Los mileuristas (escribiré un post próximamente sobre ellos (nosotros), cuando termine la lectura del libro de Espido Freire que los (nos) retrata) ansían esfumarse, escabullirse de sus obligaciones diarias, pero se han acostumbrado a que todo lo que realizan tenga y deba tener un valor añadido (algo grabado con fuego en nuestra conciencia capitalista). Viajar no sólo aporta la posibilidad de disfrutar de otros entornos y experiencias diferentes, sino que introduce nuevas variables en las conductas y relaciones sociales intrínsecamente relacionadas con el acto de viajar, pero fuera por completo de su ámbito inmediato. Viajar no es sólo viajar. Viajar es también tener la posibilidad posterior de contarlo. De hecho ya muchos sólo parecen viajar para eso, para contarlo. A este hecho les ha ayudado otra de las obsesiones de nuestra generación, que además han extendido a sus mayores y a sus hermanos pequeños. Se trata por supuesto del gusto por todo tipo de artefactos tecnológicos de última generación Gracias a ellos pueden registrar cada momento de sus emocionantes, extraordinarios y sorprendentes desplazamientos. Cada vez en busca de destinos más exóticos con los que poder impresionar (e impresionarse). Desde hace unos años hemos pasado de aquellos amigos, aficionados a la fotografía, que se tiraban horas para hacer un instantánea que consideraban mágica y especial, o de los miembros de la familia que eran los encargados (por tener cierto gusto e interés) de realizar las fotografías de los eventos familiares y que poseían cámaras tradicionales con un número limitado de fotos que tirar (principalmente por la pasta que costaban los revelados), a que cada miembro de la familia y cada miembro de un grupo de amigos tenga un cámara de fotos digital con la que hacer cientos de fotos (literal) en un fin de semana cualquiera de turismo. Todos ellos con una dedicación y un fervor que para sí hubiera deseado hasta el mismísimo Robert Capa. El asunto empeora con las cámaras de vídeo. La gente ya se perfecciona. Yo he sido testigo en
Porque al final lo que permanece es esa actitud: se trata de viajar siempre que uno pueda, irse a dónde sea. Quedarse en casa es de tontos, de pobres. Sólo se queda uno en casa si no puede evitarlo. Da igual si existe motivación de algún tipo para ese viaje, si hay algo de real interés salvo el del mismo hecho de viajar. Y, por supuesto, después, contarlo a la vuelta. Mediante imágenes. Cientos a ser posible. Además, no hay que ser muy listo para saber que existen pocos genios o artesanos cualificados en cualquier arte en general. Es decir, lo de menos es la calidad de lo que muestres sino que lo muestres muchas veces, desde muchos ángulos distintos, muchas poses, muchas risas, muchas puestas de sol que fueron maravillosas pero que en imagen sólo son anodinas, muchos edificios y monumentos que descontextualizados carecen de toda importancia y presencia. Muchas veces muchas mismas cosas. Pero da igual. Algunas veces, pocas, encuentras una fotografía maravillosa, o simpática, o impactante entre toda la morralla que te enseñan, pero hay que tener una constancia y una paciencia infinita para esperarla y apreciarla. A veces, cuando llega esa joya, el sentido de la vista y de la estética está ya tan colapsado que ni siquiera se tiene fuerza para valorarla. ¿Por qué esa necesidad de vivir a través de lo que cuentas a los demás? No me vale la excusa de que se quiere compartir lo vivido. Es mentira. Es una falacia para mentes idiotas. ¿Nos estamos transformando en unos replicantes humanos capaces sólo de sentir a través de las imágenes?
Siempre ha existido gente con ímpetu viajero. Con un ansia descomunal por descubrir y sentir la realidad de otros lugares, de apoderarse de sensaciones y costumbres diferentes, de conocer parajes y paisajes singulares. Yo creo que todos poseemos algo de ese ímpetu en mayor o menor medida. A todos no gusta salir de nuestro entorno habitual y plantarnos en lugares diferentes. Descubrir la belleza de otras ciudades o sentir el aire fresco en una montaña perdida. Pero lo que no me creo es esta avalancha de Admunsens y Scotts urbanitas. Me parece un tara más de esta sociedad nuestra que nos obliga a sublimar nuestros problemas reales con dosis de imbecilidades varias, que tomamos dóciles y gustosos porque somos incapaces de decidir con madurez y criterio cuáles son nuestras preferencias, nuestras prioridades y nuestros hobbies, más allá de lo que la masa impone que es la moda.
Desde que hace unos meses Carol anunció que en navidades iría a Australia para visitar a su amiga Elena, y que yo había decidido que no iba a ir con ella he experimentado con cierta sorna el grado de tontería que se ha generado entre todos en torno al tema de los viajes, la relevancia que ha cobrado y el tótem en el que se ha convertido entre la gente de nuestra edad. Obviando comentarios de familiares y amigos muy cercanos cuya lógica confianza les permite soltarme lo que les dé la gana desde el cariño y la amistad, lo cierto es que todas las personas que, por un motivo u otro, se han enterado de la situación que se planteaba han reaccionado de la misma forma (eliminando los malévolos que han visto en ello algún problema oculto en nuestra relación): “¿tú no vas? ¿por qué? ¡qué tonto!... Anda que si yo pudiera...” Con dos cojones. Da igual que yo, educado, les respondiera que me parecían muchas horas de avión, que significaba utilizar todas las vacaciones de navidad, que en este momento por circunstancias personales me parecía que era un viaje demasiado lejos y demasiado largo para afrontarlo. También que a mí Australia tampoco me llamaba mucho... Da igual, el gesto de sorpresa en la cara no se les iba. A viajar no se renuncia. Definitivamente, yo era un gilipollas. Viajar (y encima a un lugar exótico como ése) significa demasiado emocionalmente en nuestra perdida generación para desperdiciar un cartucho de elefante como éste. Hasta ahora, tras las pertinentes explicaciones, me callo y cambio de asunto. Lo que pienso realmente lo estoy exponiendo aquí por primera vez. Vamos a ver: ¿por qué cojones tengo que ir yo a Australia? ¿En mi trayectoria vital ese país significa algo que compense y dé sentido a ese desplazamiento? A Australia sólo me liga el factor humano. El enorme placer que supondría volver a ver a Elena. El gustazo que significaría tomarme unos whiskies con ella y Rhyall. Charlar con ellos. Pero nada relacionado con esa zona del mundo. En mi vida, antes o después de conocer a Carol, nunca me habría planteado viajar allá. Entonces, ¿por qué tengo que ir? ¿sólo por ese motivo? Bueno, pero es que por ese motivo debería viajar antes a Francia a ver a mi hermano Migue, o podría irme a Colorado a tomarme otro copazo con Juanma. ¿Porque una oportunidad así no se puede desperdiciar? Como que oportunidad. Un viaje como ése cuesta 1500 euros del ala. Allá aquél al que le parezca poco. Para mí, desde luego, que todavía no he cobrado mi primera nómina, es una pasta, pero a todos los lúcidos que me miran con cara de pasmarote cuando les digo que no voy les invito que retiren ese dinero de sus cartillas y disfruten de ese viaje inaplazable. ¿Que podría conocer un sitio completamente diferente? Pues lo siento señores, a mí me gusta viajar pero ese ímpetu tan marcado no lo tengo. No me voy a marcar cada año un viaje de este tipo y la verdad es que si lo racionalizo, por cuestiones personales, literarias, sentimentales y culturales preferiría afrontar un viaje a