Una de las necesidades más extrañas del ser humano es su afán por clasificar. Clasificar, etiquetar y crear categorías de todo aquello que lo rodea. También se puede clasificar a las personas por el tipo de local al que les gusta acudir, ya sea de manera habitual o para un encuentro ocasional, o incluso por la bebida que toman con más placer, o la hora a la que prefieren quedar. En mi experiencia todo ello suele tener una relación directa con el tipo de socialización que prefieren: más divertida, superficial, profunda, pretenciosa...
Pero lo que los años me han hecho ver con claridad es que no son sólo las personas las que eligen las conversaciones que van a tener, sino que es el lugar, con su ambiente, semioscuro o luminoso, con música o en silencio, jazzístico o más bien rockero, de copas o cervecero, lo que decide el giro que una conversación va a deparar: si será íntima, o cachonda, profunda o superficial, entrañable o soporífera...
En mis últimos tiempos como rastreador, he obtenido dos nuevas piezas. La primera es un café en las cercanías de
El otro es un bar de copas y café en un esquina de la calle Huertas, oscuro, mesitas bajas, ambiente un tanto decadente, con multitud de antiguos teléfonos que acechan desde las paredes a la espera de una llamada desde otro tiempo, con una música suave que favorece la charla tranquila, que alterna con fluidez diferentes voces españolas, entre las que sobresale por la insistencia de su presencia la de Sabina, y también la de Serrat. Allí esta última semana acabé dos veces: la primera para despedir a un amigo que abandona la ciudad de manera temporal en busca de las verdes praderas inglesas, y la segunda para pasar una larga tarde, prolongada hasta la noche, regada de whiskys que iban cayendo con una cadencia suave, mientras conversaba sobre Newton y Descartes, sobre Borelli y Hooke, sobre fluxiones e infinitésimos, Leibniz y Huygens, del tío Nocilla, Asimov y su psicohistoria...
Las mejores historias se desarrollan en los bares. Los mejores encuentros. Las peores despedidas. Las risas.
El rastreador sigue al acecho