Cada día me parece más evidente que más allá de pedagogías
libertarias de salón y de discursos añejos engolados, a día de hoy, en la
educación obligatoria, en el entorno social en el que desarrolla su
labor un profesor, aparte de la imprescindible formación académica necesaria para conocer y
controlar lo que después tendrá que explicar a sus alumnos, un profesor sin
empatía, sin capacidad para comprender a sus alumnos, sin capacidad para
ponerse en su lugar, para volver a su infancia y adolescencia sin atajos reconstruidos,
para entender que aunque la educación sea un novedoso regalo histórico para los
adolescentes ellos no lo viven así, sino que en muchas ocasiones equivocadamente
lo entienden como una tortura o como una atroz condena de cárcel, terminará
siendo un profesor absolutamente inútil, intrascendente, estéril. Y lo peor es
que nunca será capaz de comprender por qué.
Es curioso cómo muchos profesores, compañeros con los que
converso, (re)construyen sin darse cuenta una falsa realidad en relación a sus años
como estudiantes. Hace años que me divierto obligando a algunos a
contextualizar sus experiencias para demostrarles durante un momento (después
estoy seguro que casi todos siguen empecinados con sus ideas) que muchos de
ellos lo que pretenden de manera errónea es convertir su anecdótica experiencia
personal en un totalitario (y victimista) paradigma educativo. Tal vez la experiencia
que mejor ilustra lo que expongo fue aquella vez en la que discutía con tres
compañeras respecto a la mala educación de los alumnos actuales y su
incapacidad para cambiar de registro a la hora de hablar con diferentes
personas. Ellas despotricaban sobre la vulgaridad de los alumnos comparándolos
negativamente con lo que ellas decían que habíamos sido nosotros como alumnos a
su edad (eran de mi generación, más o menos). Se me ocurrió entonces
preguntarles en qué tipo de centro habían estudiado. Con sorpresa, y sin que repararan
en la importancia de lo que decían, escuché cómo dos de ellas habían estudiado en
colegios de monjas femeninos y la tercera en un colego privado "de élite". Daba igual. No eran capaces de ver la distorsión, tanto por sexo como por clase social, que
ese tipo de educación segregada introducía en su visión sesgada de la realidad educativa,
tanto de la pasada como de la actual.
Llevo varios años defendiendo la hipótesis de que en el
fondo hay pocas diferencias dentro de las aulas entre los alumnos actuales y
los de mi generación, los que hacíamos BUP y COU en la educación pública hace
casi 20 años (lo cual, sobre todo en cuestiones de roles de género y machismo
estructural da mucha pena, la verdad), pero que una de esas diferencias
existentes es trascendental para un enfoque docente práctico y útil del proceso
de enseñanza-aprendizaje: los alumnos adolescentes actuales necesitan
desesperadamente un conexión emocional con sus profesores para preocuparse por comprender
las complejidades de la materia que éste imparte. Una diferencia que puede
parecer pequeña, incluso insustancial. Que para los pedagogos de la revolución tecnológica
y el pensamiento creativo resulta irrelevante porque ellos están inmersos en
una batalla global para cambiar paradigmas, construir revoluciones artificiales
y destruir los muros de unas escuelas decimonónicas que constriñen y
destruyen la creatividad de nuestros niños (¡uf!). Y que para otros, los que
para defenderse de las alucinaciones pedagógicas de los anteriores han
terminado cavando una trinchera defensiva demasiado profunda que los aleja de
lo que realmente pretendieron inicialmente defender, resulta muy complicado aceptar porque les recuerda, equivocadamente, a la jerga logsiana respecto al
papel motivador y de guía del profesor. Pero el elefante sigue en medio del
salón, aunque no se lo quiera mirar. Porque se trata de una característica
generacional novedosa que es real, que existe y que es determinante. Algunos
creerán que es debida a la ampliación, desde los 14 hasta los 16 años, de la
edad obligatoria de estudios, que provoca que los alumnos dejen de ser niños
fáciles de dominar para ser adolescentes conflictivos dentro de las aulas.
Otros considerarán que la causa está en la mutación de las familias españolas,
en las que la paternidad hace tiempo que dejó de ser una cosa sobrevenida para
convertirse en un extravagante proyecto vital que coloca a los hijos en un
pedestal distorsionador, algo que termina siendo perjudicial para los críos, ya
que los convierte en protagonistas
decisorios a edades excesivamente tempranas, colocándolos en el centro de una
atención y una protección excesiva por parte de unos adultos absolutamente
desorientados que impiden una maduración natural de sus retoños.
Puede ser. Habría que indagar más en las causas para poder
encontrar pruebas determinantes. Pero en el fondo poco debieran importar estas historias
al profesor que hoy se enfrenta en el aula a un grupo numeroso de adolescentes
maleados por un entorno que los ha hecho creer erróneamente que son, demasiado
pronto, demasiado importantes. No es su responsabilidad criar a esos chicos ni
enjuiciar los errores de los padres en su educación. Su labor es conseguir
formarlos, ayudarlos a convertirse en personas con un mayor conocimiento y con
una mayor capacidad crítica a la hora de enfrentarse al mundo. Pocas cosas hay
más tristes que ver a esos profesores, buenos profesionales, tan comprometidos
como equivocados en su enfoque, dedicarle horas y horas a la preparación de sus
clases, a las prácticas o a las salidas extraescolares ante la cruel indiferencia
de sus alumnos. Pero el problema es suyo. Un profesor no puede pretender
convertir su labor en una actividad onanista, enfocada en sí mismo, olvidando que el objeto de su trabajo son los alumnos y recurriendo a la necia excusa de
que “son ellos, con su indolencia y su pasividad, los que se pierden la
posibilidad de acceder a los niveles superiores del conocimiento que él les
ofrece, algo que sin duda harían si fueran responsables y reflexivos (y robots,
añadiría yo), ya que valorarían en su justa medida su ingente trabajo en la preparación
de las clases y la importancia de la cultura a la que les permite acceder”. Puede
que este tipo de justificaciones ayuden a ese profesor a sobrellevar durante un
tiempo su fracaso profesional pero en el fondo, en su interior, sabrá que hace
mucho que perdió la batalla y que cada vez será más complicado continuar
engañándose.
Porque al final un profesor, ese profesor, cualquier
profesor no va a poder cumplir adecuadamente con su labor sin llegar a los alumnos,
sin entenderlos, sin reírse con ellos, sin sufrir con sus problemas, sin conocerlos
para poder así guiarlos, sin entender sus necesidades, sus miedos, sus
preocupaciones. No debe pretender por supuesto ser su amigo, ni su colega, porque
es lo que menos necesitan; ha de asumir su rol como adulto, actuar con mano
firme, ser cercano y accesible pero al tiempo distante para respetar sus
espacios, para dejarlos crecer sin que su presencia los perturbe, sabiendo
abandonar el primer plano, desapareciendo cuando sea necesario, apareciendo
cuando se le necesita, en su aula, con sus clases, guiándolos, respondiendo a
sus dudas, evitando que se sientan mal cuando se equivocan, obligándoles a
aprender de sus errores, renunciando a la inútil crítica personalizada, abriéndoles
puertas y, por supuesto, transmitiéndoles conocimiento. Sí, creo firmemente en
la transmisión de conocimientos. Es más, me parece una profunda y absoluta traición
a las nuevas generaciones renunciar a trasladarles la belleza y la profundidad
de lo que antes de nosotros construyeron mentes brillantes que no dudaron en la
necesidad de conocer los paradigmas culturales y científicos establecidos para
luego, desde ese profundo conocimiento, derruir lo necesario para avanzar sobre
los escombros y transformar el mundo.
Pero para poder transmitir conocimientos y ser útil en la
formación de los alumnos el profesor actual no puede obviar que, a diferencia
de generaciones anteriores que asumieron con normalidad una distancia casi
reverencial con sus maestros a la hora de realizar su aprendizaje, la actual se
ha criado en un entorno sociofamiliar completamente diferente en el que las
emociones, sus emociones, han cobrado una importancia extrema. Y por mucho que
moleste a algunos, que los irrite profundamente o que equivocadamente consideren
por ello que se minusvalora su rol como educador, a día de hoy ni los alumnos
ni sus familias van a asumir regresar a estadios anteriores donde el respeto
por la figura del docente venía dada porque sí, sólo por consideración a
rancias jerarquías sociales. Por lo que ese respeto el profesor va a tener que
ganárselo cada día a base de duro trabajo y de su capacidad para conectar con cada
uno de los grupos de alumnos a los que va a tener que impartir clases. Y aunque
en principio pueda resultar agotador, cualquier profesor joven que comience a
dar clases debe darse cuenta con rapidez de que se va a ver obligado a gestionar
esas necesidades emocionales de los alumnos para conseguir que redunden
finalmente en beneficio de su formación. Va a tener que ayudarlos a reenfocar algunos
de los diversos aspectos negativos de este nuevo paradigma emocional de la
educación: la existencia de una mayor dependencia de los
adultos de su entorno (que tratan de encubrir con simulacros de rebeldía
impostada), una llegada más tardía a la madurez, una mayor intolerancia a la
frustración o una necesidad compulsiva de conseguir resultados inmediatos
debido a una educación consumista basada en la hiperestimulación. Por otro lado el profesor
debe potenciar los aspectos positivos:la aparición de una nueva comunicación
más fluida y menos rígida con los alumnos que permite encontrar, gracias a la
confianza mutua, las fallas individuales en la formación de cada uno de ellos,
una mejor capacidad para colaborar en grupo e integrar al diferente en el seno
del mismo, una mejor disposición a
la participación en las actividades o, en el contexto adecuado, la existencia
de una saludable pérdida del miedo al error en público. Detalles, apuntes,
bosquejos para una necesaria reconversión en el ejercicio de la docencia.
Sólo una lectura maniquea de lo argumentado puede
tergiversar lo aquí expuesto para presentarlo como una defensa del profesor
buenrollista o con complejo de paternidad perdida, cuyo único interés es conectar
con sus alumnos y hacerse colega de ellos para esconder sus miserias
profesionales. Nada más lejos de mi intención. De lo que hablo es de la
existencia en las actuales aulas de la
ESO de una condición previa necesaria (pero por supuesto no
suficiente) para que un docente tenga siquiera la posibilidad de encarar su
labor con una mínima posibilidad de éxito. Sólo conectando en primer lugar con
sus alumnos este profesor tendrá después la opción de comprobar si los recursos
técnicos y pedagógicos de los que dispone son suficientes y adecuados para convertirlo
en un buen profesional. Porque más allá de trincheras pedagógicas estoy absolutamente
convencido de que, con la necesaria renovación y reciclaje que toda profesión
necesita, cualquiera de los métodos que aparecen como contrapuestos en los
libros de educación por alinearse con teorías antagónicas (conductismo, constructivismo,
cognitivismo…) pueden terminar dando resultados excelentes (sobre todo cuando
se "contaminan" los unos de los otros, cuando se hibridan) o lamentables. Y
porque la clave inicial (fundamental) para que dichos métodos de enseñanza
puedan funcionar nunca va a ser de
carácter técnico o pedagógico, no va a estar relacionada con el uso de
tecnologías digitales o de pizarras decimonónicas, sino que va a estar vinculada
con la capacidad del profesor para entrar en el aula con la cabeza erguida y
sonriendo, mirando a los ojos a sus alumnos, respetándolos profundamente, comprendiendo
que para que el proceso de enseñanza-aprendizaje pueda funcionar ellos deben
creer en él para que también lo respeten, y él nunca debe mirarlos con
desconfianza, como enemigos potenciales, señalando tan sólo sus defectos sin
ver ninguna de sus virtudes. Los alumnos que se encuentran en las aulas son la
esencia de la realidad educativa, el objeto del trabajo docente, absolutamente
alejado de las absurdas idealizaciones (“creativas”) que el pedagogismo
imperante está conformando en el imaginario colectivo. Y los centros
educativos, a través de la labor de sus profesores, dejando fuera de dichos
centros utopismos interesados, son para muchos de ellos la mejor oportunidad
para reinventar sus vidas y mirar al futuro con menos miedo y con más formación.
No debemos nunca olvidarlo. Ellos, desgraciadamente, muchas veces aun no
conscientes de ello. Debemos recordarlo también por ellos.
Coda: si eres profesor y cuando avanzas por los pasillos de
tu centro bajas la cabeza para evitar cruzar tu mirada con la de tus alumnos. O por
el contrario, son ellos los que evitan saludarte y hacen como si no te
conocieran al verte, a pesar de las horas compartidas en las aulas. O si eres
incapaz de impartir tus clases a no ser que recurras a la violencia verbal o a
las continuas amenazas de castigo. O si consideras que una clase ha sido buena
porque los alumnos no han hablado ni se han movido en 50 minutos. O si los
comentarios de tus alumnos casi siempre te parecen estúpidos y sólo valoras en
clase respuestas e intervenciones artificialmente académicas. O si nunca te atreves a sonreír en clase con ellos para no perder la compostura. O si ya no los
entiendes, los ves como extraterrestres y pretendes que mantengan día tras día
el interés por tus clases sin mecanismos de gratificación, sólo con el objetivo
de aprobar exámenes y sacar buenas notas.… Sí, tienes un problema, lo creas o
no lo creas. Consideres que eres un fantástico profesor o que eres un
profesional más bien mediocre. Va a dar igual. Porque más allá de lo que creas
ser o de lo que creas que podrías ser si te dejaran serlo, ellos, los alumnos,
ya han decidido que no les vas a servir como enseñante. No has sido capaz de
superar la prueba inicial. Y lo demás que hagas, con más o menos esfuerzo, será
finalmente insustancial.