Resopla. Mientras lo hace en su cara se dibuja una extraña mezcla
de rabia, vergüenza y cansancio existencial. El tren acaba de llegar a la
estación. Abre la puerta y sale al andén, dispuesto a subir al próximo vagón de
ese mismo tren para repetir de nuevo su discurso, para volver a humillarse
mientras los demás bajamos la mirada y hacemos como que no lo escuchamos,
mirando de manera distraída nuestros móviles o desviando nuestra atención hacia
un punto ciego del espacio en el que nada hay y en el que en nada nos
convertimos. Hace ya demasiado tiempo que viajar cada día en el metro de Madrid
supone asistir a una o varias de estas performances: una mujer o un hombre, joven,
de mediana edad o anciano, articula "el discurso de la miseria" frente un público
cautivo que, incómodo, preferiría no escucharlo. De manera mecánica describe algún
tipo de situación límite e infernal que lo obliga a pedir dinero para poder
alimentar a sus hijos, a su pareja y a sí mismo. Pero conseguir que lo que se
cuenta termine calando entre nosotros cada vez es más complicado. A pesar de
que nadie lo mire directamente a la cara, a pesar de que parezca que se ignora
su presencia, se nota que todos en el vagón estamos evaluando lo que se dice,
cómo se dice, cómo viste quién lo dice, cómo se articula lo que se dice… Durante
unos segundos somos los jueces de una perversa variante de “Los juegos del
hambre” en la que decidimos si esa persona merece o no nuestro puto euro. Un breve
intervalo de tiempo en el que descubrimos que más allá de ideologías de salón la
realidad termina convirtiéndonos en basura, en unos mierdas, aunque pretendamos
no serlo. En esta ocasión el tipo en cuestión posee un aura terrible de
autenticidad y de necesidad. Con voz clara, sin concesiones al drama y de
manera breve, pide comida o dinero. No funciona. Apenas consigue una moneda, un
jodido euro en un vagón con más de veinte personas. Es lo que hay. Es lo que
toca. Pero lo más patético, lo que más asco produce es saber que esa moneda
depende tan sólo de la credibilidad de su discurso, de que un tipo sentado en
un asiento del metro, después de haberse gastado 20 euros en comer y 6 euros en
un whisky, decida ejercer la caridad con alguien en base a un juicio arbitrario,
injusto y despreciable que determina que esa persona dice la verdad y merece
ser ayudada. Nada de todo eso parece importar. El tipo coge el euro, da las
gracias, camina por el vagón por si alguien más se equivoca pero nadie más levanta
la mirada. Se acerca a la puerta de salida mientras el tren frena. Es entonces
cuando puede dejar de actuar, cuando cree que nadie lo mira, casi de espaldas a
todos. Es entonces cuando resopla. Cuando en su cara aparece esa extraña mezcla
de rabia, vergüenza y cansancio existencial. Es entonces cuando sin ser
consciente de ello, sin pretenderlo, a través de su gesto, ese tipo resume el
momento histórico que vive este país. Y nos avergüenza.