Hay un aspecto de la labor
docente del que no se habla nunca demasiado. Tal vez porque se minusvalora o
porque es difícilmente mensurable, tal vez porque mientras demasiados creen
tener la fórmula mágica para transformar “radicalmente” la educación (mientras
ganan dinero teorizando sobre ello), pocos se atreven a analizar la importancia
que tiene una labor que se ha convertido en esencial en la enseñanza actual,
pero cuyo espacio de lucimiento es pequeño, por lo que difícilmente podrá ser
puesto en valor por los centros educativos. Estoy hablando de la labor de
tutoría en cursos de la
ESO. Desde que empecé a dar clases, salvo en alguna ocasión, cada
curso he sido tutor de algún grupo de alumnos en esta etapa educativa,
trascendente en la formación de los adolescentes. A pesar de que defiendo cada
día con mayor convicción que el objetivo fundamental e irrenunciable de nuestra
labor como profesores debe ser llevar al límite a nuestros alumnos para que
empiecen a dar pasos firmes en el inabarcable mundo de los conocimientos, y que
sin el aprendizaje de contenidos es imposible que ellos puedan construirse como
personas cultas, formadas y críticas de nuestra sociedad, he de aceptar
también, sin que para mí sea contradictorio, que más allá de mis clases y los
contenidos tratados, pocas cosas me han dado tanta satisfacción en mi profesión
como la especial relación establecida con estos alumnos de los que fui tutor. También
he de asumir que nada me ha supuesto nunca en mi profesión mayor sensación de
fracaso y desazón.
En este mundo de trincheras que
es la educación, la labor tutorial supone en ocasiones una gran paradoja, ya
que la humanidad y el buen hacer de profesores de la vieja escuela terminan
convirtiéndolos en buenos tutores, mientras que jóvenes seguidores de las
nuevas pedagogías, believers
fanatizados de la educación emocional,
fracasan ante realidades complejas que los convierten en inútiles totales frente
a grupos de alumnos que desprecian sus pobres intentos de acercamiento. Obviamente
no debiera hacer falta señalar que situaciones a la inversa también se
producen, con veteranos profesores incapaces (o directamente “objetores”) de
conectar y guiar a sus grupos y jóvenes profesores fajándose en un día a día
tan duro como poco reconocido por nadie. Los años trabajados me han dado para
ver casi de todo: he visto a tutores soportar la presión frente a situaciones irresolubles
con grupos imposibles o alumnos desquiciados. He visto a tutores desentenderse
de manera miserable de alumnos superficialmente conflictivos, al borde del
abismo, que demandaban a gritos a alguien los recondujera y guiara, alguien que
él no estaba dispuesto a ser. He visto a profesores mediocres ejercer de
fantásticos tutores, ayudando a alumnos desorientados a reenfocar su educación
y su futuro mientras que excelentes profesores se veían impotentes para
acercarse emocionalmente a sus alumnos y conseguir ayudarlos en momentos claves
de su formación. Lo que pocas veces he visto es reflexionar a mis compañeros
sobre la importancia de la tutoría y su (en ocasiones notable) incidencia en
los resultados académicos de los alumnos durante un curso.
Hace años encontré en un
excelente ensayo escrito por Concha Fernández Martorell (El aula desierta) aquello
que definía para mí con precisión lo que un profesor debe sentir por sus
alumnos para poder realizar con éxito su labor: afecto. No tiene sentido hablar de amor (un sentimiento exagerado,
distorsionador, equivocado); ni una incomprensible indiferencia (un sentimiento entorpecedor, ineficaz, altanero). Debe
sentir afecto por todos a los que enseña. Parece simple. No lo es. Al final, en
la sociedad actual, en la que los adolescentes demandan casi con fiereza un
lazo emocional que les permita convertir a su profesor en guía y referencia
educativos, serán la cercanía y la capacidad de comprensión de la personalidad
adolescente lo que permitirá al profesor enseñar con garantías de éxito. Y que ese
acto de enseñar no sea una práctica onanista que parezca demostrar lo bien que
él prepara y organiza sus clases, sino algo que tenga un significado real en el
aprendizaje de sus alumnos. Lo demás, ya sea la cháchara pedagógica moderna o
la retórica anquilosada de la vieja escuela, teniendo su valor, no deja de ser
finalmente secundario, intrascendente en el día a día de las aulas. Pues bien,
en mi opinión ser tutor, sin duda, es multiplicar todo lo dicho por mil. En
septiembre debes convertirte (por ley) en el responsable final de la evolución
académica de un grupo excesivamente numeroso de adolescentes a los que no
conoces, de los que no sabes nada, y que la primera vez que entras en el aula notas,
entre divertido y acojonado, cómo te evalúan con desconfianza, cómo juzgan cada
gesto que haces, cada frase, esperando el fallo, el error, buscando la
debilidad, la incoherencia. Buscan clasificarte rápidamente, arrinconarte, convertirte en inútil para ellos, en irrelevante, como tantos otros antes
que tú. Qué difícil es todo. Pocos lo saben. Pocos lo entienden. Menos son
capaces de asumirlo.
No he sentido nunca una sensación
de fracaso absoluto como profesor. Siempre, con cada uno de los grupos a los
que impartí clases, conseguí (o creí conseguir) que un número importante de mis
alumnos se enganchara a lo que les contaba, hiciera importante mi materia,
respirara tensión positiva en mis clases, a veces se divirtiera. Como tutor la
cosa se hace más difícil de interpretar. Solo siendo tutor he sentido el agrio
sabor de la derrota en mi boca, he tenido que asimilar la inutilidad de la batalla
individual, la necesidad de convertir la enseñanza en un proyecto colectivo en
el que los profesores se impliquen y los padres no se conviertan en estériles
enemigos. Pronto sentí la frustración que conlleva el ingenuo intento de salvar
a ciertos alumnos, en los que al determinismo social y familiar se les une una
lacerante incapacidad de responsabilidad personal que los convierte en carne de
cañón educativa. Nadie parece poder salvar a nadie. La educación reglada no es
terreno abonado al heroísmo. Afortunadamente, tal vez. Pero el análisis
racional no evita sentir una enorme frustración ante la injusticia que supone
el fracaso de alumnos alienados por un contexto sociofamiliar y económico que
les impide ser realmente libres para elegir desertar de un futuro objetivamente
mejor. Y que castiga con inusitada crueldad cualquier veleidad durante los años
adolescentes. No es casual (y quien diga lo contrario miente) que casi nunca
fracasen en la ESO
los hijos de la clase media. Y mucho menos, los hijos de los propios
profesores.
A mí ser tutor, como ser
profesor, me ha hecho mejor persona. A estas alturas no tengo ninguna duda. Me
ha hecho acercarme, con dificultad, por mi carácter, al significado real de la
empatía y de la necesidad de respetar al otro, dejando de lado esa soberbia
egotista que tanto me cuesta abandonar. Ser considerado con el alumno, humilde
a la hora de interactuar con él, seguro a la hora de exigirle, consciente de
que el respeto no se impone sino que se consigue, con tus actos, con lo que
muestras, con lo que les demuestras. Nunca caeré en el error de pretender ser
“colega” de mis alumnos, pero es imposible ejercer una labor tutorial adecuada
desde la distancia prudencial que muchos profesores ponen con ellos. Debes
acercarte, conocerlos, darles confianza y exigirles responsabilidad, entender
la frustración de muchos padres incapaces de comprender los problemas por los
que pasan sus hijos, desbordados en su paternidad, ser comprensivos pero firmes,
indagar en las causas de los problemas, ir al origen del conflicto, luchar
denodadamente por (re)construir nuevas vías por las que hijos y padres puedan
caminar, pero nunca olvidar que el éxito de la labor tutorial se mide
finalmente en función de que se consiga o no que, durante ese curso, esos
chicos y esas chicas refuercen la seguridad en sí mismos y sean capaces de
mejorar su rendimiento educativo, que aprendan a conciliar el principio de
deseo (motor para conseguir metas exigentes) con el principio de realidad
(aprender a conocer las propias limitaciones), para así poder ir poniendo los cimientos de un futuro
formativo y personal mediante el que se puedan alejar de contextos personales, en ocasiones, dramáticos.
Y ahí seguimos, caminando, peleando, siendo este año tutor de un 2º ESO complicado con chicos tan estupendos como en algunos casos
absolutamente perdidos, casi desahuciados por el sistema. Otro año más volviendo a fracasar como tutor con alumnos a los que finalmente es imposible ayudar. Pero
también disfrutando de esas pequeñas victorias cuyo valor real jamás tal vez podré comprobar pero que siempre parecen tener un significado positivo, alentador. Y que dan sentido al trabajo realizado.
Hace un par de noches tuve el “placer” de asistir a un nuevo
episodio protagonizado por algunos de esos megatertulianos que recorren
incansablemente cada día las radios y televisiones españolas, iluminando al
mundo con su singular sapiencia y preparación. Desbordados por su propio
conocimiento e incapaces de contenerlo en los límites de sus cerebros, se ven
en la obligación de compartirlo con nosotros tratando sin ningún problema lo divino y lo humano, lo político
y lo social, lo económico y lo deportivo, lo cultural y lo científico. Saltando de un tema a otro con una facilidad pasmosa. Sin
jamás permitirse un atisbo de duda, un momento de debilidad, un segundo de
reflexión interior, de honestidad intelectual que les permita reconocer que hay
algunos asuntos que no pueden tratar, de los que no pueden opinar porque, simplemente,
no tienen ni puñetera idea. Pero hay que reconocer que es cuando aparece la
ciencia, cuando se ven obligados a hablar de asuntos con ramificaciones científicas,
cuando el chiringuito renacentista que tan dificultosamente intentan construir
se les derrumba sin compasión encima de sus cabezas. Cuando de improviso, a
traición, aparece en la tertulia algún tema de este tipo, se les nota que son
incapaces de cambiar la plantilla que usan para debatir los demás asuntos y se
precipitan al vacío sin posibilidad de salvación. Es, curiosamente, cuando
mejor podemos advertir su impostura habitual, sirviendo además de reflejo del deplorable
analfabetismo científico en el que vive inmersa nuestra sociedad.
Situémonos: estamos ya finalizando la tertulia de La Brújula, en Onda Cero, el
programa que dirige Carlos Alsina, que ha pedido opinión de un último asunto a
sus megatertulianos a cuenta de una propuesta del Ministerio de Sanidad para
que se multe a los padres cuyos hijos adolescentes tengan intoxicaciones
etílicas con cierta asiduidad. Después de haber arreglado la economía, la
política y la judicatura de nuestro país, nuestros chicos están crecidos y no
tienen duda alguna de que también pueden solucionar el problema del alcoholismo
juvenil. Ese problema que cada año “sorprende” a los españoles. Desde hace más
de veinte años.
Tras haber sentado las bases sobre cómo debe arreglarse este
problema para siempre, Carlos Alsina lee sobre la marcha un tuit o mail
enviado por una seguidora del programa que nos advierte sobre la (según ella) “moda
que se ha extendido entre los adolescentes” de emborracharse introduciéndose
tampones empapados en alcohol en su cuerpo… Alsina que, pudoroso, omite donde
se introducen estos tampones, no sólo lee el mensaje, no sólo no cuestiona la
información un segundo, no sólo no duda sobre la posible veracidad de lo
afirmado, sino que da la información por buena de inmediato, la convierte por
lo tanto en verdad mediática para sus miles de oyentes y le lanza el hueso a
sus chicos, que no vacilan en lanzarse sobre él, hambrientos, deseosos de dar
su opinión y de llegar a terribles conclusiones sobre la deriva social de un
imperio occidental en evidente decadencia.
Después de que Alsina abra la puerta advirtiendo de “la
moda” alcohólica juvenil actual, comienza el espectáculo. El hueso está en el
aire y la jauría se lanza a por él:
Megatertulianos (a coro): “sí, sí…”
Por supuesto, son
expertos, saben de todo, también de tampones, faltaría más, y sin son
mojados en vodka, especialistas, incluso…
Megatertuliano1: “es una moda desgraciada que, efectivamente.
[…] sirve para acelerar…"
Carlos Alsina: “…el efecto es inmediato, pasa directamente el
alcohol a la sangre…”
A ver, a ver, centrémonos, señores… ¿En serio saben de lo
que están hablando? ¿No han oído hablar nunca de las leyendas urbanas, de los
bulos que corren por la red? ¿Ni un vistazo rápido a informaciones serias como
ésta, de Magonia, que nieguen la realidad del fenómeno? ¿No se pueden
parar a plantearse un momento qué significa meterse un tampón con alcohol? ¿El
dolor inmediato que debe producir? Algunas personas lo han hecho, para experimentar y contar lo que se siente (algo no demasiado satisfactorio, claro). Otras han recurrido a algo tan antiguo como el método científico y han hecho un experimento que demuestra la dificultad que supone introducir ese tampón en ningún sitio una vez absorbido el alcohol. Pero la experiencia no
interesa cuando de lo que se trata es de construir noticias sensacionalistas
que alarmen a la sociedad. Molan más. La ciencia les aburre.
Megatertuliano2 (se da cuenta de que su compañero le está restando
protagonismo, sabe que debe intervenir rápidamente, diciendo lo que sea, lo
primero que le venga a la cabeza, rápido, rápido, alguna cosa que parezca inteligente,
un apunte con sello propio…): "¡¡Esto en el caso de la chicas!!"
Qué capacidad la del tipo. Los tampones, aunque sirvan para
emborracharse, deben ser sólo para las chicas… No parece poder
imaginarse que tal vez un chico también se lo puede meter por el ano en busca
de esa borrachera legendaria que están ellos mismos, los megatertulianos, divulgando (promocionando) sin base alguna. Tal vez pensarlo le genere
alguna molestia inasumible en público a través de las ondas… ¡¡¡Ayy!!!, los
tabús...
Megatertuliano1 (el tío la caza al vuelo… Al carajo el
tema que se está tratando, en el fondo se la suda, pero si el comentario de su
compadre sirve para atizar a las sociatas…): “…¡las jóvenas!...” (se ríe…).
Qué agudeza. Cuánta inteligencia. Qué fino sarcasmo…
Volvamos a los tampones…
Carlos Alsina sigue a lo suyo y empieza a meterse en un berenjenal
de cuidado: “…se introducen el tampón y la embriaguez es casi inmediata…”
¿¿¿Cómo??? Era de esperar, cuando uno no sabe de lo que
habla y no se informa termina diciendo tonterías… Al Introducirse tampones
impregnados en alcohol en la vagina o en el ano es cierto que ese alcohol pasaría más
rápido a la sangre que a través del aparato digestivo (como cuando se bebe), pero para embriagarte, para emborracharte,
necesitas la misma cantidad de alcohol de siempre. El hecho de que pase más
rápido a la sangre no significa que la concentración de alcohol en sangre vaya
a ser mayor. Y eso, megatertulianos, es lo que te provocará la borrachera…
Vamos, que el chico o chica que quiera disfrutar de semejante “fiesta
alcohólica” va a tener que introducirse un montón de tampones en su cuerpo para
llegar a la fase de la “exaltación de la amistad”… Si por el camino no acampa en el baño, claro, que es donde se va a pasar la mitad de la noche... Tampoco es cuestión de colocarse el tampón en público, ¿no?
Megatertulianos (a coro): “claro, claro… pasa a la sangre” (recordemos
que según ellos, eso provoca ya una borrachera
inmediata).
Megatertuliano2 (de fondo, casi inaudible, ha tenido una
ocurrencia y la quiere compartir): “…te metes el tampón en la nariz…"
Claro que sí, eso es rigor informativo y los demás son
tonterías… El tío ha descubierto que no será por el ano pero que él mismo, tal
vez, por la nariz, pueda conseguir un pedo interesante... Lo de que un tampón
le quepa a alguien en los orificios de la nariz… En fin, ya sería cuestión de que haya
existido un trabajo previo de zapa durante muchos años haciendo pellas en los
semáforos…
Carlos Alsina se crece y se le empieza a ir el asunto de las manos:
“...tu familia no te puede ver beber porque no has bebido…”
Lo cual parece razonable. Sería complicado que te viesen
beber (incluso agua) si no es porque realmente la bebes… Otra cosa es que se
refiera a que no te ven beber alcohol, pero teniendo en cuenta que
los adolescentes no suelen hacer los botellones en la calle de la casa de sus
padres, me parece a mí que el comentario se desmorona por sí mismo…
Carlos Alsina: “...puedes
hablar y no se te nota que estás bebida porque en el aliento no se te percibe...”
Joder. De lo mejor del corte. Están los tíos hablando de
conseguir una borrachera de leyenda “acelerada e inmediata” y no se le ocurre a
Alsina otra cosa que decir que la borrachera no se te notaría porque no te huele
el aliento. En serio, qué nivel. Me parece a mí que cuando estás borracho hay
otros muchos indicios que harían sospechar a cualquiera que llevas una encima
de cuidado… ¿De verdad que hace falta que alguien te huela el aliento para comprobar que estás
borracho?” Ufff... Tal vez los miembros de La brújula debieran ver este vídeo…
Carlos Alsina: “…esto tiene un riesgo elevadísimo…”
Y tanto que lo tiene, pero no por lo que él piensa.… El
riesgo es creerse estas historias sin reflexionar sobre el contexto científico
que debe sustentarlas. El riesgo es más bien similar a pensar que comiendo chirimoyas te vas a curar de un cáncer. El riesgo es caer en el pensamiento irracional, en el pensamiento mágico, mediante el que se termina creyendo que las cosas ocurren misteriosamente, sin que haya explicación, o asumiendo falsas explicaciones fruto de una pobre formación científica. En siglo XXI. El riesgo del tampodka es físico por las lesiones
que puede producir el alcohol en zonas muy sensibles del cuerpo humano. Lo
demás son tonterías. Lo que sucede es que tampoco parece que sea verdad su
historia, ni que sea una moda, ni que el fenómeno esté
extendido. De hecho la información que la oyente da al principio y que Alsina
reproduce sin contrastar (periodismo en estado puro), en relación a los casos
que los hospitales de Asturias han tratado, ha sido desmentida por el Servicio de Salud del Principado de Asturias
mediante un comunicado.
Megatertuliano1 (asevera, peloteando al jefe): “¡¡Elevadísimo!!...”
Jajaja… ¡Qué crack!
Megatertuliano1 (continúa): “…además es una aberración que suprime el posible
factor placentero que puede tener la bebida, que es degustarla... es directamente ir…”
Megatertuliano2 (ahí, al quite, golpeando a placer la
pelota que le ha dejado su compañero): "...¡¡¡Al coloque!!!..."
El surrealismo invade las ondas. Casi da pena que alguno no esté lo suficientemente lúcido para parafrasear a Tierno Galván: “el que no esté colocado, que se coloque (el tampón)... y al loro”. En todo caso, los apuntes del megatertuliano2 aportan siempre un punto de
intelectualidad abrumador.
Megatertuliano1 (empieza a forzarlo, desfallece, no sabe ya qué más
decir, los recursos se le agotan…): “…es la utilización del alcohol como droga
en estado puro”
No te jode. Y cuando nos dan barra libre en las bodas estamos
utilizando el alcohol como una infusión contra la ansiedad…
Carlos Alsina asiente, ya sin mucho entusiasmo… Está ya en otra cosa,
ahora toca pasar a las noticias más relevantes de la prensa del día siguiente.
La labor de servicio público ya está hecha. En minuto y medio han ayudado a
divulgar una falsa noticia sobre un fenómeno que no parece que se esté
produciendo en España y que, en todo caso, no se ajusta a ninguna de sus ideas
preconcebidas que ellos tienen en relación a cómo afectaría al cuerpo humano. Periodismo
de calidad. Periodismo al servicio ciudadano. Alarmismo barato sin base científica. Con dos cojones.
... Pasando por Los 400 golpes (François Truffaut, 1959)...
... Por If... (Lindsay Anderson, 1968)...
... Para terminar en La clase (Laurent Cantet, 2008)
... O casi ochenta años en los que el cine deja constancia de cómo la escuela es vivida como una cárcel represora por demasiados niños que no comprenden su utilidad, no soportan sus arbitrariedades, ni las jerarquías impuestas, ni la falta de respeto a sus personas y a su intelecto...
El cine como testigo de un fracaso social, de una esperanza siempre al borde de la putrefacción, de unas formas de enseñanza que siempre se sienten como anacrónicas y alejadas del presente, incapaces de adaptarse a las necesidades educativas de su tiempo.
Y en lugar de preocuparnos por esto, por mejorar nuestras formas de enseñar y de relacionarnos todos, profesores y alumnos, en los diferentes entornos educativos, nuestro tiempo nos obliga a dedicarnos a salvar los restos del naufragio, a eludir los graves problemas que asolan a los sistemas tradicionales de enseñanza para defender en primer lugar su propia existencia, como garantía de superviviencia de esa mínima posibilidad de justicia social que la escuela, aunque sea pobremente, intenta al menos garantizar.
Un análisis de las nuevas formas de control que ejercen los padres sobre sus hijos adolescentes a través de las redes sociales. Pichando en el siguiente enlace se puede leer el artículo con mayor comodidad o descargarlo
La ola (Dennis Gansel, 2008) no solo es una película que permite comprender los riesgos y la atracción del fascismo, sino que también permite trabajar con los alumnos cuál es el papel del profesor en la práctica educativa y reflexionar con ellos sobre la realidad de su labor, sus límites y sus riesgos. Es, además, muy interesante comparar la figura del profesor en esta película con la más romántica y atractiva del mítico profesor Keating en El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989).
La ola es una película tan sólo correcta desde un punto de vista cinematográfico. Sin grandes alardes, ni magníficas interpretaciones y con una estética que, a pesar de ser joven, es convencional, plantea con extremada sencillez (en ocasiones excesiva) cuáles son las características que pueden hacer atractivo el fascismo para un colectivo cualquiera despolitizado, mostrando algunas de sus consecuencias más inmediatas. El objetivo de la película es claro: advertir de sus peligros y procurar impedir que vuelva a resurgir en nuevos contextos. Para los alumnos adolescentes es una película de enorme valor porque lejos de las películas de nazis infames o de presos que sufren penalidades terribles, pueden empezar a ser conscientes de cómo arraigan las ideas totalitarias en las grandes masas, de las condiciones sociales que se necesitan para llegar a ellas, pueden empezar a intuir cómo personas corrientes, grises en sus vidas diarias, se hacen fuertes y encuentran un refugio en la comodidad de las normas del grupo y en la consecución de un objetivo simple, claro, colectivo y excluyente… Por todo ello el visionado de la película puede ser una experiencia realmente enriquecedora y reveladora (a pesar de la simpleza de su planteamiento y desarrollo argumental) respecto a los motivos por los que puede crecer un movimiento totalitario y los peligros que conlleva. Por otro lado resulta también muy interesante para trabajar qué significa la idea de comunidad, de grupo y para intentar que la imagen deformada de asociación que ven en la pantalla no obstaculice otras visiones del colectivismo en los que, sin perder la perspectiva individual, la persona se pueda sentir partícipe de una idea comunitaria, no excluyente, solidaria, alejada de ese hiperindividualismo posmoderno que aparece como única voz discordante y salvadora en la película, como una isla entre los diferentes grupos políticos que pueblan la sociedad alemana (anarquistas, punkis…).
Pero esas posibilidades no son solo las que se plantean a la hora de analizar esta película, sino también una reflexión sobre cómo el cine muestra la realidad de la práctica educativa. En este sentido no se puede negar que los alumnos suelen estar insatisfechos con una gran mayoría de sus profesores (sentimiento compartido a la inversa por muchos de estos profesores) y sienten que estas películas muestran modelos de profesor que no reconocen y que les parecen extremadamente atractivos. De lo que hablamos aquí es del carisma. La ola, como antes El club de los poetas muertos, Rebelión en las aulas (James Clavell, 1967), Mentes peligrosas (John N. Smith, 1995) y tantas otras, pertenecen a ese grupo de películas que parecen demostrar que no es el sistema educativo, ni una buena organización de un centro educativo, ni el trabajo solidario y profesional de un grupo de profesores los que proporcionan una buena educación, una enseñanza correcta al alumno, sino que éste caiga en las manos de un profesor carismático, de ese profesor que le abra la mente, le proporcione una visión positiva de su propio yo y le muestre vías para su posible futuro. Es en relación a este aspecto donde la película abre una puerta casi desconocida en el cine, puesto que vamos a ser testigos directos de cómo uno de estos proyectos personalistas (que suelen protagonizar la mayoría de guiones cinematográficos), desemboca en una tragedia en la que una parte no pequeña de la culpa será atribuible al ego del profesor.
Anteriormente se ha hecho alusión a una comparación entre el Sr. Wegner de La ola con el profesor Keating de El club de los poetas muertos. Es importante matizarla. Se podría decir que Keating también recibe su castigo por su forma de enfocar la educación a través de la muerte de su alumno y la expulsión de su puesto de trabjo. Pero no es así. La película deja claro que la responsabilidad de la muerte del chico es de un padre dominante y posesivo, es consecuencia de una sociedad opresora y cerrada donde Keating supone un soplo de aire fresco. El mensaje que transmite la película es que sus modos de trabajo funcionan y son válidos. Hace lo que debe hacer: abre a los chicos una puerta a la cultura, y realiza tan bien su labor que estos chicos parecen encontrar subversivo leer poesía ocultos en una cueva al tiempo que descubren sus valores personales ocultos y se encuentran a sí mismos. Además, para reforzar la idea, se nos muestra esa última secuencia llena de emoción contenida y reforzada por la música de Maurice Jarre donde sus alumnos se despiden de él sobre las mesas en un improvisado homenaje que, inevitablemente, reconfortará al profesor y hará que el espectador nunca juzgue ninguno de sus métodos.
No es el caso de La ola. No habrá final redentor para el Sr. Wegner. No aparecerá ninguna magia cinematográfica en forma de recurso narrativo que permita absolverlo. El profesor es finalmente consciente de que el proyecto se le ha ido de las manos pero no consigue parar la tragedia. El líder carismático ha desencadenado una serie de acontecimientos que se desarrollarán sin su (imposible) control. Porque nunca tuvo ese control. Los alumnos deben reflexionar, por tanto, sobre la necesidad de pensar individual y colectivamente más allá de los profesores, no despreciarlos pero nunca seguirlos ciegamente, no ignorar sus consejos pero no seguirlos nunca a rajatabla cuando contradigan ideas firmes que ellos tengan, y ponerse a la defensiva ante el excesivo carisma de algunos de ellos que quieren, a través de sus alumnos, revivir batallas pasadas que a lo mejor ellos ya perdieron.
Intento explicar el concepto de ley científica en una clase de 3º de ESO. Para contrastar ideas les interrogo sobre sobre lo que es una ley humana. Uno de los chicos (un repetidor de casi dos metros de alto y que promete emociones fuertes este año) levanta inmediatamente la mano y me contesta: "algo que está para incumplirse". Nos miramos un segundo y sonreímos ambos. Se escuchan risas en el aula
Inmediatamente recuerdo un extracto del librito de Michel Foucault que leí hace un tiempo y al que regreso periódicamente. En él, a través de Deleuze, se disecciona la renuncia metodológica que reclama Foucault sobre cinco postulados. Sobre el que nos interesa, el extracto dice así:
"Postulado de la legalidad (según el cuál el poder del Estado se expresa por medio de la ley): Debe ponerse en juego otra comprensión de la ley no como lo que demarca limpiamente dos dominios -legalidad-ilegalidad-, sino como un procedimiento por medio del cual se gestionan ilegalismos [...] la ley no es un estado de paz sino la batalla perpetua [...] la ley no está hecha para impedir tal o cual tipo de comportamiento, sino para diferenciar las maneras de vulnerar a la misma ley" (la negrita es mía)
Una veintena de alumnos de 1º de la ESO trabajan (bajo coacción, por supuesto) durante una clase de ese engendro llamado aquí en Madrid MAE (Medidas de Atención Educativa) que existe como alternativa a la clase de religión y que se traduce, en este caso, en que cuatro niños (en otras clases a veces son menos, a veces uno tan sólo, otras incluso ninguno) marchan a recibir su dosis semanal de adoctrinamiento y catequesis a cargo del erario público, mientras los demás se quedan en clase a cargo de un profesor (yo, por ejemplo) al que todos pagamos con los impuestos no para que dé clase de su especialidad, ni para que aporte su granito de arena educativo en la formación de las nuevas generaciones, sino para que ejerza de improvisado segurata y consiga que unos alumnos a los que habitualmente ni conoce (algo que entraña una dificultad añadida) porque no les da clases, trabajen otras asignaturas (vamos, que hagan los deberes), lean, o al menos no perturben a sus compañeros. Una herencia católica encantadora de nuestro sistema público de enseñanza. De esta forma la gran mayoría de los chicos pierden una hora a la semana en 1º, dos horas semanales en 2º, una horita más en 3º y dos espléndidas horas en 4º. Teniendo en cuenta que el calendario lectivo de nuestro país propone que el curso disponga de unos 175 días, estaríamos hablando de que los chicos que no eligen religión “pierden” al lo largo de toda su Educación Secundaria Obligatoria en torno a 210 horas. Más de 200 horas que se podrían aprovechar para que los temarios imposibles de acabar (como los de Física y Química, sin ir más lejos) fueran dados con rigor y exactitud en unas muy necesitadas horas extras semanales. Me he dispersado, lo sé, pero en algún momento tenía que escribir ese cálculo y provocar una reflexión al que me lee. Estaba con los veinte alumnos que pierden su tiempo gracias a la cobardía de ciertos políticos en ese cosa llamada MAE. Normalmente tras media hora de un silencio más o menos conseguido, termino charlando con ellos, sobre sus vidas, sus fobias con la asignaturas, su proyecto de futuro educativo o algunos aspectos sociales que me parecen relevantes poner encima de la mesa para que se vayan planteando pequeñas disyuntivas éticas. Ese día realizo una pequeña encuesta. Pido que levanten la mano aquellos que dispongan de un televisor en su habitación. Son niños y niñas que acaban de cumplir en su gran mayoría 12 años. Una marea de brazos se alza de inmediato. Todos menos uno tiene un televisor en la habitación y, por supuesto, no solo para jugar a la consola sino con conexión a la TDT o la televisión analógica. Es decir, a la Play o la Wii, a la PSP o a la Nintendo DS, al móvil yal ordenador con conexión a Internet, estos chicos unen la posibilidad de disfrutar de la excelsa y cultural parrilla televisiva de nuestro país en la soledad de su habitación. Después sólo me hace falta comentar de manera jocosa que por lo menos no encenderán la tele o el ordenador por la noche, o que apagarán el móvil para dormir, para que aparezcan múltiples comentarios absolutamente escandalizados ante la somera posibilidad de desconectarse del móvil por la noche (siempre le puede llegar un mensaje de un amigo, o amiga, o novio, o novia a las tres de la mañana que debe ser inmediatamente contestado). Por otro lado varias voces se alzan orgullosas fardando de jugar a la Play o ver la tele a las tantas sin que los panolis de sus padres se enteren de nada. Sólo uno levantó la mano para decir que no tenía televisión (ni por supuesto Play u ordenador) en su cuarto. Rápidamente la masa lo devoró con risas y comentarios hirientes que trataban de transmitirle lo idiota que les parecía y lo tristemente impopular que era. Poco cool, aunque sea de los pocos que lee y se expresa oralmente de manera correcta. No me costó mucho desviar la atención de la jauría vacilando a la mayoría y haciendo que se rieran de sí mismos como sólo los críos de esa edad se pueden permitir. Despuésel sonido del timbre significó que mi presencia ya no era bien recibida en ese aula y que los pequeños depredadores esperaban otra pieza para ver si podían catar carne de profe esa mañana. Me molestan los falsos recuerdos, no soy nada proclive a esa nostalgia imbécil y mitificadora que tanta gente de mi generación muestra sobre su infancia y adolescencia. Mis amigos (que no fueron pocos ni del mismo extracto social) casi nunca cogieron un libro a no ser que fuera estrictamente necesario, ya se jugaba mucho al ordenador a los 15 años, los colegios e institutos no eran tan diferentes respecto a las actitudes y maneras de relacionarse de los chicos a los de ahora. Pero están los detalles, las pequeñas diferencias que generan los abismos generacionales con evidentes consecuencias sociológicas. Y éste puede ser uno de ellos. Tremendamente significativo. Un televisor en cada cuarto. A los 12 años. Eso, objetivamente, no es bueno para la formación de un niño. La televisión emite demasiada bazofia que ya aliena diariamente a los adultos para no entender el daño irreparable que hará en las mentes de estos críos. Es dañino para la salud mental de los niños aunque evidentemente permita a los padres vivir mejor sin polémicas estériles y disfrutando de la soledad del salón para ver en su propio televisor lo que a ellos les da la gana sin tener que autoimponerse una censura necesaria si estuvieran compartiendo esa visión con sus hijos. La imagen sí es nueva. Diferente. El niño no es que no duerma ni descanse lo que debe porque se queda con sus padres viendo las serie o la película de turno hasta las tantas. No. Se acuesta modoso, temprano, se encierra en su cuarto y conecta sus cachivaches tecnológicos. Es entonces cuando comienza su otra vida, la que para él tiene sentido, la verdadera: la vida en Matrix
Olvidan que no olvidamos. Se piensan que no pensamos. Desean que deseemos. Deseos físicos, tangibles y productivos. Les gusta la uniformidad, el rebaño, la igualdad de fines y objetivos, incluso de medios, y la mínima diversificación,tan sólo aquélla que nos hace sentir diferentes en medio de tantos seres iguales, con vidas clónicas y aburridas. Juegan y manipulan nuestros sueños para convertirlos en bienes de consumo que gustosos cedemos en pos de mayores cotas de felicidad impuesta. O autoimpuesta. La felicidad como fin, un valor en sí mismo, ser feliz como meta inalcanzable. O alcanzable por días a base de visa o crédito. La familia como refugio, como motor social desde la que salir al mundo ya maleado, ya alienado por lo correcto e incorrecto. El tiempo como forma de atemperación. La moderación del miedo. Y no hablo de una corrección moral, ni de una incorrección libertaria, no. Lo correcto e incorrecto sobre lo que has de hacer en el mundo, sobre hasta dónde puedes llegar, hasta dónde dar y, fundamental, desde dónde cobrar. La adolescencia es el paraíso corrupto, la gran mentira, el único momento donde parece que se ejerce la libertad. Una libertad parasitaria de la esclavitud de los adultos que la permiten. Pero eso no lo saben. El único momento donde se puede un portazo, conscientemente inconsciente, a lo que parecen convenciones sociales inaceptables, gilipolleces de adultos que jamás serán aceptadas, verdades asentadas que no son más que carne de perro putrefacta que no se quiere comer. El único momento luminoso donde la lucidez trágica del parásito social descubre la realidad de los adultos, lo que estaba oculto bajo el manto ideal y heroico que con el que la niñezrecubre a sus mayores; y entonces si se aguza el oído, si estás atento a la jugada, si aún eres capaz permitirte discernir cuando emerge el titán destructivo y arrasador de entre la capa de roña idiota, hedonista y aún afortunadamente infantil que configura al adolescente, podrás escuchar al niño que fue antes de convertirse en el adulto que no es decir verdades terribles, sin vendas, sin paños calientes, sin limitaciones morales, sin sentido de la piedad (pues suele desconocer la piedad a la hora de enjuiciar salvo si la aplica sobre sí mismo). El adolescente que no opina sino que emite juicios morales sin parar en la autocrítica. El adolescente que lanza una mirada descuidada al mundo que lo rodea y verbaliza las contradicciones que los asustados adultos tratamos de ocultar bajo capas y capas de buena educación y comprensión al prójimo. El adolescente que suelta sus verdades, marcadas por su falta de responsabilidad personal, aún en desarrollo, pero que no por eso son menos ciertas; y te dejan sonriendo, recordándote. O anonadado tal vez por la dureza, o porla lucidez momentánea, dura, pragmática, inmisericorde, que bordea la brutalidad. Y lo que es peor de la que no es consciente siquiera él mismo.
O algo más simple, menos trascendente si se mira de manera superficial, pero más terrible si se analizara en profundidad.:”la verdad, tío, es que las reuniones de adultos me parecen cada vez más ñoñas. No se dice nada, sólo tonterías”
Adolescentes que ya son viejas, maridos que todavía son niños, jóvenesque apenas superan la treintena y que ya son abuelos de unos nietos a los que deben criar como hijos. Los secuencias vitales de hace más de un siglo se asoman a nuestra modernas ventanas, el tercer mundo aparece detrás de alguna esquina de alguna de nuestras ciudades. Da igual que sea Madrid, Sevilla o Las Palmas de Gran Canaria. Hasta allí se acercan los reporteros deRepor, ese remedo de Callejeros que parece que se ha inventado TVE, y a traición, cerca de la medianoche, me sumergen en esos otros mundos que están dentro del nuestro, coexistiendo, invisibles los unos para los otros, universos paralelos que sólo a veces se rozan para demostrar la futilidad de las ideas perezosamente asentadas; y me muestran unos de esos barrios donde la miseria y la pobreza no proviene tan sólo de la falta de dinero y trabajo, sino que alimentándose con fruición de dicha falta aparecen la dramática ausencia de proyectos vitales, la carencia de estructuras familiares y la inexistencia de una educación básica que desde luego nuestra burguesa escuela de clase media es incapaz de dar a aquellos que más la necesitan.
Y las niñas... a las niñas sólo se les ocurre utilizar el sexo como vía de escape, como parche a su desarraigo existencial, como extraña e inconcebible manera de acortar etapas para ser adultas de pleno derecho, y así de paso eliminar los que son sus reales deberes adolescentes, esos que les perturban, como ir a la escuela cada mañana. Mejor follar. Mejor reír. Mejor jugar. Y entretanto, sin darle mucha importancia, parir. Fin de trayecto. Lo que ellas consideraban deber se transforma en derecho no ejercido; niñas que se regocijan por ser madres, tan sólo para que unos años después se arrepientan de lo que no estudiaron y lamenten que su escasa formación haga de ellas carne de cañón laboral. O paraque continúen su ciega carrera y con veintipocos años anden teniendo su tercer o cuarto hijo mientras te cuentan como apenas tienen para subsistir, y son sus padres, los abuelos, los que a costa de sus vidas mantienen el desaguisado. Ser madre primeriza, muchas veces, como lo fueron las suyas, con trece, catorce o quince años. Pero con mentalidades aún más infantiles. Soltar las muñecas con las que jugaron hasta ayer para dedicarse a follar y después parir. Cojonudo. Engendrando hijos que debieran ser sus hermanos, que son educados a veces con dos madres y casi siempre sin ningún padre. Porque eso sí, el hombre que es un niño que folla como un hombre, abandona con demasiada facilidad sus deberes parentales para seguir jugando a que es adulto mientras parasita a sus padres trabajadores, apuntalando así la imagen que nos llega de ellos, la imagen de una microsociedad residual y perezosa, dependiente de subsidios y ayudas. La imagen perfectaque permite tranquilizar conciencias y nos ayuda al resto de ciudadanos a pensar que la culpa de su situación es suya y sólo suya, pues no aprovechan la teóricas oportunidades que se les ofrecen para salir del agujero, del abismo, y permanecen en él solazándose en su miseria, mostrando impúdicamente su atrofia intelectual, regodeándose en el vacío.
Pero la estadística no miente. No hay más tontos entre los pobres que entre los ricos, no es cuestión sólo de capacidades sino que el entorno sociocultural y familiar, ése que quieren eliminar de nuestro vocabulario los adalides de la puñetera cultura del esfuerzo, los liberales de pacotilla que desde el biberón vivieron con las facilidades que da la cuna (ya sea una cuna económica o una cuna que signifique una casa repleta de libros y un ambiente que refuerza el estudio), ese entorno, es un escollo terrible y casi insuperable para demasiados. Y sin duda hay tomarlo en consideración, siempre (siempre), a la hora de hacer políticas educativas efectivas, y crear soluciones laborales reales.
Aunque siempre venga el capullo de turno para recordarnos que él conoce a alguien que superó todas las trabas del mundo para convertirse en lo que es, y eludir el destino que le esperaba. O, incluso él mismo, qué coño. Y si él puede, ya se sabe, todos pueden.
Ya se sabe. Qué bien nos vendemos. Qué cojonudos somos.