Echo de menos tu voz, echo de menos tu risa, echo de menos tu
parloteo, tu apoyo incondicional a cada paso que di. Echo de menos tus besos,
esa ráfaga de amor que convertía en eternos esos segundos en los que tus labios
parecían ser incapaces de separarse de mi mejilla. Echo de menos no poder
reposar una vez más, como tantas veces desde niño, mi cabeza en tu pecho para
olvidarme de todos mis problemas durante unos instantes.
Echo de menos no poder llamarte por teléfono, algo tan
idiota como eso, algo que un idiota como yo jamás consiguió hacer de manera
continuada durante los años que ya no volverán. Me resulta insoportable algo
tan banal como saber que nunca más podré empezar a cocinar y llamarte porque he
olvidado alguno de los pasos de alguna de aquellas recetas que anoté en aquel
verano que lo cambió todo, el verano del 99, cuando decidí romper con tantas
cosas y marchar a Tenerife para irme de casa con la excusa de estudiar
Astrofísica. A veces releo ese ajado cuaderno azul con el que te perseguí tantas
mañanas de aquel caluroso verano sevillano para obligarte a poner números a tus
"puñaditos" de sal, perejil o pimentón y me sorprendo sonriendo
mientras te veo hoy, como si fuera ayer, dirigiendo con mano firme, inmune
al desaliento o la queja, aquel caos que siempre fue nuestra familia. Y
sí, hoy "mis lentejas", "mi cocido" y "mis patatas cocidas" son las tuyas. Clonadas.
Desde entonces. Pero solo una vez hice coliflor rebozada, mi plato favorito.
Fracasé. No era lo mismo. Todavía no me creo que jamás volveré a comer esa
coliflor.
Echo de menos hacerte reír, mamá. Madre mía, cómo echo de
menos hacerte reír. Por algún motivo, entre tantos hermanos, entre aquella
tribu de nueve hijos que demandaban continuamente tu atención y tu cuidado, siempre
me sentí especialmente querido por ti. Tal vez fue mi infancia enfermiza, esa
que te obligó a pasarte noches y noches en vela cuidando de aquel niño
enclenque que respiraba como Darth Vader pero soñaba con correr, como Gordillo,
la banda del Benito Villamarín. Me gusta pensar que también tuvo algo que ver sentirte
respetada, querida y cuidada en los tiempos que, ya como adulto, pasé junto a
ti. Libre (seguramente de manera poco justa) de cargas y de responsabilidades
familiares, cuando estaba contigo solo te disfrutaba y siempre tuve la
sensación que tú hacías lo mismo conmigo.
No sé si les ha pasado a otros pero recuerdo cómo, cuando era niño, algunas noches imaginaba, antes de dormir, la posibilidad de tu muerte. La
posibilidad de que no estuvieras, la posibilidad de tu ausencia. Recuerdo el
dolor que sentía cuando mi imaginación se desbordaba y el escenario mental me
superaba. Recuerdo el miedo, el pánico a que dejaras de estar.
Nunca me pasó con papá pero eso es algo que nadie mejor que tú puedes entender,
mamá. Aunque ya no puedas recordarlo. Mi infancia fuiste tú, tu presencia sanadora,
tu cuidado y tu amor incondicional. Ese que nunca dejé de sentir en ningún
momento de mi vida.
Sabes que siempre fui tremendamente crítico con la familia.
Mucho. Con el concepto de familia como institución social y con la nuestra propia
en particular (desde una absurda superioridad intelectual). La lucidez. Menudo
gilipollas. Pero jamás te fallé en algo que, sin decírmelo directamente,
siempre me dejaste claro que era importante para ti: en navidades, para
nochebuena, tocaba viajar a Sevilla para pasar unos días en casa. Contigo. Por ti. Y así lo he
hecho cada año, cada navidad, a pesar de que en el último lustro todo invitaba
a dejar de volver. Hasta este año.
Este año no voy a ir a Sevilla en navidades, mamá. Por
primera vez en mis 44 años no estaré el 24 de diciembre en el Aljarafe
sevillano, en nuestra casa, contigo y con algunos de los hermanos, cenando pavo
y champiñones. No voy a ver cómo nos callas a todos y nos echas del salón para
ver el mensaje del Rey, ni cómo nos mandas cortar jamón para "los
cuñados", ni cómo te fumas ese cigarrito anual que convertías
en evento mientras te bebías ese anisete que solo te permitías en estas
fechas. Ya no estaré presente cuando la noche empiece a alargarse y antes de
irte a la cama nos adviertas 20 veces que tenemos que quitar el brasero (joder,
mamá, para cuándo ibas a dejar de usar ese puto brasero) mientras algunos
empezamos ya a viajar a otra dimensión en los brazos del alcohol.
Y no voy a ir porque tú tampoco ya estarás allí. Porque no soporto estar cuando tú ya no estás.
Voy a ir a verte antes de navidades. Y volveré después. Pero
no en navidades. En navidades no pienso volver a una casa, la nuestra, que ya
no es la tuya. Me resulta absolutamente insoportable.
El puto Alzheimer nos ha dejado sin ti. En tan poco tiempo. Estás
pero no estás. En Sevilla tus hijas, mis hermanas, te cuidan y te van a ver (se
merecen todo) pero yo solo puedo pensar qué pensarías si supieras que ya no
vives en tu casa, en tu castillo aljarafeño, en ese piso que convertiste en tu fortaleza. En lo jodida que es la vida. En cómo todo se pudre... Como decía el otro.
Te echo tanto de menos.