11 diciembre 2020

Celebrando los 15 años de Discursiones (1)

13 de diciembre de 2005. 13 de diciembre de 2020. 
 
Este fin de semana se cumplen 15 años desde que publiqué mi primer post en este blog. 15 años ya. Discursiones nació a finales de 2005, en pleno boom de la blogosfera y yo, por entonces, no tenía muy claro ni cómo ni para qué lo iba a usar. Ha pasado el tiempo (tanto tiempo) y, aunque siempre con dudas, continué escribiendo y publicando. Incluso cuando los blogs murieron. No sé cuántas veces he pensado en cerrar esta puerta (a veces demasiado explícita) a mi vida, a mis ideas, a mis sentimientos, a mi forma de mirar al mundo pero, al final, nunca fui capaz de hacerlo. A día de hoy ya tengo claro el porqué: desde que nació, he usado este blog como un espacio de libertad para expresar lo que pienso sin las cortapisas que las interacciones sociales y familiares generan, sin el pudor o la vergüenza que siempre he sentido para expresar mis emociones en público, para difundir reflexiones que aprendí a guardarme en el ámbito privado para no provocar estériles enfrentamientos personales y para canalizar el dolor o la frustración personal. Pero sobre todo, y tal vez lo más importante, este blog me ha servido para estructurar y dar forma a mis propias ideas, a mis intuiciones tras lecturas, conversaciones, experiencias vitales. Me ha servido para convertir los balbuceos intelectuales en algo parecido a una visión coherente del mundo desde una expresa posición ideológica. 
 
Discursiones nunca fue un blog al uso. Al uso de lo que se decía que tenía que ser un blog, claro. Desde el principio, amigos que controlaban sobre la web 2.0 coincidían con los gurús de la época en que no tenía mucho sentido su filosofía: mis textos eran excesivamente largos, los posts adolecían de imágenes y no provocaban la interacción del lector, al blog le faltaba dinamismo, la frecuencia de posts era absurda, la temática errática, no viajaba por la blogosfera promocionando mi blog mientras hacía como que me interesaban los blogs de otros...  Así era, desde que empecé a escribir me resultó imposible separar lo político de lo personal, la anécdota de lo trascendente, la extravagante digresión de la mirada social más exigente. Escribí siempre a impulsos, sin ningún plan preconcebido. Mientras, el tiempo pasaba y el veinteañero que era poco a poco se fue convirtiendo en el cuarentón que soy hoy. 
 
Discursiones nunca salió del anonimato. Al final Internet nos enseñó que somos muchos, tantos, demasiados, todos los que creemos tener algo que decir... También nos enseñó mucho sobre la vanidad y la falsa humildad: desconfía del que dice que solo "escribe para sí mismo". Miente. Todos los que escribimos y hacemos público lo que escribimos (ya sea en redes sociales, en blogs, en prensa o en libros) deseamos que los que nos leen consideren que lo que escribimos merece la pena de ser leído. Diferente es que escribas siendo ese tu único objetivo. Pero ese es otro tema. 
 
El tiempo matizó las expectativas pero nunca pude dejar de escribir y de publicar. Cada año fui publicando menos posts, sí, pero cada uno de los que publicaba era mucho más relevante para mí porque significaba una (exigente) manera de estructurar alguna reflexión personal. El blog terminó por convertirse en una bitácora vital, un ancla moral, un filtro ético. 
 
Se cumplen 15 años desde que comenzara este blog y son más de 300 posts publicados. Cambiaron muchas cosas en mi vida: amistades infinitas diluidas homeopáticamente, lealtades familiares rotas para siempre, miedos jamás superados y enquistados en lo más profundo. Pero ahora que recapitulo, ahora que me releo, ahora que analizo a ese que fui a través de lo que escribí, me sigo reconociendo y eso me tranquiliza. Hoy, 15 años después, toca "repasarme": he elegido 15 posts (ordenados cronológicamente) que al final de lo que hablan es de mí y de mi forma de pensar el mundo. Dejo fuera, de momento, todo lo relacionado con la Educación (escribiré sobre ello en otro post) porque, lentamente, mis escritos sobre ese tema han ido ganando una relevancia propia en este espacio. Toca recordar lo escrito sobre política, cine, nuestra sociedad y, sobre todo, toca recordar lo escrito sobre mí, sobre lo que me ha ido pasando y sintiendo y sobre mi forma de interpretar el mundo. 
 
1. Ya en 2006 los viajes exóticos entre los jóvenes urbanitas de mi generación suponían una exigencia social. Nunca, ni entonces ni ahora, he soportado el postureo asociado a esos viajes existencialistas ni la ridícula construcción de una imagen personal a partir de ese simulacro narcisista de diferenciación social que el viajero (nunca turista, no lo ofendas) intenta construirse.

La hipócrita moda de viajar 

"Se trata de viajar siempre que uno pueda, irse a dónde sea. Quedarse en casa es de tontos, de pobres. Sólo se queda uno en casa si no puede evitarlo. Da igual si existe motivación de algún tipo para ese viaje, si hay algo de real interés salvo el del mismo hecho de viajar. Y, por supuesto, después, contarlo a la vuelta. Mediante imágenes. Cientos a ser posible." 

2. Siempre he pensado que resulta realmente útil interpretar el momento social a partir de "lo generacional". Por nacimiento, pertenezco a la generación X pero siempre preferí la alternativa que se acuñó en España durante la primera década del siglo XXI: generación mileurista. Definía perfectamente la hostia que se llevaron muchos cuando salieron de sus burbujas familiares y universitarias y el mercado laboral los recibió con entusiasmo, deseoso de mostrarles para qué los quería, deseoso de explotarles laboralmente al tiempo que los convertían en los gilipollas ideales a los que encasquetar hipotecas demenciales.

Ahora que los millennials empiezan a hacerse mayores y que la generación Z desprecia a todo el que tenga menos de 30 años llamándolo despectivamente boomer cuando intenta advertir a los jóvenes de su deriva adanista, resulta trascendente recordar (esto lo escribí en 2006) cómo mi generación asumió con docilidad el mundo que nuestros mayores nos habían construido

En 2 posts:

Mileuristas, la generación sin voz (1)

Mileuristas, la generación sin voz (2) 

"Los mileuristas [...] no existen para nadie. Y sobre todo no existen para ellos mismos. Como miembros de una tribu o secta se reconocen entre ellos mediante el sentimentalismo, la nostalgia y la televisión. Pero no forman grupos de presión ni de ideas. Tal vez su rasgo distintivo en ese sentido sea su pasión por las ONG´s y lo políticamente correcto."

"Asustados y molestos descubrieron que el mundo real no era el previsto en sus planes: no iban a ganar dinero rápido, no iban a mejorar las vidas de sus padres, no podrían cambiar el mundo, no se iban a poder independizar con rapidez porque no tenían ni siquiera desarrollados los instrumentos necesarios para valerse en soledad y encima la vivienda, gracias a la especulación de la generación de sus padres, se había convertido en un escollo inexpugnable." 

3. Solo desde la inconsciencia adultescente uno publica este  tipo de  posts sobre "estética de cine" y cree que está escribiendo algo serio. Pero releo este texto, escrito en 2007, seguramente el más largo y trabajado de los 15 años del blog y, más allá de matices y afirmaciones que no haría con igual contundencia hoy, no me provoca bochorno alguno. Al contrario, rezuma mucho de mi amor al cine y mucho de lo que sigo defendiendo hoy día sobre cómo interpretarlo, disfrutarlo y valorarlo 

En 5 posts (y cada película que menciono sigo pensando hoy que es extraordinaria):

Sobre la estética de cine. Orígenes. Lumière. Mèlies

Sobre la estética decine. Hawks. Expresionismo: Murnau. Ford

Sobre la estética de cine. Johnny Guitar y Alemania año cero. Nouvelle vague. Peckinpah. Scorsese

Sobre la estética de cine. Blade Runner. Dogma. Tarantino

Sobre la estética de cine. Kill Bill. Sin City y 300. Conclusiones

"El Gabinete del doctor Caligari es una de las experiencias estéticas más poderosas jamás realizadas en el cine. Durante 62 minutos la realidad como tal desaparece, siendo sustituida por nuestros miedos y pasiones más ocultas. Pensamientos y deseos subconscientes que son reflejados mediante unos decorados y una puesta en escena que trasladan intensamente la pulsiones de los personajes en una terrible historia de sexo, poder y locura" 

4. Desde 2002 (cuando me vine a vivir a Madrid) y durante más de una década ver el fútbol en bares hizo que se fuera cimentando una extraña conexión con un grupo de desconocidos que solo se hacían carne cada sábado o domingo por la tarde en aquel bar (hoy ya cerrado) que hacía frontera entre La Latina y Lavapiés. Mientras yo disfrutaba de Zidane, Madrid me convertía en uno de los suyos. Ahora que disfruto del fútbol en casa con máxima calidad y televisión de 43 pulgadas, todavía siento un pellizco de nostalgia cuando paso por delante de aquel bar y rememoro los nervios antes de entrar, la tensión por encontrar un sitio adecuado para ver el partido, las conversaciones banales, la revista dominical que llevaba para evitar conversaciones en el descanso, el Aquarius de la primera parte y el White Label solo con hielo en vaso de tubo de la segunda...

En dos posts:

Historias de fútbol (1)

Historias de fútbol (2)

"Más de seis años viendo fútbol de manera periódica en este bar, sin amigos que perturben, dan para mucho. Sirve incluso para estudiar nuestro comportamiento social, cómo funcionamos en grupo e individualmente. Para generar complicidades extrañas con personas que por motivos diversos también acuden al bar en soledad a ver a su equipo, y con los que basta un saludo con la mirada o una palabra suelta para que poco a poco vayan convirtiéndose en personajes necesarios que interpretan su papel en el plató en el que se desarrolla este ritual semanal." 

5. En el verano de 2012, cuando en España la crisis social, económica, política e institucional llegaba a su punto más alto y mi familia se rompía en mil pedazos con el puto cáncer que terminaría matando a mi hermana Mari, escribí este post. Tal vez es uno de los que más satisfecho me siento. De manera ácida y dura pero de forma (creo) lúcida, radiografiaba de nuevo a la generación mileurista exponiendo nuestro fracaso, nuestra derrota vital.

Mileuristas, cuando éramos tan felices

"Éramos vistos con simpatía condescendiente por nuestros mayores y, aunque superficialmente rebeldes, seguimos dócilmente los caminos previamente abiertos por ellos, sin aportar casi nada propio, sin desenmascarar ninguna de las mentiras sobre las que se construyó la España democrática. Casi nadie se escapó fuera del redil. Recibíamos continuos elogios por nuestra formación pero eso, sospechosamente, no se iba traduciendo en una mejora de nuestras condiciones laborales."

"Ejercíamos de niñatos porque era lo que mejor sabíamos hacer y porque, en el fondo, nadie quería ni esperaba que hiciésemos otra cosa"

6. Y en ese mismo verano de 2012, el 9 de septiembre, fallecía mi hermana Mari por culpa de una leucemia que se la llevó en poco más de un mes. De aquel desastre sentimental rescato este post que me rompe cada vez que lo releo: su hijo de 6 años, mi sobrino Ale, lloraba exigiendo ver a su madre. 

Lágrimas

"El niño sigue llorando, nada parece consolarlo, cierra con fuerza sus ojos y balbucea desesperado, mientras incrementa su sollozo: “¡pues es que yo no la veo, yo quiero ver a mi mamá!”. Lágrimas como puños recorren su carita enrojecida."

7. Estamos en 2013 y en este post reivindicaba algo que me obsesiona desde siempre: la coherencia. Intentar que lo que se hace no se aleje mucho de lo que se dice defender que se debe hacer. Me provocan un enorme hastío el victimismo y la búsqueda de comprensión de los que intentan desligar su discurso social y político de las decisiones vitales que terminan definiendo realmente sus vidas (y las de sus hijos).

Elogio de la coherencia

"No somos socialmente ni lo que pensamos ni lo que decimos pero sí terminamos siendo lo que hacemos."

8. Lo escribí en 2013 y no solo sigo pensando lo mismo que cuando lo publiqué sino que pienso que me quedé corto en lo que denunciaba: la exigencia de una formación continua, de una formación "para toda la vida" es uno de los grandes fraudes de nuestras vidas modernas. Desconfía siempre del que la defienda y del que pretenda normalizarla. Este es otro de los posts que he escrito que considero plenamente vigentes.

La cara oculta dela formación continua

"Más allá de una élite cultural y empresarial que cree haber encontrado la piedra filosofal en una formación continua cuya gestión detenta con mano de hierro, existe una enorme masa ciudadana desconcertada, desorientada, perpetuamente enganchada a una formación permanente que siempre parece que la forma para algo que ya se ha quedado inmediatamente anticuado o que hay inmediatamente que reciclar. Mediante más formación de pago, por supuesto."

"No podemos estar estudiando toda la vida con la soga al cuello, no podemos estar formándonos para siempre bajo presión, no podemos utilizar el escaso tiempo libre del que disponemos para seguir estudiando solo aquello que nos digan que resulta útil para posicionarnos en un mercado laboral que nunca parece tener espacio para todos." 

9. Mientras leía sobre Keynes y Hayek, aparecía Enguita, el "experto" educativo, el de las hiperaulas a 100.000 euros (de dinero público) para defender en Twitter la selección privada de docentes (con dinero público). El post salió solo: el funcionario liberal, ese tipo. 

El funcionario escindido: otro tonto útil

"Muchos de los que elaboran el discurso contra el Estado, de los que abogan por su reducción, de los que defienden la eliminación de funcionarios de bajo nivel y la pérdida de derechos laborales suelen pertenecer a una casta particular dentro de la función pública que, sintiéndose a salvo de los recortes y sabiéndose económicamente fuertes para soportar ciertas reducciones salariales (que compensan con jugosas prebendas paralelas del sector privado), construyen un discurso maniqueo desde sus castillos de cristal, ajenos a las necesidades reales de sus conciudadanos y a su sufrimiento, jugando a ser científicos a partir de principios económicos ideologizados." 

10. En 2013 mi madre cumplía 70 años mientras se fraguaba la siguiente tormenta familiar. La que nos convertiría en un erial emocional. Pero aquí tocaba homenajear a una mujer, mi madre, realmente especial: una luchadora vitalista, una survivor, siempre dispuesta a sonreír y disfrutar de la vida a pesar de las hostias brutales que esta le iba propinando.

1943-2013: 70 años 

"Yo le debo todo. Nada tengo que echarle en cara. Siempre fui capaz de comprender y controlar sus defectos. De entenderla. Siempre supe cómo encontrarla, cómo provocar su risa. Cómo demostrarle mi cariño. De pocas cosas me siento más orgulloso que de conseguir hacerla reír. De conseguir que escape por un momento de una realidad encorsetada."

11. Nunca me he sentido cómodo con la nostalgia azucarada pero he aprendido a disfrutar de la memoria sin que ello me obligue a asumir esclavitudes relacionales. Este post habla de aquellos amigos, de mis amigos adolescentes, de aquella adolescencia que acabó tardíamente cuando me fui a Tenerife, ya con 22 años. Con este relato en primera persona de cuando fuimos futbolistas de aquel Cubata Mecánico que (casi) siempre perdía mientras mis amigos se convertían en inmortales en mi memoria, intentaba darles el homenaje que se merecen.

Historias del cubata mecánico

"Pocas veces se vio un equipo de fútbol en ninguna competición tan apasionado como el nuestro, tan emocional, tan comprometido y tan, tan, tan terriblemente malo. Joder, qué malos éramos. Desde un portero con miedo al balón hasta un tipo que se marcaba solo regateando siempre hacia la banda hasta cerrarse el espacio. Desde un mediocentro defensivo que poco barría hasta defensas hermanos con tendencias depresivas. Desde un tipo tan delgado que carecía de fuerza para proteger un balón hasta un delantero con ínfulas que tenía miedo a golpear con fuerza el balón." 

12. Creo que nadie ha profundizado suficientemente en ello, pero la irrupción de Podemos fue trascendental para mi generación, la generación mileurista, y no se podrá construir nuestro relato generacional sin analizar lo que significó su nacimiento. No importa que hoy ni siquiera te permitas recordarlo pero, por fin, una ventana política se abría para una generación, la nuestra, destinada a la irrelevancia. Corría el año 2014.

La generación mileurista comienza a salir de la habitación oscura 

"Los mileuristas [...] están, finalmente, dispuestos a presentar batalla política contra los viejos poderes y las castas corruptas justo cuando parecía que la historia se los tragaría y su papel político y social terminaría siendo irrelevante. Habrá que esperar para ver su evolución pero los zombis mileuristas parecen despertar de nuevo a la vida." 

13. Estamos en 2017 y se cumplen 5 años de la muerte de mi hermana Mari. No recuerdo haber escrito de manera planificada un post más triste y más amargo que este. El blog seguía sirviendo para catalizar mis emociones. 

5 años, un recuerdo y un beso 

"Compré de manera voluntaria el último pasaje disponible para el tren del terror. Entré en una habitación en la que mi hermana Mari, la decidida, la valiente, la vitalista, era ya puro hueso, un pajarillo tembloroso con sus manos aferradas desesperadamente a las de sus hermanas..."

14. Es una realidad. Jodida pero no por eso menos cierta: a través de sus altavoces mediáticos han conseguido que las huelgas (cualquier huelga) de los trabajadores se conviertan en el relato de los pobres ciudadanos que se ven afectados por sus consecuencias. El precariado ha asumido que no existe como colectivo laboral sin entender que eso lo incapacita para conseguir mejoras laborales para todos. Es la consecuencia más dolorosa del narcisismo aspiracional de tres generaciones (la X, la millennial y la Z)

La huelga, esa piedra en el zapato del precariado

"El precariado (sobre)vive en un infierno diario pero no aspira a cambiar el sistema sino a triunfar en él. Ese infierno aspiracional es el motor de un sistema laboral en el que se soporta la explotación y la humillación de empresarios indecentes en silencio, pero luego se reprocha la lucha de otros que solo pretenden no soportar o no alcanzar ese grado de sordidez laboral."

15. Somos de izquierdas, claro, con nuestras contradicciones pero intentando sobrevivir siendo medianamente coherentes. Tal vez por eso nos resultan tan cargantes esos arrogantes apocalípticos de salón, cuyos discursos extremistas nunca encuentran lógica correspondencia con sus vidas pijoprogres, dócilmente sometidas a convenciones sociales establecidas.

El apocalíptico integrado: una historia de la izquierda 

"Incapaces ya de vislumbrar esa implosión capitalista que predijeran Marx o Rosa Luxemburgo, ahora prefieren especular con un próximo colapso climático, con una naturaleza implacable que vendrá remediar nuestra incapacidad revolucionaria, una naturaleza esquilmada que derrotará al capitalismo a través de una crisis ecológica que la arrogante ciencia humana no será capaz ya de contener."

31 octubre 2020

La importancia de las emociones en el aula: una visión alternativa

 
Es tan natural como injusto: los profesores, cuando hablamos de nuestro trabajo, cuando relatamos nuestras experiencias docentes, sacamos mucho más a relucir las situaciones complejas, perturbadoras, extremas  y complicadas que cada año, cada curso, vivimos dentro y fuera de las aulas que las otras, las gratas, las alegres, las que a muchos de nosotros nos reconfortan y alientan, a pesar de los sinsabores y los fracasos diarios.

Durante estos casi 15 años que llevo dando clases he pasado por muchos institutos sin quedarme nunca más de dos o tres cursos consecutivos en ninguno de ellos. En ese danzar laboral sin asentarme en ningún centro, siempre tuve la impresión de conseguir una interacción intensa y positiva a través de mi trabajo con los grupos de alumnos a los que me tocó enseñar. Y, aunque es cierto que me he perdido casi siempre su posterior evolución personal y académica, los cambios de centro me han obligado a mantenerme en un nivel de alerta muy alta para conseguir ese objetivo irrenunciable que me impuse desde que empecé con este trabajo: enseñar con exigencia "clásica" la Física y la Química desde la cercanía, el afecto y el absoluto respeto a todos y cada uno de mis alumnos. Mis sensaciones siempre han sido buenas, mis clases parecen funcionar y esa "exigencia" (que tantos adultos con ideas pueriles sobre la educación parecen detestar) nunca me ha parecido que haya sido percibida por mis alumnos como un obstáculo insalvable sino como un desafío inevitable que tenían que superar (y para el que siempre contaban con mi ayuda). No es fácil. Es mucha la energía que se consume. Energía para construir(me) una paciencia infinita como profesor (que casi nunca soy capaz de mostrar en mi vida personal) y así jamás dejar de responder con interés y sin malas formas a una duda (ya explicada mil veces); energía para utilizar cada error del alumno en su dedicación a su aprendizaje como una oportunidad para que se vuelva a levantar y vuelva a intentarlo (incluso en los caso más desesperados en los que yo mismo ya no creo que haya solución pero entiendo que seguir intentándolo es respetar la dignidad de ese alumno al borde del desahucio educativo); energía para intentar siempre que sea el grupo completo (con esas ratios indecentes) el que avance, que cada alumno llegue hasta donde debe y puede, pero siempre con el objetivo de alcanzar un mínimo irrenunciable; energía para colaborar con mis compañeros y construir relaciones laborales (no siempre fáciles en lo personal) con el único objetivo de ofrecer soluciones a los múltiples problemas a los que se enfrentan muchos alumnos en esta etapa educativa. Energía que merece la pena derrochar en un trabajo como el nuestro que todavía nos permite la ilusión de otorgarnos ese carácter o identidad (a través de nuestra labor) que, en muchos otro ámbitos de las sociedades modernas, está en permanente corrosión (como tan bien describiera Richard Sennett). Un carácter, el de los profesores que, más allá del desprestigio social constante, nos hace a muchos creernos con una responsabilidad social para con nuestros alumnos que va mucho más allá del aula.

Siempre, desde joven, me ha gustado leer y analizar el tiempo y la sociedad en la que vivo.  En este sentido, mi carrera docente me ha permitido ser un observador privilegiado de muchas realidades sociales diferentes asociadas a los institutos en los que he impartido mis clases (casi siempre enclavados en zonas rurales o barrios de las clase trabajadora). Y hace ya mucho tiempo que tengo muy claro que es la sociedad la que construye las bases de la Escuela posible, que la Escuela tiene mucho más de producto social que de motor de cambio social y que por tanto, más allá de las ensoñaciones de algunos, la Escuela no tiene potencial real para cambiar el mundo. En cambio, sí mantiene dos valores fundamentales: el primero es ser capaz de ofrecer a todos una posibilidad (siempre tramposa, siempre limitada, siempre insuficiente) de conocer ese mundo que está más allá de los muros (detrás de los que crecemos) que construyen los prejuicios familiares y sociales. El segundo es ofrecer una formación y unas acreditaciones que permiten tener una mayor posibilidad de elección en el futuro laboral adulto (una posibilidad de elección, por supuesto, siempre tamizada por el origen socioeconómico y familiar). Ningún cínico decadente ni ningún lúcido de salón (siempre todos bien posicionados socialmente, generalmente con estudios universitarios y, en demasiadas ocasiones, criados en familias económicamente desahogadas) me va a hacer cambiar de idea. Porque tan ruin es seguir defendiendo la meritocracia y que el futuro del alumno tan solo dependerá de su esfuerzo como resulta rastrero defender públicamente la supuesta inutilidad de los estudios y los títulos reglados para el futuro personal de cada uno de ellos, especialmente si han nacido en el seno de la clase trabajadora.

La Escuela (sobre todo la pública) no solo tiene que luchar contra los que pretenden convertirla en un apéndice del Mercado, no solo tiene que enfrentarse a los que la masacran con políticas segregadoras, también tiene que defenderse de los que dicen defenderla mientras promueven la devaluación de su importancia social con discursos buenistas y pueriles, de los que pretenden convertirla en una especie de centro de acogida emocional  sin exigencia intelectual en el que los alumnos puedan ser felices unos años mientras son adiestrados en competencias vacías de contenido pero plenas de intencionalidad social. Y también debe defenderse de los desencantados radicales, de esos para los que la Escuela y su cuerpo docente nunca están a la altura de sus expectativas de utopía revolucionaria y terminan menospreciando su labor real y denigrando su importancia como ascensor social. Me chirría especialmente este último argumento, sobre todo cuando surge desde ciertos ámbitos universitarios, en boca de gente cuyos hijos podrán tropezar una y otra vez en su carrera académica porque ya se encargarán ellos de ayudarlos con su dinero y con sus contactos para que tengan siempre una nueva oportunidad para progresar en ese sistema educativo que tanto dicen despreciar.

A través de posts en este blog, de hilos en Twitter y en las múltiples conversaciones con compañeros y amigos docentes, llevo mucho tiempo intentando dar forma a una tesis nada revolucionaria pero que, en esta época de trincheras educativas y desconfianza generalizada en la importancia de la Educación, me parece necesario defender, divulgar y reivindicar: no debemos desterrar las emociones de las aulas ni desdeñar su importancia. No se puede renunciar a las emociones en el aula porque son claves para el aprendizaje. Por eso es tan importante que no se apropien de ellas los que defienden una Educación Emocional huera, sin contenidos, que dice buscar la felicidad del niño. Frente al proyecto (con tintes totalitarios) de una Escuela Psicoafectiva que tiene mucho más de domesticación social que de búsqueda de algo tan inaprensible como la felicidad, los que creemos en la posibilidad de una Escuela del Conocimiento tenemos que encontrar la manera de introducir en nuestros discursos, historias y reivindicaciones la importancia de las emociones en los procesos de enseñanza-aprendizaje efectivos. 

No recuerdo ni un solo día que dando clases no me haya reído en algún momento con mis alumnos o no haya intuido en su silencio el sufrimiento de alguno de ellos intentando realmente comprender algo que para él, en ese momento, es excesivamente complejo. No recuerdo la cantidad de veces que paré o no empecé una clase para sacar fuera y animar a un alumno incapaz de contener sus lágrimas por situaciones personales o académicas. Siempre recordaré esa cara de ese alumno que de repente, entre treinta caras más, se enciende radiante con la luz de la comprensión para, durante un segundo, transmitir tanta felicidad como alivio porque gracias a tu explicación logró entender algo. Recuerdo como cada día, cada clase, con cada grupo, exijo atención, esfuerzo y trabajo a mis alumnos y cómo responden siempre que a cambio les ofrezca el máximo respeto (también intelectual) por ellos y la seguridad de que van a poder preguntar una y otra vez sin que haya una mala cara por mi parte. Para enseñar con cierta garantía de éxito a un grupo de adolescentes (y no solo a un puñado de ellos) hay que hacer cierto esfuerzo por conocerlos mínimamente, por saber algo de sus circunstancias personales, algunos rasgos de su carácter; hay que mirar de cara al alumno y no dejar nunca que él mire a otro lado cuando intentes comunicarte con él. No se trata de que quieras a tus alumnos, ni de que los abraces, ni de que te lleves su sufrimiento a casa contigo. Necesitan de ti algo mucho más importante: necesitan a un adulto que se preocupe por su formación, por su aprendizaje, que les exija con afecto, que sepa estar presente para ayudarles a solucionar un problema pero que no invada su mundo ni su privacidad con una excesiva cercanía. Eres su profesor, no su familia. Aprovecha esa distancia para que puedan escuchar una voz adulta que no esté viciada por los lazos familiares. Abrimos puertas enseñando conocimientos, que las crucen o no ya es cosa suya.

No hay aprendizaje sin esfuerzo pero no hay posibilidad de aprendizaje real para muchos adolescentes sin un profesor que les muestre que ese esfuerzo tiene una meta asequible y los refuerce para conseguirlo. Ser distante con los adolescentes (en muchas ocasiones más por miedo que por desinterés) a los que se pretende enseñar algo es hoy día la mejor manera de empezar a fracasar para un docente. Al final da igual lo bien que creamos hacerlo como profesores, dan igual las excusas o las razones objetivas, nuestra labor solo será relevante si ese otro, ese alumno, aprende algo contigo. 

Hay un lugar común, un cliché desgastado que consiste en criticar a las nuevas generaciones desde la condescendencia y el esencialismo que supone pensar que nuestras infancias y adolescencias fueron mejores, más completas y más intensas. El que me haya leído o me conozca sabe que me hastía sobremanera ese relato que rezuma narcisismo mal digerido y que solo trata de menospreciar a los jóvenes de cada momento para mitificar la infancia y adolescencia de unos adultos que, a medida que envejecen, cada vez las echan más de menos. Todo esto, además, se ha multiplicado en los años que llevo de profesor porque la aparición de las redes sociales ha permitido la difusión masiva de lo que antes no eran más que opiniones despectivas que se quedaban en el ámbito personal y familiar. Es irritante ese desprecio adulto a cómo los jóvenes viven su adolescencia (construida, no se nos olvide, gracias a los cimientos que les damos) como si nosotros tuviéramos mucho de lo que alardear de las nuestras. Pero existen diferencias, por supuesto. Tal vez una de las que más afecta a la enseñanza es la necesidad de los nuevos jóvenes de cierto lazo emocional, afectivo con el profesor que les da clases para volcarse por completo en el aprendizaje de la materia que les enseña. Es algo que puede ser visto como defecto o como virtud, que puede ser entendido como debilidad o como una manera de exigir una enseñanza que atienda a su pluralidad. Que puede ayudar a su aprendizaje o dificultarlo. No profundizaré hoy en ello. En todo caso, me parece un hecho y hay que tenerlo en cuenta. Y para evitar tergiversaciones interesadas toca recordar que la exigencia intelectual no está reñida con la atención a la diversidad de un aula plural (de la Pública, claro, de la otra ni hablamos) en la que muchos alumnos realmente intentan comprender lo que explicas pero ello les supone un enorme esfuerzo (que jamás se debe minusvalorar). 

Muchas ideas, algunas inconexas, balbuceos intelectuales, puertas que dejo abiertas de par en par en este post para continuar con la reflexión permanente que considero que debe realizar todo profesor desde su aula sobre lo que significa enseñar. Muchas dudas teóricas, bastantes certezas y una realidad, una constante en estos años como docente: mis alumnos. Aquellos a los que solo di clases, aquellos de los que además fui tutor, adolescentes que muchos fueron y que todavía hoy algunos son. Alumnos cuyas caras se difuminan en la memoria y cuyos nombres hoy no soy ya capaz de recordar pero de los que me acuerdo perfectamente, ya sea individualmente o como parte de un grupo

Voy a terminar este post reivindicando su memoria, la de mis alumnos, sin los que mi trabajo carecería de importancia. Porque a pesar de los mensajes apocalípticos en relación a los jóvenes y la educación yo hoy aquí los reivindico: he tenido alumnos espectaculares, cientos de ellos, algunos con notas excelentes y algunos que jamás aprobaron conmigo. He dado clases a alumnos de pueblos tremendamente conservadores y de barrios populares. A alumnos del centro de Madrid y de esa periferia que antaño fue cinturón rojo. A alumnos de la sierra y de polígonos industriales. He trabajado con niños de altas capacidades, con alumnos TEA y con necesidades especiales. He dado clases a alumnos abiertos, dinámicos, cerrados, introvertidos, trabajadores, incapaces de preocuparse por estudiar. He dado clases a alumnos que no tenían calefacción en invierno, que me contaron que comían lentejas la noche de navidad, alumnos que vivían en casas de acogida; otros que siempre tenían una mirada triste, con padres fallecidos o en la cárcel, con familias completamente desestructuradas. He dado clases a alumnos incapaces de relacionarse y a otros incapaces de estar cinco minutos sin interaccionar con alguien. He dado clases a protodelincuentes y a alumnos de clases medias acomodadas con ínfulas. A adolescentes felices y joviales; a adolescentes siempre tristes y con una nube oscura atravesando su mirada. He dado clases a alumnos brillantes, ingeniosos y comprometidos. He trabajado con alumnos disruptivos, desahuciados por el sistema, carne de fracaso educativo, provocadores. Alumnos a los que nunca fui capaz de conocer, que no se hicieron notar, que no supe cómo ayudarlos. Alumnos extremadamente tímidos y silenciosos con los que no fui capaz de discernir si mi trabajo les sirvió para algo. Alumnos prácticamente incapaces de aprender algo medianamente complejo que compartían aula con alumnos que se bebían mis palabras e inmediatamente adquirían conocimientos y habilidades suficientes para seguir profundizando en su aprendizaje. Alumnos diversos para aulas plurales. Alumnos de la pública de una sociedad compleja. El mundo real en un aula de la pública. Mientras nos dejen.

18 septiembre 2020

La huelga que no hice

 
Siempre he defendido que los profesores no deben eludir su responsabilidad social y han de posicionarse con argumentos frente a la realidad de la Educación Pública. Es insoportable ver a tantos y tantos docentes-estrella y gurús de cambalache esconderse siempre tras sus análisis intelectualoides, ridículos flippeos, gamificaciones motivadoras y emocionantes proyectos educativos (también tras sus supuestas clases magistrales e impostadas equidistancias políticas) para no dar la cara y no bajar al barro de la realidad de las nefastas consecuencias de la gestión política de la Educación de nuestros gobernantes en las últimas décadas. Aclaro, por si alguien se pierde: no respeto ni me fío de ningún experto pedagógico o docente, ya sea innovador educativo, crítico tradicionalista o profesor a pie de aula que jamás pone el foco de sus críticas y quejas educativas en la importancia de las ratios en la Escuela Real, la segregación socioeconómica que provoca la doble red concertada-pública (y, aquí en Madrid, también el Programa Bilingüe dentro de la Enseñanza Pública), la ausencia de recursos e infraestructuras que son claves para la formación de los alumnos más necesitados o la imposibilidad real de una enseñanza que atienda a las necesidades individuales de los alumnos cuando muchos profesores deben dar clases, cada semana, a 150-200 (o más) alumnos. Tipos que siempre obvian, en sus duras críticas al sistema educativo, la enorme desventaja que generan los diferentes puntos de partida sociofamiliar de los alumnos, el contexto de aula (real) en el que los alumnos (sobre)viven en ciertos barrios o nuestras propias limitaciones como profesores para ayudarlos a que no desistan en seguir formándose. Es más, estoy muy cansado de algunos compañeros que optan por estigmatizar los comportamientos disruptivos y "antiacadémicos" de ciertos alumnos como una manera de justificar su desidia o incapacidad profesional e ignorar cualquier análisis socioeconómico de nuestra labor (el clásico "yo solo doy clases"). Y aquí no estoy hablando precisamente de los #innoducators, sino de los que todavía leen hoy con pasión a Moreno Castillo
 
Pero, a pesar de tener tantas cosas tan claras, la realidad es que me ha costado mucho posicionarme públicamente respecto a la huelga indefinida que está en marcha en la educación madrileña desde el 10 de septiembre gracias un grupo combativo de docentes y con la cobertura legal que les ha dado finalmente CNT-AIT. Y mi silencio que, no nos engañemos, a (casi) nadie importa, a mí me estaba haciendo daño. Desde que empecé a trabajar como profesor de la Enseñanza Pública madrileña en 2006 he hecho todas las huelgas educativas convocadas salvo una, la de 2010, cuando nos bajaron el sueldo a todos los funcionarios españoles. No es irrelevante que no hiciera aquella huelga. Sí, también hice aquellas huelgas que solo convocaba CGT (incluso la indefinida aquella que, a día de hoy, con lo que uno lee en las redes sociales, me sorprende que fracasara cuando tantos afirman haberla hecho. Esos "tantos" que la hicieron imagino que son los hijos de aquellos "tantos" que corrieron delante de los grises). Es importante, en este momento, aclarar algo que, para mí, es trascendente y sigo pensando casi 15 años después: los docentes funcionarios tenemos una doble responsabilidad cuando convocamos huelgas: entrelazar nuestras (legítimas) luchas laborales con el beneficio concreto y la defensa cerrada de una Enseñanza Pública digna y de calidad para nuestros alumnos. Esas son las huelgas y movilizaciones que para mí siempre han merecido la pena. Y de ahí el lema que siempre he defendido: las huelgas en defensa de la Enseñanza Pública se secundan siempre
 
Ya sufrí la incomprensión de algunos a finales de abril cuando no vi razón en no regresar a las aulas en ciertos niveles educativos (4º ESO y 2º Bach.) para darle un final adecuado al curso aprovechando que la situación de la pandemia en España había mejorado notablemente. Nuestro miedo como profesores, el miedo de los padres y el miedo de la Administración tras lo sucedido en los meses anteriores se impusieron y no volvimos a las aulas. El fraude de la teledocencia se impuso. Poco que criticar. Se puede entender. Llegaba el verano. Hubo una desconexión general. Poco a poco, desde mediados de julio, cuando los datos de contagios en España crecían fundamentalmente debido a Aragón y Cataluña, empezó a mostrarse la realidad de la gestión absolutamente desastrosa de uno de los gobiernos más inoperantes y estúpidos que he conocido (el que dirige Ayuso en Madrid). Los contagios crecían en Madrid, y, a medida que avanzaba agosto, los profesores empezaron a darse cuenta de que, ahora sí, como le iba a pasar a tantos otros currantes, iban a volver a trabajar "presencialmente". Y el miedo a volver a las aulas comenzó a propagarse entre nosotros, un miedo cerval, exagerado (o no), tan comprensible emocionalmente para un hipocondríaco como yo como inaceptable desde cualquier punto de vista ideológicamente racional si como docente te consideras un trabajador más. Vivimos en sociedad, la gestión del riesgo debe ser colectiva, liderada por nuestro gobernantes, y victimizarse públicamente en una situación como la que vivimos ("vamos a al matadero en septiembre", "ya verás cuando muramos uno de nosotros") no debería ser alternativa intelectual para nadie sin detenerse un instante a mirar alrededor para analizar, desapasionadamente, qué pasaría si todos los demás trabajadores, los padres de nuestros alumnos, optasen (o pudiesen optar, no son funcionarios) por esa misma actitud. 
 
Llevo más dos meses leyendo con enorme interés opiniones de compañeros docentes, he asistido (sin participar) a asambleas sindicales telemáticas, he sido testigo de cómo se iba construyendo una voz intersindical que declaraba la guerra al Gobierno de Ayuso con una estrategia conservadora pero, en esta ocasión, digna de aprecio. También he visto cómo este planteamiento sindical defraudaba las expectativas de muchos docentes madrileños que abogaban por una mayor radicalidad en las acciones a plantear. Los sindicatos docentes con representación en Madrid, especialmente CCOO, tienen poco en cuenta la frustración acumulada de una generación docente (me incluyo) a la que han decepcionado y a la que son ya incapaces de representar laboral e ideológicamente porque han perdido toda autoridad moral. 
 
¿Entonces? ¿Dónde estoy yo? Tras semanas de lecturas, dudas y reflexiones tocaba tomar una decisión y, curiosamente, fue este manifiesto en defensa de la huelga indefinida compartido por Panadero en Twitter, uno de los tipos que más respeto me merece en las redes sociales educativas, el que terminó por aclararme las cosas en sentido contrario a lo ahí defendido. Hay que leerlo.

No. Aunque me ha costado mucho NO estoy secundando la huelga indefinida educativa en Madrid. ¿Por qué? Porque considero que, en las circunstancias actuales, su auténtico fundamento es la defensa de la salud laboral de los docentes. Porque aunque se enmascare con palabras grandilocuentes esa es la realidad de la reivindicación: el drama es nuestra salud amenazada, nuestro miedo al contagio, un miedo legítimo pero también un miedo de clase, un miedo de funcionario, un miedo del que se lo pude permitir. Pero yo no soy capaz de conciliar ese miedo personal (que lo tengo, soy un jodido hipocondríaco de manual) con el abandono (mediante una huelga indefinida que sí me puedo permitir económicamente durante un tiempo por mi modo de vida) de mis alumnos de Villaverde, uno de los barrios más jodidos por la pandemia en Madrid. 

Vivo desde hace más de una década con una mochila cargada de rabia y frustración por las barrabasadas con las que los diferentes gobiernos del PP de Madrid han arrasado con una Educación Pública en la que, a pesar de todo, no puedo dejar de creer porque mis alumnos, esos que nunca me han fallado y que, sin saberlo, son uno de los motores de mi vida, me han mostrado que incluso en estas circunstancias la Pública sigue siendo útil para que muchos de ellos logren luchar por labrarse un futuro personal y laboral digno. No recuerdo las veces que he defendido que había que dejarse de pantomimas, de batucadas reivindicativas, de estúpidas performances, de las "huelgas sindicales de primavera de El Corte Inglés". No puedo enumerar las veces que he reivindicado una huelga real, definitiva, seria e indefinida para defender a la Enseñanza Pública, bajar las ratios reales, disminuir la carga lectiva de los profesores, reducir el número de alumnos a los que un docente puede atender en un curso, eliminar el pijobilingüismo segregador o volver a poner encima de la mesa el fraude que supone una Enseñanza Concertada que, sufragada con el dinero de todos, permite a unos pocos seleccionar a los compañeros de aula de sus hijos.

Entonces llega septiembre de 2020, se convoca una huelga indefinida en la Enseñanza Pública de Madrid gracias a un movimiento docente ajeno al sindicalismo oficial y... no la secundo. Joder. Nunca eso de "cabalgar las contradicciones" tuvo tanto sentido para mí. Qué difícil es todo.

Podía ser peor. Curiosamente (quién me lo iba a decir), y tras muchas dudas y reflexiones, la estrategia sindical "oficialista" resulta ser la que más me convence: huelgas parciales como elemento de presión y evaluación crítica (pero también realista) de las condiciones en las que volvemos a las aulas. Presión para que las promesas de refuerzos docentes se cumplan y para que que el curso 2020-2021 pueda avanzar presencialmente como sea.

No podemos abandonar completamente en el momento más complicado de sus vidas educativas a nuestros alumnos ni a sus familias, tenemos que intentar la presencialidad (o esa trampa que supone la semipresencialidad) mientras la situación general de salud lo permita. No podemos defender en septiembre la no reapertura de las aulas sin reflexionar sobre las consecuencias reales de ello. Si ya la teledocencia fue inútil en el último trimestre del curso pasado pensar en ella como posibilidad real con alumnos a los que no conocemos es un mal chiste. Y defender que lo que se busca con la huelga indefinida en estos momentos es una (siempre necesaria) reducción de ratio por motivos de salud cuando debería ser por motivos de equidad social solo pone de manifiesto el porqué real de este movimiento docente. El posible cierre de los centros educativos debe ser paralelo a un confinamiento general. Reniego de nuestra supuesta excepcionalidad y, en todo caso, defiendo que serán nuestros gobernantes los que en un momento dado, ante un riesgo real, terminarán clausurándonos por miedo a los padres.

Tenemos que seguir acumulando la rabia para batallas futuras pero nadie me va a convencer a estas alturas de que la renuncia de un profesor a dar sus clases por miedo a contagiarse se puede traducir en una defensa instrumental de la Enseñanza Pública. No, esto es otra cosa. Respetable. Pero es otra cosa.

09 septiembre 2020

Mari en la memoria. Ocho años.


 
La memoria es caprichosa y, por algún motivo, este recuerdo no se diluye con los años, permanece con gran intensidad y siempre me reconforta: estamos en Caño Guerrero, en esa playa de Huelva que tantos sevillanos llevan colonizando cada verano desde hace tanto tiempo, en aquella casa grande pero desvencijada, casi a pie de playa, que durante varios veranos mi madre alquiló para que los hermanos nos fuéramos reuniendo con ella (por turnos, claro, nunca cabíamos todos) durante dos semanas. Por entonces, mi relación con Mari había mejorado considerablemente tras unos años de cierta frialdad. Su divorcio, su enfermedad y su vuelta (que iba a ser temporal) a la casa de mi madre para sobrellevar con su ayuda tanto las consecuencias del agresivo tratamiento de aquel puto cáncer de mama que le había atacado en 2009 como la crianza de su hijo habían hecho que, cada vez que yo volvía a Sevilla, especialmente en navidades, nos volviéramos a ver con tiempo de calidad en casa de mi madre y hubiésemos aprendido a volver a disfrutar de nuestra mutua compañía. Ya superábamos la treintena todos los hermanos y empezábamos a aprender a superar las diferencias con menos soberbia, menos arrebatos de niñato y más empatía. ¡Cuánto ayudaron la llegada de los sobrinos, los hijos de Mari y Espe, para eso! Aquellos últimos años volví a encontrarme con mi hermana, con su liderazgo familiar (ese que todos asumíamos con naturalidad), con su sonrisa desvaída, su fortaleza impostada, con su humor cabrón, con esa mala leche que sabía siempre presentar envuelta en terciopelo. Pero también intuí (sin llegar nunca a comprender en toda su dimensión) su dolor, un enorme dolor emocional que iba mucho más allá de su enfermedad y del miedo que se instaló ya para siempre en su frágil cuerpo, un dolor y una desorientación vital que le habían hecho romper con amistades de años, encerrarse en el núcleo familiar y volcarse completamente en la atención de su pequeño. Por supuesto, durante aquellos años, tuve la enorme suerte de tener un entorno propicio para pasar tiempo con su hijo, mi sobrino Ale, que había nacido en 2006 y que era un amor de niño, un oso amoroso que, desde que llegabas a casa, se te enganchaba como un koala, te iba a despertar cada mañana con locas ganas de jugar contigo y te buscaba en todo momento con devoción. Con esos ojos, con esa mirada tan profunda e inocente que te desarmaba. De todos los recuerdos que tengo de Ale de aquellos años hay dos que permanecen vívidos en mi memoria. Uno es cómo parecía darle una extraña paz acariciar levemente mi pelo cuando nos tirábamos en el sofá a ver alguna cosa en televisión y él, inmediatamente, buscaba refugio emocional en aquel tipo de los pelos largos que, al parecer, era hermano de su madre y, por tanto, alguien de confianza. El otro recuerdo, tan jodido, tan jodidamente triste, ya está contado aquí. 

Pero volvamos a Caño Guerrero, a uno de los últimos recuerdos felices que tengo de Mari, una historia que siempre me hace sonreír al evocarla, incluso ahora cuando trato de relatarla. Estamos en el verano de 2011, Mari se está recuperando satisfactoriamente de su cáncer de mama y le van a reconstruir (¿le han reconstruido ya?) los senos. Mi madre, siempre tan fuerte y cabezona, ha ido aprendiendo a delegar en ella muchos detalles de la organización de la nueva vida que llevan juntas. Formaban por entonces una extraña pareja las dos. Tras la muerte de mi padre y mi hermana Mercedes en 2002, y tras la marcha de los últimos hijos de su casa, mi madre se había tenido que ir acostumbrando a regañadientes a vivir sola en una casa que se había vuelto extrañamente silenciosa tras décadas de desbordante bullicio y griterío. La vuelta de Mari a casa, aún siendo por una desafortunada circunstancia, le regaló vida a mi madre, que no solo obtuvo compañía sino la posibilidad de volver a cuidar de alguien, de volver a hacer algo a lo que ha dedicado su vida. Desde que se instaló en su casa, Mari dejó que mi madre estuviese pendiente de ella, cuidando de sus comidas y sus descansos Y, aunque en ocasiones se quejara, siempre me pareció que la queja era puro postureo, que realmente agradecía esa atención, como si la necesitase en aquel momento tan complicado de su vida, como si mi madre y su casa se hubiesen convertido en una isla donde refugiarse momentáneamente de la tempestad.

Es de noche, hemos vuelto de la playa y ya queda atrás el caos de los baños de los niños, las duchas de los adultos y la gestión de las cenas. Es de las pocas ocasiones que nos recuerdo en el salón porque casi siempre preferíamos el patio exterior (igual los mosquitos o el frío nocturno de la playa onubense nos obligaron al traslado). Los niños ya están acostados, el tráfico de cervezas, "chocolate" (licor de orujo), ginebra y whisky es constante. Siempre bebimos demasiado los Almeidas, para qué negarlo. Hay un enorme buen rollo en el ambiente. Hay ganas de disfrutar, de disfrutarnos,  de celebrar la vida a la que Mari parecía estar regresando. Mari está en su salsa, se la ve relajada, la Cruzcampo corre feliz por sus venas aunque cada vez que pilla otro botellín participa de un extraño teatrillo con mi madre, siempre sobria y vigilante, que la mira con ojo carmelero advirtiéndole en silencio que no debe extralimitarse. Nos estamos riendo. No, esa no es la descripción más ajustada, nos estamos descojonando, algunos casi no pueden respirar, el alcohol ayuda, también esa extraña confianza que siempre mantienen los hermanos aunque nuestras vidas y formas de ser sean tan diferentes. Aquella noche éramos muchos (nunca todos, desde hace décadas, salvo en los funerales), también algunos cuñados, y ahí está Mari, enredada en su intento de chiste (qué malos hemos sido siempre para los chistes), ese que ya no recuerdo y que ni he intentado recordar (para qué); lo importante era esa letanía, esa repetición a la que abocaba aquella historia y en la que Mari se aplicaba con ardor haciéndonos a todos reír sin parar, mientras ella seguía y seguía con esos ojillos suyos que se le ponían cuando empezaba a tener muchas cervezas en su cuerpo, con ese balbuceo tan característico que intentaba enmascarar con alguno de sus latiguillos. El chiste, que parecía no tener fin, terminó por acabar entre jadeos de risas y miradas cómplices, y la pelota pasa a Espe, otra de mis hermanas y pareja de vida de Mari. Aprovecho alguna de mis actividades de tutoría con adolescentes y le pregunto qué haría ella si estuviera en una barca con sus dos hijos, su madre (la mía) y su marido (Dani) y se diera cuenta de que la barca no soporta el peso de todos sus ocupantes: "¿a quién tirarías al agua?". Espe, que también va calentita, como todos, mira un segundo a Dani (por aquella época algo pasado de peso) y, completamente seria y con el desparpajo y maravillosa naturalidad que la caracterizan, suelta: "el ballenato al agua". Estoy escribiéndolo y joder, me estoy descojonando. Estábamos algunos doblados por la risa, incapaces de articular palabra. Sigo dando por saco cuando logro recuperarme y le planteo: "vale, pero la barca sigue jodida, hay que tirar a alguien más". Espe, ya en su salsa, parece pensarlo un segundo y exclama: "¡la abuela al agua!". Destrozados, por el suelo, el gesto de indignación fingida de mi madre, la cara falsamente compungida de Espe, las risas, aquellas benditas risas, música sentimental para nuestros tristes oídos. Y allí estaba Mari, tan viva otra vez, tan viva hoy mientras la recuerdo, sin parar de reír, en sintonía momentánea con el mundo, levantándose a por otra cerveza con la mirada reprobatoria de mi madre: "¡es la última, mamá, tranquila!".

Y yo hoy, ocho años después de su muerte, nueve años después de esta historia, todavía me encuentro a veces mí mismo, cuando recuerdo aquella noche mágica, especial, gritándole desesperado: "¡ve a por otra cerveza, Mari, coge otro puto botellín, no dejes que termine nunca esta noche, aguanta, no dejes que el tiempo siga avanzando!".