responsabilidad? Aunque no queremos reconocer la verdad, aunque no parece el mejor momento para advertir sobre ello, es fundamental aceptar que los políticos son los hijos de nuestra sociedad, son el espejo donde vemos reflejada la indecencia de un sistema social y económico donde prima el beneficio inmediato e individual sobre los logros colectivos, y donde no se premian las acciones moralmente correctas sino que siempre parece vencer el deshonesto, el tramposo, el que no cumple las reglas. El que además se ríe de los que sí lo hacen.

Los ciudadanos no sólo cometen continuamente todos tipo de fraudes al Estado, sino que se alardea o se habla de ellos sin recato alguno, sin la más mínima sensación de culpa. Sólo hay que mirar alrededor y escuchar con atención. En el plazo de muy pocos meses he asistido o me han contado historias que ilustran a la perfección la podredumbre moral de una sociedad intrínsecamente corrupta, como los políticos que la gobiernan: un camarero de una taberna se pone a hablar con mi acompañante de manera informal. En un minuto escucho cómo cobra íntegramente todo su sueldo en negro mientras se saca un sobresueldo traficando con tabaco y marihuana (¿cobrará además alguna ayuda del Estado?); un guía de de un monumento ofrece a un amigo la posibilidad de pagar con IVA o sin IVA los 170 euros por un par de horas de trabajo; la posibilidad de venta de un terreno pone encima de la mesa familiar, sin pudor alguno, el cobro de parte del dinero en negro para evadir a Hacienda; se realizan obras de mejora de una vivienda en la que se gastan miles de euros, pero se contrata a un grupo de trabajadores a los que se les paga en negro, sin factura, por lo que esos trabajadores trabajan sin cotizar y además podrán disponer de ayudas estatales por estar oficialmente parados; se contrata a una persona para cuidar a un anciano que ya no puede valerse por sí mismo. El trabajador pide que no le den de alta para poder seguir cobrando la ayuda del Estado. No hay problema alguno, a nadie le parece mal… Historias como éstas las conocemos todos, se cuentan, se saben, a veces incluso se admiran y se jalean al tiempo que se mira con cierto desprecio al que se niega a emularlas y las critica con firmeza. En muchas ocasiones se les trata como tontos, como idotas defensores de una pureza excesiva.

¿Simpatía por los políticos? Ninguna tengo. Sus actos, su corrupción, su incapacidad y su forma de doblar la rodilla, humillándose antes los poderes financieros me provocan el mismo asco que a todos. Pero me chirría comprobar cómo una vez más los medios de comunicación de masas consiguen que el foco de atención ciudadana se centre en la corrupción política sin ayudar a construir una reflexión colectiva sobre por qué puede suceder esta corrupción, una corrupción que es intrínseca al sistema. Los políticos son una herramienta esencial de ese sistema (esencial su existencia, prescindibles las personas particulares que en cada momento la ejercen) construido por un capitalismo depredador que hace décadas que dejó de pensar que el Estado era un problema sino que, por el contrario, era fundamental hacerse con sus servicios para defender sus negocios, para hacerse con el dinero cautivo de los impuestos y para servir de colchón en los inevitables derrumbamientos cíclicos a los que la espiral inflacionista y enloquecida de la búsqueda de beneficios (cada vez mayores y con el menor coste posible) pudiera conducir. Lo que está podrido es el sistema democrático tal y como lo conocemos. Los políticos no son los que toman la decisión individual de corromperse, la situación es mucho más grave, es idiota pensar que son decisiones propias, una elección personal, la cuestión central es que no se puede ejercer la política dentro de este sistema sin aceptar el precio de la corrupción. Sólo hay una alternativa: irse, dejar la política. Pero eso no soluciona nada porque se necesitan políticos y otro vendrá a sustituir al que marchó Si se quedan dentro ya saben a lo que atenerse, sobre todo si terminan gobernando. Es el sistema económico el que todo lo envilece e impide cualquier intento de regeneración desde el interior de la política. El que lo intenta es eliminado. No tendrá ningún futuro. No tenemos ninguna posibilidad de cambiar nada desde dentro.

Hace falta, por tanto, reformar nuestra sociedad desde los cimientos y eso pasa por abandonar cierto relativismo dañino y defender la necesidad de regirnos por unos principios morales convenidos, por conformar una nueva ética social. Y aunque eso implica por supuesto reeducarnos, entender la importancia de los beneficios que obtenemos a través de los estados de bienestar y asumir la obligación de preservarlos, también es necesario dotarnos de leyes coercitivas para defendernos de aquellos que nos roban, atacan y destruyen lo público, de los que defraudan a Hacienda (a todos los niveles), sin amnistías, sin atajos, sin prescripciones, con penas especialmente duras para aquellos políticos que utilizan su posición para enriquecerse o prevaricar. Es la sociedad civil la que tiene que reaccionar, la que tiene que dar el golpe de timón

Esa moral y esa ética de la que hablo nada tienen que ver con lo religioso. Nada más lejos de mi planteamiento volver a las viejas, hipócritas, nocivas y malsanas normas basadas en los dogmas religiosos, construidas desde el pensamiento irracional. Al final todo es más simple. Es necesario recuperar la certeza de que es mejor hacer las cosas bien que hacerlas mal y comprender que lo que se enseña a los hijos cuando son pequeños tiene que tener su reflejo en la sociedad a través de una vida adulta comprometida y honesta.

30 noviembre 2012

Perdón por molestar

Caminan entre nosotros, por todas partes, aparecen tras cada esquina, en cualquier andén de metro, debajo de tu casa, te persiguen, te cercan, a veces en parejas, hueles su infecto aliento. Nunca antes hubo tantos por Madrid. 

Ando desbordado por datos, informes, números, fraudes, ayudas infames a aquellos que nos hundieron, abyectos recortes de lo que era de todos, hastiado de una prensa jurásica e indecente, de tantas radios que emiten en una misma frecuencia infinita tan sólo la voz de sus amos, de las solipsistas redes sociales… Vivo inmerso en una sensación continua de que nada de lo que leo, de lo que me cuentan me sirve ya para mejorar la composición del relato, da igual el nuevo ensayo que ataque o la nueva información que me envíen, tengo la espantosa certeza antes de empezar a leer de que es algo que ya conozco, de que todos a estas alturas, de un modo u otro, ya no podemos seguir engañándonos y que la calma general sólo puede ser explicada desde la imposibilidad de respuesta, desde la inexistencia de cauces mediante los que evitar lo que nos venden como inevitable. O tal vez todo es más fácil y se explica desde una sociedad conformada y educada para ser borrega, para bajar la cabeza sin rebelarse, para alcanzar sin pudor límites insospechados de cobardía. Putos cobardes sin sangre. Somos. A veces, todavía, exploto y de manera desabrida algún amigo o conocido es alcanzado por dardos envenenados infestados de datos que no se pueden obviar y que sirven para desenmascarar las idioteces argumentales en las que algunos aún se intentan refugiar para sobrevivir. Cada vez me pasa menos, la sensación de letargo se va apoderando de mí. No merece la pena. No merecen la pena.

Deambulan entre nosotros, su número crece por días, son nuestros muertos, cadáveres andantes, zombis del sistema capitalista. Con los dientes ennegrecidos por la miseria, con el rostro contraído por el hambre y la mirada perdida por el fracaso vital. 

En letargo. Sí, me pasa cada vez más a menudo, entro en letargo en las conversaciones sobre la actualidad, me aburro, me parece que ya se ha dicho todo, que todo se ha valorado, que la crítica es superflua o insuficiente. A estas alturas de la historia sólo nos quedan dos opciones: o pasar a la acción o quitarnos de en medio. Lo demás es literatura. Y de pésima calidad. Me siento mayor, se acabó el artificio, no puedo volver a salvar el mundo entre efluvios de alcohol, la realidad ha entrado en nuestras vidas, ha dado una patada en la puerta para ocupar nuestras casas, se ha sentado en nuestro sillón favorito, mirándonos en silencio, desafiante, nos ha manchado, nos ha llenado de mierda para siempre.

Se arrastran ante nosotros, los evitas como puedes, te zafas de ellos, bajas la cabeza y aceleras el paso. No tienes un cigarro, no tienes una puñetera moneda, no tienes tiempo, no tienes alma ni conciencia. En el metro, en el tren, no puedes huir y tan sólo resta aguantar el momento. Escuchar la patética cantinela, el relato del fracaso, del dolor, del gulag capitalista. Me fijo en las caras de mis compañeros de vagón, estudio sus facciones, interpreto sus emociones; me asusta pensar que casi todos ellos serían capaces de interpretar a la perfección el papel de un alemán cualquiera en los años del nazismo. Y que, sin dudas, yo soy uno más de ellos.

Cuando me sacuden y despierto del letargo cada vez razono de manera menos ponderada, menos reflexiva, con menos paciencia. Sólo siento unas enormes ganas de morder, con rabia, sin soltar la presa a pesar de los palos que me caigan encima, como el perro en la perrera, que muerde y ladra sólo por rabia, sin fe, sin objetivo, tan sólo para demostrar que aún respira aunque se sienta muerto por dentro. Pero con eso ya tampoco alcanza.

Se humillan ante nosotros, suplican, relatan situaciones inverosímiles completamente reales, su pérdida de dignidad no es más que el reflejo deformado de nuestra propia miseria. Consiguen unas pocas monedas y el que se las da se siente un poco mejor esa mañana. Ellos fingen agradecimiento pero sólo debieran odiarnos. Tal vez lo hacen, nos odian porque hemos conseguido una plaza en los esquifes del Titanic. No ven más allá de nosotros y querrían ocupar como fuera nuestro lugar. Nos odian, sí. Normal. Pero no pasan a la acción; como el resto. Se lo impide el miedo a la represión, al castigo. De momento.

03 septiembre 2012

Mileuristas, cuando éramos tan felices

O eso creíamos. Al menos nos desenvolvíamos con naturalidad y cierta prepotencia en esa ficción que nos habíamos construido dentro del minúsculo habitáculo que la sociedad cínica de nuestro padres nos había arrendado a precio de oro con la falsa promesa de que, finalmente, nosotros heredaríamos la Arcadia. Solo que sin prisas, sin agobios, porque ellos se sentían todavía capaces, no debíamos precipitarnos ni dar pasos demasiado rápido, ellos se encargarían del negocio, de dirigir el barco, de los asuntos serios, mientras tanto nos dejaban disfrutar de las falsas mieles de la adolescencia eterna porque al fin y al cabo, todavía treintañeros, éramos aún demasiado tiernos para ese rollo de la vida adulta. Todo ello no era óbice para que se les llenara la boca y se enorgullecieran con aquello de que sus retoños eran los mejor preparados de la historia de España. Hipócritas, no por ello nos dejaban de contratar de manera miserable, precaria o como becarios indefinidos. Hace ya un tiempo, en los años dorados de la burbuja española, escribí un par de posts en los que trataba de explicar mi punto de vista, ya entonces desmitificador, sobre la generación mileurista, los mileuristas sin voz los llamaba, los mileuristas adultescentes, nacidos en  los setenta, al calor del cambio social y político más importante de nuestro país. Éramos vistos con simpatía condescendiente por nuestros mayores y, aunque superficialmente rebeldes, seguimos dócilmente los caminos previamente abiertos por ellos sin aportar casi nada propio, sin desenmascarar ninguna de las mentiras sobre las que se construyó la España democrática. Casi nadie se escapó fuera del redil. Recibíamos continuos elogios por nuestra formación pero eso, sospechosamente, no se iba traduciendo en una mejora de nuestras condiciones laborales. De hecho, en ocasiones, casi parecía que nuestros estudios eran su trofeo, su logro, un regalo que nos habían hecho, por el que teníamos que darles continuamente las gracias y otro motivo más para aceptar sin rechistar las precarias condiciones (decían que iniciales) que el mundo laboral nos ofrecía. Nos convertimos en los mileuristas: jóvenes preparados (o no tanto) que iban encadenando contrato precario tras contrato precario o beca tras beca en todos los campos laborales. Ahora que se empieza a hablar con nostalgia de los años dorados de la burbuja, cuando España crecía por encima de la media europea y estábamos en la Champions League de la economía de la estafa, no debemos olvidar que en 2006 casi el 60% de los asalariados españoles era ya un puñetero mileurista, lo que unido a los precios disparatados de la vivienda (viviendas que nos vendían, no lo olvidemos, nuestros mayores, los que las tenían o construían, nuestros padres, que se enriquecieron a nuestra costa) hacía que la mayoría de los jóvenes comprendieran rápidamente que, careciendo por completo de espíritu de lucha ni estando preparados para la confrontación social, más les valía hacerse a la idea de vivir el día a día, sin planes de futuro, a la espera de las sustanciosas herencias que parecía que se estaban amasando y de los espacios sociales y laborales que en algún momento los otros les dejarían libres. 
 
Y vaya si nos creímos bien nuestro papel de comparsas sociales. Lo interpretamos de maravilla. Nos venía como anillo al dedo. Habíamos sido educados para ello. Nos retiramos del mundo político y social. No nos querían, ni nos iban a dejar acceder a él sin pelear, cierto, pero lo que nadie pareció entender es que, en el fondo, a los que menos nos apetecía esa lucha era a nosotros. Ya en aquel instituto, en el que casi todos estuvimos, así como después, en la universidad, a la que terminamos colapsando, encontramos una rutina semanal, suma de trabajo y evasión, que con nuestros primeros empleos mantuvimos sin problemas: sin responsabilidades de ningún tipo (a las que éramos alérgicos) la cosa consistía en trabajar como mulos durante la semana y desfasar sin tregua durante los fines de semana. Era fácil, sencillo, dominábamos como nadie la especialidad, llevábamos años entrenándola. Así fueron pasando los años, casi sin darnos cuenta, y fuimos formando parejas al mismo ritmo que las deshacíamos, y los hijos iban llegando casi sin querer, más por imperativo fisiológico que de manera natural, y nos hacíamos mayores sin quererlo, ni parecerlo. Y sobre todo sin sentirlo. Nada parecía romper el frágil equilibrio en el que los adultescentes, ya treintañeros, eran tan felices, en su burbuja social, con sus reuniones con los amigos, con su propia mitología construida a base de historietas adolescentes que les hacían creerse tan especiales, siempre con la televisión y la música como ejes de la nostalgia sentimental, con la melancolía por el recuerdo de aquellos veranos infinitos y con el (extraño) orgullo de haber sido los últimos españoles que habían crecido en la calle, sin conexión a Internet, sin redes sociales virtuales, la verdadera brecha generacional que marca la diferencia con los que verdaderamente hoy sí son jóvenes.

Trabajábamos y ganábamos dinero. Un dinero miserable con el que teníamos que vivir a crédito, hipotecando nuestros futuros, claro, pero entonces eso no nos importaba, teníamos la liquidez necesaria para seguir siempre de fiesta, para invitar a esa última ronda que siempre se convertía en la penúltima, de fiesta y de risas, con los amigos, exprimiendo los minutos casi con desesperación. La vida era lo otro, el trabajo, el mal necesario, las condiciones laborales cada vez más precarias, algo de lo que tampoco había que hacer un drama, no había que dar la brasa, ni joder el momento, ni la diversión, bastantes malos rollos había que tragarse durante la semana para seguir con las malas energías cuando nos juntábamos. Se dejaba a un lado la vida real y los mileuristas adultescentes, cuando se juntaban, se sumergían en su propio universo, construido a su medida, donde eran los reyes de la creación, donde sus historias eran las más divertidas y sus carcajadas las más sonoras. Fuera, el invierno estaba llegando. Y el frío empezaba a calar los huesos. Pero dentro se estaba tan bien… Los amigos como tótem, los amigos de siempre a ser posible, los de toda la vida, las viejas historias, las cervezas, las risas. Aunque todo estuviese ya podrido y el olor del cadáver ya no se pudiese ocultar. Reencontrarse con los amigos, con las novias (o esposas, ya), con los novios (o maridos, ya) y desbarrar. El botellón, que había sigo el eje en torno al cual giraron nuestros jóvenes inicios sociales, seguía marcando la pauta, aunque ahora se pudiese entrar por fin en los bares o tuviéramos viviendas propias donde juntarnos: el alcohol siempre debía correr, con él siempre terminaban sucediendo cosas; muchos se sumergían también en otras drogas dulcemente evasivas. Los conciertos, la música y las risas, siempre las risas, las chicas, los ligues, los chicos, las historias, y las risas…. Ahora vienen los que dicen que ya lo preveían, los que dicen que ellos ya nos advertían de que esta ficción no se podría mantener durante mucho tiempo, que nuestra falta de conexión real con la sociedad se terminaría pagando, pero en el fondo el contexto impedía entonces que cualquier crítica trascendiese: no había espacio ni tiempo para ello, lo máximo que sucedía es que se integrase en una noche más de farra y fuese el elemento serio de la noche hasta que la juerga y la diversión se impusiesen una vez más.  En el fondo, nadie quería realmente ser el agorero que destruyera el buen rollo de nuestros encuentros, nadie quería ser el que mostrara la realidad a los que vivían tan felizmente dentro de la caverna, el que advirtiera que era más que evidente que no estábamos siendo capaces de integrarnos como adultos en la sociedad, que seguíamos viviendo bajo códigos adolescentes cuando estábamos ya cerca o inmersos en la treintena. De ahí el acierto del término adultescente para delimitar lo que éramos.  
 
Ejercíamos de niñatos porque era lo que mejor sabíamos hacer y porque, en el fondo, nadie quería ni esperaba que hiciésemos otra cosa.

En el fondo solo nosotros, los adultescentes ya envejecidos, los que pertenecemos a la generación mileurista, los treintañeros o los que ya, con sorpresa, celebraron su cuarenta cumpleaños sin entender muy bien cómo podía eso suceder, podemos entender el desastre sentimental que el presente nos depara. Muchos sabíamos que algo no funcionaba en nosotros, que el artificio no duraría para siempre, pero la marea era tan fuerte que era imposible no verse arrastrado de una manera u otra por ella.
 
Éramos tan felices. O creíamos serlo. 
 
El futuro no existía. Vivíamos un presente perpetuo porque envejecer, madurar, no estaba entre nuestras coordenadas vitales. Esa vida en  presente continuo enmascaraba esa nostalgia infinita, dramática, casi enfermiza, escrita a fuego en el ADN de nuestra generación del pasado adolescente. Seres melancólicos que veíamos aquellos años como los últimos en los que disfrutamos de una libertad auténtica y vislumbrábamos lo que ahora ya reconocemos como una verdad aterradora: nunca volveríamos a ser tan felices. Estamos tarados para la vida adulta. No está hecha para nosotros. Nunca creímos en ella, nunca quisimos acceder a ella, no sabemos cómo vivirla.

Los años nos fueron cayendo encima. Sin darnos cuenta nos casamos, tuvimos hijos y compramos casas. Al fin y al cabo, no había que tirar el dinero y parecía que lo mejor era invertir en lo que fue la última gran mentira de nuestros mayores: la vivienda, el valor que nunca bajaría. Puede producir una risa conmiserativa hoy pero ese era el mensaje persistente que nos llegaba por entonces. Y les volvimos a hacer caso. Con fe ciega. Nos volvimos a equivocar, claro. Nos dimos cuenta, sin darle por supuesto la menor importancia, que era imposible que pudiéramos soportar la carga económica que suponían estas viviendas con los sueldos que teníamos en cuanto sufriéramos cualquier bache. Daba igual. La utopía liberal de la burbuja seguía vigente: pleno empleo, precario y miserable, sí, pero para siempre. Vivíamos ya en los albores de 2008 y pronto nos tendríamos que familiarizar con las hipotecas subprime (como las nuestras), descubriríamos la existencia de Goldman Sachs y Leopoldo Abadía se convertiría en el gurú económico del momento… La historia nos atropelló mientras nos tomábamos la última copa. De repente, como con aquellos ciegos de Saramago, empezamos a escuchar inquietantes historias de conocidos, o de amigos de amigos, o de conocidos de amigos de conocidos... Se quedaban en paro, perdían su trabajo, no encontraban nada nuevo en lo que trabajar, sufrían… Poco a poco dejabas de verlos, desaparecían del circuito. Al principio pudimos hacer como que no existían, eludirlos, seguir como si nada pasase, pero las historias seguían circulando, no dejaban de crecer, al tiempo que en los medios la prima de riesgo se erigía como un agujero negro informativo alrededor del que giraba toda nuestra realidad, todas nuestras vidas sometidas a su imperio, arrastrándonos lentamente pero sin remisión hacia el abismo. 
 
Los problemas económicos y el paro comenzaron a extenderse implacablemente sobre todos y nosotros, los mileuristas adultescentes, nos vimos atrapados por la gran tormenta: propietarios de viviendas cuyas hipotecas no podíamos pagar o cuyo pago significaba la asfixia económica total, con trabajos precarios y mal pagados que iban desapareciendo, muchos con hijos recién nacidos, nos dimos cuenta de que, a pesar de nuestros manidos discursos antisistema, no sólo participábamos del sistema sino que además íbamos a recibir todas las hostias sin protección alguna. Empantanados, sin poder caminar hacia delante, sin poder volver hacia detrás y sin poder huir como hacían los jóvenes veintañeros que estaban igual o mejor formados que nosotros pero no soportaban todavía ningún tipo de cargas, ni económicas ni emocionales. Absolutamente jodidos. La realidad nos arrasó. Cerró el último bar. Acabó la fiesta. Nos quedamos solos, frente al espejo, sin reconocernos.

Desde hace ya un tiempo nadie puede negar que las reuniones con los amigos, las cervezas del domingo o las escapadas nocturnas han perdido su sabor. Cada vez hay menos risas, la evasión se ha vuelto imposible, la realidad nos ha impuesto su agenda y se nos ha endurecido el rostro y el alma. Es curioso observar cómo treintañeros largos, que en toda su vida se han preocupado por leer un periódico, cuya máximo activismo político era recordar votar una vez cada cuatro años a quien estéticamente mejor se aviniera a sus escasas ideas, se enzarzan en agrias y pobres discusiones intentando desmadejar la madeja social que los ha puesto frente al abismo. Como malos actores interpretando un papel para el que nunca estuvieron preparados, balbucean soluciones extremas que ni ellos mismos se creen o escupen todo su rencor sobre la casta política que sigue haciendo méritos para servir de tontos útiles a toda esta estafa social en la que ha derivado la crisis del capitalismo de casino. Las conversaciones terminan encanallándose, las reuniones decayendo y los silencios imponiéndose. Todo se pudre.

Éramos tan felices, nos contaba Michi, el menor de los Panero, a cuenta de su infancia en la extraordinaria película de Jaime Chávarri, El desencanto. Es posible que mantener la leyenda, al estilo fordiano, sea más útil para sobrevivir, pero la mentira se hace más complicada de creer en este presente frío y acerado en el que vivimos. Veinte años después un Michi maduro, cercano ya a la muerte, se reía con cinismo de aquella afirmación en la continuación de la saga familiar que filmara Ricardo Franco.
 
Nosotros tampoco éramos tan felices. Pero nos esforzamos mucho en creerlo.

10 julio 2012

Detrás de la cortina roja


Poco más de seis meses han bastado. Los miembros del gobierno ejercen de marionetas petrificadas de un espectáculo decadente. Sólo pueden balbucear incoherencias que nadie se preocupa por desentrañar. Manotean frenéticamente tratando de llamar la atención, deslumbrados por los focos, incapaces de ver que más allá del escenario apenas queda ya público. Y que el que quedaba se está levantando, hastiado por el patético espectáculo. Pobres locos que intentan reproducir formas políticas ya enmohecidas, muertas para siempre, cuya defunción certifican sus precarios conatos de volver a traerlas a la vida. Ya no hay tiempo. Ya no es tiempo. A nadie convencen, a nadie lideran, ya nadie espera nada de ellos. La democracia representativa es el último gran relato, la última ficción cuyo artificio e impostura ya no son aptos ni para las masas más crédulas. Por eso esta inacción, esta desidia general, esta indolencia intelectual, nadie les pasará factura, ¿por qué? Sólo decepciona aquél del que algo se espera. No es el caso. La chanza es general, la crítica puede parecer descarnada pero lo que domina es el cansancio, un cansancio atroz de una sociedad sin alma, sin proyecto común, sin ideales ni referentes, cínica y descreída. Se sabe engañada, manipulada y apaleada. Le da igual. Sublima infantilmente sus miedos y su tristeza mediante el humor, ese humor urgente, hiriente en el instante pero inocuo y sin alcance más allá de la sonrisa de adhesión, estúpida, del convencido. Perdón, del follower. Twitter como gran escaparate de la mediocridad intelectual de nuestra sociedad: una forma de comunicación rápida y eficaz cuya posibilidad de existencia hubiera hecho temblar a cualquier gobernante en los últimos cien años pero cuya existencia real nos muestra inmisericorde los rasgos más aterradores de la idiocracia instaurada. Salpicada, eso sí, por pequeñas dosis de ese ingenio puntual, tan español, que humilla pero no hiere al fuerte y destruye para siempre a los más débiles. La calle por fin en la red. La red como la prolongación virtual de la barra del bar. Poco más. Los políticos transitan en tierra de nadie. Sus mentiras y contradicciones son ya de un tamaño tan colosal que imposibilitan su análisis crítico. Mienten. Todos los días. Se contradicen. Todos los días. Ellos lo saben, nosotros lo sabemos. Ellos saben que nosotros lo sabemos. Da igual, nada importa, el espectáculo debe continuar. Orwell ya no podría hablar de la neolengua en la sociedad actual. Excepto que inventara el concepto sobre la marcha y se lo gritara escupiendo a otro tertuliano en Sálvame. Todo se sabe ya. Todo el mundo sabe todo y de todo tiene opinión. Su saber ignorante debe valer tanto como el de cualquiera, por supuesto. Y saber de algo no tiene por qué impulsar a nadie para intentar cambiar nada.

Sólo falta que salga el enano bailando para que todo tenga por fin sentido.