La memoria es caprichosa y, por algún motivo, este recuerdo
no se diluye con los años, permanece con gran intensidad y siempre me
reconforta: estamos en Caño Guerrero, en esa playa de Huelva que tantos
sevillanos llevan colonizando cada verano desde hace tanto tiempo, en aquella
casa grande pero desvencijada, casi a pie de playa, que durante varios veranos
mi madre alquiló para que los hermanos nos fuéramos reuniendo con ella (por turnos,
claro, nunca cabíamos todos) durante dos semanas. Por entonces, mi relación con
Mari había mejorado considerablemente tras unos años de cierta frialdad. Su
divorcio, su enfermedad y su vuelta (que iba a ser temporal) a la casa de mi
madre para sobrellevar con su ayuda tanto las consecuencias del agresivo
tratamiento de aquel puto cáncer de mama que le había atacado en 2009 como la
crianza de su hijo habían hecho que, cada vez que yo volvía a Sevilla,
especialmente en navidades, nos volviéramos a ver con tiempo de calidad en casa
de mi madre y hubiésemos aprendido a volver a disfrutar de nuestra mutua
compañía. Ya superábamos la treintena todos los hermanos y empezábamos a
aprender a superar las diferencias con menos soberbia, menos arrebatos de
niñato y más empatía. ¡Cuánto ayudaron la llegada de los sobrinos, los hijos de
Mari y Espe, para eso! Aquellos últimos años volví a encontrarme con mi
hermana, con su liderazgo familiar (ese que todos asumíamos con naturalidad),
con su sonrisa desvaída, su fortaleza impostada, con su humor cabrón, con esa
mala leche que sabía siempre presentar envuelta en terciopelo. Pero también
intuí (sin llegar nunca a comprender en toda su dimensión) su dolor, un enorme
dolor emocional que iba mucho más allá de su enfermedad y del miedo que se
instaló ya para siempre en su frágil cuerpo, un dolor y una desorientación
vital que le habían hecho romper con amistades de años, encerrarse en el núcleo
familiar y volcarse completamente en la atención de su pequeño. Por supuesto,
durante aquellos años, tuve la enorme suerte de tener un entorno propicio para
pasar tiempo con su hijo, mi sobrino Ale, que había nacido en 2006 y que era un
amor de niño, un oso amoroso que, desde que llegabas a casa, se te enganchaba
como un koala, te iba a despertar cada mañana con locas ganas de jugar contigo
y te buscaba en todo momento con devoción. Con esos ojos, con esa mirada tan
profunda e inocente que te desarmaba. De todos los recuerdos que tengo de Ale
de aquellos años hay dos que permanecen vívidos en mi memoria. Uno es cómo
parecía darle una extraña paz acariciar levemente mi pelo cuando nos
tirábamos en el sofá a ver alguna cosa en televisión y él, inmediatamente,
buscaba refugio emocional en aquel tipo de los pelos largos que, al parecer,
era hermano de su madre y, por tanto, alguien de confianza. El otro recuerdo,
tan jodido, tan jodidamente triste, ya
está contado aquí.
Pero volvamos a Caño Guerrero, a uno de los últimos
recuerdos felices que tengo de Mari, una historia que siempre me hace sonreír
al evocarla, incluso ahora cuando trato de relatarla. Estamos en el verano de
2011, Mari se está recuperando satisfactoriamente de su cáncer de mama y le van
a reconstruir (¿le han reconstruido ya?) los senos. Mi madre, siempre tan
fuerte y cabezona, ha ido aprendiendo a delegar en ella muchos detalles de la
organización de la nueva vida que llevan juntas. Formaban por entonces una
extraña pareja las dos. Tras la muerte de mi padre y mi hermana Mercedes en
2002, y tras la marcha de los últimos hijos de su casa, mi madre se había
tenido que ir acostumbrando a regañadientes a vivir sola en una casa que se
había vuelto extrañamente silenciosa tras décadas de desbordante bullicio y
griterío. La vuelta de Mari a casa, aún siendo por una desafortunada
circunstancia, le regaló vida a mi madre, que no solo obtuvo compañía sino la
posibilidad de volver a cuidar de alguien, de volver a hacer algo a lo que ha
dedicado su vida. Desde que se instaló en su casa, Mari dejó que mi madre
estuviese pendiente de ella, cuidando de sus comidas y sus descansos Y, aunque
en ocasiones se quejara, siempre me pareció que la queja era puro postureo, que
realmente agradecía esa atención, como si la necesitase en aquel momento tan
complicado de su vida, como si mi madre y su casa se hubiesen convertido en una
isla donde refugiarse momentáneamente de la tempestad.
Es de noche, hemos vuelto de la playa y ya queda atrás el
caos de los baños de los niños, las duchas de los adultos y la gestión de las
cenas. Es de las pocas ocasiones que nos recuerdo en el salón porque casi
siempre preferíamos el patio exterior (igual los mosquitos o el frío nocturno
de la playa onubense nos obligaron al traslado). Los niños ya están acostados,
el tráfico de cervezas, "chocolate" (licor de orujo), ginebra y
whisky es constante. Siempre bebimos demasiado los Almeidas, para qué negarlo.
Hay un enorme buen rollo en el ambiente. Hay ganas de disfrutar, de disfrutarnos,
de celebrar la vida a la que Mari parecía estar regresando. Mari está en su
salsa, se la ve relajada, la Cruzcampo corre feliz por sus venas aunque cada
vez que pilla otro botellín participa de un extraño teatrillo con mi madre,
siempre sobria y vigilante, que la mira con ojo carmelero advirtiéndole en
silencio que no debe extralimitarse. Nos estamos riendo. No, esa no es la
descripción más ajustada, nos estamos descojonando, algunos casi no pueden
respirar, el alcohol ayuda, también esa extraña confianza que siempre mantienen
los hermanos aunque nuestras vidas y formas de ser sean tan diferentes. Aquella
noche éramos muchos (nunca todos, desde hace décadas, salvo en los funerales),
también algunos cuñados, y ahí está Mari, enredada en su intento de chiste (qué
malos hemos sido siempre para los chistes), ese que ya no recuerdo y que ni he
intentado recordar (para qué); lo importante era esa letanía, esa repetición a
la que abocaba aquella historia y en la que Mari se aplicaba con ardor
haciéndonos a todos reír sin parar, mientras ella seguía y seguía con esos
ojillos suyos que se le ponían cuando empezaba a tener muchas cervezas en su
cuerpo, con ese balbuceo tan característico que intentaba enmascarar con alguno
de sus latiguillos. El chiste, que parecía no tener fin, terminó por acabar
entre jadeos de risas y miradas cómplices, y la pelota pasa a Espe, otra de mis
hermanas y pareja de vida de Mari. Aprovecho alguna de mis actividades de
tutoría con adolescentes y le pregunto qué haría ella si estuviera en una barca
con sus dos hijos, su madre (la mía) y su marido (Dani) y se diera cuenta de
que la barca no soporta el peso de todos sus ocupantes: "¿a quién tirarías
al agua?". Espe, que también va calentita, como todos, mira un segundo a Dani
(por aquella época algo pasado de peso) y, completamente seria y con el
desparpajo y maravillosa naturalidad que la caracterizan, suelta: "el
ballenato al agua". Estoy escribiéndolo y joder, me estoy descojonando.
Estábamos algunos doblados por la risa, incapaces de articular palabra. Sigo
dando por saco cuando logro recuperarme y le planteo: "vale, pero la barca
sigue jodida, hay que tirar a alguien más". Espe, ya en su salsa, parece
pensarlo un segundo y exclama: "¡la abuela al agua!". Destrozados,
por el suelo, el gesto de indignación fingida de mi madre, la cara falsamente
compungida de Espe, las risas, aquellas benditas risas, música sentimental para
nuestros tristes oídos. Y allí estaba Mari, tan viva otra vez, tan viva hoy
mientras la recuerdo, sin parar de reír, en sintonía momentánea con el mundo,
levantándose a por otra cerveza con la mirada reprobatoria de mi madre: "¡es
la última, mamá, tranquila!".
Y yo hoy, ocho años después de su muerte, nueve años después
de esta historia, todavía me encuentro a veces mí mismo, cuando recuerdo
aquella noche mágica, especial, gritándole desesperado: "¡ve a por otra
cerveza, Mari, coge otro puto botellín, no dejes que termine nunca esta noche,
aguanta, no dejes que el tiempo siga avanzando!".