Su mundo ha muerto. La civilización estrecha cada vez más el
cerco sobre ellos. Ford lo había narrado antes en El hombre que mató a Liberty Valance.
Nos brindó el emocionante relato, tan desesperado como coherente, de Tom
Doniphon, representante salvaje de un mundo sin leyes que desaparecía, un tipo
que aceptaba su fin, el fin de su prevalencia, de sus propios sueños, para que
un país agreste se construyese sobre los huesos de sus muertos. Ford lo contó
desde la épica heroica del perdedor. Peckinpah quiso contar algo parecido pero
de manera más brutal, más sucia, más polvorienta. Quiso narrar la misma
historia pero sin el mito, sólo desde la vertiente humana de la épica del
perdedor. Y hoy aún emociona su relato. No hay redención ni justificación
posible para las acciones del Grupo Salvaje que comanda Pike Bishop (William
Holden). No hay justificación ni redención porque ellos no rinden cuentas a
la moral de la civilización, sólo a su propio código moral, ése en el que
nada hay peor que no cumplir la palabra dada, aunque lo importante no sea esa
palabra dada sino a quién se le da. Son salvajes que cabalgan ya sin rumbo ni
futuro. Han envejecido, se sienten cansados, derrotados, acosados como
alimañas. Hace años que debieran estar muertos pero han sobrevivido en un mundo
que les da la espalda. Deambulan por las tierras que antaño creyeron dominar, añoran sus
sueños quebrados, su vitalidad, el tiempo aquel en el que aún creían disponer
de un futuro. Nunca les preocupó nada más que su pellejo y el posible botín a
conseguir. Lo intentan de nuevo, una vez más, se embarcan en otra de tantas historias
que nunca salieron bien. Los pobres rara vez se enriquecen delinquiendo. Los
acompañamos en la que creemos que es su última aventura, nos transmiten su
cansancio vital, somos testigos de cómo intentan creerse sus propias mentiras,
sus proyectos, ésos que nacen muertos antes de salir de sus bocas.
Sorprendentemente salen indemnes. El negocio les sale redondo. Tal vez sea éste
el golpe que realmente los retire. Como si eso pudiese suceder… Sólo han tenido
que cometer una indecencia más: simple, lógica, natural. Han dejado en manos de
aquellos que les contrataron a uno de sus compañeros. Aceptando una vez más que
los otros, los que detentan en cada ocasión el poder, los que son aún más
miserables que ellos pero tienen detrás el dinero y la fuerza, decidan arbitrariamente
sobre uno de los suyos. Sobre uno de los miserables. Sobre uno de los que no
tienen nombre. Sobre uno de los que nadie vendrá nunca a salvar.
Bishop (Holden) se viste mientras la prostituta con la que acaba
de estar se peina y el bebé de ella, en la misma habitación, llora
desconsolado. Acaba de follarse a una puta. Otra más. Como tantas. Como tantas
veces. No hay concesiones al espectador. Se siente mayor, se siente agotado,
incapaz de volver a construirse la ficción de una nueva vida. Siente que su
historia está cerca ya de su final, lo acepta, casi lo desea. Está hastiado, derrotado, cansado de caminar,
cansado de luchar. Mira una vez más a la puta. Los ojos azules de Bishop (Holden)
refulgen en la pantalla transmitiéndonos su enorme fatiga. Sólo queda hacer lo
que hay que hacer. Termina de vestirse, se enfunda su revólver, sale del
cuartucho y se enfrenta a dos de sus hombres que disputan miserablemente con
otra prostituta el precio de sus servicios. Se hace el silencio. Los tres se
miran. Bishop es el primero en hablar: “let´s go”. La respuesta tarda unos
segundos en llegar: “why not?”. Ese diálogo resume la película, resume sus
vidas, sintetiza su vacío:
-“Vamos”
-"¿Por qué no?"
Sólo queda hacer lo que hay que hacer. Fuera les espera Dutch (Ernest Borgnine). Los
cuatro se miran un segundo, sonríen, no hace falta nada más. Saben lo que les
va a suceder, saben que esta vez va en serio, que su historia está acabada, que
les ha llegado la hora y que, por fin, para terminar, van a hacer una última
cosa bien, sin sentido, sin lógica, sólo porque saben que deben hacerla a pesar
de las circunstancias
Sólo queda hacer lo que hay que hacer