Poco más de seis meses han bastado. Los miembros del
gobierno ejercen de marionetas petrificadas de un espectáculo decadente. Sólo
pueden balbucear incoherencias que nadie se preocupa por desentrañar. Manotean
frenéticamente tratando de llamar la atención, deslumbrados por los focos, incapaces
de ver que más allá del escenario apenas queda ya público. Y que el que quedaba
se está levantando, hastiado por el patético espectáculo. Pobres locos que intentan
reproducir formas políticas ya enmohecidas, muertas para siempre, cuya
defunción certifican sus precarios conatos de volver a traerlas a la vida. Ya
no hay tiempo. Ya no es tiempo. A nadie convencen, a nadie lideran, ya nadie
espera nada de ellos. La democracia representativa es el último gran relato, la
última ficción cuyo artificio e impostura ya no son aptos ni para las masas más
crédulas. Por eso esta inacción, esta desidia general, esta indolencia
intelectual, nadie les pasará factura, ¿por qué? Sólo decepciona aquél del que
algo se espera. No es el caso. La chanza es general, la crítica puede parecer
descarnada pero lo que domina es el cansancio, un cansancio atroz de una sociedad
sin alma, sin proyecto común, sin ideales ni referentes, cínica y descreída. Se
sabe engañada, manipulada y apaleada. Le da igual. Sublima infantilmente sus
miedos y su tristeza mediante el humor, ese humor urgente, hiriente en el
instante pero inocuo y sin alcance más allá de la sonrisa de adhesión, estúpida,
del convencido. Perdón, del follower. Twitter como gran escaparate de la
mediocridad intelectual de nuestra sociedad: una forma de comunicación rápida y
eficaz cuya posibilidad de existencia hubiera hecho temblar a cualquier
gobernante en los últimos cien años pero cuya existencia real nos muestra
inmisericorde los rasgos más aterradores de la idiocracia instaurada. Salpicada,
eso sí, por pequeñas dosis de ese ingenio puntual, tan español, que humilla
pero no hiere al fuerte y destruye para siempre a los más débiles. La calle por
fin en la red. La red como la prolongación virtual de la barra del bar. Poco
más. Los políticos transitan en tierra de nadie. Sus mentiras y contradicciones
son ya de un tamaño tan colosal que imposibilitan su análisis crítico. Mienten.
Todos los días. Se contradicen. Todos los días. Ellos lo saben, nosotros lo
sabemos. Ellos saben que nosotros lo sabemos. Da igual, nada importa, el
espectáculo debe continuar. Orwell ya no podría hablar de la neolengua en la
sociedad actual. Excepto que inventara el concepto sobre la marcha y se lo
gritara escupiendo a otro tertuliano en Sálvame. Todo se sabe ya. Todo el mundo
sabe todo y de todo tiene opinión. Su saber ignorante debe valer tanto como el de cualquiera, por supuesto. Y saber de algo no tiene por qué impulsar a nadie para intentar cambiar nada.
Sólo falta que salga el enano bailando para que todo tenga por fin sentido.
Sólo falta que salga el enano bailando para que todo tenga por fin sentido.