24 octubre 2015
Un instante. La eternidad.
13 diciembre 2014
Vergüenza
26 agosto 2013
Hastío
30 noviembre 2012
Perdón por molestar
07 febrero 2010
Un día de furia
Es jueves, el único día que mi horario me permite escapar de mi exilio rural un poco antes y así llegar a casa a una hora decente para almorzar. Llego a la parada del autobús que une la estepa con la civilización justo cuando éste comienza a distinguirse al fondo de la calle. Subo rápido las escaleras y al ir a saludar al autobusero el primer proyectil horrísono impacta en mi cerebro vía nervio auditivo: sin yo saberlo hoy Julio Iglesias ofrecía un concierto gratuito sólo en mi autobús, y a esta hora, para celebrar sus cien años en el mundo del espectáculo. Qué suerte la mía. Miro al autobusero y observo que no pasa de los 25 años. ¿Cómo es posible? ¿Cuál es el trauma infantil que provocó esta perversión musical y el placer sádico de compartirla con los viajeros? Igual perdió la mano de su madre de pequeño en un concierto de Julio, o quizás es uno de sus hijos perdidos, fruto de una noche de pasión con una groupie. Huyo veloz hacia el fondo del bus y despacio me voy acomodando: me quito el abrigo, los guantes, la braga que me protege el cuello en este duro invierno, y las dejo en el asiento del fondo, yo me siento en el del exterior y saco el Ipod, el periódico y el libro, al tiempo que apoyo las dos rodillas sobre la parte posterior del asiento delantero (aún libre) y me dispongo a disfrutar de una hora tranquila de lectura. No será así. Los jueves a esa hora mucha gente de los pueblos viaja hacia Madrid, por lo que a medida que vamos llegando a las paradas a recogerla yo me hago el dormido y finjo dar cabezadas al aire para evitar que nadie intente sentarse en el asiento contiguo (podrá parecer misantropía, pero yo alego defensa propia: es un coñazo aguantar la cháchara de una señora que quiere contarte la vida de su hijo, o a un señor que apesta a campo y tabaco y habla como mugen las vacas). De pronto aparece. Camina velozmente hacia mis posiciones de defensa y se sienta sola un par de filas por detrás de mí. Es menuda, no pasará de lo veinte, cara pálida, pelo largo, lacio y sin gracia, y la pobre (qué mala suerte) debe tener algún tipo de problema o tara en su extremidad superior derecha porque siempre la lleva a la altura de la oreja. Por ese motivo, imagino, y para aprovechar el gesto, siempre va con un jodido móvil pegado a esa oreja que nunca he llegado a vislumbrar. La pena es que la tara no le impide hablar. Bueno, hablar. Esta chica no habla por el móvil: vocifera, grita, vocea, usa las palabras como proyectiles contra el aparato. Llora, ríe y vive a través de ese móvil, e impúdicamente comparte su intimidad más miserable con sus sufridos compañeros de viaje. Es una Truman rural, autodidacta y encantada de serlo. Siento mi cuerpo mientras se tensa, sé que voy a sufrir. Recuerdo otros jueves: su voz aflautada que se pega a mi piel, el grado de nerviosismo que su cháchara entrecortada provoca, los minutos que pasan sin que jamás corte la comunicación inalámbrica, su vida retransmitida al detalle, su trabajo de mierda en el que libra uno de cada dos domingos, el jefe que la putea, el puto gato que no quería acoger pero su novio la obligó a ello tras diez minutos de discusión airada…Su novio, el Jonathan, madre mía, qué personaje debe ser, ya he compuesto un retrato robot a través de sus discusiones telefónicas, espectaculares, dramáticas, de ésas que si estuvieran juntos terminarían en un polvo brutal de reconciliación (temo que algún día imite a Meg Ryan y lo hagan a través del móvil), el Jonathan, yo lo imagino como una especie de chimpancé enloquecido, un Maguila local, siempre gritando y gruñendo al otro lado del teléfono, mientras la chica trata de apaciguarlo, de atenuar sus temores, su celos (¡¡sus celos!!), como aquella vez que nerviosa trataba de evitar que hiciera dos kilómetros a pie para ir a recogerla a la parada porque ella tenía que ir directa al trabajo, y se lo repitió, vaya si se lo repitió, no menos de diez veces, con las mismas palabras, con los mismos argumentos, como una roca, sólo que elevando su voz chillona un poco más en cada ocasión. Hoy el Jonathan debe estar más nervioso de lo habitual porque la chica está más alterada, lo cuál se traduce en un tono y un volumen de voz que rozan lo denunciable, mientras intenta contarle que su abuela también la jode mogollón, pero que ella aguanta, y se lo cuenta, nos lo cuenta, con detalle, hasta que viendo que el otro está aún más tarado que ella decide conectar el piloto automático y empezar a repetir la consigna, la frase que debe servir para cortocircuitar la ira de Maguila: "¡cálmate Jonathan! ¡Cálmate!" Una y otra vez, una y otra vez, pero esta vez no sirve, y el otro no se calma y ella grita cada vez más, y yo enciendo el Ipod pero la música no consigue que la deje de escuchar, y ella sigue con la cantinela, "¡Jonathan que te calmes!" Y sigue, y sigue repitiéndose, gritando, me giro hacia ella, para mirarla, no puedo creer lo que está pasando, ya parece una broma, suelto un bufido y algún taco en voz alta, una señora de 50 años que se había cabreado al subirse al bus con ella porque se le había colado, me mira cómplice, pero en ese momento su móvil suena y se transforma en otra agente de Matrix, su vida es apasionante, y excitada le comenta a su interlocutor (y amablemente a todos nosotros al constatar nuestro enorme interés) nosequé de unas compras y de cómo estaba el tiempo este año, me remuevo en mi asiento, no debiera poder ser peor, pero sí, lo puede ser, porque en ese momento una negra alta y hermosa que se había sentado delante de la tía del Jonathan responde al “agradable” sonido de su móvil y comienza a charlotear en un idioma ininteligible con un volumen de voz tan brutal que enmascara la conversación de la cincuentona, y un bebé berrea y berrea sin parar en la zona delantera del autobús, y Julio Iglesias continúa desgranando uno a uno sus grandes éxitos inmortales, y el Jonathan que no se calma ni aunque le peguen un tiro, y Madrid que todavía está a 15 kilómetros… Me acurruco en mi asiento mientras pensamientos homicidas invaden mi cerebro y pienso en Michael Douglas, y casi comprendo y aplaudo su día de furia…29 junio 2009
La noche
27 octubre 2007
Sobre la agresión del chimpancé
Ahora pasea libremente por los salones de las casas de los españoles. El chimpancé (Ángel Martín dixit) entra sin pedir permiso, ya sea desde programas teóricamente informativos o desde la telemierda del corazón. Se convierte así, de la noche a la mañana, en personaje público a este desgraciado, gracias a la indecencia hipócrita de nuestras televisiones privadas, ávidas de carnaza con la que rellenar sus programas, y a periodistas (interesadamente) equivocados que confunden la necesidad de información con el placer que encuentran refocilándose entre la morralla de la sociedad. Lo significativo del miserable y cobarde ataque del chimpancé a la pobre chica ecuatoriana es la escandalera que todo el mundo ha montado, la indignación y sorpresa que la gente de tu entorno muestra, la forzada integridad que sus palabras demuestran, el juicio inflexible sobre el otro pobre cobarde que se queda sentado sin intervenir en la agresión (sólo algunos como Javier Ortiz han presentado una diferente interpretación de los hechos). La hipocresía desborda todo lo que veo y escucho, pero junto a la hipocresía no se puede dejar de detectar una especie de sensación de verdad en todas esos discursos. Esos discursos demuestran que es falso que no sepamos lo que está bien y lo que está mal a un nivel básico, que no se sepamos cuáles son las pequeñas acciones que podemos realizar en nuestro entorno para que la convivencia mejore y la sociedad sea más humana y menos fría; pero al tiempo se descubre una realidad cínica, porque en el fondo nos importa un carajo todo lo que no sea inmediatamente beneficioso para nosotros mismos, aunque nos enferme la posibilidad que los demás lo sepan, se den cuenta, y mantengamos esa artificiosa dignidad a la que hacía antes referencia en los discursos. Mientras no quedemos demasiado al descubierto eso sí, mientras nuestras miserias no las puedan conocer nuestro vecinos, amigos y familiares, mientras el youtube no nos golpee en el rostro y nos muestre a la cara nuestras propias mezquindades. Porque sin necesidad de haber golpeado a nadie o insultar como hace el chimpancé del tren... ¿quién no ha sido alguna vez testigo de alguna acción similar y no ha actuado mirando para otro lado? ¿o ha saltado por encima de un mendigo medio muerto en la calle aterido por el frío? ¿o ha hecho oídos sordo a los gritos que se escuchan en la casa del vecino? ¿o ha dejado alguna vez que insulten y pisoteen a un compañero de clase en los lejanos tiempos del instituto, o que ninguneen y acosen a algún compañero en el trabajo? ¿o que algún capullo incomode a alguna chica “piropeándola” zafiamente?... Cientos de estas situaciones y más que ahora no se me ocurren suceden cada día en nuestro país, y siempre hay testigos mudos que, como hace el pobre infeliz del tren, vuelven la cabeza hacia otro lado, y esperan que la cosa no se ponga tan tensa como para tener que mojarse e intervenir. Pero no los graban.
El problema es que esta vez todo este triste espectáculo ha quedado registrado, una lamentable obra de teatro de la realidad, una obra social, con sólo tres actores: el chimpancé violento y repugnante, la víctima débil e indefensa, y el cobarde observador. Afortunadamente pocos en proporción (aunque demasiados en numero) son los que actúan como el primero, pero el problema es que el cobarde observador no es más que la viva imagen de todos nosotros, de nuestra sociedad inoperante y enferma, de nuestras miserias y mezquindades ocultas, de nuestra indiferencia, nuestro individualismo, nuestro carácter social.
Y tras el impacto inicial, vine la hora del lodazal: muchos de los que inicialmente reaccionaron con lógica indignación y desasosiego ante tan lamentable suceso, ante la acción violenta y racista del grotesco chimpancé cabrón, se asoman con los ojos vidriosos, entre asqueados y ansiosos, a su televisión, a la espera de que traigan al chimpancé a su casa, balbucee sus torpes y patéticas justificaciones, muestre su sonrisa desafiante y sirva así para exorcizar todos nuestros demonios sociales y se erija en el único culpable de una acción permitida por todos. Porque ese tipo es un mierda. Lo es. Como todos aquello responsables de programas que están como locos persiguiéndole con una cámara como si fuera alguien relevante, y todos aquéllos que en los salones de sus casas dejan el mando del televisor sobre la mesa para no zapear, y poder escuchar con avidez los aullidos locos de un chimpancé.
16 julio 2007
Un país de feos: los portadores de grasa
Escondido tras unas gafas oscuras, uno observa al mundo sin pudor. Bajo la sombrilla, la camiseta puesta y la crema solar impregnando mi cuerpo (¿aún me sorprende no ponerme moreno?) oteo el horizonte con gestos de cazador, pero en busca de otro tipo de presas. El objetivo es detectar gestos, actitudes, relaciones o situaciones. Pretendo hacer un ejercicio de sociología playera de andar por casa. La profundidad de los resultados será una basura pero las risas están aseguradas. Con los años las incesantes advertencias sobre el peligro del sol y las ansias de comodidad han variado el paisaje turista de la costa. Aunque siempre hubo sombrillas y señoras que trasladaban su cocina, las tortillas y a su suegra junto al mar bajo ellas, ahora parece haberse impuesto definitivamente su necesidad, y todo el personal arrastra penosamente una o dos sombrillas cada mañana hasta el lugar prefijado (a poder ser el mismo cada día) en el único ejercicio que harán en todo el día. Por supuesto siguen viéndose chicas que, cuál filete precocinado, proponen un necio vuelta y vuelta diario, sin protección y a pleno sol, durante horas, para obtener en pocos días el ansiado colorcito que les hará más deseables y les acercará un poquito más al ansiado melanoma. Además, en lo últimos años la sombra de las sombrillas se ha llenado de sillas de todo tipo: bajas, altas pequeñas enormes, tumbonas… Parece que se ha conseguido un imposible: la arena casi no se toca. Molesta un poco al llegar, sí, y mientras se monta el chiringuito, pero una vez colocado el potencial bañista en su silla, la arena parece mirar desde abajo con pesar, como éste elude su desesperante contacto, y la margina a ser ocasional molestia que un accidente o alguna pelota de algún crío puñetero pueda provocar. Las sombrillas además ya no se vuelan aunque el viento azote la costa, los pequeños inventos se suceden y algún día alguien encontrará petróleo debido a la profundidad que se alcanza al clavar los artilugios que se incorporan al tradicional palo del paraguas solar. Al carajo las bonitas estampas de ese tío desesperado corriendo como un imbécil tras su bonita sombrilla floreada. El macho ibérico continúa siendo desplazado; ya no es necesario ni para clavar con fuerza. Cuando tampoco lo sea para enclavar…Y ahí, debajo de la sombrilla, tras una gafas oscuras, bajo la camiseta e impregnado de crema protectora, uno observa desfilar a España. No la de los políticos, ni la de los nacionalismos. Ni la de los medios de comunicación. No
En esta ocasión me centraré tan sólo en los poseedores de grasas superfluas. Afortunadamente alguna vez alguna chica de buen ver atravesaba mi campo visual oxigenando mi extenuante investigación. Lo repito, somos un jodido país de feos y cuidamos nuestros cuerpos menos que Espinete. Es una verdad incómoda. El modelo de cuerpo que nos vende la televisión no existe, deben ser cyborgs construidos para que pensemos que es posible una barriga tipo tabla de planchar. Pero desde mi silla, bajo mi sombrilla, el hombre medio español a partir de los cuarenta es un tipo que se tambalea sobre unas chanclas baratas, que viste (por decir algo) algún terrible bañador de un único color (estridente a poder ser) o floreado, cuyo elástico suele quedar a la altura de la última zona sin grasa de su cuerpo (es decir por encima de sus partes nobles), y que a veces se protege con una gorra demasiado pequeña para su cabeza que le han regalado en el taller donde le hacen la puesta a punto al coche. Por encima del elástico del bañador emerge orgullosa la panza, el mondongo, la barriga cervecera y descuidada, que se presenta con diferentes variantes, todas ellas realmente nada sensuales. Me obligué a catalogarlas en una mañana en la que olvidé los periódicos en casa. Éste es un resumen de mi investigación:
- En primer lugar aparecen las barrigas pequeñas, incipientes y fofas, que son las que suelen presentar aquellos que, sin abusar de la comida, hace años que dejaron de hacer deporte (aunque seguramente cada año renuevan la ilusión de que volverán a hacerlo). Son los protogordos, a los que cualquier descuido alimenticio convertirá en candidato a ocupar algún rango superior en el escalafón. Su caminar es algo más rápido que los de sus compañeros, pero al sentarse o agacharse no pueden ocultar la fatal flaccidez de unas carnes que vivieron tiempos de mayor tensión.
- Posteriormente aparecen las que denomino barrigas contundentes. Su aspecto es compacto, surgen desde debajo del tórax, formando una parábola eterna que promete un futuro memorable y un presente repleto de hamburguesas. Estas barrigas obligan a sus dueños a adoptar la clásica postura paseante del gordo, con sus manos entrelazadas tras la espalda para equilibrar el exceso de grasa localizado en la zona delantera, y conseguir que su centro de masa se desplace un tanto hacia atrás, permitiéndole así continuar erguidos.
- Tras ellas nos encontramos con las superbarrigas, que sólo se muestran en todo su esplendor en las zonas costeras pues el resto del año suelen ocultarse bajo ropas amplias. La presentan tipos de una estatura más bien pequeña, cuya cabeza aún siendo de tamaño normal ya empieza a parecer al observador extrañamente pequeña debido a la desproporción con el resto de su cuerpo. En estos especímenes se observa el comienzo de una extraña fusión entre la cabeza y el tórax, además de la desaparición gradual del cuello. Sus carnes, libres de ataduras corpóreas, se balancean desafiantes, orgullosas, oscilando vehementemente al ritmo del caminar necesariamente firme (para no terminar rodando) de sus dueños por la arena. Estos barrigudos suelen ser más coquetos que el resto y se atreven incluso con algún complemento que acompaña a su horrible bañador: una camisa barata, a cuadros, con los botones sin abrochar (por imperativo físico), que al principio del paseo vuela libre mecida por el viento, pero que tras unos minutos bajo el sol es inevitablemente atrapada por el sudor de la grasa que intenta contener, quedando húmedamente abrazada para siempre a las carnes de su dueño.
- Por último sólo quedan las hiperbarrigas. Son arrigas etéreas en las que la mirada se queda atrapada por el balanceo rítmico de sus carnes. El bañador de los afortunados que las poseen casi se hace innecesario, pues queda semioculto, casi invisible a unos ojos inexpertos, escondido por una cascada de carne que como una enredadera busca el suelo en su movimiento, asumiendo el inevitable tributo gravitatorio con majestuosidad y orgullo. Estos tipos ya no consiguen enlazar sus manos tras la espalda (demasiado amplia), pero suelen poseer unas fuertes y cortas piernas que consiguen soportar el peso del cuerpo y su cadencioso vaivén. A veces se agrupan en manadas y su presencia conjunta evoca alguna imagen documental de una playa repleta de leones marinos. El tiempo se ralentiza a su paso. Sus brazos, no proporcionados al resto de su enorme cuerpo, se balancean desvalidos, a ambos lados de tan memorable masa, y la única imagen que le viene a uno a la cabeza es la de un Jabba The Hutt en tanga, de turismo en alguna playa perdida de Tatooine.
17 septiembre 2006
El cazador
Otea el horizonte, en busca de su presa. Flaco, con el pelo cano, rostro enjuto y superados los cuarenta. Olisquea el ambiente en busca de posibles víctimas. Se encuentra en su hábitat, en su terreno de caza. Desde hace año y medio Lo descubrí junto a Migue, mi hermano, en una de sus visitas a los Madriles. Esas que realiza por intereses oscuros, CAPianos o debidas a repentinos sucesos imaginariamente terribles que al parecer me suceden. Tomábamos una copa en
La tácticas se han sucedido ante mis ojos durante estos meses. Anonadado, he asistido a todo un arsenal de intrigas, despistes, sonrisas, acercamientos, miradas, fútiles conversaciones y seducción desde una pretendida indiferencia. El cazador profesional sabe que lo importante no es cobrar la presa, sino la emoción de la cacería en sí. O al menos con eso se consuela, ya que su único problema parece ser que nunca consuma. Ahí radica su talón de Aquiles. La última de sus hazañas casi me hizo llorar de asombro y admiración. Mientras me tomaba un anís en una mesa solo, esperando a un amigo, noté sobresaltado una voz detrás mía que reconocí al instante. El cazador había abandonado su puesto habitual de vigía y se había trasladado a una de las mesas del rectángulo exterior de
El tío es un campeón. Tras salir a la calle acompañando a una de las japonesas (la otra ya había escapado) con la que intentaba conseguir la promesa de citas posteriores para conocerse mejor y mejorar, por supuesto, su español, volvió a la media hora. Andaba con paso pausado, con el periódico que nunca lee bajo el brazo, localizando las nuevas hembras que se distribuían por la cafetería. Se dirigió de nuevo a su mesa atalaya, donde se acomodó para continuar, inmune al desaliento, cumpliendo con sus ocupaciones autoimpuestas, mientras garabateaba algo con un bolígrafo en la portada del periódico. Allí lo dejé. Seguro que mañana allí lo encontrarás.
13 septiembre 2006
Caminar
Camina con la mira perdida, más delgado, más sucio, más ajeno al mundo real que nunca. Circula siempre por los mismos lugares, dando vueltas sobre su propia miseria, como si un muro invisible le impidiera salir hacia otras calles, como si creyera que así pertenece al menos a algún sitio. Miradas de desprecio se posan sobre él, negativas hastiadas le responden, el paso aceleran los que no quieren tenerlo cerca. Pero él nunca desiste, ya no comprende el rechazo que provoca, ha descendido ya demasiados peldaños por la escalera del infortunio. Camina sin remisión hacia un completo autismo social. Casi no reacciona ante ningún estímulo externo. En cualquier momento, mientras pasees por Hace ya cuatro años. Hacía muy poco que vivía en Madrid. Aceleraba el paso para ver un partido en un bar cercano. Fue la primera vez que lo vi. Más sano, menos ido, con más pelo. La misma tristeza en su mirada. Le di unas monedas. Tranquilicé mi conciencia y entré en el bar. No noté su presencia hasta unos segundos más tarde. Detrás de mí echaba excitado mis monedas y otras en una máquina tragaperras. Sus ojos brillaban con el fuego del deseo, con la esperanza de la promesa. El camarero siguió mi mirada y captó lo que observaba. Con evidente condescendencia y asco, como si mirara a un despojo que habría que eliminar, un infrahumano sin sentimientos ni miedos, me comento con desdén: “El mierda éste, siempre pidiendo para gastárselo todo en las máquinas”. Después, tras observar que el tipo había perdido ya el dinero y andaba pidiendo a otros clientes, salió de la barra y a empujones lo sacó del local.
Camina siempre solo. Jamás le he visto con nadie. Muerto en vida. Una vida sin presente ni futuro. Algún día te lo encontrarás. Desde las sombras, sin sonrisa, dentro de unos vaqueros gastados que parecen deseosos de llegar al suelo, ajenos al cuerpo que intentan ocultar. Te pedirá una moneda. Seguramente no se la darás. Yo, ya, tampoco. Pero al menos, si puedes, evita ese gesto superfluo de impaciencia y asco. Hazlo, aunque sólo sea por ti. Para no darte asco a ti mismo.
13 junio 2006
Encuentro
Trata de cruzar la calle, gracias a uno de esos impulsos espasmódicos que el alcohol permite sentir antes de entrar de nuevo en una horrible oscuridad mental. Esta vez, este impulso no es suficiente. No logra hacer que atraviese toda la calle. Aparece pues, de repente, en medio de la calzada, como un espectro que saliera de la nada. Observa con desdén, sin entender, cómo algo grande, oscuro y difuso se abalanza sobre él. Escucha un ruido ensordecedor y molesto que trata de apartar de sus oídos con un manotazo que casi le hace caer; después unos gritos se dirigen hacia él, gritos que no comprende pero intuye agresivos e insultantes. El Mercedes clase C ha frenado a escasos centímetros del viejo borracho, mientras éste, sin mover los pies de la calzada, hace desesperados intentos por mantenerse erguido. El intercambio de insultos dura pocos segundos: el miedo ante el posible atropello transformado en indignación por parte de los ocupantes del vehículo; los balbuceos inconexos e ininteligibles por parte del viejo que balancea su cartón de vino sin que milagrosamente se le derrame un sola gota. Un nuevo impulso le permite llegar a la acera de enfrente. Objetivo conseguido. El coche se aleja por Embajadores. El viejo, por la calle Dos Hermanas. Lavapiés en estado puro. La opulencia y la miseria enfrentadas una vez más. Lavapiés como metáfora del mundo. El mundo entero cabe en Lavapiés.
08 marzo 2006
La lectora imperturbable
Tiene unos nueve o diez años y se recoge el pelo con una coleta. Su cara es regordeta, seria y en ella, una gafas de empollona se acomodan sobre su nariz y tiemblan un tanto al entrar en el vagón del metro de la línea 5. La acompaña su madre, que en silencio pero con firmeza, de manera profesional, orienta a su hija hasta el espacio libre existente entre los asientos, para así escapar de ingente humanidad que abarrota la zona de las puertas. Son cerca de las siete de la tarde y el metro es un lugar silencioso y sucio donde se adivina el agotador cansancio de final de jornada, y en el cuál la gente intenta conseguir su hueco vital para leer, escuchar su MP3 o simplemente no ser tocado o empujado por nadie, mientras su mirada se pierde viendo discurrir las paredes de los túneles que el tren atraviesa. Antes de que éste arranque, quejumbroso, hacia Que nadie le cuente, por favor, lo que darían muchos de los que leen en el metro por una tele en el vagón para no tener que hacerlo para pasar el tiempo.
22 febrero 2006
Una historia de Madrid
Una calle semidesértica de Lavapiés. Comienza a caer la noche y el flujo diario, incansable y molesto de apestosas camionetas repletas de mercancía mayorista ya casi ha desaparecido. A lo lejos, en algún cruce oculto a la vista, se escucha aún el giro precipitado y ruidoso de una de ellas en su empeño por finiquitar su tarea, contribuyendo al desasosiego y hastío general. Un claxon estridente no permite escuchar el último susurro de un barrio que se lamenta y mira con desesperación hacia su alcalde, pidiendo una solución al eterno caos de ruido y tráfico en el que lo han convertido. Ya he dejado atrás la dolorida plaza de Tirso de Molina que se pregunta desolada cuando la dejarán por fin sin obras y elegante. Ando solo, embebido en mis propios pensamientos. Al fondo de la calle se observa una figura tambaleante rodeada de un grupo de niños que se jalean entre ellos con alegría y jolgorio. Me temo lo peor. Reduzco el paso. Hoy he tenido un mal día, estoy cansado. No quiero problemas y comienzo a intuir que van a ser inevitables. La prueba evidente es el andar beodo del hombre. El tipo consigue incluso caminar hacia atrás en algunas de sus interminables eses. Los niños siguen rodeándolo mientras se ríen, animando con su risa a un par de ellos que se acercan al borracho con decisión. Es una risa horrible, cruel, infantil y terrible. Es una risa que surge de la posibilidad de humillación del otro, del débil. Es la risa colectiva del poder instantáneo y absoluto. Una señora atraviesa la escena, pasa entre los niños, no levanta la mirada del suelo y continúa su camino. Estoy alcanzando al grupo. El desgraciado es un ecuatoriano de unos cuarenta años, con el rostro demacrado y la mirada perdida, que va agarrado a un tetra-brick de vino tinto barato en el único gesto coordinado que parece poder realizar. Casi choca conmigo en una de sus eses inesperadas pero logro evitarlo mientras nuestra secuencia de acción-evasión provoca una risotada cercana a la histeria en los críos. Se ve que lo están pasando fenomenal. Miro al borracho con una mezcla de piedad, pena y asco. No le hablo, no le digo nada. Los niños una vez he pasado continúan con su juego que no es otro que ponerle y quitarle una gorra al borracho mientras le empujan y le insultan. Todo un alarde de imaginación e inteligencia. No hay ninguna compasión, ni siquiera un atisbo de ella en ninguno de ellos. No son mayores de doce años, de sus espalada cuelgan las mochilas del colegio, visten ropas y complementos de los que habitualmente se sirven los chiquillos para sentirse bien, diferentes. Son ocho o nueves que configuran un grupo que produce cierto escalofrío. Cualquiera de ellos podría ser alumno mío. Son terriblemente crueles, saben que su poder está en el grupo. Sin premeditación, sin dobleces ni justificaciones estériles, hacen el mal, machacan y ridiculizan a ese tío porque pueden y porque les divierte. Son niños, eso que erróneamente siempre representamos con candor y simpatía. Son cachorros, maleados más que educados, acaparadores, egoístas y crueles por instinto. Sólo la educación, la razón, la empatía y el pragmatismo permiten que nos moldeemos, pero en esta ocasión nadie parece que vaya a ejercer su responsabilidad con esos mocosos. La tribu hace tiempo desistió de ejercer su autoridad. Por lo tanto están solos, nadie de su entorno los vigila y los demás, el resto de la tribu, tenemos claro que sólo debemos ocuparnos de nuestros asuntos e intervenir en los problemas de desconocidos sólo si ello no conlleva ningún problema o peligro. No es el caso. Los señores de las moscas están desbocados. Agacho la cabeza y sigo mi camino. Adelanto a los monstruitos, ya voy a alejarme. Mi orgullo o tal vez un atisbo de dignidad me revuelve por dentro. Me giro, les suelto un grito estentóreo y extemporáneo. Nada creíble, más bien forzado: ¡¡¿¿dejadle ya en paz, no??!! Me miran, se miran, evalúan la situación como carroñeros que son. Me evalúan, les estoy jodiendo su rato de diversión y no les gusta. Tampoco ven nada por lo que realmente asustarse. Huelen mi indecisión y ése es su triunfo. Yo ya he cumplido, parecen alejarse de él un momento. Continúo mi camino. Igual que la señora antes que yo. Tras unos pocos pasos las risas comienzan a sonar de nuevo, se vuelven a escuchar los bufidos del ecuatoriano, el tipo está al límite del coma etílico por el alcohol ingerido y el esfuerzo que le está suponiendo la defensa de sus agresores. Vuelve a estar solo e indefenso. Aprieto un poco los puños, respiro hondo, me estudio. Hoy ha sido un mal día, ha sido un día de mierda, hoy no toca. Hoy no me pringo. No giro la cabeza, no vuelvo a mirar, ando con rapidez, tan sólo me permito un último vistazo al doblar la esquina que me llevará a mi casa caliente y acogedora. La escena de caza sigue igual. Hoy soy un mierda. Hoy me ha tocado ser un mierda. No me ha tocado, he elegido ser un mierda. Por miedo, por pereza, por falta de empatía y de compromiso. Por falta de humanidad.Entro en el portal.
