Yo compraba El Mundo. Ahora, en ocasiones, también lo hago, claro, pero no
es lo mismo. Yo antes compraba El Mundo. Cuando significaba algo. Cuando
hacerlo (como descubrí muy pronto) significaba enfrentarme a muchos amigos, de
aquellos que decían tener entonces las mismas ideas sociales que yo y que a día
de hoy serían incapaces de reconocerse en aquellas versiones de sí mismo. Elegía
ese diario sobre todos los de la competencia porque lo prefería al rancio
conservadurismo del ABC, a la casposa progresía de salón de El País y a la
anorexia informativa de los diarios locales. Ahora sólo lo compro por
costumbre, lo leo con desidia, a veces con asco, siempre con recelo. Y no
hacerlo ya no significa nada porque sé que nada me pierdo cuando no lo hago. Cuando lo compraba, cuando leerlo era
importante para mí, cuando me asomaba a la vida adulta y a la vida universitaria
y desesperado buscaba mi lugar en el mundo escribía Umbral, el más grande, el
que imponía el nivel, me deslumbraba la escritura de Albiac, me divertía el
cinismo de Losantos, me imponía respeto Hidalgo, despertaba mis instintos
subversivos Javier Ortiz, alucinaba con Boyero, me reconocía en jóvenes
columnistas como David Torres. El Mundo era una fiesta para el lector, un
batiburrillo ideológico de voces diversas y pensamientos dispares donde la opinión
argumentada establecía el paradigma imponiéndose al tratamiento editorial de
las noticias. Precisamente eso era lo que yo quería encontrar, lo que buscaba
cada día, lo que necesitaba. Cuando el columnismo era significativo, incluso
brillante. Y todo aquello sucedía cada día, día tras día, al módico precio de
cien miserables pesetas. Ahora, con la perspectiva que da el paso del tiempo,
es tan triste como inevitable constatar lo fácil que fue vivir en la oposición,
a la contra, defendiendo ideales que
parecieron ser un faro moral hasta que se convirtieron en la excusa para ganar
dinero y conseguir poder e influencia. El director de todo aquello, el
inspirador, el alma de aquella utopía periodística que tan poco tiempo duró fue
Pedro J., un personaje singular, un tipo muy particular, con enorme carisma, con una
ambición sin límites, alguien que se creía heredero de una tradición de
periodismo independiente y salvaje que seguramente jamás existió. Y que desde
luego él tan sólo interpretó. Mientras le convino. Eran otros tiempos, los
estertores del felipismo, eso que ya a los jóvenes empiezan a conocer con la misma
distancia que el franquismo. Algo mucho más difícil de explicar.
Pedro J. deja El Mundo. A Pedro J. lo echan de El Mundo. En
el fondo no deja de ser paradójico que una de esas asépticas decisiones empresariales,
basadas en la más estricta rentabilidad del producto que ese capitalismo
expansivo que él ha defendido desde las páginas de su diario suele tomar, sea
la que lo expulsa del barco. Lo que hace que lo purguen. En un bote, a la
deriva, en soledad, con tanto dinero como decepción vital. Pedro J. ha sido
arrojado al mar, es obligado a abandonar su creación, a dejar atrás su vida, su
legado. Ya no es necesario. O mejor dicho, se había convertido en una molestia
para el sistema, en una incomodidad, con el agravante de que encima ya ni
siquiera era rentable, de hecho era deficitario. Estaba condenado. Su derrota es una consecuencia más del
contexto socioeconómico que él contribuyó a consolidar. Sobra. Molesta. A la
puta calle.
Yo compraba El Mundo. Cuando era joven. Mucho antes de que
el periódico feneciera. Mucho antes de aquel desgraciado 11M que terminó de destapar
las miserias profesionales de un Pedro J. conspiranoico, intrigante y
obcecado. Mucho antes de que su obsesión por el poder convirtiera su periódico
en un panfleto insustancial con una voz monocorde en el que la lucidez
independiente de sus columnistas fue sustituida por un servilismo mediocre insufrible
carente de toda inteligencia. Hace mucho tiempo. Hace ya tanto tiempo.