En relación a lo expuesto, por todos es conocido que el cine en el momento de su creación renunció a las grandes aspiraciones de sus hermanos artísticos mayores y se orientó directamente a cubrir las necesidades de entretenimiento de las masas, con el objetivo (que consiguió) de convertirse en el pasatiempo preferido del más importante sujeto político del momento histórico, actor fundamental en el devenir del siglo XX. La rebelión de las masas suponía la necesidad de éstas de acceder a esos ratos y actividades de ocio de los que siempre habían dispuesto las clases adineradas y que ellos sólo habían podido entrever a través del teatro y la literatura popular. En este sentido el teatro, con una evolución evidentemente intelectual y clasista, demasiado complejo e inaccesible para las masas semianalfabetas, no podía adaptarse a una nueva demanda que consiguió que el cine y el pueblo se unieran en una de las más rápidas y efectivas asociaciones culturales entre arte y clase social de la historia de la humanidad (introduciendo, por supuesto, un instrumento terriblemente efectivo de manipulación social, aspecto éste que no es objeto de este post).
Con el tiempo el cine, el patito feo de las artes, el entretenimiento del pueblo, fue tomando conciencia de sus enormes posibilidades artísticas, de las puertas que se abrían a la hora de convertirse tanto en un instrumento de feroz precisión o pausada reflexión en lo social, como en una oportunidad de desarrollo de nuevas formas de creatividad que le permitirían alcanzar novedosas maneras de expresión en territorios hasta ese momento no transitados. Aparecieron así los primeros movimientos propios del cine como el
expresionismo alemán (deudor del movimiento pictórico del mismo nombre pero con características propias), cineastas con clara vocación de autor y con complejos universos propios como
Dreyer,
Eisenstein, o
Sjöström, y por supuesto, el cine como industria, cuyo mejor representante fue el cine clásico americano en el que múltiples autores, sin perder de vista los gustos del consumidor medio y las necesidades comerciales de sus obras, encontraron pequeños respiraderos y se permitieron experimentar con el nuevo medio. Las obras en algunos casos empezaron a ir más allá de la mera narración de historias para situarse en un plano superior, donde lo narrado se hilaba con diferentes estilos de formas de narración que permitían identificar la preocupaciones y obsesiones de los autores, y encontrar en sus películas diversas lecturas que enriquecían su visión (y revisión).
El siguiente paso era evidente: la diversificación y el número de obras, estilos y autores se hizo tan grande en pocos años que surgió la inevitable especialización y la (hoy tan extrañamente denostada) cinefilia. Los sesenta y los setenta son la época dorada del cine como tema de discusión artística, filosófica, política y social. En su seno surgen los primeros cineastas que dialogan con el pasado del arte al que se dedican y a través de ese diálogo fértil subvierten los primeros cánones establecidos para bucear en otras posibilidades estéticas, narrativas y visuales. De esta manera irrumpe la (siempre citada)
Nouvelle Vague, a la que acompañaría en Europa el trabajo de un puñado de cineastas y movimientos cinematográficos que introducen en sus películas una vertiente de intelectualidad y autoconciencia del medio que significaba una auténtica novedad en el arte cinematográfico. Estaríamos refiriéndonos (citando rápida y de manera descuidada) a directores como
Antonioni,
Manuel de Oliveira,
Fellini o
Tarkovski, a
Cassavetes en EEUU, a movimientos como el
Nuevo cine alemán (
Fassbinder,
Herzog…) e incluso el
New Hollywood donde, aunque la parte comercial de los productos cinematográficos sigue siendo el aspecto más relevante de los proyectos que se llevaron a cabo, se hizo evidente la muerte del modo de producción clásico, y durante una década un grupo de directores y guionistas (
Coppola,
Scorsese…) desafiaron al sistema de producción industrial y crearon una serie de películas inolvidables.
Pero el cine es un arte de vida acelerada. Parecería como si intentara compensar su nacimiento tardío con una evolución desaforada y frenética que le hace quemar etapas velozmente, devorando estados intermedios que en otras disciplinas han durado siglos y que su caso se limitan a unas pocas décadas. Tras el periodo citado la civilización occidental sucumbe a la cultura del estímulo perpetuo demandando espectáculos cada vez más abigarrados que sacien sus enormes ansias de emociones. La nueva era viene apadrinada cinematográficamente por la pareja
Lucas-Spielberg, que descubren además al capital las enormes posibilidades de negocio que existen en los aledaños del cine, más allá de las salas, abriendo las puertas a un nuevo caladero de espectadores potenciales:
los adolescentes. Hasta ese momento los adolescentes no habían interesado a una industria que se despedía de los niños a la espera de que se convirtieran en adultos y siguieran consumiendo cine, formaran familias y entonces fueran ellos los que llevaran a las salas a sus hijos pequeños. La adolescencia como tal, era un período corto y estéril desde el punto de vista comercial. Pero en los 80 eso comienza a cambiar: las transformaciones sociales, los nuevos conceptos de familia, la necesidad de una mayor formación y estudios para entrar con más posibilidades en el mercado laboral y decenas de motivos trillados y conocidos provocaron que, por un lado, los año propios de la adolescencia comenzaran a aumentar y por otro, al aumentar los recursos económicos familiares para el ocio, crecieran también los excedentes que quedaban en los bolsillos de estos adolescentes, que estaban locos por encontrar productos donde fundirlo.
Seducidos por la enorme rentabilidad económica de las primeras películas fantásticas de
Lucas y
Spielberg el cine vuelve, una vez más, a cambiar de dirección y abandona al espectador adulto, maduro y crítico. Prefiere orientarse hacia un público adolescente que no quiere reflexión sino que demanda emoción, exigiendo historias que sacien su inagotable apetito de sorpresas maravillosas pero que al tiempo ya no sean infantiles. El adolescente aparece por primera vez en la historia como un consumidor con posibles al que hay que redirigir los productos de consumo, y de esta forma el cine comienza a perder el mínimo enfoque artístico y maduro que había adquirido en las inmediatas décadas anteriores para volver a retomar su papel primigenio de pasatiempo de masas. Esta regresión que comienza a advertirse en los 80 se hace plenamente constatable en el cine de los 90, cuando la tendencia se convierte en paradigma gracias, entre otras motivos, a la irrupción de los nuevos medios informáticos que permitieron el asentamiento definitivo del adolescente como consumidor global de lo que ya no sólo era industria del cine sino industria del entretenimiento (con ramificaciones que terminarían dejando al cine en un segundo y tercer plano como los juegos de ordenadores, los videojuegos, Internet, la música a través de la red…).
Lógicamente, la búsqueda de beneficios ingentes e inmediatos (el camino por el que discurre gran parte de la producción cinematográfica en los últimos años, fundamentalmente la de Hollywood) no podía limitarse para siempre a un solo tipo de público. Había que crecer, pero la solución ya no pasaba por volver a proponer obras más complejas para un público adulto. No era necesario. El objetivo, aprovechando el estado de
adultescencia generalizado, la eterna adolescencia en la que queremos vivir el mayor tiempo posible, fue no perder al público conseguido en los 80 y 90, no dejarle envejecer, no dejar que se aburriera de ver el mismo tipo de películas. Conseguir que siempre fuera un público adolescente a pesar de que hubiera superado los treinta y se acercara ya a los cuarenta.
Alimentando durante dos décadas al espectador-masa con un tipo de cine-estímulo, educándolo en él desde su infancia, generando sinergias destructivas en esa (des)formación con los videojuegos y demás parafernalia tecnológica, se ha alcanzado la siguiente evolución del cine, el nuevo paradigma, lo que vengo a llamar Cinecaína. La Cinecaína comparte los fundamentos e instrumentos básicos con el cine de toda la vida, pero ya no busca ni por asomo crear arte o provocar reflexión y emoción razonada a un espectador maduro y crítico. No exige una interacción intelectual, ni tampoco una implicación emocional y racional. La Cinecaína es una poderosa droga visual que ha generado un nuevo tipo de espectador, un yonquiespectador que limita su acercamiento a los cines (o en su hogar) a un tipo de película que le eleva la adrenalina hasta niveles insospechados o lo arrastra a un carrusel de emociones primarias durante las dos horas escasas de metraje. La Cinecaína ofrece a este espectador dosis ingentes de estímulos continuos que lo convierten en un receptor totalmente pasivo, un recipiente sin alma que no tiene ninguna posibilidad (ni necesidad) de reflexionar sobre lo que se le propone. No hay que reducir estos estímulos de los que hablo a meramente visuales o sonoros (que son los más evidentes en las películas de acción o fantásticas),
la Cinecaína tiene un amplio catálogo de recursos que le permite ofrecer en cada una de sus películas las dosis necesarias de romance, comedia, acción y drama; dosis que siempre se suceden las unas a las otras a velocidad de vértigo, mediante un bombardeo continuo y acelerado que impide que el yonquiespectador pueda siquiera removerse en su silla. Este nuevo tipo de espectador es fácilmente identificable puesto que, como
adultescente tipo, utiliza siempre las mismas expresiones simples y razonamientos lineales que lleva usando veinte años a la hora de valorar películas, despojándolas ya de todo atisbo reflexivo. De esta manera a expresiones como “
cojonuda” “
de puta madre” o “
la ostia” que utiliza cuando las sensaciones han sido positivas contrapone otras como “
un coñazo” “
aburrida” o “
muy lenta” cuando lo que ha visto no le ha convencido. No va más allá. No puede ir más allá, no tiene recursos para ello puesto que la capacidad crítica la tiene atrofiada tras años de no usarla para valorar las películas. No es necesario reseñar que este neoespectador es totalmente incapaz no ya de entender, sino de aguantar sentado un par de horas viendo películas que no contengan
Cinecaína, y reacciona ante ellas con odio y rencor, como el niño ante lo que cree un enigma irresoluble.
El yonquiespectador se convierte así en un trasunto del
Alex de
La Naranja mecánica, cuando recibe terapia de choque a través de estímulos visuales. Con el tiempo la cadencia convencional de estímulos ya no es suficiente para despertar su atención y necesita cada vez dosis más altas de
Cinecaína para poder colocarse satisfactoriamente. Necesita cada vez más y cada vez se hace más exigente. La industria ha generado un consumidor monstruo que la está devorando desde dentro obligándola a producir películas cada vez más costosas que ni siquiera llaman la atención de unos espectadores en estado semicatatónico a los que ya no les importa el envoltorio de su droga favorita, ni su estética, ni los actores, ni la calidad visual de lo que ve, sino tan sólo las emociones básicas e inmediatas que pueden conseguir con ella, por lo que abandonan los canales tradicionales y oficiales de venta de Cinecaína y acuden a otros camellos con menos escrúpulos y más baratos que les permiten un consumo inmediato y compulsivo (Internet y las descargas piratas).
La única esperanza está precisamente en esa evolución continua del cine que permite pensar que la irrupción de nuevas formas de producción más baratas, democráticas, y con mayores posibilidades de difusión, (ligadas a la red y mediante el uso de cámaras digitales) pueda suponer una nueva explosión de creatividad artística. Porque lo que es patente, como ya pasó en los 60 cuando se enfrentó a la televisión, es que el cine está entrando en una decadencia espantosa y la única solución que parece tener la industria convencional (como también pasara entonces) son producciones hipertrofiadas dirigidas a un espectador zombi que ya no reacciona.