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29 diciembre 2023

Perdido en su laberinto

Te perdiste en el laberinto. Un laberinto que fuiste construyendo de manera sistemática, sin descanso, cerveza a cerveza, vino a vino, copa a copa, convertido en los inicios casi en un trabajo paralelo hasta transformarse finalmente en una vida paralela a la que terminaste exiliándote cuando la vida real se hizo demasiado exigente, demasiado prosaica y gris para tu gusto.

En la veintena, una vez liberado del yugo familiar, tuviste tu explosión social, brillando como pocos. Libre, el más libre, emulando a tus venerados malditos literarios y cinematográficos. En la treintena, tu luz se fue apagando sin que te dieses cuenta apenas de ello, enfrascado como estabas en tu odisea diaria, informativa, literaria y cinematográfica, que no generaba ninguna producción propia pero que te permitía elevarte sobre tus amigos y familiares, levitar sobre sus anhelos y frustraciones vulgares, juzgarlos desde la atalaya de tu soberbia; tú, que habías sido casi el único de los hermanos dispuesto siempre a escuchar y respetar al de al lado. Te fuiste exiliando voluntariamente de la realidad, alejándote de todos o de casi todos hasta que la realidad, ya en la cuarentena, con la crisis, llegó para darte la hostia y despertarte de tus ensoñaciones.

Sin trabajo, sin dinero, apenas con un ápice de dignidad, pediste asilo en la casa de mamá... Maldita la hora, tío, la que liaste, cómo lo emponzoñaste todo mientras te adentrabas ensimismado en la oscuridad final de tu laberinto, en su tramo más cruel y miserable. Cómo jodiste tu vida, Juanma. La tuya y la de todos nosotros, la de tu familia, que a pesar de los desplantes, a pesar de chocar una y otra vez contra el muro de tu soberbia y de tu alcoholismo, lo intentó siempre, de todas las maneras posibles. Fracasando sistemáticamente. Fracasando de todas las maneras posibles. Cuando pienso en lo mucho que nos hemos perdido de risas, conversaciones y encuentros familiares en la última década debido a la sombra oscura que desde tu laberinto proyectabas sobre todos nosotros solo me entran ganas de llorar. 

En 2021 llegó tu Korsakoff. Es incluso retorcido, si lo piensas, que la enfermedad mental que tu alcoholismo te provocó fuera precisamente la que te permitió olvidar todo lo que había sucedido en esta última década en la que te habías hundido en la miseria moral. Ahora solo recordabas (o reconstruías ficciones fiables de él) tu pasado previo, de cuando no eras esa peor versión de ti mismo en la que te convertiste. A veces, pensar en esto me reconforta algo. Aunque mientras tú recordabas solo retazos de la mejor parte de tu vida nosotros vivíamos inmersos en el cenagal creado por tu vida real. 

Llegó el tiempo de las residencias y de los esfuerzos de unos hermanos que, exhaustos, intentamos que la gestión de tus cuidados no terminase de romper los débiles lazos que aún nos mantenían unidos. 

Pero no era suficiente, no, faltaba la traca final, faltaba el aderezo especial de los Almeidas: este verano, de repente, empezaste a no poder tragar. Nos llamaron. Te llevamos al hospital. Fue todo muy rápido. En un mes teníamos diagnóstico y próximo desenlace: un nuevo cáncer aparecía en la familia. No había solución posible. Los médicos ni siquiera trataron de endulzar un poco la realidad con algún intento de quimioterapia. Al parecer, ya ni nos merecemos la ilusión de una posible curación. Solo faltaba esperar el final. Meses, nos dijeron. Acertaron.

Te has muerto, Juanma. El 25 de diciembre, con 52 años, a casi un mes de cumplir los 53. De nuevo el #PutoCáncer. El tercer hermano que nos arrebata. Primero fue Mercedes, con 34 años. Después Mari, con 39 años. Ahora tú, con 52 años. Ya solo quedamos seis.

No te puedo engañar. No puedo olvidar esta última década, lo que hiciste sufrir a mamá con tu incapacidad para aceptar ninguna ayuda ante tu problema, ni la rabia y la frustración que me produjo verte caer tan bajo. Pero hace un par de meses, casi sin darme cuenta, no solo empecé a aceptar que te ibas a morir sino que también empecé a obligarme a recordar más allá del tiempo del apocalipsis, a recordarnos cuando éramos jóvenes, cuando ejercíamos de niñatos y nos creíamos inmortales. Empecé tímidamente a revolver en mi memoria, empecé a recuperar recuerdos, muchos de ellos silenciados y escondidos durante estos últimos años de continuos enfrentamientos. Y lentamente voy encontrándome de nuevo contigo, no con aquel en el que te convertiste sino con ese otro, mucho más joven, al que tanto quise.

He vuelto a verte como fuiste: un tipo sensible, introvertido, que prefería observar al mundo a interactuar con él. Capaz de empatizar con todos y darles a cada uno de los que te rodeaban su espacio siempre que nadie te exigiese por ello demasiada cercanía emocional. Parecías siempre inmerso en una exasperada (y exasperante) búsqueda de independencia que, finalmente, fue el caldo de cultivo perfecto para dar salida a tu terrible soberbia final. Redescubro a ese hermano, seis años mayor que yo, que en algún momento consideré uno de mis mejores amigos y vuelvo a agradecer haberte tenido en mi vida.

Jamás podría explicar la construcción de mi yo adulto sin ti, sin tu presencia, tu influencia, tus conversaciones y tu guía. He pensado mucho en ello últimamente, cada vez que me quedaba solo, o justo antes de dormir, o cuando terminaba de hablar con alguno de los hermanos y la angustia colonizaba mi cabeza. Rememoro conversaciones, momentos, situaciones, risas, anécdotas que vivimos juntos, siempre con alcohol mediante, qué remedio, pero me sigue pareciendo un milagro lo que me regalaste: apenas con 18 años, absolutamente asfixiado con la vida familiar y completamente hambriento de una cultura a la que no lograba acceder, tú decidiste tratarme como el protoadulto que yo quería ser, sin la habitual prepotencia de los hermanos mayores, y alimentaste paciente y cariñosamente mis ansias de literatura, cine, política, filosofía...

Eso sí, aunque por entonces no solo no me importara sino que de manera imbécil pensara que era un acierto, siempre estableciste un muro entre nosotros y jamás permitiste que lo privado y la exposición de nuestros sentimientos formaran parte de nuestra vida en común. Sin darnos cuenta entonces, ahí empezamos a abonar nuestra ruptura personal, una ruptura que llegó varios años antes de tu caída a los infiernos, cuando dejé de creerme y aguantar ese pastiche infumable en el que se había convertido nuestra relación, que apenas duró realmente unos quince años.

Da igual, pienso en mis gustos cinematográficos, literarios o en mi atención desmesurada a los medios de comunicación y, lo quiera o no, resuenas con extraordinaria fuerza en cada una de mis obsesiones. Al final, soy quien soy por haber un día caminado detrás de ti, por haber caminado más tarde a tu lado y, finalmente, por haber decidido dejarte solo en tu camino.

Romper contigo fue una liberación. Qué pena. También una manera de reintegrarme en un mundo real que está habitado por personas que merecen nuestro cariño y comprensión, independientemente del respeto intelectual que nos merezcan cuando los miramos desde la prepotencia cultural. Es curioso. Eso, en el fondo, también lo aprendí de ti, de cómo te comportabas con los demás hace ya tantos años, cuando el que ejercía de prepotente era yo y tú atemperabas mi ímpetu juvenil. A ti se te olvidó. O el alcohol te lo arrebató.

Un abrazo, Juanma.

23 agosto 2023

A veces me echo de menos

Este blog me ha servido durante casi 20 años como bitácora personal; un espacio donde plasmar ideas, reflexiones y emociones que he querido fijar en diferentes posts que me han servido para entenderme mejor y tratar de explicarme para aquellos que me leen. Sigo con ello.
 
Me voy haciendo mayor, casi sin darme cuenta, mientras a mi alrededor hay personas y prioridades que parecen las mismas de ayer pero cuya importancia, lentamente, ha cambiado sin que pueda hacer ya nada por remediarlo.
 
Hace unos meses, tomando una copa mientras recordábamos a uno de los dos amigos que he perdido este año repentina y trágicamente, un buen amigo me preguntaba:"¿qué le dirías al joven que fuiste?". Contesté sin dudarlo, casi como si hubiese esperado desde hacía mucho tiempo esa pregunta: "bájate un poco, Pepe". La traducción era evidente: "relájate un poco, chaval, al final termina siendo tan ridículo como innecesario caminar por la vida con excesiva soberbia intelectual, y tampoco merece la pena juzgar a los demás con tus estrictos parámetros de exigencia moral".
 
Pero a veces, una transformación personal, aunque pueda significar convertirse en mejor persona (o aspirar a serlo) con los más cercanos, conlleva alguna consecuencia indeseada. Al principio, hace unos pocos años, lo empecé a intuir sin querer aceptarlo pero al final tengo que asumir una realidad que para mí, por mi trayectoria vital, tiene cierta trascendencia: ya apenas disfruto conversando y discutiendo. He perdido completamente el placer por la esgrima dialéctica e intelectual. ¿Qué ha pasado con aquellas conversaciones que tanto amé? Hace más de15 años incluso les dediqué este post.
 
Desde que me recuerdo como adulto (aunque eso no significase, ni de lejos, que ya lo fuera) la conversación, la discusión pretendidamente inteligente, fue el principal motor de mis relaciones sociales. Es absurdo negar que aquella esgrima dialéctica que tanto disfruté estaba sustentada por toneladas de esa vanidad adanista que convierte al joven en un constructo social en ocasiones ridículo. La juventud, con sus ansias de impugnar el mundo heredado, es una fuerza de cambio social irrenunciable. Resulta imprescindible como ariete contra la naftalina de lo socialmente establecido. Pero también me parece incuestionable que, intelectualmente, solo puede sobrevivir gracias a su insólita capacidad de alimentarse de una visión del mundo narcisista, reduccionista, maniquea y egoísta que le permite no tener enfrentarse a sus propias contradicciones y limitaciones vitales mientras juzga sin mesura la vida de sus mayores. Lo hemos hecho todos.
 
Por otro lado, si quiero ser honesto con esto que escribo, no puedo dejar de mencionar el otro aspecto fundamental que sustentaba mi joven pasión por aquella conversación infinita, que era analógica, con los amigos y cercanos, cuando todavía las redes sociales no nos habían demostrado, con tanta dureza como ferocidad, la realidad de lo que somos como personas con ideas previas consolidadas y tampoco había leído nada sobre los sesgos cognitivos: en mi inocencia adultescente, creía sinceramente que existía la posibilidad de convencer de algo a los demás (y ser convencido por ellos) aportando datos, reflexiones y construyendo relatos sociopolíticos honestos. Aunque a veces, o casi siempre, terminase pecando de cierta agresividad retórica.
 
Miro hacia atrás en mi vida y no tengo duda alguna, fui extraordinariamente feliz con aquellas conversaciones infinitas, regadas siempre con alcohol, con amigos y algunos hermanos. Pocas cosas recuerdo con mayor placer que esas reuniones. Ni el cine, ni la literatura, ni cualquier otra afición podían, por entonces, superar a esa necesidad placentera que yo sentía de hablar sobre todo aquello que recién descubría y me apasionaba o me exasperaba intensamente: diseccionar, profundizar, analizar, construir, destruir y reconstruir a través de la palabra, mediante esa conversación que yo, tal vez cínicamente, preveía entonces que sería infinita aunque cambiaran las caras de aquellos con los que iba a mantenerla.
 
Hablar, discutir, conversar, reír, encabronar, encabronarme, refutar, volver a hacer todo eso, otra tarde o noche más, hasta la madrugada, para poner encima de la mesa ese dato social, político o económico que vendría a cambiarlo todo en relación a aquello que se debatía. Cuando realmente creía que aquellos balbuceos argumentales, pobremente construidos, que pasaban de ser abrazos amistosos a navajazos absurdos en un segundo, podían servir para convencer a alguien.
 
Hablar, discutir, conversar, reír, encabronar, encabronarme, refutar, volver a hacer todo eso, otra tarde o noche más, hasta la madrugada, para poner encima de la mesa esa película maldita, ese director de cine controvertido, esa novela que tanta emoción me había provocado o ese ensayo que había conseguido dar un vuelco a mis ideas previas. En cualquier contexto, con cualquier excusa. Con tantas risas como puñaladas, no solo intelectuales, también en ocasiones absurdamente personales. Y con alcohol, siempre con alcohol, para qué engañarnos. La conversación como verdadero motor emocional de tantas tardes y noches con amigos que se convertían en hermanos, y con hermanos a los que sentía como mis mejores amigos. Personas que significaban la gasolina intelectual y sentimental que yo necesitaba para ser feliz, para no estancarme, para seguir leyendo y viendo cine, actividades que, por entonces, jamás contemplé que podrían terminar convirtiéndose en los actos meramente íntimos que ya, prácticamente, son hoy. Las veía como el abono, cultural y político, que enriquecía las relaciones con los míos, con los de absoluta confianza.
 
Pronto me encontré con tipos que no lo veían igual que yo y que gozaban, por ejemplo, de su pasión por la literatura, casi como de un vicio privado se tratase. Una pasión que procuraban que no contaminase sus vidas privadas y sus relaciones personales, que se desarrollaban bajo otros códigos. Siempre me generaron cierta desconfianza personal. Tal vez porque yo realmente lo daba todo en aquellas conversaciones, sentía que me desnudaba mientras intuía cómo ellos siempre se guardaban un as en la manga. Ahora que a veces, cuando me miro al espejo, me veo reflejado en ellos, no me termino de gustar, pero tampoco puedo hacer ya mucho por cambiar lo que ya no se puede cambiar.
 
Reitero, no reniego de todo aquello, fui extraordinariamente feliz. Recuerdo el constante in crescendo, los primeros años de universidad en Sevilla, todavía sin todos los interlocutores adecuados, pero conociendo a alguno que todavía hoy se mantiene; después en Tenerife, con otros jóvenes que, como yo, andaban ansioso por epatar y conseguir que sus ideas se escuchasen en los foros adecuados. Y finalmente en Madrid, otra vez dentro de un grupo reducido, con amigos escogidos y cameos interesantes gracias a mi entrada en el mundo laboral docente de la enseñanza pública, tan horizontal en lo relacional como rico en diversidad intelectual.
 
La vanidad, por supuesto, fue siempre uno de los motores de mi pasión por la conversación pero nunca fue, ni de lejos, lo fundamental. ¿Quién habla o escribe para que nadie lo escuche o le lea?. El brillo social nunca fue objetivo principal de mi forma combativa, por momentos agresiva y molesta, de conversar, pero en cambio, y aunque hoy me parezca hasta ridículo, sí creía que existía la posibilidad de convencer a los que me escuchaban con mis argumentos y, sobre todo, con los datos... ¡Ay, la inconsciencia!
 
Hablar, discutir, conversar, reír, encabronar, encabronarme, refutar, volver a hacer todo eso, otra tarde o noche más, hasta la madrugada...
 
Hasta que, casi sin darme cuenta, el tiempo lo desgastó todo.
 
¿Cuándo, cómo y por qué desapareció en mi vida el placer por la discusión y la conversación?
 
No podría poner una fecha exacta a ese momento, pero mirando retrospectivamente sí podría reconocer ciertos hitos, momentos que, a la larga, resultaron claves en mi desencanto personal con el valor de la conversación como herramienta tanto de cierto activismo sociopolítico como de disfrute personal. Con el tiempo he llegado a la convicción de que, a partir de ciertos momentos vitales, da igual descubrir y poner de relieve realidades que tus cercanos parecen no conocer. Nunca es suficiente para cambiar las inercias personales y los sesgos que nos permiten sobrevivir(nos) social y familiarmente. La vida adulta mancha y la coherencia es complicada. Tal vez por eso nos inflamamos todavía criticando las incoherencias e hipocresías de los otros en los grandes temas o en algún asunto minúsculo; es el ruido que necesitamos para acallar a nuestras conciencias. 
 
Desde muy joven convertí en obsesión el análisis de los medios de comunicación, centrándome en la importancia que tenía conocer cuáles eran los intereses espurios de sus dueños y cómo ello determinaba la agenda mediática que diariamente nos imponían. Ver cómo lo que yo pensaba que eran datos indiscutibles jamás interesaban a los adversarios ideológicos fue algo casi comprensible, pero asumir que a los aliados, a los amigos más cercanos que ideológicamente debían estar en coordenadas parecidas a las mías, tampoco les importaba demasiado, más allá de ciertos espasmos pasajeros de indignación posturera, terminó siendo demoledor. ¿Qué sentido tenía seguir discutiendo una y otra vez sobre posibilidades de cambio político, social y económico con personas incapaces de desplazar el dial de su radio, incapaces de comprar y leer otro periódico que no fuese el que creían que se ajustaba mejor a su ideología o ver el telediario en otra televisión que no fuese en la que siempre lo habían visto? Admito la derrota de mi pobre influencia en nadie. Pero dejadme sonreír tras constatar, una y otra vez, como aquellos amigos que trataban de pasar como analistas objetivos de la realidad eran marionetas, informativamente hablando, en manos de medios diferentes de un mismo grupo empresarial y terminaban repitiendo las soflamas que escuchaban de sus periodistas de cabecera. 
 
Lo de la izquierda sociológica de este país y su sumisión a aquella PRISA de Polanco da para relato de terror. Lo de la derecha sociológica de este país y su adhesión a aquella COPE de Losantos y a El Mundo de Pedro J. (post 11M) da para película de horror.
 
Me fui dando cuenta de que algunos de los ejes conversacionales que habían sido tan estimulantes durante años habían terminado convertidos en un recurso ajado en el que incidía continuamente. Lo que una vez me había parecido importante, casi trascendente, ya solo me sonaba a letanía. Me estaba empezando a aburrir a mí mismo. Tanto como creía ver que empezaba a aburrir a otros. Lentamente, casi sin darme cuenta, empecé a diluir mi agresividad conversando, dejé de convertir cada discusión en una batalla que había que ganar. Ya no merecía la pena, al fin y al cabo nada iba a cambiar en la vida del otro y resultaba innecesario y superfluo ese momento de tensión emocional entre nosotros.
 
No he sido del todo consciente hasta hace poco, pero con los años he empezado a huir de las conversaciones profundas, de las conversaciones que ponen a alguien en un brete, en frente de una contradicción, que impugnan legítimamente nuestras vidas y nuestros discursos. Para qué. No sirve de nada. Nada cambia. Haces daño pero nunca significa catarsis. No merece la pena. Pero cualquier elección tiene consecuencias: por el camino he perdido cualquier interés por posicionarme crítica y públicamente en mi vida personal "analógica" (en la digital es otra cosa) en contra de ideas que pueden parecer intrascendentes pero que, en mi opinión, son absolutamente relevantes y me darían, en mi pasado, para montar verdaderas batallas campales con todo aquel que en mi presencia las defendiera. El "para qué" se ha hecho fuerte en mi cabeza. Su eco resulta atronador.
 
Me resulta curioso constatar cómo en este viaje personal he terminado hasta hablando de fútbol para buscar espacios de conversación poco conflictivos... Y sí, los que mejor me conocen son conocedores de que me entusiasma el fútbol (y mi Betis) pero, como realmente me conocen, también saben que pocas cosas detesto más que dedicarle horas de mi vida social a hablar de fútbol. También he terminado refugiándome más de la cuenta en mi casa. La soledad como refugio. Y sigo leyendo. Mucho. Sigo leyendo ensayos que me obligan a hacer lo que siempre hice pero cambiando el enfoque: ya no leo con aquel entusiasmo de antaño, sigo devanándome los sesos intentando entender el mundo, discuto en silencio con los autores, subrayando y confrontando; sigo escuchando todas las tertulias políticas de todas las cadenas de radio que puedo, viendo los telediarios de diferentes cadenas y leyendo noticias y columnas de opinión de todos los periódicos a los que tengo acceso. He dejado de discutir con la virulencia de antaño con mis cercanos pero todavía, cada noche, me encabrono con los tertulianos neoliberales de las radios. Y también sigo pensando que Twitter es una maravillosa ventana abierta a otras formas de entender el mundo que, en algunos casos, jamás podría aguantar sin combatir en mi zona de confort pero que me han servido para comprender mucho mejor ciertas inercias sociales de nuestro país.
 
¿Hasta cuándo aguantaré? Ni idea. Recuerdo cómo mi hermano pequeño y yo nos reíamos como imbéciles de mi padre, un tipo que intelectualmente había sido la hostia, cuando con apenas 60 años, al final de lo que sería su vida (moriría recién cumplidos los 65), dejó de pretender preocuparse por la calidad cinematográfica de las películas que veía y decidió tragarse "bolo" tras "bolo", película de mierda tras película de mierda, mientras el mosto nocturno que bebía le permitía abandonar la realidad cada noche, inmerso en un exilio interior que jamás podré ya comprender. Espero no llegar a eso.
 
A veces me echo menos. Sin dramas. Igual solo les echo de menos a ellos. A los que eran entonces. A los que éramos todos nosotros entonces. A los que ya no están.

26 mayo 2023

Como profesores, somos el reflejo del alumno que fuimos

Como profesores, somos el reflejo de los alumnos que fuimos. Es algo que siempre he sentido con mayor intensidad cuando enseño Física, materia en la que soy especialista por formación, en cualquier nivel de la ESO y el Bachillerato.

Siempre he tenido buena memoria y, además, me gusta ejercitar la evocación para recordar todo lo que pensaba y decía cuando era más joven, no solo como un ejercicio d
e honestidad intelectual hacia la interpretación de mi pasado sino también como una manera de no desconectarme de las motivaciones y las sensaciones de mis alumnos adolescentes. Es evidente que, a medida que uno se va haciendo mayor, cada vez es más complicado el ejercicio, así como que resulta innegable que, aunque uno crea recordar nítidamente aquello que sucedió o pensó hace ya tantos años, lo que hacemos es reconstruir el pasado continuamente de la manera más amable posible para nuestro presente, con el objetivo de sobrevivir en nuestro hoy sin que nuestro yo de ayer venga a recordarnos ciertas traiciones vitales que aseguró que jamás cometería.

A pesar de estos condicionantes, creo recordar medianamente bien cómo enfoqué el aprendizaje de la Física cuando fui alumno, desde aquella primera versión absolutamente idealista de mi yo adolescente, en la que mientras aprendía los rudimentos de esta ciencia iba construyendo un posible yo futuro que ejercería la investigación científica (lo que me servía de motivación extra para esforzarme en comprender aquellas leyes que, de repente, daban sentido al universo), hasta aquella última versión de mí como estudiante, al final de una carrera universitaria al que llegué absolutamente extenuado, en la que sin haber perdido nunca del todo la pasión por conocer e indagar había ya extraviado por completo las ganas por emprender una carrera laboral relacionada con la investigación, lo que me llevó a distanciarme también de cierto compromiso con el aprendizaje.

Desde aquella pasión inocente, soñadora y algo naíf por la Física hasta el distanciamiento excesivamente crítico con ella por la realidad laboral que suponía la investigación al final del carrera universitaria, pasó casi una década en la que me hice adulto y construí los cimientos personales, ideológicos y morales de lo que hoy soy. A pesar de ciertas decepciones y una clara tendencia al diletantismo, y más allá del momento, muchas veces tardío y equivocado desde un punto de vista práctico en la vida universitaria pero siempre adecuado cuando fui adolescente, siempre mantuve como estudiante una constante cuando el aprendizaje de la Física me obligaba a pararme y a dedicar horas y horas a profundizar en su estudio para enfrentarme a los exámenes que llegaban: nunca disfruté por completo de la resolución de problemas (cada cual más enrevesado y desafiante) mientras que siempre disfruté intentando desentrañar las teorías científicas y sus consecuencias. Entender los porqués y profundizar en aquello que estudiaba justo cuando apenas disponía de tiempo para preparar los exámenes no fue nunca una buena decisión desde el punto de vista práctico, pero no era capaz de hacerlo de otra forma, a pesar de que era algo que debía haber siempre hecho algunas semanas y meses antes.

Recuerdo las riñas y las críticas, justificadas, a mi enfoque de aprendizaje por parte de mis mejores amigos de mi época universitaria, que tanto me ayudaron también cuando tuve que compaginar estudios y trabajo (un abrazo, mi cariño y mi agradecimiento para Dani, Juanma y Sergio). Nunca pude discutirles nada, seguramente tenían razón. Al menos en la universidad, al menos en ciertos momentos. Pero siempre dio igual. Nunca pude enfrentarme a la preparación de los exámenes solo repasando y haciendo una y otra vez una colección de problemas tipo que necesitaba conocer para aprobar. Quería algo más, pero nunca terminé por dedicar el tiempo suficiente para convertir esa pasión por el conocimiento en algo esencial y duradero a escala universitaria. Otros intereses como el cine, la literatura, la política o las tonterías protoadultas venían siempre a perturbar ese enfoque de aprendizaje que, a pesar de todo, sigo creyendo que es el más interesante y válido para aprender ciencia.

Todos los docentes saben que los primeros años, cuando uno empieza como profesor de Secundaria, tira de recursos propios, carisma y cercanía con los alumnos gracias a la propia juventud. También se aprovecha la experiencia transmitida por docentes más veteranos con los que se comparte departamento. Y, por supuesto, se han de dedicar horas, y horas, y horas a la preparación de las clases para no perder nunca el pie en el aula frente a 30 adolescentes. No hay mucho tiempo para nada más. Pero con el paso de los años, a medida que he ido afinando mi enfoque sobre cómo enseñar la Física y la Química en los distintos niveles educativos, también he dispuesto de más tiempo para reflexionar sobre la propia práctica docente. Y una de las pequeñas ramificaciones de esa reflexión, tal vez intrascendente en relación a los grandes temas, pero que a mí resulta tremendamente interesante, ha sido confirmar la intuición con la que abría este post: más allá de enfoques pedagógicos y metodológicos, la enseñanza que plantea cada docente de una asignatura siempre contiene una reminiscencia, un lazo invisible que la une con la relación que ese docente tuvo, como joven aprendiz, con aquello que hoy enseña. Y en la enseñanza de ciencias como la Física, me parece que la diversidad de profesorado en los departamentos aporta una riqueza fundamental a los alumnos que van pasando por distintos profesores en los diferentes niveles educativos.

Como ya se intuye por lo que he comentado, por mi propia experiencia con el aprendizaje de la Física en particular y de las ciencias naturales en general, me resulta insoportable avanzar sobre los conceptos teóricos sin provocar desafíos cognitivos a mis alumnos que les permitan ir más allá de las fórmulas y les obliguen a replantearse continuamente lo que creen ya conocer sobre aquello que trabajamos. Eso me hace convertir cada resolución de cada problema o cada explicación de un nuevo concepto (o simplemente de la unidad de una magnitud) en una especie de clase teórico-práctica que nos obliga a indagar en las consecuencias de esas teorías y conceptos que ellos ya creen conocer y manejar pero, en el fondo, apenas intuyen todavía su significado. Este enfoque, por supuesto, tiene un coste de oportunidad. Y ahí entran esos otros compañeros, mucho más prácticos que yo, que son capaces de no irse tanto por las ramas y, tal vez, ciertamente, profundizar menos en los conceptos de lo que a mí me gusta pero, a cambio, disponer de más tiempo para proponer problemas más desafiantes y más ricos con los que, finalmente, el alumno que se esfuerza también es capaz de alcanzar una comprensión profunda de los conceptos a partir de un enfoque didáctico diferente. O esos otros que prefieren entrelazar someras explicaciones teóricas con continuas prácticas de laboratorio que permiten al alumno no tanto trabajar el pensamiento abstracto pero sí vislumbrar las consecuencias reales de aquello que estudia.

Pero es fundamental no (auto)engañarse: no hay tiempo para todo y, por mucho que algunos se empeñen en eludir la realidad, el docente debe entender que cada decisión pedagógica y metodológica que toma supone, inmediatamente, cerrar las puertas a sus alumnos a otros planteamientos de aprendizaje que pueden ser igual de valiosos para ellos. De ahí la importancia que tiene ser humilde y que el docente, en lugar de construir ensoñaciones pedagógicas usando a sus alumnos como conejillos de indias, asuma la necesidad de integrar en su propuesta educativa algunas ideas de otras visiones didácticas de su materia.

Parece evidente y se puede extrapolar fácilmente de lo que escribo, que considero una pena (cuando no hay más remedio) y un error (cuando es evitable y no se evita por cuestiones de interés personal) que un alumno tenga más de dos cursos seguidos de la ESO y el Bachillerato al mismo profesor en una misma materia. Porque tras hablar con los que han sido mis compañeros de departamento de Física y Química todos estos años, o cuando leo a compañeros de otros institutos en las redes, he llegado a la conclusión de que, en general, sus enfoques didácticos, a veces tan dispares de los míos, tienen mucho valor porque representan no solo su visión de lo que debe ser la enseñanza de nuestra materia sino que también representan las necesidades de otros perfiles de alumnos que "no fueron yo" pero que ellos hacen carne a través de su forma de enseñar

Eso sí, no nos llevemos a engaños porque está en juego la calidad del aprendizaje de nuestros alumnos: no vale todo. En los últimos tiempos, se ha convertido en mediáticamente dominante un discurso educativo que, de facto, banaliza el conocimiento otorgando una preponderancia ridícula a lo experiencial en las aulas. Desde el balcón de mi materia, Física y Química, cuando cada curso alucino con la extraordinaria dificultad que supone para los alumnos de 2ºESO entender y asimilar la unidad de la aceleración, el m/s^2 (casi al mismo nivel de dificultad que tiene para los alumnos de Bachillerato comprender la ley de Lenz o la entropía), me exaspera ver cómo algunos pretenden convertir el necesario esfuerzo que supone aprender para ese joven alumno, guiado por su profesor, en una especie de castigo clasista donde ese mismo profesor deja de ser una ayuda para convertirse en un opresor.

De lo que yo hablo en este post es de la riqueza que aportan los matices didácticos en el enfoque de la enseñanza de una materia, de cómo la variedad de esos matices potencia el aprendizaje de nuestros jóvenes y de cómo el alumno que fuimos influye en el docente que somos hoy.

17 marzo 2023

Ha muerto un profesor. He perdido a un amigo

Siempre lo llamé Fernando pero su nombre de guerra, por el que era por todos conocido, era Yul

El pasado sábado, mientras desayunaba, mientras intentaba organizar el final de las evaluaciones, me llegó un escueto mensaje de un amigo común informándome de que Fernando había muerto. Así, de golpe y porrazo, sin que nada ni nadie me preparara para ello, perdí a un amigo, a uno de los más importantes que he tenido en Madrid gracias a mi trabajo como profesor.

Fernando y yo nos conocimos en septiembre de 2009, cuando a ambos nos destinaron como interinos a la sección de un instituto en Colmenar de Oreja. Yo repetía porque había estado a gusto el curso anterior en el centro a pesar de lo lejos que me quedaba de casa y Fernando llegaba allí por primera vez. Inmediatamente congeniamos. Era como si nos conociésemos de toda la vida. Tampoco era muy difícil sentir eso con él. Puede sonar a cliché pero es la verdad: Fernando caía bien a todo el mundo. Jamás escuché a nadie hablar mal de él. Fernando era pura vida. Durante cada minuto de cada día transmitía un ansia irrefrenable por gozar con todo lo que hacía, ya fuera dar clases, disfrutar de los comics, del amor de las mujeres a las que tanto quiso o tocar esa bendita batería que tantas horas de pasión y alegría le brindó con cada uno de los grupos en los que estuvo. Fernando irradiaba felicidad, entusiasmo y frenesí vital. Fernando era un torrente de vida que nadie podía controlar, ni siquiera él mismo. 

Fernando no tenía doblez, era un tipo sencillo que no soportaba la hipocresía, alguien que sin darse cuenta, sin hacer ningún esfuerzo, conseguía que todos los que estábamos cerca de él lo quisiésemos mucho de diferentes maneras. Y a él le sobraba corazón para devolvernos a cada uno de nosotros ese cariño.

A pesar de no tener ningún problema para socializar siempre me ha costado mantener a mis amistades en el tiempo cuando desaparecen de mi día a día pero eso, afortunadamente, no pasó con Fernando hasta muchos años después. Tras ese curso compartido en Colmenar de Oreja, seguimos viéndonos habitualmente y terminamos convirtiendo nuestros encuentros en una maravillosa rutina, temporalmente espaciada, a la que ambos acudíamos gustosos cuando uno emplazaba al otro tras varios meses sin vernos: "oye, toca ya verse". No hacía falta más. Ese mensaje significaba solo una cosa: el viernes siguiente quedábamos a las 4 o 5 de la tarde y, tras el café protocolario, yo me bebía todos los Jamesons que mi cuerpo aguantaba mientras él se dedicaba a sus gintonics y hablábamos, y nos reíamos, y seguíamos hablando sin parar durante horas y horas: de cine, de educación, de política, de nuestras familias. Y nos reímos tanto. Por algún motivo siempre hice reír a Fernando con mi forma de ser y de mirar al mundo mientras que él siempre me pareció una de esas personas especiales que la vida te pone por delante como ejemplo de cómo se puede llegar a gozar una amistad. 

A medida que nos hacíamos mayores, mientras cada uno por su lado mantenía otras relaciones de amistad fundamentales, ambos sabíamos que teníamos un pequeño tesoro que solo compartíamos los dos, un espacio de amistad pura en el que cada uno deseaba de todo corazón que al otro le fuera lo mejor posible mientras hacíamos evolucionar nuestra amistad para también saber escucharnos cuando los momentos malos llegaron a nuestras vidas: la muerte de mi hermana Mari, algunos de sus fracasos de pareja, la situación dantesca que provocó mi hermano en mi familia, la muerte de su padre...

La pandemia nos descolocó. Como a tantos. Sobre todo a mí. Si ya me costaba antes quedar con los amigos, el no querer entrar en los interiores de los bares una vez superado el confinamiento me supuso empezar a posponer una y otra vez los encuentros con Fernando. Nunca se quejó. Nunca me reprochó nada. Normal. Al fin al cabo qué más daba, nos quedaba todo el tiempo del mundo. La última vez que lo vi fue antes del verano pasado. Quería presentarme a su hija, nacida en pleno confinamiento y a la que todavía no conocía. Esa tarde, esa última tarde que lo vi, no hubo alcohol, no hubo ningún desfase, solo paseamos durante varias horas por el parque poniéndonos al día de nuestras historias mientras su hija correteaba a nuestro alrededor y yo alucinaba viendo la fascinación que provocaba en su padre, mi amigo. Fernando había encontrado un nuevo amor, su hija, y se notaba que estaba dispuesto a gozar de él con la misma intensidad con la que había gozado de tantas cosas durante los años previos de su vida

En navidades me di cuenta de que hacía meses que no sabíamos nada el uno del otro. No le escribí ni lo llamé, como tantas veces lo pospuse, igual a la espera de que él, como otras veces, fuese el que me diese un toque y me convocase. Casi sin darme cuenta llegó marzo. Y cuando nada tenía que pasar llegó ese maldito sábado y el anuncio de su muerte. De repente, vivía en un mundo en el que ya no estaba Fernando. Así, sin filtros. No tengo muchos recuerdos de lo que hice ese día. Sí sé que lloré muchas veces.

Esta semana conseguí hablar con Marta, su pareja, una persona maravillosa a la que la vida le ha pegado una de esas hostias de las que es difícil recuperarse. Me contó que a finales del verano el #PutoCáncer había aparecido, que Fernando solo se lo había contado a los más cercanos y cómo, en menos de siete meses, había acabado con él. Me transmitió cierta paz e intuí cómo ya estaba intentando reconstruirse para tratar de seguir adelante por su hija, su hija y la de Fernando. Nunca sabrá el bien que me hizo ese ratito de conversación y cómo la necesitaba para empezar a metabolizar la ausencia de mi amigo. Pero algo me chocó. Tal vez por mi propia experiencia personal con la muerte de dos de mis hermanas aborrezco la apropiación indebida del dolor en la muerte de otros, y por eso espero que Marta sea capaz de evitar convertirse en el depósito emocional de las necesidades de todos los que hemos querido tanto a Fernando. Porque no hay ser humano que soporte transitar una y otra vez por la tristeza puntual exacerbada que a todos nos produce su ausencia y que todos los que hablamos con ella pretendemos, de una forma u otra, canalizar a través de ella.

Yo he querido mucho a Fernando. Pero mucho. Fue uno de esos amigos tardíos a los que uno encuentra ya en la vida madura. Siempre recordaré cuando celebramos el final de Aguirre en Madrid en 2015. Y jamás podré volver a usar de manera sarcástica lo de "basura infinita" para referirme a una película sin recordar cómo se reía, cómo se descojonaba con ese término cuando lo leía en mi resumen en el blog de las películas que había visto durante el año y cómo, finalmente, cada año, yo terminaba eligiendo una película a la que catalogar así, como "basura infinita", solo para poder reírme de ella después con él cuando nos veíamos.

El sábado por la noche, tras deambular todo el día como un zombi, escribí esto. Y creo que no hay mejor manera de acabar este post:

Esta va por ti, amigo. Por todas las que nos tomamos juntos, por todas las que ya no podremos volvernos a tomar, por todas las charlas y las risas compartidas. Hoy ha sido un día de mierda. Se te va a echar mucho de menos. Fuiste muy grande.

26 noviembre 2021

Te echo tanto de menos

Echo de menos tu voz, echo de menos tu risa, echo de menos tu parloteo, tu apoyo incondicional a cada paso que di. Echo de menos tus besos, esa ráfaga de amor que convertía en eternos esos segundos en los que tus labios parecían ser incapaces de separarse de mi mejilla. Echo de menos no poder reposar una vez más, como tantas veces desde niño, mi cabeza en tu pecho para olvidarme de todos mis problemas durante unos instantes.
 
Echo de menos no poder llamarte por teléfono, algo tan idiota como eso, algo que un idiota como yo jamás consiguió hacer de manera continuada durante los años que ya no volverán. Me resulta insoportable algo tan banal como saber que nunca más podré empezar a cocinar y llamarte porque he olvidado alguno de los pasos de alguna de aquellas recetas que anoté en aquel verano que lo cambió todo, el verano del 99, cuando decidí romper con tantas cosas y marchar a Tenerife para irme de casa con la excusa de estudiar Astrofísica. A veces releo ese ajado cuaderno azul con el que te perseguí tantas mañanas de aquel caluroso verano sevillano para obligarte a poner números a tus "puñaditos" de sal, perejil o pimentón y me sorprendo sonriendo mientras te veo hoy, como si fuera ayer, dirigiendo con mano firme, inmune al desaliento o la queja, aquel caos que siempre fue nuestra familia. Y sí, hoy "mis lentejas", "mi cocido" y "mis patatas cocidas" son las tuyas. Clonadas. Desde entonces. Pero solo una vez hice coliflor rebozada, mi plato favorito. Fracasé. No era lo mismo. Todavía no me creo que jamás volveré a comer esa coliflor.
 
Echo de menos hacerte reír, mamá. Madre mía, cómo echo de menos hacerte reír. Por algún motivo, entre tantos hermanos, entre aquella tribu de nueve hijos que demandaban continuamente tu atención y tu cuidado, siempre me sentí especialmente querido por ti. Tal vez fue mi infancia enfermiza, esa que te obligó a pasarte noches y noches en vela cuidando de aquel niño enclenque que respiraba como Darth Vader pero soñaba con correr, como Gordillo, la banda del Benito Villamarín. Me gusta pensar que también tuvo algo que ver sentirte respetada, querida y cuidada en los tiempos que, ya como adulto, pasé junto a ti. Libre (seguramente de manera poco justa) de cargas y de responsabilidades familiares, cuando estaba contigo solo te disfrutaba y siempre tuve la sensación que tú hacías lo mismo conmigo.
 
No sé si les ha pasado a otros pero recuerdo cómo, cuando era niño, algunas noches imaginaba, antes de dormir, la posibilidad de tu muerte. La posibilidad de que no estuvieras, la posibilidad de tu ausencia. Recuerdo el dolor que sentía cuando mi imaginación se desbordaba y el escenario mental me superaba. Recuerdo el miedo, el pánico a que dejaras de estar. Nunca me pasó con papá pero eso es algo que nadie mejor que tú puedes entender, mamá. Aunque ya no puedas recordarlo. Mi infancia fuiste tú, tu presencia sanadora, tu cuidado y tu amor incondicional. Ese que nunca dejé de sentir en ningún momento de mi vida.
 
Sabes que siempre fui tremendamente crítico con la familia. Mucho. Con el concepto de familia como institución social y con la nuestra propia en particular (desde una absurda superioridad intelectual). La lucidez. Menudo gilipollas. Pero jamás te fallé en algo que, sin decírmelo directamente, siempre me dejaste claro que era importante para ti: en navidades, para nochebuena, tocaba viajar a Sevilla para pasar unos días en casa. Contigo. Por ti. Y así lo he hecho cada año, cada navidad, a pesar de que en el último lustro todo invitaba a dejar de volver. Hasta este año.
 
Este año no voy a ir a Sevilla en navidades, mamá. Por primera vez en mis 44 años no estaré el 24 de diciembre en el Aljarafe sevillano, en nuestra casa, contigo y con algunos de los hermanos, cenando pavo y champiñones. No voy a ver cómo nos callas a todos y nos echas del salón para ver el mensaje del Rey, ni cómo nos mandas cortar jamón para "los cuñados", ni cómo te fumas ese cigarrito anual que convertías en evento mientras te bebías ese anisete que solo te permitías en estas fechas. Ya no estaré presente cuando la noche empiece a alargarse y antes de irte a la cama nos adviertas 20 veces que tenemos que quitar el brasero (joder, mamá, para cuándo ibas a dejar de usar ese puto brasero) mientras algunos empezamos ya a viajar a otra dimensión en los brazos del alcohol.
 
Y no voy a ir porque tú tampoco ya estarás allí. Porque no soporto estar cuando tú ya no estás.
 
Voy a ir a verte antes de navidades. Y volveré después. Pero no en navidades. En navidades no pienso volver a una casa, la nuestra, que ya no es la tuya. Me resulta absolutamente insoportable.
 
El puto Alzheimer nos ha dejado sin ti. En tan poco tiempo. Estás pero no estás. En Sevilla tus hijas, mis hermanas, te cuidan y te van a ver (se merecen todo) pero yo solo puedo pensar qué pensarías si supieras que ya no vives en tu casa, en tu castillo aljarafeño, en ese piso que convertiste en tu fortaleza. En lo jodida que es la vida. En cómo todo se pudre... Como decía el otro.

Te echo tanto de menos.