La crisis que nos atrapa y que está convulsionando los cimientos de la utopía liberal, enviando a un rincón de la historia a Fukuyama, y consiguiendo que en el vocabulario ciudadano se introduzcan términos que parecen extraídos de una mala novela de ciencia ficción (“activos tóxicos”...), está destruyendo definitivamente la ya caduca dicotomía entre conservadores y socialdemócratas, lo cual conlleva una inevitable consecuencia del todo inesperada: el arrinconamiento y menosprecio de los liberales más radicales y dogmáticos, a los que por conveniencia, y al igual que se hiciera ya en el pasado tras la Segunda Guerra Mundial con anarquistas y comunistas (pero en condiciones de estabilidad), se les ignora en estos momentos de crisis en la búsqueda de soluciones, dejando la extraña sensación de que han sido utilizados por los conservadores como punta de lanza en los momentos de bonanza. Cuando en los últimos tiempos parecía exactamente lo contrario.
Una de las dudas que surgió tras la caída del Muro de Berlín, la brutal explosión y expansión de la economía global, transnacional y ultraliberal (política y sociológicamente, acérrima seguidora de la Escuela de Chicago), y el desarrollo de políticas privatizadoras de los servicios públicos básicos que han ido reduciendo el papel de los Estados a su mínima expresión, era comprobar si en la particular (y no del todo lógica y natural) alianza sociopolítica entre conservadores y liberales, estos últimos conseguían hacerse con el control, y que por tanto, el mercado desregularizado, ese gran dogma liberal, fuese el faro que iluminase el siglo XXI.
Parece imposible no considerar que la evolución de las sociedades occidentales (y asiáticas, por caminos diferentes) en los últimos 30 años parecía el cumplimiento de los sueños húmedos del señor Milton y sus Chicago Boys, que se repartieron por el mundo para divulgar la nueva fe en el libre mercado y aplicar de manera compulsiva las políticas clásicas del manual neoliberal: privatizaciones de las bancos estatales, desregulaciones, recortes de los gastos sociales, privatización de recursos básicos como la energía o el agua, privatización de recursos naturales como el petróleo o el gas, flexibilidad en los despidos, aperturas sin control de las fronteras a productos extranjeros, una fiscalidad cómoda y a la baja para las grandes empresas... Sin embargo, la consecuencia más importante de la aplicación de su programa a escala global no fue la consecución de todos estos "logros", sino conseguir que, al hacer evolucionar la economía de mercado, el nuevo paradigma económico dejara de ser el trabajo fabril, y fuera sustituido en muy pocos años por el trabajo inmaterial, lo cuál llevaba aparejado la desactivación del que había sido el motor de todos los intentos de cambio social en el siglo XX: el obrero. El trabajo industrial que encarnó el obrero de la fábrica, aún sin desaparecer (evidentemente), dejó de ser el paradigma laboral, se transformó y comenzó a tratarse como si fuera un servicio más, integrado y subordinado al que vino a sustituirle como paradigma: el trabajo inmaterial, el creativo, reflejo de lo que algunos autores vinieron a llamar economía informática y que es un producto directo de la sociedad de la información.
Los resultados sociales de las políticas liberales comenzaron a llegar en cascada, siendo algunos de los más evidentes la despolitización general, la incapacidad de los trabajadores de sentirse parte de un colectivo que pudiera presentar demandas de mejoras generales, la individualización del trabajador dentro de la empresa no para tratarlo de manera diferenciada desde un punto de vista humano, sino para aislarlo del resto y tenerlo siempre cautivo, y una curiosa sensación de estratificación social de la clase baja y media que ha llevado en pocos años a la desaparición de facto de ésta última como actriz política para integrarse ambas en la que con acierto Massimo Gaggi y Edoardo Narduzzi vinieron a llamar sociedad de bajo coste. Una sociedad en la que todos se sienten diferentes para poder ser todos manipulados y explotados de manera semejante. Pero con la sensación real de poder acceder a deseos y productos de consumo inimaginables años atrás.
Durante estos años los lazos entre conservadores y liberales parecían estrecharse más y más, consiguiendo incluso que producto de su fructífera unión social, económica y política, se impusiera su visión unilateral del mundo mediante el liderazgo de los EEUU y bajo el calificativo de políticas neocons y neoliberales. Los neocons y los neoliberales. Llevamos años hablando de ellos, riéndonos de ellos, criticándolos, temiéndolos, observando cómo conseguían reunirse bajo el objetivo común de dominar el mundo y adaptarlo a sus ideas. Por un lado estaban los liberales, que debían aceptar y defender rancios postulados morales, familiares y religiosos que contradecían completamente su defensa de la libertad como principio supremo que debiera regir la sociedad; por otro lado los conservadores, que tenían que consentir y apoyar deslocalizaciones de las empresas, la integración de la mujer en el mercado laboral, o la desaparición de algunas prácticas proteccionistas. Una unión antinatura, puede, pero tremendamente rentable para muchos.
Lentamente las necesidades de un mercado que crecía y crecía desmesuradamente, devorando sin medida todo lo que podía ser comercializable, y que se hacía con el control de aspectos sociales que incluían incluso terrenos propios de los sectores más conservadores de la sociedad, hizo pensar a muchos que sería el impulso de la cara liberal el que dominara sobre su reverso conservador, que terminaba quedando siempre relegado a los intereses y necesidades del primero, siendo además utilizado con desfachatez para promover el miedo y las desconfianza hacia los socialistas y las políticas de izquierda (no hay más que recordar la utilización de los más bajos impulsos reaccionarios y conservadores que hizo el PP en España durante la pasada legislatura con asuntos como el terrorismo, los matrimonios homosexuales o el aborto, mientras la prioridad en las Comunidades donde gobierna no suele ser nunca la de promover políticas conservadoras, sino el desmantelamiento de lo público para que sea el capital privado quien gestione áreas estratégicas aún no dominadas como sanidad, educación, gestión del agua...).
Pero de repente ese mercado que se autorregulaba, ese ente mágico, casi espiritual, casi telúrico, resultado teórico de esa extraña ciencia que apela a la confianza o la desconfianza humana para su desarrollo, como es la economía, se fue llenando poco a poco, al principio, y como un torrente en los últimos años, de advenedizos, de arribistas que llegaban ya no sólo desde las clases más privilegiadas (pilar básico de los conservadores) sino desde esa mezcolanza extraña que se estaba generando en la superficie superior de la sociedad de bajo coste. Hijos culturales de los neocons en los que la faceta neoliberal dominaba vehemente y que, como hicieron los jóvenes cachorros de Mao con diferente enfoque durante la revolución cultural china, presentaron sus credenciales salvajemente, apartando de un manotazo cualquier traba moral o ideológica que les impidiera conseguir el objetivo fundamental de sus vidas: el éxito económico, la riqueza inmediata, los beneficios a corto plazo. Para ello utilizaron todo el arsenal friedmanita que se les había enseñado: riesgo, audacia, pocos escrúpulos, ambición desmesurada, desprecio por los límites y los controles... Y arrasaron. Lo consiguieron. Mejorando lo alcanzado por los yuppies de los 80. Lograron fortuna y gloria. Una nueva especie depredadora había aparecido en el inestable ecosistema económico: los directivos estrellas. Mentes privilegiadas que eran fichados por las empresas a golpe de talonario y cuyos beneficios dependían del rendimiento de bancos y empresas en sus proyectos a corto plazo. El riesgo cada vez era mayor, los caladeros de beneficios cada vez estaban más secos, estaban más lejos y suponían mayores costes sociales. Todo era posible. Todo el mundo había entrado en una orgía sin parangón: los políticos se frotaban las manos por gobernar en una época de crecimiento continuo que les permitía aparecer ante los ojos de todos como artífices (en parte) del milagro económico, los medios hacían de voceros y se enorgullecían neciamente de que las empresas de sus países lograran brutales beneficios que se superaban año tras año, sin que mejorase la calidad de vida de sus trabajadores y mientras crecía el número de asalariados que sólo sobrevivían con exiguos sueldos (el 58% de los asalariados españoles era mileurista hace un año), pero a su vez, muchos de estos asalariados se convencían de que podrían a llegar a catar algo del suculento pastel y decidían convertirse en especuladores de pacotilla o endeudarse hasta las cejas ayudando a inflar aún más la burbuja crediticia que sería finalmente el detonante de la crisis actual. Un panorama de ensueño.
Y llegó la crisis. Los expertos parecen entenderlo todo a la perfección, e incluso se atreven a aportar las claves para una rápida resolución del problema. Cuánta erudición..Los economistas liberales pueblan las tertulias económicas de las radios y las televisiones para trasladarnos su sapiencia y asegurar que todo esto se veía venir. Aunque ellos jamás lo mencionaron en el pasado. Son los mismos que tienen incluso la desfachatez de echar la culpa a los gobiernos por su pobre vigilancia de los mercados, eximiendo a estos mercados y a las empresas enriquecidas de las responsabilidades que adquirieron al tomar el control casi total de las economías del mundo, y son los mismos que anteayer criticaban con dureza las excesivas regulaciones y trabas proteccionistas de los gobiernos europeos. Todos se sorprenden aunque a nadie le extraña la situación. Curiosa forma de no equivocarse jamás. Pero no seré yo quien trate de explicar aquí los entresijos de la crisis. Otros lo han hecho con detalle y sencillez para quien quiera molestarse en enterarse. Quien tiene ojos y quiere ver,debe poder ser capaz de identificar perfectamente a los culpables. Y sobre todo, a quiénes no lo son, o al menos no tienen la máxima responsabilidad: los asalariados, a los que zarandean una y otra vez, y que son incapaces de encontrar un mecanismo de participación social que les permita hacer fluir su rabia y desesperación ante el espectáculo que se le ofrece y las consecuencias que para ellos tendrá y ya está teniendo esta maldita crisis de los especuladores de capital. Sólo hay que recordar las palabras de Alan Greenspan no hace demasiado tiempo, adviertiendo cínicamente que las enormes diferencias entre los beneficios de los directivos de las empresas y los de sus empleados podían llegar a convertirse en un problema, para entender por qué todo el cuerpo del trabajador debiera erizarse de cólera cuando se le explica, como si fuera un niño pequeño, que por el bien general debe apretarse el cinturón, se le enuncian las bondades de la contención salarial y se apela a la necesidad de esfuerzos colectivos para superar esta coyuntura económica.
Y he aquí que al contemplar el panorama poco halagüeño que comenzaba a surgir, y que recordaba en demasía a los fantasmas del 29, los conservadores norteamericanos se han liado la manta a la cabeza, han olvidado sus grandilocuentes discursos relativos a la libertad de mercado, han dejado a una lado las ideas que llevaban defendiendo con ahínco desde hacía décadas respecto a la mínima intervención estatal en la economía (¿qué debe pensar Chávez de las críticas de hace unos meses a sus nacionalizaciones? Como decía un artículo en Le Monde, su gobierno al menos paga, mientras que el de EEUU hace un préstamo a AIG a cambio de de casi el 80% de su capital... es decir presta capital que tendrá que ser devuelto a cambio de quedarse con el control de la compañía...¡una verdadera expropiación!) y en su mutación han acabado marginando a sus dogmáticos aliados liberales que se han quedado balbuceando, sin acertar a componer un argumento destacable que explique la situación y la reacción de la administración Bush. En Europa comienzan a adoptarse el mismo tipo de medidas. Los europeos, ya sin los complejos iniciales, y con un discurso tremendamente cínico, han decidido que sólo la intervención del Estado puede solucionar el problema. Y así, primero EEUU, y después cada uno de los gobiernos de los países europeos que han visto cómo algunos de sus bancos amenazaba con la quiebra, se han movilizado con rapidez inyectando dinero público, comprando los activos tóxicos, garantizando los depósitos de los ciudadanos, nacionalizando bancos, proyectando inversiones estatales que reactiven la economía... ¡puro keynesianismo! Friedman debe estar revolviéndose en su tumba. Pero lo que no existe hoy es la inocencia de entonces, y a las supuestas políticas keynesianas les sobra protección para los más ricos y los que causaron esta situación especulando hasta el paroxismo, y les faltan las políticas sociales que fueron la cara amable del New Deal. La intervención de los gobiernos occidentales para detener esta sangría huele a podrido, a putrefacto, a artimaña para controlar la economía, sin renunciar del todo a las miserias liberales del pasado pero intentando controlar su excesivo libertinaje. Una búsqueda de un capitalismo domesticado pero explotador siempre, que es aplaudido estúpidamente por las viejas izquierdas socialistas que encuentran en esta situación la posibilidad de resituarse políticamente y ganar credibilidad pública. Son ellos y sus medios afines los que con mayor entusiasmo están apoyando los planes de rescate de los inversores de riesgo, cometiendo el tremendo error histórico de olvidarse de pedir responsabilidades y de aportar nuevas ideas que permitan redimensionar y reformular los antiguos estados de bienestar social que se están diluyendo como azucarillos en Europa, sin que se observe que comiencen a formarse en los países donde se están desarrollando los nuevos crecimiento capitalistas a costa de nuevas formas de esclavitud laboral. Causa asombro el regocijo de los foros socialdemócratas ante las iniciativas propuestas por un gobierno como el de Bush, del cuál es absurdo sospechar una iluminación tardía que le haya hecho reconsiderar las políticas que lleva defendiendo toda su vida y que su administración puso en marcha en Iraq tras su ilegal invasión. Los socialistas no quieren pensar, de nuevo, más allá del corto plazo, y se ilusionan con un regreso telúrico a la Europa del bienestar social, con estados más poderosos, sin querer aceptar que el contexto socioeconómico es absolutamente diferente y que sólo el planteamiento de objetivos globales de bienestar, para toda la población mundial, similares a los que fueron alcanzados para unos pocos europeos, pero sólo accesibles mediante nuevas políticas, nuevas ideas y una revisión completa de los modos económicos de producción, es la única manera de revitalizar un discurso de izquierdas a día de hoy caduco y desgastado por el tiempo y las decepciones.
Conservadores y socialistas de la mano conforman el peor escenario posible para la posibilidad de gestación de una sociedad libre solidaria y justa. Peor incluso que la resultante de la alianza entre conservadores y liberales. A un lado de la orilla de este momento histórico quedan los liberales, con las uñas afiladas, esperando regresar al poder con las fuerzas renovadas. Al otro, las viejas izquierdas radicales, incapaces de encontrar un discurso moderno que pueda ser escuchado y valorado por la ciudadanía como alternativa posible. Y mientras tanto, conservadores y socialistas pergeñando un nuevo futuro de capitalismo liberal regulado e intervencionista, donde sean las oligarquías, sin cabida para recién llegados descontrolados ni advenedizos distorsionadores, los que dominen la economía mundial en nombre del bien general, al tiempo que se aumenta el control sobre la población con la excusa de cuidar de su bienestar.
Hay algunos optimistas que consideran que de esta crisis surgirá un mundo mejor más estable, libre y justo. Ojalá . Pero, ¿quién nos dice que lo vendrá no será aún peor que lo que teníamos? La China actual, nominalmente comunista, podría ser el primer experimento, a escala local, de la conjunción de políticas conservadoras y socialistas en el marco de una economía de mercado intervenida. La sola idea parece aterradora.
Una de las dudas que surgió tras la caída del Muro de Berlín, la brutal explosión y expansión de la economía global, transnacional y ultraliberal (política y sociológicamente, acérrima seguidora de la Escuela de Chicago), y el desarrollo de políticas privatizadoras de los servicios públicos básicos que han ido reduciendo el papel de los Estados a su mínima expresión, era comprobar si en la particular (y no del todo lógica y natural) alianza sociopolítica entre conservadores y liberales, estos últimos conseguían hacerse con el control, y que por tanto, el mercado desregularizado, ese gran dogma liberal, fuese el faro que iluminase el siglo XXI.
Parece imposible no considerar que la evolución de las sociedades occidentales (y asiáticas, por caminos diferentes) en los últimos 30 años parecía el cumplimiento de los sueños húmedos del señor Milton y sus Chicago Boys, que se repartieron por el mundo para divulgar la nueva fe en el libre mercado y aplicar de manera compulsiva las políticas clásicas del manual neoliberal: privatizaciones de las bancos estatales, desregulaciones, recortes de los gastos sociales, privatización de recursos básicos como la energía o el agua, privatización de recursos naturales como el petróleo o el gas, flexibilidad en los despidos, aperturas sin control de las fronteras a productos extranjeros, una fiscalidad cómoda y a la baja para las grandes empresas... Sin embargo, la consecuencia más importante de la aplicación de su programa a escala global no fue la consecución de todos estos "logros", sino conseguir que, al hacer evolucionar la economía de mercado, el nuevo paradigma económico dejara de ser el trabajo fabril, y fuera sustituido en muy pocos años por el trabajo inmaterial, lo cuál llevaba aparejado la desactivación del que había sido el motor de todos los intentos de cambio social en el siglo XX: el obrero. El trabajo industrial que encarnó el obrero de la fábrica, aún sin desaparecer (evidentemente), dejó de ser el paradigma laboral, se transformó y comenzó a tratarse como si fuera un servicio más, integrado y subordinado al que vino a sustituirle como paradigma: el trabajo inmaterial, el creativo, reflejo de lo que algunos autores vinieron a llamar economía informática y que es un producto directo de la sociedad de la información.
Los resultados sociales de las políticas liberales comenzaron a llegar en cascada, siendo algunos de los más evidentes la despolitización general, la incapacidad de los trabajadores de sentirse parte de un colectivo que pudiera presentar demandas de mejoras generales, la individualización del trabajador dentro de la empresa no para tratarlo de manera diferenciada desde un punto de vista humano, sino para aislarlo del resto y tenerlo siempre cautivo, y una curiosa sensación de estratificación social de la clase baja y media que ha llevado en pocos años a la desaparición de facto de ésta última como actriz política para integrarse ambas en la que con acierto Massimo Gaggi y Edoardo Narduzzi vinieron a llamar sociedad de bajo coste. Una sociedad en la que todos se sienten diferentes para poder ser todos manipulados y explotados de manera semejante. Pero con la sensación real de poder acceder a deseos y productos de consumo inimaginables años atrás.
Durante estos años los lazos entre conservadores y liberales parecían estrecharse más y más, consiguiendo incluso que producto de su fructífera unión social, económica y política, se impusiera su visión unilateral del mundo mediante el liderazgo de los EEUU y bajo el calificativo de políticas neocons y neoliberales. Los neocons y los neoliberales. Llevamos años hablando de ellos, riéndonos de ellos, criticándolos, temiéndolos, observando cómo conseguían reunirse bajo el objetivo común de dominar el mundo y adaptarlo a sus ideas. Por un lado estaban los liberales, que debían aceptar y defender rancios postulados morales, familiares y religiosos que contradecían completamente su defensa de la libertad como principio supremo que debiera regir la sociedad; por otro lado los conservadores, que tenían que consentir y apoyar deslocalizaciones de las empresas, la integración de la mujer en el mercado laboral, o la desaparición de algunas prácticas proteccionistas. Una unión antinatura, puede, pero tremendamente rentable para muchos.
Lentamente las necesidades de un mercado que crecía y crecía desmesuradamente, devorando sin medida todo lo que podía ser comercializable, y que se hacía con el control de aspectos sociales que incluían incluso terrenos propios de los sectores más conservadores de la sociedad, hizo pensar a muchos que sería el impulso de la cara liberal el que dominara sobre su reverso conservador, que terminaba quedando siempre relegado a los intereses y necesidades del primero, siendo además utilizado con desfachatez para promover el miedo y las desconfianza hacia los socialistas y las políticas de izquierda (no hay más que recordar la utilización de los más bajos impulsos reaccionarios y conservadores que hizo el PP en España durante la pasada legislatura con asuntos como el terrorismo, los matrimonios homosexuales o el aborto, mientras la prioridad en las Comunidades donde gobierna no suele ser nunca la de promover políticas conservadoras, sino el desmantelamiento de lo público para que sea el capital privado quien gestione áreas estratégicas aún no dominadas como sanidad, educación, gestión del agua...).
Pero de repente ese mercado que se autorregulaba, ese ente mágico, casi espiritual, casi telúrico, resultado teórico de esa extraña ciencia que apela a la confianza o la desconfianza humana para su desarrollo, como es la economía, se fue llenando poco a poco, al principio, y como un torrente en los últimos años, de advenedizos, de arribistas que llegaban ya no sólo desde las clases más privilegiadas (pilar básico de los conservadores) sino desde esa mezcolanza extraña que se estaba generando en la superficie superior de la sociedad de bajo coste. Hijos culturales de los neocons en los que la faceta neoliberal dominaba vehemente y que, como hicieron los jóvenes cachorros de Mao con diferente enfoque durante la revolución cultural china, presentaron sus credenciales salvajemente, apartando de un manotazo cualquier traba moral o ideológica que les impidiera conseguir el objetivo fundamental de sus vidas: el éxito económico, la riqueza inmediata, los beneficios a corto plazo. Para ello utilizaron todo el arsenal friedmanita que se les había enseñado: riesgo, audacia, pocos escrúpulos, ambición desmesurada, desprecio por los límites y los controles... Y arrasaron. Lo consiguieron. Mejorando lo alcanzado por los yuppies de los 80. Lograron fortuna y gloria. Una nueva especie depredadora había aparecido en el inestable ecosistema económico: los directivos estrellas. Mentes privilegiadas que eran fichados por las empresas a golpe de talonario y cuyos beneficios dependían del rendimiento de bancos y empresas en sus proyectos a corto plazo. El riesgo cada vez era mayor, los caladeros de beneficios cada vez estaban más secos, estaban más lejos y suponían mayores costes sociales. Todo era posible. Todo el mundo había entrado en una orgía sin parangón: los políticos se frotaban las manos por gobernar en una época de crecimiento continuo que les permitía aparecer ante los ojos de todos como artífices (en parte) del milagro económico, los medios hacían de voceros y se enorgullecían neciamente de que las empresas de sus países lograran brutales beneficios que se superaban año tras año, sin que mejorase la calidad de vida de sus trabajadores y mientras crecía el número de asalariados que sólo sobrevivían con exiguos sueldos (el 58% de los asalariados españoles era mileurista hace un año), pero a su vez, muchos de estos asalariados se convencían de que podrían a llegar a catar algo del suculento pastel y decidían convertirse en especuladores de pacotilla o endeudarse hasta las cejas ayudando a inflar aún más la burbuja crediticia que sería finalmente el detonante de la crisis actual. Un panorama de ensueño.
Y llegó la crisis. Los expertos parecen entenderlo todo a la perfección, e incluso se atreven a aportar las claves para una rápida resolución del problema. Cuánta erudición..Los economistas liberales pueblan las tertulias económicas de las radios y las televisiones para trasladarnos su sapiencia y asegurar que todo esto se veía venir. Aunque ellos jamás lo mencionaron en el pasado. Son los mismos que tienen incluso la desfachatez de echar la culpa a los gobiernos por su pobre vigilancia de los mercados, eximiendo a estos mercados y a las empresas enriquecidas de las responsabilidades que adquirieron al tomar el control casi total de las economías del mundo, y son los mismos que anteayer criticaban con dureza las excesivas regulaciones y trabas proteccionistas de los gobiernos europeos. Todos se sorprenden aunque a nadie le extraña la situación. Curiosa forma de no equivocarse jamás. Pero no seré yo quien trate de explicar aquí los entresijos de la crisis. Otros lo han hecho con detalle y sencillez para quien quiera molestarse en enterarse. Quien tiene ojos y quiere ver,debe poder ser capaz de identificar perfectamente a los culpables. Y sobre todo, a quiénes no lo son, o al menos no tienen la máxima responsabilidad: los asalariados, a los que zarandean una y otra vez, y que son incapaces de encontrar un mecanismo de participación social que les permita hacer fluir su rabia y desesperación ante el espectáculo que se le ofrece y las consecuencias que para ellos tendrá y ya está teniendo esta maldita crisis de los especuladores de capital. Sólo hay que recordar las palabras de Alan Greenspan no hace demasiado tiempo, adviertiendo cínicamente que las enormes diferencias entre los beneficios de los directivos de las empresas y los de sus empleados podían llegar a convertirse en un problema, para entender por qué todo el cuerpo del trabajador debiera erizarse de cólera cuando se le explica, como si fuera un niño pequeño, que por el bien general debe apretarse el cinturón, se le enuncian las bondades de la contención salarial y se apela a la necesidad de esfuerzos colectivos para superar esta coyuntura económica.
Y he aquí que al contemplar el panorama poco halagüeño que comenzaba a surgir, y que recordaba en demasía a los fantasmas del 29, los conservadores norteamericanos se han liado la manta a la cabeza, han olvidado sus grandilocuentes discursos relativos a la libertad de mercado, han dejado a una lado las ideas que llevaban defendiendo con ahínco desde hacía décadas respecto a la mínima intervención estatal en la economía (¿qué debe pensar Chávez de las críticas de hace unos meses a sus nacionalizaciones? Como decía un artículo en Le Monde, su gobierno al menos paga, mientras que el de EEUU hace un préstamo a AIG a cambio de de casi el 80% de su capital... es decir presta capital que tendrá que ser devuelto a cambio de quedarse con el control de la compañía...¡una verdadera expropiación!) y en su mutación han acabado marginando a sus dogmáticos aliados liberales que se han quedado balbuceando, sin acertar a componer un argumento destacable que explique la situación y la reacción de la administración Bush. En Europa comienzan a adoptarse el mismo tipo de medidas. Los europeos, ya sin los complejos iniciales, y con un discurso tremendamente cínico, han decidido que sólo la intervención del Estado puede solucionar el problema. Y así, primero EEUU, y después cada uno de los gobiernos de los países europeos que han visto cómo algunos de sus bancos amenazaba con la quiebra, se han movilizado con rapidez inyectando dinero público, comprando los activos tóxicos, garantizando los depósitos de los ciudadanos, nacionalizando bancos, proyectando inversiones estatales que reactiven la economía... ¡puro keynesianismo! Friedman debe estar revolviéndose en su tumba. Pero lo que no existe hoy es la inocencia de entonces, y a las supuestas políticas keynesianas les sobra protección para los más ricos y los que causaron esta situación especulando hasta el paroxismo, y les faltan las políticas sociales que fueron la cara amable del New Deal. La intervención de los gobiernos occidentales para detener esta sangría huele a podrido, a putrefacto, a artimaña para controlar la economía, sin renunciar del todo a las miserias liberales del pasado pero intentando controlar su excesivo libertinaje. Una búsqueda de un capitalismo domesticado pero explotador siempre, que es aplaudido estúpidamente por las viejas izquierdas socialistas que encuentran en esta situación la posibilidad de resituarse políticamente y ganar credibilidad pública. Son ellos y sus medios afines los que con mayor entusiasmo están apoyando los planes de rescate de los inversores de riesgo, cometiendo el tremendo error histórico de olvidarse de pedir responsabilidades y de aportar nuevas ideas que permitan redimensionar y reformular los antiguos estados de bienestar social que se están diluyendo como azucarillos en Europa, sin que se observe que comiencen a formarse en los países donde se están desarrollando los nuevos crecimiento capitalistas a costa de nuevas formas de esclavitud laboral. Causa asombro el regocijo de los foros socialdemócratas ante las iniciativas propuestas por un gobierno como el de Bush, del cuál es absurdo sospechar una iluminación tardía que le haya hecho reconsiderar las políticas que lleva defendiendo toda su vida y que su administración puso en marcha en Iraq tras su ilegal invasión. Los socialistas no quieren pensar, de nuevo, más allá del corto plazo, y se ilusionan con un regreso telúrico a la Europa del bienestar social, con estados más poderosos, sin querer aceptar que el contexto socioeconómico es absolutamente diferente y que sólo el planteamiento de objetivos globales de bienestar, para toda la población mundial, similares a los que fueron alcanzados para unos pocos europeos, pero sólo accesibles mediante nuevas políticas, nuevas ideas y una revisión completa de los modos económicos de producción, es la única manera de revitalizar un discurso de izquierdas a día de hoy caduco y desgastado por el tiempo y las decepciones.
Conservadores y socialistas de la mano conforman el peor escenario posible para la posibilidad de gestación de una sociedad libre solidaria y justa. Peor incluso que la resultante de la alianza entre conservadores y liberales. A un lado de la orilla de este momento histórico quedan los liberales, con las uñas afiladas, esperando regresar al poder con las fuerzas renovadas. Al otro, las viejas izquierdas radicales, incapaces de encontrar un discurso moderno que pueda ser escuchado y valorado por la ciudadanía como alternativa posible. Y mientras tanto, conservadores y socialistas pergeñando un nuevo futuro de capitalismo liberal regulado e intervencionista, donde sean las oligarquías, sin cabida para recién llegados descontrolados ni advenedizos distorsionadores, los que dominen la economía mundial en nombre del bien general, al tiempo que se aumenta el control sobre la población con la excusa de cuidar de su bienestar.
Hay algunos optimistas que consideran que de esta crisis surgirá un mundo mejor más estable, libre y justo. Ojalá . Pero, ¿quién nos dice que lo vendrá no será aún peor que lo que teníamos? La China actual, nominalmente comunista, podría ser el primer experimento, a escala local, de la conjunción de políticas conservadoras y socialistas en el marco de una economía de mercado intervenida. La sola idea parece aterradora.