Paseamos por la cueva de Nerja, un espectáculo kárstico de proporciones inimaginables del que el gran público sólo puede disfrutar (¿afortunadamente?) una pequeña parte. Las estalactitas se entrelazan caprichosamente entre ellas y con las estalagmitas para conformar extraños monumentos y grutas imposibles que la imaginación trasforma en diversas formas fantasmagóricas que habitan sólo en nuestros sueños o en la peor de nuestras pesadillas. El paseo debería ser especial, mágico, uno no se puede más que sobrecoger ante esa obra de arte natural que el capricho, la calcita y el agua infiltrada durante millones de años ha creado, y que nuestros antepasados hace miles de años convirtieron en refugio y hogar ocasional. Pero es imposible. Un centenar o más de personas avanza con nosotros hacia las profundidades de la tierra, no puedo evadirme de ellos, de sus chanclas, de sus gritos, de sus risas sin sentido o sus chanzas idiotas, del tío con el torso desnudo que se queja inmediatamente por el frío, cuando cualquier imbécil puede entender que al comenzar a descender a una cueva como ésta la temperatura desciende al menos unos diez grados y la humedad se apodera del ambiente, de la gorda del bañador con sus tres retoños y sus chanclas que tras dar el primer paso dentro de la cueva despotrica contra ella y recuerda a todo el que quiera escucharla su pretendida claustrofobia, de las cámaras de fotos y de vídeo, tantas que parecen superar al número de visitantes, portadas por zombis con gorra y barrigas ostentosas que convertirán en imágenes vulgares lo que la naturaleza les ofrece pero ellos no ven, críos de doce y trece años que se dedican a corretear entre nosotros toqueteando rocas que se ven mancilladas por sus irreverentes manos, flashes que surgen por doquier iluminando la oscuridad y desobedeciendo las mínimas normas de decoro y mantenimiento de una cueva natural, obreros que golpean duramente con sus martillos las juntas de un escenario improvisado en mitad de una sala para que los pijos del pueblo y los alrededores, mas las autoridades competentes, escuchen al músico de turno en un “escenario incomparable”, escenario que debiera rebelarse derrumbándose sobre sí mismo y sobre ellos si es que la justicia natural realmente existiera… Y de nuevo esa sensación que me invade, que me hace acelerar el paso y querer salir de un lugar que minutos antes me apasionaba, escapar desesperado, como ya me pasó en Praga, como en Altamira, como en Cazorla viendo aquellos pobres ciervos rodeados de tipos que fumaban compulsivamente y vociferaban en mitad del campo, como en París cuando visité Notre Dame y la muchedumbre me recordó cuando borracho atravesaba las turbas semanasanteras sevillanas y tenía que abrirme paso con codazos para caminar… Ellos no eran más que mi propio reflejo, ellos eran yo, como en el cuento aquél, turistas ociosos, despreocupados y aburridos buscando alguna excusa cultural con la que pasar parte del día antes de comer o emborracharse, aglomerándose como ratas o cucarachas ante el ocio preprogramado que la cultura nos dicta: deslumbrándose con las mismas cosas, repitiendo las mismas actitudes, con la misma superficialidad… Turistas del siglo XXI, la gran plaga.
Coda: "Le voy a contar una revelación que he tenido en el tiempo que llevo aquí. Esta me sobrevino cuando intenté clasificar su especie. Me di cuenta de que en realidad no son mamíferos. Verá los mamíferos logran un equilibrio perfecto entre ellos y el hábitat que les rodea. Pero los humanos van a un hábitat y se multiplican hasta que ya no quedan más recursos y tienen que marcharse a otra zona. Hay un organismo que hace exactamente lo mismo que el humano. ¿Sabe cuál es? Un virus, sí, los humanos son un virus, son el cáncer de este planeta y nosotros somos esa cura".
Coda: "Le voy a contar una revelación que he tenido en el tiempo que llevo aquí. Esta me sobrevino cuando intenté clasificar su especie. Me di cuenta de que en realidad no son mamíferos. Verá los mamíferos logran un equilibrio perfecto entre ellos y el hábitat que les rodea. Pero los humanos van a un hábitat y se multiplican hasta que ya no quedan más recursos y tienen que marcharse a otra zona. Hay un organismo que hace exactamente lo mismo que el humano. ¿Sabe cuál es? Un virus, sí, los humanos son un virus, son el cáncer de este planeta y nosotros somos esa cura".
Agente Smith. Matrix