Es el olor. Al final es ese olor, que se adhiere de manera nauseabunda a tus
ropas, que termina apoderándose de cada centímetro de tu piel, que te acompaña
durante días sin posibilidad de eliminarlo ni enmascararlo, mientras obligado
sigues transitando por las entrañas del monstruo. Cada noche, mientras aceptaba
sumiso volver a ser devorado, mientras paseaba por sus entrañas con la cabeza
agachada para no enfrentarme de nuevo directamente a él, para eludir mi reflejo
en sus frías paredes y negarme a confiar en su impostada asepsia, camino a esa
habitación palpitante aún de vida que significaba el único refugio posible
frente al dolor que transpiraban las paredes del monstruo, levantaba levemente
la mirada, lo justo para mirar sin ser observado. Los pasillos de la bestia son
como un agujero negro, un punto singular, un aleph del cual el dolor, como la
luz, intenta escapar sin conseguirlo, regresando siempre, incapaz de ir más
allá de los límites físicos que lo constriñen, incapaz de superar su particular
radio de Schwarzschild, distribuyéndose a su vuelta de manera despiadada e
indiscriminada entre sus cautivos, lo que hace que algunos que aún albergaban alguna
esperanza esa noche, como aquella noche, de aquel puto septiembre, terminen
derrotados frente a un cadáver irreconocible mientras otros saludan la mañana
con la buena nueva de una respiración acompasada en un cuerpo que por fin deja
de temblar. Corres entonces, empaquetas tus cosas y las de ella, sales con
prisa de la habitación que fue refugio y ahora se ha convertido en prisión, atraviesas
de nuevo los pasillos sintiendo como se posan sobre ti las miradas cargadas de
envidia insana que te lanzan los que aún deben permanecer en el estómago de la
ballena. Atraviesas por fin la puerta de salida, el coche acelera alejándote
del monstruo de hormigón, ves como su tamaño disminuye en pocos segundos hasta
por fin desaparecer pero, a pesar de ello, a pesar de que por fin lo pierdes de
vista, crees escuchar una risotada sarcástica, lejana, casi inapreciable. Suena
como una promesa. Promesa de un reencuentro que aunque no deseas sabes que
inevitablemente se volverá a producir. Promesa de dolor. Promesa de
sufrimiento. Sonríes por primera vez en días. Que se joda. Que espere. Todavía
no es la hora. Queda tiempo. Tanto tiempo.
15 mayo 2013
12 abril 2013
El funcionario escindido: otro tonto útil
Leo la anécdota en el ameno y clarificador ensayo Keynes vs Hayek, escrito por Nicholas Wapshott. Friedrich Hayek, el que se convertiría en
adalid de la rebelión contra el intervencionismo del Estado en los asuntos
económicos de los ciudadanos, recién llegado a EEUU, con apenas 24 años y sin
posibilidad de contactar con la persona que iba a contratarlo para una
universidad norteamericana estuvo a punto de trabajar como friegaplatos en un
restaurante para poder mantenerse en EEUU sin que lo deportaran. Finalmente el
problema se solucionó y entró a trabajar en la universidad, pasando así a ser un
empleado público, uno más, uno de de tantos, de índole intelectual, sí, profesor
universitario, de acuerdo, pero un trabajador público más al fin y al cabo cuya labor
sólo podría desarrollarse (entonces y ahora) bajo el paraguas del Estado, de su
arquitectura institucional. No era la primera vez que trabajaba en el ámbito de
lo público, ni fue la última. Ni mucho menos. En diferentes países. En su caso,
durante toda su vida. En sus 92 años el famoso economista jamás trabajó para el
sector privado (habría tal vez que descontar los poco más de diez años en la Universidad de Chicago, que el autor del libro parece obviar que era privada). Su caso es paradigmático. Es la gran figura, el Messi
ultraliberal, aquél al que idolatran todos los liberales dogmáticos, todos los que
creen en la posibilidad utópica de un libre mercado ajeno a las interferencias políticas,
los que defienden la existencia de un Estado mínimo que no interfiera en el equilibrio
“natural” de los mercados. Cuando hablan de Estado mínimo no es difícil establecer
a qué mínimo Estado se refieren, claro. Al que los proteja a ellos, a la élite,
de los miserables que peleen por su supervivencia.
06 abril 2013
Resonancias cinematográficas
El cine. El arte en el que todo cabe, en el que nadie ya se detiene, sobre el que todos se permiten opinar. Finalmente convertido para tantos ciegos tan sólo en la destreza de narrar una historia audiovisual. La misma historia. Una y otra vez. Hasta que alguien advierte que no siempre es igual. Que lo que se cuenta difiere sustancialmente de lo ya contado, aún pareciendo que se cuenta de nuevo lo que anteriormente ya se contó. Hasta que alguien comprende que merece la pena reflexionar sobre las diferencias, discutir sobre las influencias y entablar un diálogo entre películas que parecen narrar lo mismo Un diálogo entre directores dispares con sensibilidades diferentes. Universos independientes construidos a imagen y semejanza de artistas que se sentían capaces de volver a contar lo ya contado bajo su prisma. De volver a contar lo mismo para volver a contarlo por primera vez
Sólo se vive una vez - Fritz Lang (1937)
Los amantes de la noche - Nicholas Ray (1948)
Malas tierras - Terrence Malick (1973)
10 marzo 2013
La cara oculta de la formación continua
Nadie parece querer ver al elefante en el salón. Nadie
parece estar dispuesto a ralentizar la marcha, a relajar el ritmo, a tomarse un
respiro para estudiar, evaluar y advertir qué otras consecuencias (además de
las positivas, que difunden hasta el hastío) conlleva aquello que se ha convertido
en paradigma social. Nadie parece querer encontrar un solo defecto, un solo
aspecto negativo, nadie parece querer debatir con seriedad los efectos
indeseados e indeseables que conlleva la imposición de la formación continua,
del aprendizaje para toda la vida en nuestras experiencias laborales. No se
contextualiza, no se indaga, no se piensa a largo plazo, sólo se glosan sus
beneficios y su necesidad inmediata, las ventajas que supone, la vitalidad que nos
otorga, el ímpetu que nos da. Dicen, repiten, reiteran hasta el hartazgo que es
lo que nos permitirá seguir en la brecha, no abandonarnos a rutinas y vivir
constantemente en alerta, atentos a los cambios que se produzcan, a las
oportunidades que la vida nos ofrezca, aprendiendo, formándonos, siempre, cada
día, cada semana, cada mes, cada año, toda la vida, hasta morir, para estar continuamente
en guardia, preparados, dispuestos a afrontar los problemas que surjan, a
encarar las dificultades a las que nos enfrentemos con una maleta de conocimientos
y competencias que poder usar o, al menos, que poder certificar y mostrar a aquellos
que realmente tienen el dinero y el poder de darnos el "privilegio" de trabajar.
Nadie quiere ser el primero en advertirnos de la imposibilidad de mantener este
ritmo desquiciante, de la aceleración inhumana que nuestras sociedades modernas
han adquirido, del fango al que nos arrastra este camino. Han conseguido
transformar nuestra percepción de la realidad, convertir la hipótesis sin
confirmar en ley ineludible, en dogma, han construido un nuevo lenguaje para
poder conformar esa realidad según sus planteamientos y han terminado de
dar forma a esta especie de nueva
religión gracias a la creación de una casta de nuevos sacerdotes, gurús
tecnológicos y pedagogos de la última generación, encantados de su labor
mesiánica, encantados de convertirse en los adalides del advenimiento de los
nuevos tiempos laborales y de hacerse con el control emocional de las masas.
Durante décadas hubo una clara diferenciación entre el horario laboral y el horario propio, de ocio o familiar. Se luchó denodadamente para conseguir que ese horario laboral se redujera y se regulara, para permitir a los trabajadores escapar de los asfixiantes espacios laborales (donde el ser humano nunca puede expresarse en toda su dimensión) y poder disponer de tiempo para construirse un espacio propio, íntimo, familiar en el que descansar y poder sentirse pleno. La irrupción de la modernidad líquida y el desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación sólo han servido finalmente para que el espacio laboral termine colonizando de nuevo al espacio propio y todo el tiempo sea ya uno solo, el laboral, compuesto en primer lugar por el horario de trabajo en sí mismo, en segundo lugar por el tiempo dedicado a la obtención (certificada, claro) de esas competencias necesarias para no quedarse atrás, dedicado a una formación continua que termina siendo condena perpetua de la que no es posible escapar y, por último, por el tiempo dedicado a la construcción de un yo social que poner en el mercado, a la vista de todos, en las redes sociales de Internet, un tiempo dedicado a la exposición infructuosa de un yo artificial, mutilado y autocensurado, construido para el establecimiento de contactos con los que aumentar el capital social disponible, enfocado, por supuesto, a un mejor posicionamiento en el mercado laboral.
Durante décadas hubo una clara diferenciación entre el horario laboral y el horario propio, de ocio o familiar. Se luchó denodadamente para conseguir que ese horario laboral se redujera y se regulara, para permitir a los trabajadores escapar de los asfixiantes espacios laborales (donde el ser humano nunca puede expresarse en toda su dimensión) y poder disponer de tiempo para construirse un espacio propio, íntimo, familiar en el que descansar y poder sentirse pleno. La irrupción de la modernidad líquida y el desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación sólo han servido finalmente para que el espacio laboral termine colonizando de nuevo al espacio propio y todo el tiempo sea ya uno solo, el laboral, compuesto en primer lugar por el horario de trabajo en sí mismo, en segundo lugar por el tiempo dedicado a la obtención (certificada, claro) de esas competencias necesarias para no quedarse atrás, dedicado a una formación continua que termina siendo condena perpetua de la que no es posible escapar y, por último, por el tiempo dedicado a la construcción de un yo social que poner en el mercado, a la vista de todos, en las redes sociales de Internet, un tiempo dedicado a la exposición infructuosa de un yo artificial, mutilado y autocensurado, construido para el establecimiento de contactos con los que aumentar el capital social disponible, enfocado, por supuesto, a un mejor posicionamiento en el mercado laboral.
Lo que nadie parece querer tener en cuenta es el inevitable paso
del tiempo en la vida individual de cada uno de los trabajadores. Las
sociedades modernas se construyen sobre un presente continuo que no tolera el
fluir del tiempo: el trabajador debe estar siempre dispuesto a hacer lo
necesario para mantenerse “empleable” y ello pasa por utilizar su tiempo libre
para seguir formándose eternamente, sin posibilidad real de disfrutar con un
aprendizaje que siempre se realiza bajo una extraordinaria presión. No deja de
ser una cruel ficción sustentada en unos trabajadores perfectamente
prescindibles que se engañan pensando que son absolutamente imprescindibles y
destruyen sus vidas durante un tiempo para servir al capital. La ficción se
mantiene durante ese tiempo, un tiempo en el que se vive tan sólo para trabajar
o para encontrar trabajo hasta que al final, sin posibilidad de evitarlo, se
sucumbe a la única realidad que la vida se asegura de mostrarnos: el tiempo no
se detiene, dejamos de ser jóvenes, estamos sometidos a un lento declinar físico
que tiene consecuencias, llega la madurez, la inevitable pérdida del ímpetu
para enfrentarse a un mundo hipercompetitivo, la asunción de responsabilidades
familiares que lastran la proyección profesional, tenemos hijos, aparecen las enfermedades,
llega la vejez y con ella, e incluso antes, la forzosa pérdida de ciertas capacidades cognitivas… Esa es la
realidad a la que las sociedades modernas han cerrado los ojos desde hace años
debido a la dictadura del capitalismo
inmaterial. Vivimos en ese mundo que prefiguraba La fuga de Logan, un mundo donde
se rinde culto a la juventud y, en este caso, ese culto se relaciona
directamente con la adaptabilidad laboral de los jóvenes, que tanto conviene al
sistema. Un mundo donde al viejo se lo aparta y se lo hace desaparecer, sin que
nadie quiera investigar las razones profundas por las que eso sucede, sin que
nadie se pregunte seriamente por qué dejaron de ser útiles, las causas últimas por
las que no pudieron seguir el ritmo aunque lo intentaran desesperadamente,
porque en muchas ocasiones ese reciclaje perpetuo que exige el mercado entronca
directamente con la facilidad de la juventud para esclavizarse gustosamente por
una oportunidad de futuro que termina destruyendo el presente de los mayores.
Debemos comenzar a preguntarnos a dónde nos lleva esta
obsesión pretendidamente formativa y quién sale realmente beneficiado con ella.
Hay que criticar el fanatismo con el que se defienden las ventajas de la
formación continua y el aprendizaje para toda la vida por parte de tanto gurú
de pacotilla que nunca saca un pie de la universidad o ha montado su
chiringuito a costa de impartir cursos sin sustancia, construidos sobre el vacío,
cursos donde el coaching, el branding y el networking se dan la mano con la
impostura, la superficialidad y la estafa intelectual. Hemos dejado de lado el
ritmo natural de la vida, sus ciclos y las posibilidades que cada uno de ellos
nos permite, nos hemos puesto de speed hasta arriba y acelerado nuestras vidas hasta
alcanzar una velocidad suicida imposible de mantener. Es absolutamente
necesaria una reflexión social ajena a las necesidades de un mercado bulímico que
devora trabajadores al mismo ritmo que los expulsa tras haberlos exprimido. Hay
que establecer los límites de esa formación continua, cuándo y cómo debe
realizarse, a quien beneficia la obsesión por los títulos y las competencias
certificadas, así como la utilidad concreta de las mismas en el mercado laboral
real. El estudio y la formación conllevan un enorme esfuerzo no sólo temporal
sino también emocional y aunque el aprendizaje pueda resultar en algunos casos gratificante,
la suma de este esfuerzo y del propiamente laboral, unidos a la presión asfixiante
bajo la que se está realizando esta formación, tanto con la esperanza de
encontrar un trabajo en un mercado laboral anoréxico como para no perder el empleo
y poder así sobrevivir y no perder la posición social alcanzada, constituyen un
escenario atroz que destruye vidas, anula voluntades y transforma a las
personas en zombis cuyo único objetivo es la supervivencia. Por ello no les
importa pagar una y otra vez el dinero que no tienen para hacer cursos,
matricularse en masters o asistir a conferencias.
Más allá de una élite cultural y empresarial que cree haber encontrado la
piedra filosofal en una formación continua cuya gestión detenta con mano de
hierro, existe una enorme masa ciudadana desconcertada, desorientada, perpetuamente
enganchada a una formación permanente que siempre parece que la forma para algo
que ya se ha quedado inmediatamente anticuado o que hay inmediatamente que
reciclar. Mediante más formación de pago, por supuesto. El problema no está en
la necesidad de ese aprendizaje para toda la vida. La idea mantiene su enorme
fuerza porque se asienta sobre una verdad incontestable: es saludable seguir
aprendiendo más allá de los primeros años de vida para no estacarse y poder
evolucionar. Pero como tantas veces sucede, una buena idea se termina
prostituyendo cuando no se pone al servicio de las necesidades humanas sino al
servicio del mercado, al servicio de la economía, al servicio, por tanto, del capitalismo
disparatado en el que vivimos.
No podemos estar estudiando toda la vida con la soga al
cuello, no podemos estar formándonos para siempre bajo presión, no podemos
utilizar el escaso tiempo libre del que disponemos para seguir estudiando solo
aquello que nos digan que resulta útil para posicionarnos en un mercado
laboral que nunca parece tener espacio para todos. No podemos centrarnos tan
solo en una formación obscenamente pragmática que nos impide tener tiempo para
volver la cabeza a otras lecturas y a otros aprendizajes tal vez más cercanos a
nuestras verdaderas necesidades. Que nos satisfagan y realmente nos hagan
evolucionar. No solo como potenciales trabajadores sino como personas con
inquietudes. Nos han estafado con el rollo de la formación continua y me temo que igual ya es tarde para escapar.
02 marzo 2013
Elogio de la coherencia
En unos pocos días he vuelto a leer o a escuchar varias veces
una de esas frases que se repiten pomposamente en ciertas conversaciones, una
de esas ideas con las que algunos pretenden finiquitar discusiones que los
superan o epatar a sus contertulios aparentando profundidad: "la coherencia está
sobrevalorada". Me gusta imaginarlos justo antes de emitir su sentencia,
terminando de escuchar la crítica del adversario, la pregunta del entrevistador
o la reflexión del amigo. Paladean la idea en su cerebro, se impacientan, creen
haber encontrado la piedra filosofal que les exime de responsabilidad alguna en
aquello de lo que se está tratando. Ellos poseen la luz que nos ha de guiar,
una verdad que lo cambia todo, una certeza que todos debemos aceptar para
crecer y madurar, para no quedarnos en estadios primarios de nuestra evolución
social: "la coherencia está sobrevalorada". También me gusta imaginarlos justo
después de lanzar al aire su reflexión, esperando tal vez un silencio
sobrecogedor, quizás miradas de admiración ante su clarividencia, seguramente
gestos afirmativos de los que no pueden más que aceptar la realidad invocada. Creo
que la primera vez que escuché esa frase fue hace unos cinco años, en boca de un
veterano profesor, progre por supuesto, tras una multitudinaria manifestación
educativa en la que reivindicábamos la educación pública sin saber aún la
deriva que el asunto iba a tomar en pocos años. El tipo en cuestión, con su
cerveza en la mano derecha, más bien obeso, mirando fijamente al infinito,
soltó la manida frasecita intentando hacer valer su edad, su experiencia, su
mayor conocimiento de la vida para salir del callejón sin salida en el que sus
argumentos previos, contradictorios, absolutamente cínicos, miserables, lo
habían arrinconado: "la coherencia está sobrevalorada". Tras la boutade intentó
aclarar su planteamiento, exponiendo sin darse cuenta la inconsistencia de la
idea, la debilidad de sus convicciones. Planteaba que la clave era sostener unos
ideales de justicia y de solidaridad social, incluso defenderlos públicamente
si hiciera falta pero que ello no tenía por qué llevarnos a actuar en la vida
real de manera coherente con ellos. Al fin y al cabo el ser humano es débil y
no puede resistir a la tentación de ir contra de aquello que defiende intelectual y racionalmente
cuando entra en juego su propio beneficio (aunque sea inmoral). "La coherencia
está sobrevalorada". En el fondo la afirmación no es más que un síntoma del
pensamiento débil que domina nuestro tiempo. No seamos coherentes, relativicemos
la importancia de intentar actuar según lo que decimos pensar, dejemos de lado
la ambición de que nuestros actos sean consecuentes con las ideas que decimos
creer. Porque ahí está una de las claves: lo que decimos pensar, lo que decimos creer, que tal vez no sea ni de lejos lo
que realmente pensamos o lo que realmente creemos pero son las ideas que conforman
el discurso construido para vincularnos con nuestro entorno social.
Es necesario reivindicar la coherencia, defenderla y protegerla, sin caer en fundamentalismos, comprendiendo la dificultad que conlleva, pero teniendo claro que debe ser el eje rector de nuestras acciones, la meta a alcanzar aceptando la imposibilidad de hacerlo: la coherencia es la única manera en la que nos podemos reconocer a nosotros mismos, el mecanismo mediante el que construimos nuestra personalidad, el instrumento mediante el que podemos aspirar a que los demás nos reconozcan, nuestra forma de vivir en sociedad. Porque al final, más allá de veleidades posmodernas y constructos teóricos elusivos, no somos socialmente ni lo que pensamos ni lo que decimos pero sí terminamos siendo lo que hacemos. Y por eso, por lo que hacemos, por nuestras acciones, coherentes o no con lo que decimos pensar, se nos podrá valorar. Por nuestras acciones, por nuestra actividad social dentro de la comunidad, que tendrá un significado, que tendrá un sentido o, por el contrario, será un ejemplo más de la maleabilidad humana para procurarse un beneficio propio a costa de las miserias de otros. Otro ejemplo más de como conseguir un provecho mientras se afirma exactamente lo contrario de lo que se hace.
Es necesario reivindicar la coherencia, defenderla y protegerla, sin caer en fundamentalismos, comprendiendo la dificultad que conlleva, pero teniendo claro que debe ser el eje rector de nuestras acciones, la meta a alcanzar aceptando la imposibilidad de hacerlo: la coherencia es la única manera en la que nos podemos reconocer a nosotros mismos, el mecanismo mediante el que construimos nuestra personalidad, el instrumento mediante el que podemos aspirar a que los demás nos reconozcan, nuestra forma de vivir en sociedad. Porque al final, más allá de veleidades posmodernas y constructos teóricos elusivos, no somos socialmente ni lo que pensamos ni lo que decimos pero sí terminamos siendo lo que hacemos. Y por eso, por lo que hacemos, por nuestras acciones, coherentes o no con lo que decimos pensar, se nos podrá valorar. Por nuestras acciones, por nuestra actividad social dentro de la comunidad, que tendrá un significado, que tendrá un sentido o, por el contrario, será un ejemplo más de la maleabilidad humana para procurarse un beneficio propio a costa de las miserias de otros. Otro ejemplo más de como conseguir un provecho mientras se afirma exactamente lo contrario de lo que se hace.
01 marzo 2013
El instante final
Apoyó suavemente la cabeza sobre su pecho. Sintió
inmediatamente el irregular latido de su corazón, mientras el pecho agitado
protestaba rítmicamente por el nuevo impedimento que encontraba en su batalla perdida
por seguir bombeando oxígeno desde aquellos viejos y asmáticos pulmones. Se mantuvo
así unos segundos, disfrutando de la calma, de la pausa, de la tregua que se
daba a sí misma en medio del sufrimiento final. Porque era el final, su final,
el de ellos, el de su historia, el de una vida compartida. Sabía que ya no
despertaría, no habría lugar para la despedida sentimental, esa que él siempre
detestara en el cine que tanto amó. Simplemente la miró, dulcemente, como
tantas veces, esbozó media sonrisa y cerró lentamente los ojos. Se apagó su
mirada y, sorprendida, observó que sin ella ese rostro le parecía casi el de un
desconocido. Las arrugas propias de la vejez surcaban la cara del que posara por primera vez,
sonriente y enamorado, hace ya tantos años, ante su cámara. Recordó como el viento
del mar agitaba entonces sin cesar su pelo negro, ese pelo del que apenas hoy
quedaban rescoldos encanecidos sobre su cráneo. Los ojos, pensó, los ojos son
los únicos que nos permanecen fieles mientras el tiempo nos devasta. La mirada, su fuego, el
sarcasmo imperceptible, la furia desatada, el dolor incontrolable, el miedo. Lo
único que terminamos reconociendo en las facciones del otro, en la facciones de
uno mismo, a lo que nos agarramos cuando el espejo nos devuelve la imagen de un
cuerpo decrépito que jamás asimilas que pueda ser el tuyo. La mirada. Separó lentamente la cabeza de su pecho mientras intentaba evitar contemplar su rostro.
Para qué. Ya no era él, nada de él permanecía, solo su memoria, su historia, el
pasado, el de los dos. Se arregló el pelo de manera mecánica y salió de la
habitación, de la casa, cruzó el jardín, siguió caminando, dejó atrás el
tiempo, atravesó el espacio y llegó finalmente a una pequeña playa de arena negra bajo los riscos. Era la última
mujer viva, nadie quedaba ya, era leyenda, en eso se había convertido, en la leyenda que nadie reclamaría. Se encontró
por fin frente al mar, un mar tenso, nervioso, agitado, como si tuviera vida,
como si siempre hubiera podido sentir y solo ahora, en la intimidad, se permitiera expresarse, recordar viejas historias, construir nuevas ficciones. Frente a ese mar comprendió que todo
había terminado. Nada quedaba por hacer, nada quedaba por salvar, nada por lo
que luchar. La contienda había finalizado. Se sentó sobre la arena, sintió por
última vez su suavidad, dejó arrastrar sus manos sobre ella sintiendo como se
deslizaba entre sus dedos. Mientras lo hacía, al fondo, la gran ola comenzó a acercarse.
No pudo evitar sonreír. Tal vez recordando alguna película. Tal vez
recordándolo a él
24 febrero 2013
Cuando el destino nos alcance (3 de 3)
¿Y entonces? ¿Cuál es el camino? ¿Es posible una revolución? No lo sé, no lo creo, no existe ese Paul Atreides, ese líder de masas que venga a cambiar nuestro mundo, ni creo en la posibilidad de que la masa se convierta en la multitud inteligente que defendieron Negri y Hardt, pero cada día vivo con más rabia la estafa social en la que vivimos y cuyas consecuencias nos quieren hacer tragar, cada día me siento más incapaz de prever salidas justas y viables al drama social en el que andamos inmersos, cada día siento crecer el cinismo en mi interior, la desesperanza, el desencanto, también un cabreo infinito que me revuelve el estómago y me quema la garganta. Incapaz de desconectar pero hasta los cojones de no encontrar la manera de parar todo esto. Aquí de lo que se trata es de si cuando acabe todo esto (si conseguimos que acabe) tendremos un presente y un futuro común o será un sálvese quien pueda, egoísta, insolidario, consustancial al ciego neoliberalismo, totalitario y seductor, que nos ha arrastrado por el fango, que nos ha hundido, que nos ha llevado hasta esta situación. Si dejaremos de creer en la posibilidad de una solución común y colectiva y dedicaremos todos nuestros esfuerzos, como el burro tras la zanahoria, o como los esclavos encima de las bicicletas estáticas de Black Mirror, a correr y correr dentro de un despiadado sistema competitivo en el que la victoria para casi nadie es posible pero todos creen que igual ellos podrán alcanzarla. Si cada uno de nosotros viviremos aislados creyéndonos la ficción, pensando que el problema está en los otros, en su pereza o incapacidad, pero no en nosotros que somos competitivos, adaptables, trabajadores y dinámicos. Mientras todo marche sin problemas, claro, mientras te mantengas en la cima, mientras seas joven, mientras no te alcancen los imponderables que jamás creíste ni te planteaste que te podrían afectar: las enfermedades, los despidos, el propio paso del tiempo… Todo lo que finalmente hará que seas un desecho social, maquinaria prescindible, inútil para una sociedad hierática que no atenderá más que a tu cuenta de resultados inmediatos, una sociedad que científicamente justificará tu exclusión. En el fondo muchos de los que hoy se indignan, se manifiestan, cuestionan el sistema y afean la conducta a políticos y banqueros no dudarían un segundo en tomarse la pastilla azul de Morfeo para reintroducirse en Matrix, en la España de hace seis o siete años, en el Occidente de principios de siglo XXI, en el que marchaba de burbuja en burbuja hasta el estallido final. No darse cuenta de este hecho es no entender la sociedad en la que vivimos, no aceptar la odiosa realidad que nos rodea, dejar que el ruido social que nos envuelve nos engañe y nos lleve a pensar que por fin los ciudadanos han tomado conciencia de su poder y de su importancia. Desgraciadamente muchos de los que creen en la necesidad de una salida desde la izquierda a la crisis social y económica que padecemos obvian que a una gran parte de la sociedad no le jode que nos estafen sino que ellos no puedan llevarse su parte (pequeña) del pastel, como antaño hicieron.
La solución realista, revolucionaria al tiempo que la única pragmática,
increíble al tiempo que la única posible, complicada, casi imposible, pasa por
hacerse con el poder las instituciones, por cambiar el sistema desde dentro, sin
destruirlo, aceptando las miserias y bondades del capitalismo pero controlando
sus excesos por el bien de la mayoría, limitando la libertad individual del
ciudadano medio mientras se permite el enriquecimiento inmoral de unos pocos
privilegiados. Es lo que hay. Asumamos el relativismo moral posmoderno. No es
viable soñar con alcanzar hoy ningún objetivo totalitario. Hay que domar al
capitalismo, embridarlo, pero parece imposible destruirlo, incluso nadie parece
creer que hacerlo sea finalmente positivo. La clave está en aceptar la tesis
del decrecimiento, entendiendo esto como dejar de pretender un crecimiento económico
exponencial y suicida, que amenaza no sólo a la sostenibilidad del planeta sino
a la propia existencia del ser humano, y buscar el desarrollo de un capitalismo
más pausado, regulado, intervenido y dirigido con el que no se amenace
continuamente al trabajador y en el que el ciudadano acepte la imposibilidad de
alcanzar cotas de lujo innecesario en su vidas. Hemos de asumir que la solución
también pasa por disfrutar de la vida de manera diferente, alejándonos del ideal
consumista capitalista que ha colonizado nuestros subconscientes y nos lleva a
un consumismo irracional en cuanto disponemos de una hora de libertad laboral o
unos días de vacaciones. Y recordar que no puede ser lo normal, lo lógico, lo
aceptable en una sociedad desarrollada, alquilar la mayor parte de tu vida al
mercado laboral para ganar un dinero que apenas sirve para sobrevivir. O
cambiamos los ideales vitales y las expectativas de vida o seguiremos estando
completa y absolutamente jodidos. Para que todos podamos alcanzar un nivel
aceptable de bienestar, para dar cabida a toda la población activa en los
mercados laborales, para dejar de trabajar y vivir con miedo permanente y sin
posibilidad de negociación con las empresas, todo pasa por entender que debemos
trabajar menos horas, cobrar sueldos más bajos y encontrar incentivos
diferentes al consumismo para nuestro mayor tiempo de ocio. Por supuesto, para
nuestra protección, por el bien de la equidad y la justicia social, el Estado debe
proveer y gestionar directamente, sin intermediarios y de manera responsable la
educación y la sanidad, además de controlar sin pudor los mercados inmobiliario
y energético para moderar su coste y asegurarse de que toda la población pueda
disponer siempre de una vivienda digna donde refugiarse, más allá de los
vaivenes que la vida siempre depara.
No existen soluciones mágicas, no vamos a participar de una
catarsis social por más que muchos la deseemos, hace años que sabemos que no
vamos a cambiar el mundo pero sí estamos frente a un cruce de caminos que nos
obliga a elegir una dirección u otra para tratar de salir como sea de este
cenagal. Y dependiendo de lo que elijamos, dependiendo de la fuerza que
tengamos para impedir que sean los otros, los de siempre los que decidan por
nosotros en su propio beneficio, dependiendo de nuestra capacidad de
organización para defender nuestros espacios sociales y nuestros derechos
tendremos un tipo de sociedad u otro, construiremos un futuro u otro y
viviremos más o menos libremente o como esclavos del capital.
23 febrero 2013
Lo que la crisis se llevó (2 de 3)
Pero la virulencia de nuestra crisis, el desfalco al que
estamos siendo sometidos los españoles, la revelación de que nunca vivimos
realmente en democracia y que nuestro régimen era tan autoritario y tan ajeno a
los designios del pueblo como siempre fue en sus diversas mutaciones
históricas, no debe hacernos perder la perspectiva global, los efectos
colaterales (positivos) no buscados pero evidentes que este sistema ha producido
en su loca carrera hacia el máximo beneficio, inmoral e inmediato. Las deslocalizaciones
industriales (que no sólo afectan a Europa sino también a EEUU, que ve como
cada día la que fuera su gloriosa industria nacional se desmantela, se trocea y
se desplaza a los países asiáticos, sin sindicatos y casi sin impuestos) y los
flujos de capital sin control han permitido que algunos de esos países
manufactureros y agrícolas que parecían condenados a ser eternamente “países en
vías de desarrollo” (aquello que estudiábamos de pequeños, como si fuera un
mantra) sueñen por fin con la posibilidad real de convertirse en países
desarrollados y con la llegada un futuro con más derechos sociales para sus
ciudadanos. En lo últimos veinte o treinta años en imposible negar que millones
de ciudadanos de parte del llamado tercer mundo (China, Brasil o India) han
visto como iban mejorando sus condiciones de vida debido a la implantación de
las industrias occidentales en sus países, con unas condiciones de trabajo
que rozan la esclavitud según los estándares occidentales pero que han proporcionado
al mismo tiempo unas mínimas estructuras de derechos y servicios sociales que
esos países nunca habían tenido. Por supuesto que es necesaria y justa la
crítica a unas deslocalizaciones que suponen un ominoso desempleo en un Occidente
que involuciona y cuyos trabajadores son chantajeados cada día a costa del
trabajo semiesclavo de Oriente. Pero es cínico criticar esto sin valorar
también la otra cara de la moneda: durante muchos años, mientras los occidentales
(y sobre todo los europeos) fuimos construyendo nuestros castillo de seguridad
a través de los estados de bienestar no sólo no nos preocupamos mucho en cómo
ayudar y fomentar que otros países alcanzaran nuestros logros sociales sino que
lo impedimos través de todo tipo de trabas comerciales, aduaneras o leyes
proteccionistas. Eso sí que fue competencia desleal. Creímos que era posible
vivir en utopías socialistas de bienestar, en islas de derechos sociales dentro
un mundo desolado y empobrecido, creímos poder dedicarnos al consumo
irresponsable a costa de seguir explotando y abandonando a su suerte a la mayor
parte de la población mundial. No nos
preocupamos cuando para nuestro inicial beneficio nuestras empresas nacionales
se fueron convirtiendo en internacionales, luego en transnacionales y
finalmente en omnímodas. Y dejamos de lado que se estaba construyendo un
capitalismo salvaje y expoliador como sistema socioeconómico rector que ya no
tenía que justificarse ni competir con un comunismo cuyos muros se derrumbaron
en el Berlín de 1989. Lo máximo que hicimos
fue envolvernos en la despreciable bandera de un oenegeísmo infame con el que
creímos eximirnos de la responsabilidad individual que el sistema de manera
colectiva nos obligaba racionalmente a atribuirnos. Es irónico: no hay solución
más capitalista que esta pretendida salvación individual de nuestras
conciencias. De esta manera, los 80 y los 90 fueron las décadas de la explosión
de la explotación de las “buenas conciencias occidentales”, a través de una
proliferación casi viral de las ONG´s de desarrollo que llegaban al tercer
mundo para introducir efectos paliativos y asegurar, tal vez sin pretenderlo, la
imposibilidad real de desarrollo de los países (a los que acudían como moscas y
como tal marchaban según la volátil opinión pública de los países ricos) al
sustituir pobremente, sin un plan concebido, el necesario papel del Estado en la
gestión de los servicios mínimos de sus ciudadanos. Mandábamos las sobras de
nuestras comidas, mientras llenábamos nuestros platos gracias a lo que les
robábamos. Y con ello acallábamos nuestras conciencias. Como en el Plácido de
Berlanga.
22 febrero 2013
Los miserables (1 de 3)
De esta crisis no vamos a salir nunca. O al menos, no vamos
a salir jamás de vuelta al mundo de fantasía dentro del cual vivíamos cuando
nos alcanzó. Hace ya un tiempo que parece que la sociedad española padece una peligrosa
especie de amnesia autoinducida, ha olvidado el origen, el porqué, el principio
de todo, lo que nos llevó a la ciénaga putrefacta en la que nos revolcamos cada
día, lo que nos condujo al insondable abismo en el que miles de españoles
pierden sus trabajos mientras todos perdemos la posibilidad de un futuro digno
y de un presente en el que no vivamos de rodillas, temerosos, siempre con miedo
y perdiendo lentamente la poca dignidad que aún intentamos mostrar. La crisis
del capitalismo especulativo, la crisis del sistema ludópata, asesino e irracional
que se hizo con el control de los Estados a través de sus instituciones más relevantes
y, poco a poco, fue apropiándose de todos los recursos públicos para
privatizarlos, exprimirlos, extraer brutales réditos instantáneos en beneficio
de unos pocos mientras hipotecaba el futuro de todos mediante una cínica
globalización de capitales que fluyeron sin control, fue ocultada durante años
de manera interesada por los grandes poderes financieros pero también eludida, de
manera estúpida, por una ciudadanía ciega, que no quería que nadie la
despertase de su sueño, inmersa en una utopía consumista basada en el crédito, que
le permitía disponer de un dinero que no tenía para vivir unas vidas cuyo ritmo
de consumo no podía mantener. Lo escribo y me aburro a mí mismo. Estas ideas ya
han fosilizado dentro de mí. Me parecen tan evidentes que me sorprende el éxito
de aquellos que quieren enmascarar la realidad del origen del problema en la incapacidad
o la corrupción de nuestros políticos, o trasladar toda la responsabilidad a la
ciudadanía. Es la economía, estúpidos, es el sistema el que ha quebrado y jamás
se podrá recuperar. El sistema es el problema y el foco de infección. Fin de la
ficción en la que vivió Occidente. Despertemos del sueño y reflexionemos cómo
acabó convirtiéndose en pesadilla. Nuestros políticos son tan mediocres hoy
como lo fueron siempre y lo único que ha cambiado es que por fin una gran
mayoría ciudadana no puede seguir ya autoengañándose más y ha adquirido
conciencia plena sobre ese problema. Pero no son los culpables de este fracaso
social. En absoluto. Ni de lejos. Son exactamente como deben ser, ejercen la política
exactamente como deben hacerlo tal y como están construidas hoy las democracias
occidentales, asumen su compromiso y ofrecen su lealtad al poder real, que no
reside en el pueblo sino en el capital, y aceptan sin rubor su rol subsidiario.
Algunos, de paso, se enriquecen ilícitamente o solucionan su futuro laboral. Son
miserables tal vez, pero no los responsables. Son tan sólo los tontos útiles,
los colaboradores necesarios, pero su mediocridad intelectual y su falta de carisma,
arrojo, valentía y capacidad no sólo los invalida para sacarnos del agujero y
para liderar la regeneración por sí solos, sino que también los invalida para
asumir la responsabilidad de ser los causantes principales por su mala gestión
de una crisis tan brutal como la que soporta Occidente. Una crisis que se va a
llevar por delante los estados de bienestar europeos tal y como los conocemos,
que aún no ha acabado y en la que los supuestos vencedores, los que se atreven
a dar lecciones (como Alemania ahora, como hace no tanto hacíamos nosotros
mismos) finalmente también se verán afectados por el tsunami y, directa o
indirectamente, sus ciudadanos también verán recortados su derechos sociales,
aumentadas sus jornadas laborales, disminuidos sus salarios y precarizados sus
empleos. La hoja de ruta está clara. Y no hay forma de volver atrás. Al menos
es imposible hacerlo por el camino por el que hemos llegado hasta aquí
09 febrero 2013
Regresiones
Te vas haciendo mayor. Tan idiota como real advertirlo. Lo
notas en los detalles, en los pequeños detalles. A veces lo sientes cuando
hablas con los que siempre te proporcionaron conversaciones viscerales, repletas
de emociones pero hoy sólo les ofreces diálogos sin tensión, sin riesgo,
medidos. O cuando abandonas una discusión y te refugias en un silencio que
puede ser interpretado como comprensivo, cuando sólo es producto de un aburrimiento
infinito que se alimenta de un desprecio soterrado Y asumes que el problema no
está en ellos, o al menos no está sólo en ellos, sino que es dentro de ti donde
tienes que mirar, analizar. Tal vez la respuesta esté en los años acumulados,
en las pasiones agotadas, en las batallas perdidas. No quieres molestar, crees
que ya no te merece la pena, que has encontrado el equilibrio justo, justo
cuando más desequilibrado te encuentras, ese equilibrio maduro que se aleja de
la arrogancia adultescente, tan explosiva como dañina, sólo para terminar ahogado en
una especie de mar muerto adulto, en el que todo lo respetas y valoras, lo
comprendes, todo vale, sobre la base de la necesidad de mantener unas
saludables relaciones sociales que, en el fondo, tal vez te la sude conservar. Pero
algo no funciona del todo, sientes como por dentro la ira se acumula, las
tonterías te inflaman, quieres volver a
ser quien eres, ése con el que te sientes a gusto, te miras y te mides, valoras,
sientes cercana la explosión, sin saber con quién será ni por qué, esa explosión
que te devuelva a la realidad, que te devuelva a la incomprensión general, a tu
cueva.
Cada vez más harto de las medias tintas, de engañosas
empatías, de silencios que parecen cómplices. Cada vez con más ganas de volver
a tocar los cojones. Como siempre. Como debe ser.
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