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09 septiembre 2020

Mari en la memoria. Ocho años.


 
La memoria es caprichosa y, por algún motivo, este recuerdo no se diluye con los años, permanece con gran intensidad y siempre me reconforta: estamos en Caño Guerrero, en esa playa de Huelva que tantos sevillanos llevan colonizando cada verano desde hace tanto tiempo, en aquella casa grande pero desvencijada, casi a pie de playa, que durante varios veranos mi madre alquiló para que los hermanos nos fuéramos reuniendo con ella (por turnos, claro, nunca cabíamos todos) durante dos semanas. Por entonces, mi relación con Mari había mejorado considerablemente tras unos años de cierta frialdad. Su divorcio, su enfermedad y su vuelta (que iba a ser temporal) a la casa de mi madre para sobrellevar con su ayuda tanto las consecuencias del agresivo tratamiento de aquel puto cáncer de mama que le había atacado en 2009 como la crianza de su hijo habían hecho que, cada vez que yo volvía a Sevilla, especialmente en navidades, nos volviéramos a ver con tiempo de calidad en casa de mi madre y hubiésemos aprendido a volver a disfrutar de nuestra mutua compañía. Ya superábamos la treintena todos los hermanos y empezábamos a aprender a superar las diferencias con menos soberbia, menos arrebatos de niñato y más empatía. ¡Cuánto ayudaron la llegada de los sobrinos, los hijos de Mari y Espe, para eso! Aquellos últimos años volví a encontrarme con mi hermana, con su liderazgo familiar (ese que todos asumíamos con naturalidad), con su sonrisa desvaída, su fortaleza impostada, con su humor cabrón, con esa mala leche que sabía siempre presentar envuelta en terciopelo. Pero también intuí (sin llegar nunca a comprender en toda su dimensión) su dolor, un enorme dolor emocional que iba mucho más allá de su enfermedad y del miedo que se instaló ya para siempre en su frágil cuerpo, un dolor y una desorientación vital que le habían hecho romper con amistades de años, encerrarse en el núcleo familiar y volcarse completamente en la atención de su pequeño. Por supuesto, durante aquellos años, tuve la enorme suerte de tener un entorno propicio para pasar tiempo con su hijo, mi sobrino Ale, que había nacido en 2006 y que era un amor de niño, un oso amoroso que, desde que llegabas a casa, se te enganchaba como un koala, te iba a despertar cada mañana con locas ganas de jugar contigo y te buscaba en todo momento con devoción. Con esos ojos, con esa mirada tan profunda e inocente que te desarmaba. De todos los recuerdos que tengo de Ale de aquellos años hay dos que permanecen vívidos en mi memoria. Uno es cómo parecía darle una extraña paz acariciar levemente mi pelo cuando nos tirábamos en el sofá a ver alguna cosa en televisión y él, inmediatamente, buscaba refugio emocional en aquel tipo de los pelos largos que, al parecer, era hermano de su madre y, por tanto, alguien de confianza. El otro recuerdo, tan jodido, tan jodidamente triste, ya está contado aquí. 

Pero volvamos a Caño Guerrero, a uno de los últimos recuerdos felices que tengo de Mari, una historia que siempre me hace sonreír al evocarla, incluso ahora cuando trato de relatarla. Estamos en el verano de 2011, Mari se está recuperando satisfactoriamente de su cáncer de mama y le van a reconstruir (¿le han reconstruido ya?) los senos. Mi madre, siempre tan fuerte y cabezona, ha ido aprendiendo a delegar en ella muchos detalles de la organización de la nueva vida que llevan juntas. Formaban por entonces una extraña pareja las dos. Tras la muerte de mi padre y mi hermana Mercedes en 2002, y tras la marcha de los últimos hijos de su casa, mi madre se había tenido que ir acostumbrando a regañadientes a vivir sola en una casa que se había vuelto extrañamente silenciosa tras décadas de desbordante bullicio y griterío. La vuelta de Mari a casa, aún siendo por una desafortunada circunstancia, le regaló vida a mi madre, que no solo obtuvo compañía sino la posibilidad de volver a cuidar de alguien, de volver a hacer algo a lo que ha dedicado su vida. Desde que se instaló en su casa, Mari dejó que mi madre estuviese pendiente de ella, cuidando de sus comidas y sus descansos Y, aunque en ocasiones se quejara, siempre me pareció que la queja era puro postureo, que realmente agradecía esa atención, como si la necesitase en aquel momento tan complicado de su vida, como si mi madre y su casa se hubiesen convertido en una isla donde refugiarse momentáneamente de la tempestad.

Es de noche, hemos vuelto de la playa y ya queda atrás el caos de los baños de los niños, las duchas de los adultos y la gestión de las cenas. Es de las pocas ocasiones que nos recuerdo en el salón porque casi siempre preferíamos el patio exterior (igual los mosquitos o el frío nocturno de la playa onubense nos obligaron al traslado). Los niños ya están acostados, el tráfico de cervezas, "chocolate" (licor de orujo), ginebra y whisky es constante. Siempre bebimos demasiado los Almeidas, para qué negarlo. Hay un enorme buen rollo en el ambiente. Hay ganas de disfrutar, de disfrutarnos,  de celebrar la vida a la que Mari parecía estar regresando. Mari está en su salsa, se la ve relajada, la Cruzcampo corre feliz por sus venas aunque cada vez que pilla otro botellín participa de un extraño teatrillo con mi madre, siempre sobria y vigilante, que la mira con ojo carmelero advirtiéndole en silencio que no debe extralimitarse. Nos estamos riendo. No, esa no es la descripción más ajustada, nos estamos descojonando, algunos casi no pueden respirar, el alcohol ayuda, también esa extraña confianza que siempre mantienen los hermanos aunque nuestras vidas y formas de ser sean tan diferentes. Aquella noche éramos muchos (nunca todos, desde hace décadas, salvo en los funerales), también algunos cuñados, y ahí está Mari, enredada en su intento de chiste (qué malos hemos sido siempre para los chistes), ese que ya no recuerdo y que ni he intentado recordar (para qué); lo importante era esa letanía, esa repetición a la que abocaba aquella historia y en la que Mari se aplicaba con ardor haciéndonos a todos reír sin parar, mientras ella seguía y seguía con esos ojillos suyos que se le ponían cuando empezaba a tener muchas cervezas en su cuerpo, con ese balbuceo tan característico que intentaba enmascarar con alguno de sus latiguillos. El chiste, que parecía no tener fin, terminó por acabar entre jadeos de risas y miradas cómplices, y la pelota pasa a Espe, otra de mis hermanas y pareja de vida de Mari. Aprovecho alguna de mis actividades de tutoría con adolescentes y le pregunto qué haría ella si estuviera en una barca con sus dos hijos, su madre (la mía) y su marido (Dani) y se diera cuenta de que la barca no soporta el peso de todos sus ocupantes: "¿a quién tirarías al agua?". Espe, que también va calentita, como todos, mira un segundo a Dani (por aquella época algo pasado de peso) y, completamente seria y con el desparpajo y maravillosa naturalidad que la caracterizan, suelta: "el ballenato al agua". Estoy escribiéndolo y joder, me estoy descojonando. Estábamos algunos doblados por la risa, incapaces de articular palabra. Sigo dando por saco cuando logro recuperarme y le planteo: "vale, pero la barca sigue jodida, hay que tirar a alguien más". Espe, ya en su salsa, parece pensarlo un segundo y exclama: "¡la abuela al agua!". Destrozados, por el suelo, el gesto de indignación fingida de mi madre, la cara falsamente compungida de Espe, las risas, aquellas benditas risas, música sentimental para nuestros tristes oídos. Y allí estaba Mari, tan viva otra vez, tan viva hoy mientras la recuerdo, sin parar de reír, en sintonía momentánea con el mundo, levantándose a por otra cerveza con la mirada reprobatoria de mi madre: "¡es la última, mamá, tranquila!".

Y yo hoy, ocho años después de su muerte, nueve años después de esta historia, todavía me encuentro a veces mí mismo, cuando recuerdo aquella noche mágica, especial, gritándole desesperado: "¡ve a por otra cerveza, Mari, coge otro puto botellín, no dejes que termine nunca esta noche, aguanta, no dejes que el tiempo siga avanzando!".

09 septiembre 2017

5 años, un recuerdo y un beso

Era 9 de agosto.

Dani nos adelantó en la A49. Solo vería a Mari dos veces más. Allí iba, en el asiento trasero del coche, apoyada en la ventanilla, tan débil. Estoy seguro que la vi. O tan solo es otra más de esas certezas con las que la memoria se empeña en reconstruir el pasado a su antojo. Habíamos estado en Caño Guerrero, Huelva, desde el 1 de agosto. El día anterior Carol y yo habíamos llegado a Sevilla para hacer noche y después marchar todos juntos (mi madre, Carol, Mari y Ale, su hijo de seis años) al día siguiente hacia la playa. Llevábamos ya varios años juntándonos hermanos, cuñados y sobrinos en una casa alquilada por mi madre en la playa para huir del calor sevillano. Días de playa. Días familiares. Días complicados, siempre. Y felices. Fueron felices. Pero solo nos damos cuenta de eso más tarde. Mari ya no estaba bien, su cuerpo mandaba desde hacía  un tiempo señales que nadie comprendía. Ella se lo tomaba a broma, se reía, le restaba trascendencia. Para mí, hoy, era evidente su nerviosismo, su intranquilidad: nadie que ha superado un puto cáncer vuelve a desdeñar pequeños síntomas de enfermedad sin causa justificada que no terminan de desaparecer. Sí, intuí su nerviosismo, pero le seguí la corriente. Ella quería llegar a la playa, desconectar, descansar, reír, tomarse muchas cervezas. Pues eso tocaba intentar. Los días se sucedieron (casi) como siempre: risas, cervezas, tensiones, más risas. Y los niños, mis  sobrinos, los hijos de Espe y de Mari, tan pequeños por entonces, tan estupendos, cuya existencia tanto ayudó a volver a encontrarme con ellas. Pero no, algo disonaba. Mari se sentía cada vez peor, lo intentaba pero no podía seguirnos el ritmo. Tenía extraños moratones en el cuerpo y unas décimas de fiebre que nunca desaparecían. Finalmente, a pesar de todo, intentó meterse en el mar. Las vacaciones no terminan de serlo si no cumples ciertos rituales. Debió salir del agua lívida, tiritando. Así la vi yo al menos, un rato después, en el salón de aquella puta casa, envuelta en una toalla, temblorosa, atendida por mi hermana Espe que intentaba restarle dramatismo a la situación. Pero la situación no mejoró. Mari, a partir de se día, se quedaba por la mañanas en la habitación de arriba, sola. Decía preferirlo así. Nosotros, de vacaciones, en la playa, volviendo a casa para comer y preguntando por ella: todo igual. Como buena Almeida ella sabía imponer sus decisiones. También las absurdas Y se negaba a que la llevásemos al médico. La situación se hacía insostenible. Recuerdo como si fuera ayer caminar aquella tarde del 8 de agosto con mi madre por el paseo marítimo. Y decirle, medio en broma medio en serio, que disfrutara de las vistas, de la playa, del mar, que me parecía a mí que ya no iba a ver todo eso más ese verano. Así fue. De hecho no lo volvió a ver hasta dos años después.

Al día siguiente era cuando yo volvía a Madrid. La noche anterior se decidió por fin trasladar a Mari a Sevilla para ir al hospital y que la examinasen en profundidad. Dani, mi cuñado, conducía ese coche que nos adelantó. Mi madre iba en el asiento delantero. Y Mari, allí, en el asiento trasero del coche, apoyada en la ventanilla, tan débil. Miedo, un miedo infecto, eso es lo que sentí. Hice lo único que creía poder hacer: apartar las malas ideas de mi cabeza y continuar el viaje como si nada pasase y nada malo fuese a suceder.

Era 9 de agosto.

Aquella misma tarde, ya en casa, por teléfono, me empezaron a llegar informaciones contradictorias. Una de mis hermanas afirmaba que en una conversación con uno de los médicos la posibilidad de leucemia había aparecido. Ni de coña. Venga ya. Menos dramatismo. Esto era tan solo una anemia, joder. Durante unas horas nadie quiso creerla. Es más, tocaba criticar su excesiva teatralidad. Tan lúcidos. Los Almeidas. Tan gilipollas. En el fondo tampoco se podía criticarnos demasiado. Era pura defensa emocional. Nos daban igual los indicios. No lo queríamos creer. No nos podía volver a pasar de nuevo. Y menos a ella. Otra vez. Tal vez negándolo una y cien veces podríamos esquivar a la verdad.

Solo volví a ver a Mari en dos ocasiones más. La leucemia era extremadamente agresiva y por tanto también lo fue el tratamiento. Con su sistema inmune debilitado lo mejor era que estuviese prácticamente aislada. La primera de esas veces, lo que debía ser un encuentro tranquilo y privado se convirtió, por culpa de otros hermanos, en un momento desagradable y difícil. Todos queríamos verla. Recuerdo mi estrés, lo que pensaba en ese momento: "no debíamos estar tantos allí dentro, eso podía perjudicar su recuperación..." En el fondo, de nuevo, no quería ver nada de lo que estaba pasando. Qué tonto, qué ingenuo. Qué pena. Seguramente los médicos, al permitirnos entrar a todos por turnos a verla en una situación tan grave como esa, nos estaban dando una oportunidad para empezar a despedirnos. Yo no me enteré. Ella, desde luego, tampoco. Qué bien salen todas esas mierdas emocionales en el cine.

La última vez que la vi fue aquella madrugada en la que murió. Nosotros habíamos vuelto a Sevilla a finales de agosto. El tiempo parecía suspendido mientras la familia empezaba a metabolizar la enorme gravedad de lo que ocurría, sin dejar de hacer planes de futuro para la gestión de la recuperación de Mari. El dolor, el miedo, el cansancio y la rabia reabrían viejas heridas y provocaban nuevos enfrentamientos. Aquella noche Carol y yo habíamos vuelto a casa descansar mientras mi madre, de nuevo, se quedaba a pasar la noche con ella. Todas las noches (excepto una), durante 30 días, una detrás de otra, permaneció mi madre con su hija en el hospital. Más allá de medianoche recibí un mensaje suyo al móvil: "Pepe, qué malita la veo..." Mi madre, por fin, tras negarse una y otra vez a aceptar la gravedad de la situación parecía asumirlo por fin. Y todo se derrumbaba a nuestro alrededor. Horas después alguien nos llamó. Había que ir al hospital. Deprisa. Recuerdo el silencio con el que Carol y yo nos preparamos para salir. Un silencio atroz que se deslizaba por cada rincón de esa casa en la que tantas veces tantas voces lo llenaron todo.

El hospital. Confío absolutamente en la medicina científica. Es la única oportunidad que tenemos. Por ello ese lugar también debiera ser un reflejo de esperanza. No es así en mi caso. Después de tantos años reconozco que cada vez que me acerco a uno de ellos solo siento horror. La sala de espera. Un abrazo. No me podía quedar allí. Tenía que entrar. Me dejaron pasar. Compré de manera voluntaria el último pasaje disponible para el tren del terror. Entré en una habitación en la que mi hermana Mari, la decidida, la valiente, la vitalista, era ya puro hueso, un pajarillo tembloroso con sus manos aferradas desesperadamente a las de sus hermanas, Espe y Amparo. Solo pude mirar unos segundos antes de retirar la vista, aterrorizado, mientras caminaba hacia mi madre que allí, sentada en un sillón, contemplaba en silencio la escena, derruida, apaleada de nuevo por la vida. 

Era 9 de septiembre.

Un beso, Mari, cinco años después se te sigue echando de menos.

19 julio 2013

Un niño en la tormenta

Arrecia la lluvia. Hace ya mucho tiempo que no deja de caer sobre su cabeza. Hace frío. No parece que disminuya la intensidad con la que el agua lo golpea. Todo se pudre. Siempre. En su caso la podredumbre tan sólo llegó pronto, tan pronto. Mientras tanto sonríe, dulcemente, a todos, siempre, sin hacer distinciones, arrebatándote el alma. Tal vez sólo buscando de manera desesperada parte de la protección perdida, recomponer los fragmentos rotos de esa burbuja emocional que una mujer destrozada por la vida y la enfermedad construyera laboriosamente para ambos. Esa burbuja que terminó explotando, abrupta y dolorosamente mientras él, ajeno a todo, sin posibilidad aún de manejar el dolor, disfrutaba de su primer verano eterno junto a sus primos, sin poder comprender que mientras reía y jugaba con titos destrozados y primos inconscientes, su vida cambiaba para siempre y se iba a llenar, a pesar de los esfuerzos de todos, de encanallamientos, de malas caras, de miradas cómplices equivocadas, de penas compartidas que construyen falsas certezas inamovibles. Y, lo más importante, de una ausencia que nunca dejará de estar presente en su vida.

Está creciendo en medio de silencios incómodos y responsables, en medio de compromisos quebrados, de lealtades mal entendidas y de amores absolutos que maleducan. Inmerso en una guerra fría en la que los contendientes tal vez jamás van a poder demostrar tener la razón absoluta. Te mira de manera adorable, balbucea mientras nervioso intenta explicarte cualquier chorrada, se tira encima de ti buscando el refugio de tus brazos. Aunque hayan pasado meses desde de la última vez que te vio. Te rompe por dentro. Y sabes que es una ficción, que durará poco, que el amor infantil no se construye de memoria sino de un presente continuo en el que ya has desaparecido porque apenas hay espacio para todos los demás, que revolotean por su vida generando a su alrededor un ruido emocional que terminará por volverlo loco. O tan sólo idiota. Mientras, no puedes evitar quererlo. Tampoco dejar de sentir lástima por él, por su desorden vital, porque aún es incapaz de vislumbrar las ruinas familiares sobre las que debe aprender a crecer, rodeado de adultos incapaces de dejar de ver en él el reflejo cegador de la que se fue, de la que nos dejó, hasta incluso difuminar su existencia y sus necesidades. Vive envuelto por un aura deslumbrante y antinatural, a través de la que los demás encontramos el único camino posible para que ella siga presente, para que la memoria no nos traicione como con los otros y la deje arrinconada demasiado pronto. Las balas silban a su alrededor, el amor incondicional que ahora lo protege será finalmente dañino. Es un amor corrompido, contaminado por la pena, por el dolor y por la incomprensión.

En el fondo tan sólo es un ejemplo más del eterno enfrentamiento entre la lógica de la supervivencia infantil y la inevitable miseria de la lógica adulta. Lo terrible es como pretendemos acostumbrarnos a ausencias anormales, como las normalizamos, como creemos superarlas y seguir los dictados de la razón cuando es la rabia lo que nos corroe por dentro. Me sonrío cuando recuerdo las buenas intenciones. La familia es la gran ficción, el constructo cultural más poderoso, tal vez el más falso de todos, aunque necesario. La familia siempre termina rota, arruinada, quebrada por el tiempo, por las fricciones y la incomprensión. Tan sólo se sostiene gracias a los restos de lealtades y amistades construidas a fuego lento. Y por la existencia de algún ancla. Como la nuestra. Aún poderosa. Resistiendo las embestidas de la vida. Casi siete décadas después. A duras penas. Agotada por el paso del tiempo, envejecida por el sufrimiento, consumida por las disputas, pero siempre de pie, sin albergar duda alguna, protegiendo a sus cachorros, incluso a los de la segunda generación, restañando heridas, minimizando diferencias, como si nunca fuera a dejar de existir. La única que no se plantea traiciones o estrategias. Tan sólo abre la puerta de su casa y nos acoge. A todos. Y todos volvemos. Y nos encontramos. E intentamos reconocernos de nuevo. Resistimos. Mientras el crío juega por allí nosotros nos miramos, nos buscamos, intentamos entendernos. Y en silencio nos vemos más viejos, nos vemos mayores, diferentes. Nos vemos jodidos, perdidos. Más indefensos que nunca. Como el niño. Pero con menos futuro.

20 septiembre 2012

Mari

Al final la jodiste, Mari, a pesar de tus esfuerzos y de tu sufrimiento, a pesar de tu entereza y de tus padecimientos. La jodiste. No conseguiste vencer al monstruo ni tampoco a la brutalidad sádica con la que la medicina moderna intentó destruirlo. Y yo te mentí. A pesar de lo que te dije: una vez que tu regreso era ya imposible el mundo dejó de esperarte y, perezosamente, comenzó de nuevo a girar mientras el tiempo intentaba, de nuevo, volver a fluir. Y no puedo evitar este terrible sentimiento de traición cuando vuelvo a sonreír, cuando vuelvo a preocuparme por cosas banales, cuando intento volver a ocuparme de la actualidad. Hasta cuando respiro. Entonces apareces de nuevo y arrasas con todo, con la virulencia que te da la fuerza de haber protagonizado el mayor desastre emocional que yo haya vivido jamás. Y, como sabes, no suponías precisamente el primero. Seguirás presente, siempre, diluyéndote lentamente gracias a esa memoria selectiva que nos permite seguir hacia delante evitando que nos sentemos a llorar hasta el hastío. Porque, en realidad, en el fondo, nada más nos apetece.

Nunca sabrás el porqué. Nunca te lo podré ya contar. Pero siempre que escuche esta canción, siempre que escuche este disco, sé que volverás a mi cabeza. Entre llamada telefónica y llamada telefónica, entre lágrimas y exabruptos, entre momentos de miedo y momentos de rabia, entre los de nervios y los de esperanza yo escuchaba una y otra vez esta canción, este disco, copa tras copa, hasta que la madrugada nos daba una tregua a la espera del nuevo parte médico que, a la mañana siguiente, nunca nos daba una sola alegría real.

Un beso, niña. Hasta siempre.

Putas ganas de seguir el show
ni de continuar mintiendo
y en un travelling algo veloz
sale un "fin" en negro.

Me pregunto quién pensó el guión,
debe estar bastante enfermo,
fue el estreno de un gran director,
le caerán mil premios.




13 septiembre 2012

Lágrimas

La abuela peina con dulzura a su nieto mientras lo intenta tranquilizar para reducir su llanto: “tu madre te está mirando desde el cielo y va a estar contigo siempre, no llores mi vida, concéntrate, ¿verdad que la ves?”. Mientras lo dice, lágrimas incontenibles comienzan a surcar su rostro envejecido sin que ello le haga quebrar su voz en ningún momento. El niño sigue llorando, nada parece consolarlo, cierra con fuerza sus ojos y balbucea, desesperado, mientras incrementa su sollozo: “¡pues es que yo no la veo, yo quiero ver a mi mamá!”. Lágrimas como puños recorren su carita enrojecida. Tembloroso me meto en la habitación de al lado mientras sigo escuchando de lejos, como un susurro, la voz de la abuela intentando endulzar para su nieto el dolor que a ella misma le corroe las entrañas. Me quedo allí de pie, sin poder moverme, conteniendo casi la respiración. Sin nada que hacer. Sin nada que decir. Sólo intentando asimilar tanto dolor.

13 agosto 2012

El tiempo suspendido

Ha vuelto a suceder, has provocado de nuevo que el tiempo se detenga, que haya dejado de fluir, que se haya estancado hasta tu regreso. Nosotros, los otros, nos hablamos consternados, nos miramos angustiados a través de las ondas en llamadas que se cruzan, que se entrecortan por las lágrimas o los exabruptos, alternando el miedo con la rabia, los nervios con la esperanza. A la espera. Sí, a la espera. Consternados y angustiados. Pero seguros en la espera. Porque no existe otra salida y sólo tú puedes conseguir que el tiempo retome su curso, que vuelva a correr, que volvamos a vivir, contigo, y con Ale; que volvamos a reír, que volvamos a respirar. Has detenido el reloj y no volverá a funcionar hasta que tú regreses, con la cabeza alta, sonriendo, como siempre, con presente y con futuro, con tantas cosas por hacer. Así que no jodas, date prisa, lucha, vuelve cuanto antes, pon en marcha de nuevo el mundo. Es mucho más feo desde que detuviste el tiempo.