Ya empiezo a olvidar su cara. ¿No les pasa eso a todos los
profesores? A medida que pasa el tiempo muchas caras se olvidan, los nombres se
entremezclan y solo permanecen las experiencias, las situaciones, las historias
compartidas con ellos. Otro alumno más entre las decenas de ellos a los que
damos clases cada año, entre los cientos de los últimos años. Un repetidor, otro
más, extrañamente callado, extremadamente educado. Ese curso yo era tutor de su
grupo de 2º de ESO. Solo 23 alumnos. Igual alguno de los tontos habituales
considera que con ese número de alumnos el éxito académico debiera estar asegurado.
Es lo que tiene el exasperante cuñadismo que provoca la educación: muchos
pretenden opinar de lo que apenas son capaces de intuir a través de las limitadas
experiencias de sus hijos. Allí, en ese aula, cada día, dando clases, los querría
ver a ellos. Lo cierto es que grupos de alumnos como el que comento, de gestión
emocional y académica tan complicada, ponen también a prueba esa discreta mediocridad del profesorado de la que he hablado en otras ocasiones, llevan al
límite nuestras capacidades y nuestras contradicciones. Grupos de alumnos que
se construyen de una manera equivocada en centros que se convierten en guettos
sociales debido a la segregación lacerante que la educación reglada sufre en
Madrid, con centros educativos de primera, segunda, tercera y cuarta categoría.
Un sistema educativo diseñado, no lo olvidemos, en nombre de la libertad de
elección de unos padres finalmente cómplices de una desesperante situación que
cada año va a peor. "Si necesitas profesores de ciencia ficción,
superhéroes de cómic para dar clases es que el sistema ya ha fracasado". Parafraseo
a un muy buen amigo mío. No puede tener más razón. Eran 23 alumnos, sí. Pero solo
recordar el panorama sociológico y económico en el que se desarrollaban sus
vidas estremece. Y a pesar de que algunos, con su esfuerzo y con su
inteligencia, parezcan ser capaces de sobreponerse a esas circunstancias
personales al final, casi siempre, esas circunstancias condicionarán sus
estudios. Como ya condicionan sus expectativas vitales y su comportamiento
diario en el aula.
Se sentó desde el primer día allí, al fondo del aula,
escupiéndome desde su disposición espacial su desconfianza, su desdén hacia el
sistema, su falta de interés, el asco que la cárcel educativa le provocaba.
¿Por qué iba a pensar algo diferente? El
profesor avezado detecta a este tipo de alumnos desde las primeras clases,
capta su insumisión inicial a las normas, al sistema, al poder omnímodo de una
escuela que no es capaz de explicarse, que a veces ni siquiera lo intenta. Con
el paso de los días y de las clases observé que a pesar de lo que pudiera
parecer, a pesar de la imagen pública que en cada momento ese chaval quería proyectar,
algo chirriaba, algo distorsionaba el relato habitual: su cuaderno era
impecable, su forma de expresarse superior a la media, su interés por las
ciencias, anómalo. Pronto, desafortunadamente, otras circunstancias también se pusieron
de manifiesto: sus amistades eran las peores posibles, desdeñaba sin sentido a varios
profesores, faltaba a clase sin justificación y cuando venía sus ojos
enrojecidos a primera hora irradiaban un inequívoco fulgor a porros desde esa última
fila que él creía su refugio. Tenía 15 años, camino de los 16. Dos cursos por
detrás de los de su generación. Dos años mayor que la gran mayoría de sus
compañeros.
La labor de tutor es una de esas funciones profesionales del
docente que va mucho más allá de aquello para lo que se le contrató. Presupone
unas capacidades emocionales y sociales que distan mucho de lo que la mayoría
de nosotros tenemos. Durante ese curso (y no lo recuerdo como especialmente
anómalo) tuve que lidiar como tutor, en relación a ese grupo, con el robo de un
móvil dentro del aula durante las primeras semanas del curso, con una profesora
incapaz de asumir que sus clases debían ser para todos, con un embarazo no
deseado de una alumna que terminó en aborto, con una alumna que vivía en una
casa de acogida porque sus padres habían perdido la custodia, con un alumno
cuyo padre acosaba a su madre e intentaba utilizarme para conocer datos de su
paradero actual, con una profesora que juzgaba a las alumnas según la cantidad
de tela que recubriera su cuerpo, con una alumna gitana a punto de cumplir los
16 años incapaz de decidir sobre su futuro inmediato debido a las presiones familiares, con alumnos disruptivos
selectivos (según el profesor que les diera clases), con relaciones de grupo
tóxicas... Y junto a todo ello, como una piedra en el zapato, como un orzuelo
en el ojo, ahí estaba este alumno: uno más, uno de tantos,
extrañamente callado, extremadamente educado, el protagonista de este post. Alguien
que jamás quiso ningún protagonismo. Que nunca exigió nada. Que aceptaba con
docilidad su condición de fracasado educativo. Una condición que realmente no le había otorgado tanto una Escuela que seguía poniendo todos los medios de los que disponía para ayudarlo como una sociedad que prefería ignorar su existencia o culpar al sisteme educativo, para así esconder bajo la alfombra sus pulsiones clasistas (los unos) o su sentimiento de culpa (los otros). Tan solo estaba allí, en clase.
Y despistado, me escuchaba.
Lentamente, a lo largo de semanas, a través de pequeños acercamientos,
comentarios sueltos y conversaciones fragmentadas fui ganándome su confianza.
Hice lo único que siempre creí justo: la misma exigencia académica para todos
los alumnos entrelazada con un trato diferenciado en lo personal para cada uno
de ellos (según las necesidades de cada cual). Así entiendo la enseñanza. Y de
la misma forma, de alguna manera, enfoco mi trabajo como tutor. Hay que
mojarse, hay que arriesgar, hay que intentarlo. Siempre. ¿Qué me encontré?
Dolor, un dolor agudo, una sensación continua de malestar vital combatida a
duras penas con un prematuro consumo de drogas que permitía enmascarar el
fracaso personal que suponía el fracaso académico, cuando era precisamente el éxito académico lo que
hubiera permitido justificar (equivocadamente) el sacrificio de una madre que
había decidido "esclavizarse" laboralmente para que su hijo tuviese
una oportunidad de futuro. El padre no existía (casualidad, ¿no?). Con el
tsunami de la crisis habían perdido su casa, ahora vivían los dos, madre e
hijo, en una misma habitación realquilada. Pero ella, la madre, nunca estaba
presente, por fin había vuelto a conseguir un trabajo, de interna, cuidando a
un anciano. No dormía en casa seis de cada siete noches a la semana.
Cobraba una miseria. Capitalismo, lo llaman.
Si esto fuera el argumento de una película ahora tocaría que contara cómo, a pesar de todos lo obstáculos, este chico sensible, avispado, más inteligente que la media consiguió finalmente superar su tristeza y su frustación, dominar sus emociones negativas y terminó centrándose en los estudios para así encontrar un futuro mejor. Desafortunadamente, una vez más, la realidad no se dejó construir con fotogramas. Sus estudios, lamentablemente, se enmarcaban en un contexto del que fue incapaz de evadirse. Ya he sido testigo de muchos casos como el suyo. Suspendió casi todas las asignaturas en la primera evaluación. Recuerdo con una mezcla de tristeza y melancolía las horas de conversación con él, en recreos, en séptimas horas, entre clase y clase. Siempre una mirada, un gesto de ánimo o de admonición por los pasillos. Es brutal el gasto energético que para un tutor supone guiar a este tipo de alumnos, intentar explorar todas las vías posibles que le permitan volver a estudiar, idear posibles itinerarios o soluciones junto a él y sus familias. Recuerdo con nitidez su mirada, franca, con aquellos ojos azules demasiadas veces enrojecidos por los porros. Y la lucidez que mostraba cuando analizaba su situación: era plenamente consciente del dolor que causaba a su madre y ello le causaba a él aún más dolor. Aunque a un adulto le pueda parecer absurdo él, aunque no estudiara, sufría con las malas notas, sufría cuando dejaba los exámenes en blanco, sufría cada minuto de su fracaso escolar, seguía intentando participar en clase cuando pensaba que podía conseguir que no quedara en evidencia su falta de trabajo diario. Pero era un chaval sin la fuerza de voluntad necesaria (la que pocos de nosotros tendríamos, por otro lado) para superar su situación. Lo asumía delante de mí para justificarse, para excusarse. Al llegar por la tarde a casa, ante la alternativa de quedarse solo en una habitación con dos camas dentro de una casa que no era la suya optaba por huir, por refugiarse en la calle con sus amigos, a los que consideraba su verdadera familia, tan perdidos como él. Jugar al fútbol era su obsesión pero la infancia ya quedaba atrás y me confesó con naturalidad cómo sus amigos (él no, aseguraba) ya realizaban sus primeras incursiones en la delincuencia callejera de baja intensidad. Todo en su vida era un gigantesco error. Él era consciente de ello. Sonreía. Parecía agradarle que me preocupara por él. Utilizaba mi entusiasmo para engañarse, le servía para alimentar sus fantasías de cambio. Nunca lo consiguió.
Finalmente desapareció. Había ya cumplido los 16 años. El curso avanzaba. Empezó a faltar a las clases con asiduidad hasta que finalmente la madre, por teléfono, me confirmó que el chico dejaba de estudiar y que juntos iban a abandonar Madrid para irse a otra ciudad (ya no recuerdo cuál) donde su otra hija vivía y su marido le iba a dar trabajo en un taller de coches. Y así, de repente, sin más, aquella historia llegó a su fin. De la noche a la mañana. El profesor continúa con su día a día, con el resto de sus alumnos, inmerso en el vértigo de un curso siempre acelerado que apenas deja espacio a la reflexión sobre el panorama sociológico y político de aquello que presencia y vive cada año. No fue un caso aislado. Ese mismo curso otras dos alumnas del mismo grupo, con circunstancias personales completamente diferentes, terminaron tomando el mismo camino que él. Tras horas de trabajo y de conversaciones con alumnos y familiares, apoyado (afortunadamente) como tutor durante todo el curso por el trabajo incansable de las profesoras del Departamento de Orientación, al final esos tres alumnos dejaron de formarse, abandonaron los estudios, salieron del sistema educativo sin que nada de su presente indicara que su vida fuese a ser mejor debido a ello y sin que el propio sistema pudiese hacer nada para remediarlo.
Algunos alumnos te marcan. Muchas veces de manera positiva, cuando ves que agradecen tu trabajo con sonrisas o palabras de cariño y reconocimiento. Otros, como este chaval, te marcan de otra forma. Te hacen poner los pies en el suelo, te ayudan a reconocer tus límites, a entender hasta dónde puedes llegar, y cómo el fracaso profesional es algo con el que el docente debe convivir. Ya no es solo aceptar con naturalidad que tus clases y tu forma de concebirlas no van a servirles a todos los alumnos de la misma forma, sino que has de asumir que tampoco podrás apenas ayudar en lo personal a las decenas de adolescentes que deambulan alrededor de nosotros cada año, demandando una guía, un apoyo, un asidero al que agarrarse para no hundirse del todo.
Cuando pienso en él me doy cuenta de que también, a su manera, es otro de esos chicos a los que dirigí mi carta abierta a un alumno al borde del abismo. Conozco el sistema educativo como profesor desde hace más de una década y en ese tiempo no he dejado de leer sobre educación y políticas educativas. Por eso considero que más allá de ideologías, de utopías pedagógicas de salón, pedagogías escapistas o tradicionalismos acomodados, al final estos alumnos nacidos en familias rotas o fracasadas, en una sociedad empobrecida económica y culturalmente como la española, solo terminan teniendo una oportunidad real, una ventana pequeña de acceso a un escenario laboral aterrador al que otros, al menos, llegan sin mucho sacrificio, por un camino de rosas. Y a esa ventana solo pueden acceder mediante el esfuerzo, la constancia y el estudio diario. Este chaval no lo consiguió. Mi respeto absoluto hacia él. Ninguna crítica. Solo este lamento, tan solo mi rabia. Porque a todos los que juzgan negativamente su fracaso habría que recordarles cuántos de nosotros, en esas circunstancias, fracasaríamos igual que él. Él desperdició aquella oportunidad viciada que le dimos. Ojalá haya aprovechado otras.
Si esto fuera el argumento de una película ahora tocaría que contara cómo, a pesar de todos lo obstáculos, este chico sensible, avispado, más inteligente que la media consiguió finalmente superar su tristeza y su frustación, dominar sus emociones negativas y terminó centrándose en los estudios para así encontrar un futuro mejor. Desafortunadamente, una vez más, la realidad no se dejó construir con fotogramas. Sus estudios, lamentablemente, se enmarcaban en un contexto del que fue incapaz de evadirse. Ya he sido testigo de muchos casos como el suyo. Suspendió casi todas las asignaturas en la primera evaluación. Recuerdo con una mezcla de tristeza y melancolía las horas de conversación con él, en recreos, en séptimas horas, entre clase y clase. Siempre una mirada, un gesto de ánimo o de admonición por los pasillos. Es brutal el gasto energético que para un tutor supone guiar a este tipo de alumnos, intentar explorar todas las vías posibles que le permitan volver a estudiar, idear posibles itinerarios o soluciones junto a él y sus familias. Recuerdo con nitidez su mirada, franca, con aquellos ojos azules demasiadas veces enrojecidos por los porros. Y la lucidez que mostraba cuando analizaba su situación: era plenamente consciente del dolor que causaba a su madre y ello le causaba a él aún más dolor. Aunque a un adulto le pueda parecer absurdo él, aunque no estudiara, sufría con las malas notas, sufría cuando dejaba los exámenes en blanco, sufría cada minuto de su fracaso escolar, seguía intentando participar en clase cuando pensaba que podía conseguir que no quedara en evidencia su falta de trabajo diario. Pero era un chaval sin la fuerza de voluntad necesaria (la que pocos de nosotros tendríamos, por otro lado) para superar su situación. Lo asumía delante de mí para justificarse, para excusarse. Al llegar por la tarde a casa, ante la alternativa de quedarse solo en una habitación con dos camas dentro de una casa que no era la suya optaba por huir, por refugiarse en la calle con sus amigos, a los que consideraba su verdadera familia, tan perdidos como él. Jugar al fútbol era su obsesión pero la infancia ya quedaba atrás y me confesó con naturalidad cómo sus amigos (él no, aseguraba) ya realizaban sus primeras incursiones en la delincuencia callejera de baja intensidad. Todo en su vida era un gigantesco error. Él era consciente de ello. Sonreía. Parecía agradarle que me preocupara por él. Utilizaba mi entusiasmo para engañarse, le servía para alimentar sus fantasías de cambio. Nunca lo consiguió.
Finalmente desapareció. Había ya cumplido los 16 años. El curso avanzaba. Empezó a faltar a las clases con asiduidad hasta que finalmente la madre, por teléfono, me confirmó que el chico dejaba de estudiar y que juntos iban a abandonar Madrid para irse a otra ciudad (ya no recuerdo cuál) donde su otra hija vivía y su marido le iba a dar trabajo en un taller de coches. Y así, de repente, sin más, aquella historia llegó a su fin. De la noche a la mañana. El profesor continúa con su día a día, con el resto de sus alumnos, inmerso en el vértigo de un curso siempre acelerado que apenas deja espacio a la reflexión sobre el panorama sociológico y político de aquello que presencia y vive cada año. No fue un caso aislado. Ese mismo curso otras dos alumnas del mismo grupo, con circunstancias personales completamente diferentes, terminaron tomando el mismo camino que él. Tras horas de trabajo y de conversaciones con alumnos y familiares, apoyado (afortunadamente) como tutor durante todo el curso por el trabajo incansable de las profesoras del Departamento de Orientación, al final esos tres alumnos dejaron de formarse, abandonaron los estudios, salieron del sistema educativo sin que nada de su presente indicara que su vida fuese a ser mejor debido a ello y sin que el propio sistema pudiese hacer nada para remediarlo.
Algunos alumnos te marcan. Muchas veces de manera positiva, cuando ves que agradecen tu trabajo con sonrisas o palabras de cariño y reconocimiento. Otros, como este chaval, te marcan de otra forma. Te hacen poner los pies en el suelo, te ayudan a reconocer tus límites, a entender hasta dónde puedes llegar, y cómo el fracaso profesional es algo con el que el docente debe convivir. Ya no es solo aceptar con naturalidad que tus clases y tu forma de concebirlas no van a servirles a todos los alumnos de la misma forma, sino que has de asumir que tampoco podrás apenas ayudar en lo personal a las decenas de adolescentes que deambulan alrededor de nosotros cada año, demandando una guía, un apoyo, un asidero al que agarrarse para no hundirse del todo.
Cuando pienso en él me doy cuenta de que también, a su manera, es otro de esos chicos a los que dirigí mi carta abierta a un alumno al borde del abismo. Conozco el sistema educativo como profesor desde hace más de una década y en ese tiempo no he dejado de leer sobre educación y políticas educativas. Por eso considero que más allá de ideologías, de utopías pedagógicas de salón, pedagogías escapistas o tradicionalismos acomodados, al final estos alumnos nacidos en familias rotas o fracasadas, en una sociedad empobrecida económica y culturalmente como la española, solo terminan teniendo una oportunidad real, una ventana pequeña de acceso a un escenario laboral aterrador al que otros, al menos, llegan sin mucho sacrificio, por un camino de rosas. Y a esa ventana solo pueden acceder mediante el esfuerzo, la constancia y el estudio diario. Este chaval no lo consiguió. Mi respeto absoluto hacia él. Ninguna crítica. Solo este lamento, tan solo mi rabia. Porque a todos los que juzgan negativamente su fracaso habría que recordarles cuántos de nosotros, en esas circunstancias, fracasaríamos igual que él. Él desperdició aquella oportunidad viciada que le dimos. Ojalá haya aprovechado otras.
Descarnada descripción de una realidad que nos acaba pasando factura. Cuídate, Pepe, un abrazo.
ResponderEliminarConmovedor.
ResponderEliminarCómo te comprendo compañero.
ResponderEliminarDespués de 38 años de profesión, con alumnos gitanos de chabola, de ciudades dormitorio o en una ciudad residencial, con alumnos que ya son médicos, abogados, mecánicos, peones...hasta asesinos. Habiendo trabajado con grupos buenísimos con las últimas tecnologías y también con alumnos de lo que era entonces Garantía Socia, maldito nombre, y habiendo pasado 16 años en Jefatura de Estudios, como te entiendo.
Igual ya no lees esto, Jesús. Pero no sabes la satisfacción que me produce que alguien como tú, con la trayectoria docente que indicas, considere que un post como este tiene cierto valor a la hora de describir nuestra realidad como profesores. Un abrazo.
EliminarPues claro que lo leo. Pese a llevar jubilado unos años, sigo con interés lo que sucede en las aulas.
EliminarÁnimo, no cedas.
Un abrazo