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01 marzo 2013

El instante final

Apoyó suavemente la cabeza sobre su pecho. Sintió inmediatamente el irregular latido de su corazón, mientras el pecho agitado protestaba rítmicamente por el nuevo impedimento que encontraba en su batalla perdida por seguir bombeando oxígeno desde aquellos viejos y asmáticos pulmones. Se mantuvo así unos segundos, disfrutando de la calma, de la pausa, de la tregua que se daba a sí misma en medio del sufrimiento final. Porque era el final, su final, el de ellos, el de su historia, el de una vida compartida. Sabía que ya no despertaría, no habría lugar para la despedida sentimental, esa que él siempre detestara en el cine que tanto amó. Simplemente la miró, dulcemente, como tantas veces, esbozó media sonrisa y cerró lentamente los ojos. Se apagó su mirada y, sorprendida, observó que sin ella ese rostro le parecía casi el de un desconocido. Las arrugas propias de la vejez surcaban la cara del que posara por primera vez, sonriente y enamorado, hace ya tantos años, ante su cámara. Recordó como el viento del mar agitaba entonces sin cesar su pelo negro, ese pelo del que apenas hoy quedaban rescoldos encanecidos sobre su cráneo. Los ojos, pensó, los ojos son los únicos que nos permanecen fieles mientras el tiempo nos devasta. La mirada, su fuego, el sarcasmo imperceptible, la furia desatada, el dolor incontrolable, el miedo. Lo único que terminamos reconociendo en las facciones del otro, en la facciones de uno mismo, a lo que nos agarramos cuando el espejo nos devuelve la imagen de un cuerpo decrépito que jamás asimilas que pueda ser el tuyo. La mirada. Separó lentamente la cabeza de su pecho mientras intentaba evitar contemplar su rostro. Para qué. Ya no era él, nada de él permanecía, solo su memoria, su historia, el pasado, el de los dos. Se arregló el pelo de manera mecánica y salió de la habitación, de la casa, cruzó el jardín, siguió caminando, dejó atrás el tiempo, atravesó el espacio y llegó finalmente a una pequeña playa de arena negra bajo los riscos. Era la última mujer viva, nadie quedaba ya, era leyenda, en eso se había convertido, en la leyenda que nadie reclamaría. Se encontró por fin frente al mar, un mar tenso, nervioso, agitado, como si tuviera vida, como si siempre hubiera podido sentir y solo ahora, en la intimidad, se permitiera expresarse, recordar viejas historias, construir nuevas ficciones. Frente a ese mar comprendió que todo había terminado. Nada quedaba por hacer, nada quedaba por salvar, nada por lo que luchar. La contienda había finalizado. Se sentó sobre la arena, sintió por última vez su suavidad, dejó arrastrar sus manos sobre ella sintiendo como se deslizaba entre sus dedos. Mientras lo hacía, al fondo, la gran ola comenzó a acercarse. No pudo evitar sonreír. Tal vez recordando alguna película. Tal vez recordándolo a él

08 noviembre 2007

El Arca de Su Puta Madre

España, finales del siglo XXI. El jodido cambio climático ha convertido al país en una zona desértica donde a duras penas sobrevive una quinta parte de la población que tenía hace menos de cien años. La emigración, la mortandad infantil, la cada vez más reducida esperanza de vida y la incapacidad de los dirigentes político han destruido y colapsado un país que no hace mucho tiempo se consideraba como uno de los privilegiados integrantes del rico Occidente. Los conflictos armados entre distintas regiones y grupos locales se han sucedido sin descanso en los últimos treinta años destruyendo las pocas esperanzas de los exhaustos españoles que quedan. El agua se ha convertido en la sustancia vital, la especia, y el control de los pocos ríos que discurren como hilillos sobre la tierra yerma es el centro de todas las actividades ilegales, así como de los conflictos territoriales anteriormente mencionados. España se muere de sed. Y con ella ha traído al Tercer Mundo hasta las mismas puertas de la siempre asustada y cobarde Europa.

Mientras tanto China, tras su reconversión industrial de mediados de siglo, se ha erigido por fin en la primera potencia del mundo, dejando en un discreto segundo plano a unos EEUU obligados a ceder ante el empuje y la fuerza de la nueva sociedad china, que se despoja con rapidez de los harapientos vestidos de su milenario pasado y adopta con facilidad los nuevos ropajes capitalistas y consumistas, acordes con la nueva posición dominante que detenta. Una de las características que mejor define la evolución de China y las nuevas preocupaciones de su rica sociedad, es la aparición de múltiples ONG’s financiadas por capital chino, ya sea público o privado, que se han distribuido con enorme rapidez por todo el mundo, como si de un virus se tratasen, llevando la caridad y la ayuda por todos aquellos lugares donde creen que la necesitan.

Una de ellas, llamada El Arca de Su Puta Madre, decidió hace unos meses que la situación de conflicto permanente entre los castellanos y los leoneses que había convertido la zona en una de las más deprimidas del Hemisferio Norte, hacía necesaria su presencia y su ayuda en dicha zona. Aprovechando la debilidad del Gobierno español, y la pobreza y descontrol reinante en la región de conflicto decidieron, de manera unilateral, que lo mejor sería que algunos de los niños castellano-leoneses fueran adoptados por familias acomodadas chinas que esperaban ansiosas la llegada de sus nuevos hijos. Pero conseguir su propósito no era sencillo. La gran mayoría de estos niños vivía en el seno de familias con muy pocos medios de subsistencia pero aún muy orgullosas y ligadas a la tierra: jamás hubieran dado el visto bueno a una cesión encubierta de sus hijos. De modo que, con enorme "decisión y valentía", los responsables de la ONG decidieron seguir con fidelidad los principios que regían su labor, basados en la idea de la necesidad de radicalizar el humanitarismo por el bien de los más desfavorecidos, principios éstos que proclamaban desde hacía años en su página neoweb. Dichos responsables mandaron a sus voluntarios a hablar con las familias de los niños escogidos, para rogarles que les permitieran que se llevaran a sus pequeños a una casa-refugio que tenían en Madrid, donde se les proporcionaría educación y comida durante los próximos años, y en donde, por supuesto, los padres podrían visitarlos con asiduidad hasta que las condiciones del conflicto mejorasen y pudieran volver a vivir con ellos. Aleatoriamente eligieron unos cien niños de entre todos los que vivían en la región dándose la curiosa circunstancia que ninguno de ellos poseía ninguna tara ni enfermedad especial, algo muy poco probable dada la mala nutrición y la pobreza de las familias. Casualidad. Seguro. Como estaban tan seguros de lo honesto de sus actos envolvieron a los niños en falso vendajes para hacer creer a las autoridades centrales españolas de la necesidad de evacuarlos, algo que consiguieron, llegando así finalmente hasta el mismo aeropuerto de Vallecas donde les esperaba un avión francés que habían contratado para volver a Pekín con los niños. Sólo un chivatazo de última hora a la policía española, impidió que el avión despegara del país tercermundista. La policía detuvo en el mismo avión a los miembros de la ONG, acusándoles del secuestro de los de los niños, y a la tripulación francesa del avión por complicidad en el secuestro.

Hace unos días, en un vuelo relámpago al país español, el presidente chino consiguió que parte de la tripulación francesa fuera liberada. A su vuelta a China hizo escala en Francia donde un patético presidente francés, Zaparkozy, le esperaba a pie del avión para hacer una declaración conjunta en la que prometieron a sus escandalizadas sociedades que sus compatriotas retenidos en ese miserable país subdesarrollado serían puestos rápidamente también en libertad. El presidente chino, lacónico en su alocución, sólo dijo las siguientes palabras:"Hayan hecho lo que hayan hecho deben volver a China

La sociedad china respiró aliviada. Las imágenes del sufrimiento de los pobres voluntarios de El Arca de Su Puta Madre que habían sido detenidos por las autoridades españolas habían escandalizado al país. Las lamentables condiciones de higiene y la inseguridad judicial en un país tan atrasado como el español habían indignado a las familias de los pobres voluntarios que llorosas hablaban en radios y televisiones. Tras unos primeros momentos de hipócritas condenas al tráfico de niños del Tercer Mundo, la fingida decencia política y social dejó paso a la más realista y cínica certeza de que de todas formas eso chinos y esos franceses debían ser devueltos a sus países de origen , aunque el delito lo hubieran cometido en España.

Al fin y al cabo quién carajo era España para retener a nadie.

Al fin y al cabo no iban a dejar los chinos y los franceses que los putos españoles juzgasen y encerrasen a una veintena de los suyos.

Al fin y al cabo qué más daba el delito. Todo el mundo sabía que lo importante era dónde se cometía ese delito. Y quién lo cometía

Siempre fue así. Desde hacía siglos... Al menos uno.

11 diciembre 2006

El sueño

Sólo una cosa no existe. 
Es el olvido.
Borges. 

Otra vez. De nuevo la noche acechaba. Tras las cortinas de la ventana de su dormitorio la oscuridad pérfida, insondable, comenzaba lentamente a cubrir con su poderoso e inexorable manto todo lo que, hasta hacía poco minutos, era propiedad de la luz, de la claridad, de la vida. Temía a la noche. Lo atemorizaba. Volvería a dormir. A soñar. El sueño. El mismo sueño una y otra vez. Siempre la misma visión. El mismo escenario. Desde hacía casi treinta años. ¿O eran más? Recordaba al principio despertar, enérgico, y reírse al pensar en él. Ya no. Tal vez porque ya no era una persona madura segura de sí mismo, sino un viejo débil cargado de nostalgia por un pasado que no volvería. Todo empezaba al sumirse en la inconsciencia. Se encontraba sin saber cómo ni por qué en una gran extensión de terreno, llana, sin límites visuales aparentes, sin vegetación. O casi. Tierra gris, quemada, reseca y estéril. En el centro un único árbol, enorme, de aspecto tétrico y corroído por el tiempo aparecía, muerto en apariencia, con enormes ramas que dibujaban extraños arabescos en el aire antes de caer, al fin, hasta casi rozar el suelo. Por doquier sobrevivían a duras penas pequeños arbustos de menos de medio metro de altura, como únicos rescoldos de una naturaleza que parecía haber renunciado a poner su semilla en lugar tan despreciable. Era de noche. Oscuras y densas nubes copaban el cielo escondiendo casi por completo a la luna. Poco a poco sus ojos se iban acostumbrando a esa negritud, ritual por el que tenía que pasar en cada ocasión para poder, por fin, vislumbrar un suelo que hasta ese momento sólo intuía. Era entonces cuando finalmente los veía. Cadáveres. Cuerpos de hombres y mujeres que se distribuían sin ningún orden a lo largo de toda la llanura. Todos incompletos. Algunos sin piernas, otros sin brazos. Algunos a los que les faltaban dedos en las manos o en los pies. Otros con las bocas entreabiertas, en las que se podía distinguir con claridad la ausencia de dientes o lenguas. Arrancadas. Los había sin uñas o a los que le faltaban tiras de piel en algún lugar de su anatomía. Mujeres con senos cortados y palos introducidos en sus genitales. Hombres sin sus testículos. También se veían cuerpos extrañamente inflados, con el aspecto informe e irreal del cadáver recién sacado del mar, mientras otros, calcinados, presentaban sus brazos en alto, retorcidos, como en un último y desesperado intento de pedir auxilio. Había un detalle, importante, que denotaba lo fantástico del sueño: ninguno de ellos poseía facciones. Eran sólo eso, cuerpos con cabezas, pero en éstas, nada. Ni pelo ni orejas. Ni ojos ni nariz. Sólo la existencia de una boca les otorgaba un aspecto levemente humano.

Él caminaba entre ellos, sin poder evitar pisarlos. Los miraba sin sentir pena ni compasión. Más bien con desprecio. O con indiferencia. No sabía el porqué, pero intuía que eran basura, despojos, gente que no merecía ninguna de las prebendas que Dios había otorgado a los hombres. Ni siquiera la principal, la vida. En ese momento, tras el horizonte, el sol comenzaba a salir y cada uno de sus rayos, al alcanzar a los cuerpos los destruía violentamente, haciéndolos desaparecer. Él sentía como su cuerpo, dormido, se estremecía de placer. Finalmente ese sol castigador lo iluminaba desde lo más alto del cielo, a él, sólo a él, en el centro de esa tierra yerma y desierta. Dueño absoluto de ella, sin nada ni nadie, salvo la inquietante presencia del monstruoso árbol, que le hiciese sombra. Solía despertar en ese maravilloso instante. Por entonces, claro, no temía a la noche. Era poderoso, lo sabía. Y lo disfrutaba. A pesar de ello jamás se lo contó a ninguno de sus cercanos, ni siquiera cuando con el paso de los años comenzaron a producirse ligeras y extrañas variaciones. Al principio no hubo problemas. Tan sólo era que el número de cadáveres esparcidos por aquella tierra estéril aumentó de manera considerable, llegando a ser tantos que había lugares por los que no se podía caminar si no era ya directamente sobre ellos. Y la incomodidad. Recordaba también cómo fue creciendo la incomodidad. Esta situación seguía solucionándose con ese amanecer redentor que lo liberaba de estorbos y lo erigía de nuevo como el único dios de su propiedad.

No recordaba la fecha exacta. Cuando el cambio sustancial, el que introdujo el terror se produjo. Lo que convirtió, de manera definitiva, el sueño en pesadilla. ¿Hacía ya diez años de ello? En su paseo nocturno por la inconsciencia uno tras otro, noche tras noche, uno por noche, cada uno de los cadáveres, con su fantasmagórico y aterrador aspecto, se fue levantando del suelo, y cuando el resto de yacentes desaparecían destruidos por la luz, ellos quedaban en pie, con la cabeza girada hacia él, como si lo mirasen sin ojos, lo señalasen sin dedos y lo acusasen sin voz, hasta que, sudoroso y febril, conseguía despertar. Este alzamiento no era desordenado, como creyó al inicio. Lo seres (no podía llamar hombres a aquellos cuerpos informes) iban estableciendo una especie de círculo alrededor del gigantesco árbol muerto, rodeado todavía éste, a su vez, de cientos de postrados cadáveres. Notaba cómo lo acechaban, los escuchaba susurrar en un tono tenebroso. Siseaban. Gemían. ¿O era el viento? Hacía unos años había viajado a Europa para que un especialista lo tratase, puesto que su cuerpo había llegado a un grado de extrema debilidad. La causa, por supuesto, sus vanos intentos, incluso con pastillas, de no dormir. Ya no lo soportaba. No quería volver cada noche allí. Le aterraba. Aquello lo estaba matando. Pero su estancia europea y el tratamiento que le aplicaron no sirvieron para nada e incluso se le agudizó el problema por lo que, cuando consiguió regresar a casa, ingenuo él, llegó a pensar que sería entonces cuando los muertos le dejarían descansar. Craso error.

Así, día tras día, aislado ya de un mundo al que no pertenecía, había llegado hasta hoy. En los últimos tiempos sentía que cada noche, cada nueva reedición de su horrible pesadilla, anunciaba un nuevo giro, un vuelco, algo que iba a suceder. Tal vez un final, una explicación. En la noche anterior todos los cuerpos habían quedado en pie, ninguno de ellos fue ya destruido. Todos girados hacia él. En silencio. Ya no se escuchaba nada. El viento debía haber desaparecido.  Quizás... ¿Esta noche?

Era muy tarde. Como siempre la enfermera de turno (ya ni las reconocía) le había traído y hecho tragar, con la habitual mezcla de benevolencia e indiferencia de las de su gremio, el lote de fármacos, incluidos somníferos, con los que cada día intentaba seguir engañando a la muerte. Se había levantado una suave brisa que mecía las cortinas levemente. Sin darse cuenta, poco a poco, las paredes de sus cuarto se fueron difuminando. Pasó al sueño en un instante. Como siempre. De nuevo estaba allí, en la que antaño consideró su propiedad más segura. Tuvo, como siempre, que acostumbrar otra vez los ojos a la oscuridad y, lentamente, empezó a vislumbrar sombras en todas las direcciones. Miles y miles de sombras en círculos que parecían no haberse movido de su posición desde la pasada noche. Quietas. Expectantes. Como buitres a la espera. De repente el árbol, aquel árbol cuya figura y forma conservaba en su memoria desde hacía tantos años, comenzó a desaparecer, a volatilizarse en el aire. Todo lo demás permanecía estático a su alrededor. Él también. El tiempo parecía haberse detenido hasta que, por último, el árbol desapareció por completo. En su lugar, en el mismo sitio donde siempre había estado, observó la presencia de otro cadáver postrado que, con parsimonia, se levantó. Mientras eso ocurría el resto de cadáveres empezó a abrir un pasillo cuyo destino final era él. Siempre con las cabezas vueltas hacia su posición, controlándolo, con un rictus inexpresivo en la boca.

Ese último cadáver caminó con paso firme y seguro por ese pasillo. Percibía algo extraño, diferente en él, pero... ¡Maldita vejez! Su vista, siempre excelente, ya también le fallaba... ¡Hasta en sueños! Sí. Este rostro tenía algo distinto. Sus facciones estaban marcadas. Además... ¿Erá él? No podía ser, lo conocía... ¿Salvador? Había pasado tanto tiempo desde que se enfrentara a él, desde que tuviera que obligarle a morir por el bien del país. Siempre lo había considerado un peligro. Una anomalía histórica que hubo que eliminar. Ya lo alcanzaba, estaba frente a él... ¿Qué querría?... ¿Que le pidiese perdón por lo que hizo?... ¿Una disculpa final?... Comenzaba a esbozar esa sonrisa de superioridad que tanto aterró a sus enemigos cuando observó que Salvador empuñaba un arma que levantó con parsimonia, apuntándole al corazón, sin dirigirle una sola palabra. Se asustó. Sintió miedo. Sus pies parecían de plomo, no podría huir, además, ¿adónde?. Lo miró, suplicante, esperando clemencia. No obtuvo ninguna respuesta. Miró entonces a su alrededor, buscando cualquier ayuda que le pudiera ofrecer alguno de los otros, cualquier gesto. Nada. El fin parecía inevitable. Iba a morir. Comenzó a llorar. De repente sintió cómo un rayo de luz acariciaba su mejilla. El sol comenzaba a aparecer, perezoso, tras el horizonte. Él lo salvaría. Después de todo no permitiría el asesinato de uno de sus hijos predilectos, él, que tanto había hecho por mantener el orden natural. Los destruiría. A todos. A Salvador. A los demás. Sí. Como tantas veces en el pasado, pero... ¿qué sucedía?... ¿por qué no pasaba nada? Todos seguían allí y el arma de Salvador seguía apuntando a su corazón. El sol ascendía despacio en el cielo, iluminando pasivamente el escenario del drama. Justo cuando llegó a lo más alto, en esas cabezas de muertos, sin pelo ni orejas, sin ojos ni nariz, apareció una sonrisa torva, dura que fue degenerando en estruendosa risa cruel, sardónica, brutal. Enloquecedora.

Con el fragor casi no escuchó cómo saltaba el seguro de la pistola. Sintió los ojos de Salvador clavados en los suyos. No había un ápice de piedad en ellos. Sólo venganza. Tal vez justicia. Seguro, placer.

El disparo retumbó a lo largo de toda la llanura. 

Última hora. Agencias:

El ex dictador chileno Augusto Pinochet falleció ayer noche mientras dormía a causa de un infarto de miocardio, según fuentes confirmadas del gobierno chileno. Pinochet se encontraba confinado en su residencia a la espera de los más de trescientos juicios que tenía pendientes por crímenes contra la humanidad...

La Laguna, verano 2000

17 marzo 2006

Correr. Huir. Escapar

Escapar. Huir. Correr. Lo más rápido posible. De la manera que sea. Pero sin mirar atrás. No mirar atrás. No. Imposible. Un sudor frío que recorre la frente. La respiración agitada reventando los pulmones. El corazón que golpea y machaca brutalmente el pecho. Pero seguir. Seguir. ¿A dónde? ¿Por qué? Correr. Huir. Escapar. Sin fuerzas. Necesitaba parar, descansar. Lo observaban. Vigilaban. A su alrededor desconocidos a los que no veía sabía que posaban sus ojos sobre él. Sobre mí. Sobre él. Lo miraban desdeñosos, sin pena, sin compasión. Lo escrutaban. Lo conocían. Pero eso no podía ser. Tantos no podían saber de él. Él no los podía conocer. Vergüenza. Miedo. Una esquina. Otra. Un pequeño parque. El banco, vacío. Necesario. Sentarse un instante, parar. Descansar. Nervios, tensión. Sentía que no tenía escapatoria. Que lo atraparían. Venían tras él. Por mí. Tras él. Pisándole los talones. Allí, detrás de la esquina. Los escuchaba hablar, sisear. Sobre él. Seguro. ¿Pero quién era? ¿Por qué huía? ¿De quién? ¿De qué? En pie. Y rápido. Volvían a venir. Escapar. Correr. Huir. Iba a morir. Eso ya lo intuía. Casi, atropellado. Revuelo. Gente a su alrededor. La calle de repente atestada. Golpes. Empujones. Miradas inteligentes interceptadas. Todos estaban en la trama. Contra él. Lágrimas de angustia por las mejillas. En sus labios, mezcladas con sudor. Y sangre. Se mordía los labios con la tensión. Otra calle. Otro golpe. El suelo de nuevo. El revuelo de nuevo. La sangre. El motorista aullando de dolor. Incorporarse y seguir. Seguir. La vista nublada. La sangre de nuevo. Ahora no era en los labios. La brecha en la cabeza. Los dedos sobre ella. La sangre entre los dedos. Dolor. Pero no había tiempo. No podía detenerse, los sentía tras de sí. Parecían esperar que reventara. Que cediera. Que se rindiera. No, eso no. Huir. Correr. Escapar. Otra esquina. Otro mundo. Otra posibilidad. ¿Tal vez ésta?... Otra avenida, enorme. Infinita. Pasos, susurros, gemidos. Detrás. Delante, los edificios. Enormes cuevas del futuro. Gigantes hasta el cielo. Pequeñas las ventanas. Espaciosas las terrazas. Todas iguales, clónicas. Perturbadoras. Y en ellas, ellos. No los distinguía bien, tan sólo los intuía en su carrera. Y sus miradas. Sobre él. Miraban desdeñosos, sin pena, sin compasión. Lo vigilaban. Y detrás... Los sentía en su nuca. Percibía sus pasos, sus carreras. Sus alientos. Casi. Eran decenas, cientos. ¿Quiénes eran? ¿Qué querían? ¿Por qué lo perseguían? ¿Por qué no le dejaban en paz? Escapar. Huir. Correr. Ya todo él era un charco de sudor. La camisa empapada, pegada a su piel. Los pies lacerados, sangrando sudor. La mente aterrorizada, huyendo de él. La razón, a punto de abandonar su ser. Los ojos desquiciados. Fuera casi de sus órbitas. No más. Nada más. No pensar más. Ya no. Ya sólo el fin. Un único objetivo. Correr. Huir. Escapar. No ser cazado. No ser apresado. Continuar. A través de la avenida sin fin. Extrañamente rectilínea. Los balcones repletos, vigilantes. Allí, ellos. Presentes y ausentes. Quietos. Por él. Para él. Contra él. Marchar, marchar. Correr, correr. Para atisbar, de repente, sin lógica, el fin de la avenida sin fin. Otra posibilidad del refugio final. Pero detrás ya están. Corriendo como seres inertes animados. No volver la mirada, no mirar atrás. Pero ahí están, ahí están. Casi lo tocan. El tropiezo. El bordillo. El tobillo. El dolor. Dolor frenético. Frenéticos, abrumadores los brazos se ciernen sobre él. Tan cerca de la salvación. Una mirada desolada al final de la avenida. Casi, casi. Una asustada mirada en derredor... Entonces los ve, los reconoce. Entonces lo miran. Me miran. Lo miran. Ellos son él. Ellos son yo. Yo soy él. Silencio, sorpresa. Retirada. Unos pasos, tan solo. El tiempo se para. Me(se)levanto(ta). Las terrazas. Las ventanas. Los edificios hasta el cielo. Ellos allí también son él. También son yo. Paralizados, todos. En la calle y en los edificios. Petrificados, parecen. Y yo.
 
Huir. Correr. Escapar. ¿De quién? ¿Por qué? ¿ De qué? Allí, al fondo, el fin de la avenida. Acaban las calles. Acaba la ciudad. El fin del pasado. Un nuevo futuro. De nuevo, intentarlo. De nuevo, los brazos. Brazos que reptan, que se agarran con fiereza. Con desesperación. Brazos de hierro. Sus brazos. Todos son suyos. Los que se defienden, los que se liberan. Los que atrapan, los que atacan. No será. Imposible. Jamás podrá llegar. Y ahí está. Tan cerca, tan cerca...Tan lejos.