Sí, ya estoy trabajando. Tras cinco años dando clases de
manera ininterrumpida con vacantes de curso completo (y tras tres oposiciones
aprobadas), este año sólo he conseguido una sustitución de tres meses. De
momento. Pero ya estoy trabajando. Ya debería estar más tranquilo O eso parece
que piensan muchos. “Al menos trabajas”, me dicen antiguos compañeros
bienintencionados, cuando se me acercan en las concentraciones y manifestaciones
que seguimos realizando. “No te puedes quejar, fíjate como están los profesores
interinos de otras materias”, comentan otros con mirada intensa. “Ya les
gustaría a otros estar en tu situación”, escucho en tono de regañina si empiezo
a expresar algunos de mis argumentos en contra de este tipo de planteamientos. “No
pasa nada por sustituir”, me reprenden
algunos, “yo me tiré muchos años así, es lo que hay si eres interino”. Pues
vale, me digo, como si no supiéramos cómo se ha llegado a esta situación y no
supiéramos lo mal que están las cosas. Parece que debiera estar alegre y feliz,
agradecido por tener trabajo y no verme abocado a las fauces del paro. Debería
bajar la cabeza, ser más humilde y consecuente, tolerante, casi melifluo.
Sonreír con gratitud. Pero no lo hago. No me sale. No lo siento. No lo
entiendo. No lo acepto. Lo han conseguido. Han conseguido que tener un trabajo,
el que sea, con las condiciones laborales que sea, sea un privilegio. El mayor
de los privilegios. Y cuando trabajar es un privilegio, el objetivo final y
último del trabajador, cuando no se tienen más opciones, cuando no se encuentra
ningún canal mediante el que reivindicar los más básicos derechos, cuando la
amenaza del despido es una constante porque la precarización permite disponer
de otros cuya desesperación coloca más cerca del abismo y los hace aún más
maleables y dóciles que tú, entonces, en ese momento, el trabajador ya sabe que
ha perdido antes de comenzar su labor; ha vuelto a ser derrotado. Como tantas
veces a lo largo de la historia: porque ha perdido su derecho a la dignidad,
a mantener su orgullo, a expresarse en libertad, a no ser el esclavo que tan
sólo puede acatar, otra vez, la voz de su amo.
No pienso hacerlo. No pienso dar las gracias por trabajar. Trabajar
es un derecho, no una dádiva caritativa. No nos hemos formado y demostrado nuestra
capacitación para andar ahora agradeciendo a nuestros empleadores el mero hecho
de tener un sueldo mensual. Mediante la labor que hacemos se obtienen
beneficios. Ahí es donde se mide nuestro valor. En el campo de la empresa
privada esos beneficios que se obtienen gracias a nuestra productividad se los
lleva un empresario. En el campo de lo público
pagamos entre todos, mediante los impuestos y la justicia social, a unos
trabajadores para que nos eduquen, curen o protejan, obteniendo unos beneficios
que no por no ser mensurables de manera económica podemos olvidar valorar y
defender. Ya está bien de minusvalorarnos. Ya está bien de no entender nuestro
papel en la sociedad. Ya está bien de no comprendernos entre nosotros mismos y
equivocar de manera continua las prioridades de nuestros discursos político y
social.
Porque lo están consiguiendo. Desde hace varios años, dentro
de la propia clase trabajadora, se escuchan cada vez con más asiduidad insultos
e improperios dirigidos hacia otros trabajadores. En el fondo, sin darse cuenta,
se insultan y menosprecian a ellos mismos, o a sus familiares, o a sus amigos.
Insultos e improperios que se hacen dolorosamente más patentes durante las
jornadas de huelga que los distintos colectivos se ven obligados a convocar
ante el acoso constante a sus derechos. La comprensión y la solidaridad de
antaño se han convertido en una irracional inquina rencorosa que no tiene
ninguna base ni justificación: los funcionarios son unos vagos insolidarios y
privilegiados que deberían ser castigados sólo por levantar la voz; los conductores
de metro, unos salvajes sin derecho a la queja y la protesta porque “disfrutan”
de un trabajo estable; los empleados de la limpieza son unos irresponsables
porque no recogen la basura dejándonos las calles sucias y malolientes; los trabajadores de AENA amenazan
nuestra imagen internacional provocando caos aéreos propios de países
tercermundistas. Siempre hay una excusa, una justificación que pretende ser
objetiva, casi científica, siempre económica, que invalida todas y cada una de
las protestas sociales aunque estén perfectamente justificadas. Y lo más
doloroso, lo más extraño, lo más injustificado, lo más imbécil es que al final
los primeros que censuran la defensa de los derechos laborales de los trabajadores
son precisamente los propios trabajadores. Y así nos va.
No, no pienso dar las gracias por trabajar. Trabajar supone
un esfuerzo mediante el que se consigue una contraprestación. Es un contrato de
dos que debería beneficiar siempre a las dos partes. Dejemos que sea nuestro
trabajo y rendimiento el que avale el juicio que se haga sobre nosotros.
Dejemos de agradecer lo que es un derecho y comencemos a defenderlo como tal,
como nuestro único patrimonio. Derecho a trabajar y a mantener el estado de
bienestar social como el único garante de una mínima igualdad de oportunidades. Como la única posibilidad de alcanzar cierto grado de libertad dentro de nuestra
sociedad.
Escuela pública de tod@s, para tod@s