Parece que es el momento. Me dispongo a escribir sobre la tercera obra de mi tetralogía del horror cinematográfico de la ciencia ficción. En este caso se trata de una película de
DouglasTrumbull, cuya trayectoria, tanto en el campo de los efectos especiales como en el de la dirección, ya comenté en el post sobre
El Proyecto Brainstorm. Ahora analizaré la que fue su
ópera prima,
Naves silenciosas (
1972). Sólo llegó a dirigir estas dos películas. Es comprensible. Si yo fuera productor y este hombre se acercara a mí para ofrecerme un proyecto con él como director, correría a invertir mi dinero en empresas filatélicas. Puestos a perder dinero, al menos no sería acusado por colaboración en el aburrimiento mortal de miles de espectadores.
Naves silenciosas me la recomendó mi hermano
Juanma. Un borrón en su trayectoria como asesor cultural. No me puedo quejar, gracias a él descubrí a los quince años
el mundo de Asimov, posteriormente me abrió las puertas de
la literatura norteamericana del siglo XX (
Miller,
Chandler,
Capote...) y también fue él el que me hizo sentir la curiosidad por descubrir el
cine expresionista alemán de los años veinte. Un cine que ha significado mi mayor descubrimiento estético en los últimos años. Pero nadie es perfecto. Recuerdo el día que me comió la cabeza con la película: cenábamos unos platos de pulpo gallego cojonudo en un bar del centro de Sevilla (pagaba él, por supuesto) hará unos nueve o diez años. Esa misma noche me recomendó
Planeta prohibido. Con ésa no falló, pero con ésta... Todos estos años tratando de encontrarla y cuando lo consigo...
Un día cu
alquiera, después de comer,
Carol y yo nos sentamos a verla. Su argumento, resumido, nos plantea un futuro donde la fauna y la flora han desaparecido de
la Tierra (que se ha convertido en un oasis de ladrillo y cemento, ideal para urbanitas y antiguos alérgicos); sólo quedan unos grandes bosques metidos en enormes cúpulas que están acopladas a naves que orbitan alrededor del planeta, refugio y última esperanza de que en algún momento
la Tierra pueda volver a ser el vergel que fue. Sonaba bien, una parábola un tanto infantil (no aporta causas, ni motivos, ni da explicaciones del porqué se ha llegado a esta situación en el planeta y tampoco muestra imágenes de la superficie terrestre, ya que se desarrolla sólo en el espacio) que intenta alertar sobre los estragos y destrozos que la irresponsable acción del hombre está cometiendo sobre el planeta y su equilibrio natural. Pero el problema es que, de nuevo, otra vez, la bondad de un argumento se queda sólo en el resumen, porque su desarrollo es más bien patético.
El comienzo es demoledor, casi como una advertencia:
primer plano de un caracol. Un puto caracol. Y mientras la cámara se va alejando de él, mostrándonos un vergel, arrancan las primeras notas de una canción setentera horrorosa cantada por el icono pacifista-ecologista de la época:
Joan Baez. Ahí me tenía que haber plantado. Esta cosa hippiosa y pretendidamente profunda prometía, de repente, ser un muermo de cuidado. Pero decidí darle una oportunidad. Lógicamente, me equivoqué.
Porque claro, es importante aclarar que ese paseo matutino del caracol es lo que tiene más ritmo de la película. A partir de ahí, rápidamente, como si les faltara tiempo para todas las cosas que nos quieren contar, se nos presenta la dicotomía entre los tripulantes a cargo de la nave: mientras tres de ellos son un tanto irresponsables, pasan del bosque y lo que quieren es volver a
la Tierra cuanto antes, el cuarto es una especie de eremita campero, un ermitaño naturalista, un
pepedelarubita espacial, un urbanita converso y radical que se dedica a cuidar del bosque y sus animalitos con un cuidado reverencial, casí místico. Será el protagonista de la historia, pero desde su presentación, uno sólo piensa una cosa:
este tío es un pirado. Pero está claro que el espectador no va a tener suerte tan pronto y no va a morir a manos de sus compañeros por imbécil. Y no porque no se lo merezca, sino porque el capullo del guionista está de su parte, de modo que cuando los que mandan deciden destruir la cápsulas con los bosques en una decisión que no se explica (¡para qué! Si está claro, primero mandamos los bosques al espacio con la pasta que eso debe suponer y después los destruimos sin razón aparente. En fin, seguro que eran contratas afines al Pentágono), nuestro
Robin Hood ecologista se echa la manta a la cabeza, asesina a sus colegas que estaban dispuestos a cumplir las órdenes y después trata de desaparecer de los radares, con su nave y su bosque, detrás de los anillos de Saturno.
Ha pasado media hora de película. Media hora lenta, soporífera, donde no se consigue ninguna implicación con los personajes y sólo deseas que no vuelva a cantar
Joan Baez porque excitará mis ganas de bombardear Vietnam. Hasta ahora hemos visto algunas conversaciones, interacciones entre los tripulantes, un partida de cartas, los asesinatos. Queda una hora de película, queda lo peor. Y todavía algunos frikis de internet califican a esta obra como pequeña obra maestra... Ufff.
El naturalista loco se empieza a sentir solo. Comienza así la lamentable humanización de unos robots en forma de tronco piramidal que sirven para el mantenimiento de la nave (en los cuales yo diría que se ins
piró mas tarde
Lucas para crear a
R2D2). Lo dicho, el tipo se siente solo de manera que con ¡¡un soldador!! cambia algunas conexiones de los programas de control de los robots y así los dota de cualidades humanas. Lo que traducido al desarrollo de la historia significa que son capaces de operarlo de una herida grave y (lógicamente, se trata de algo muy importante) aprenden a jugar al póquer. La secuencia del pavo éste jugando a las cartas con los robots es grotesca, pretende por un lado hacer gracia y por otro hacernos reflexionar sobre la soledad del hombre en el espacio y la necesidad de compañía. Lo dicho, pretende. Lo que de verdad consigue es tan sólo inducir al vómito y sentir vergüenza ajena por el pobre actor que a esas alturas estaría maldiciendo a su agente por meterle en semejante embolado. Casi entran ganas de zapear para evitar observar su sufrimiento.
Y la cosa sigue. El eremita asesino da vueltas con un coche por la nave, de manera un poco enloquecida, recordando con culpa sus asesinatos. Porque claro, una cosa es que sea un ecologista radical (y se trate de una película denuncia y pro-naturaleza) y otra que el guionista (eran guionistas, uno de ellos Michael Cimino, ganador de todos los premios imaginables años después con El Cazador. Lo que hay que hacer para comer en época de vacas flacas) no recuerde que están en una producción americana y que si uno es un asesino a sangre fría, antes o después tendrá dilemas morales y terminará muriendo para expiar sus culpas. En uno de estos paseos exculpatorios y un tanto suicidas con el coche, llega a la zona del bosque y observa que todo él está semimuerto, casi sin vida.
Vamos, que el tío lo único que tenía que hacer era cuidar el puñetero bosque y encima es sorprendido por esta extraña enfermedad. ¡Qué tipo tan inútil! Nervios, tensión, el bosque se nos muere... ¿Qué hacemos? Debería sufrir un poco ante tremendo desastre natural, el último bosque, el fin de la naturaleza, pero lo cierto es que sólo pienso que a ver si el robot que queda (al otro lo atropella en una de sus carreras de coches por la nave) se transforma en
Chuky y se lanza a por él, lo ata a un árbol y se lo carga a base de hacerle comer plantas y gusanos crudos. Pero no tengo suerte. El tío se devana y se devana los sesos, busca en libros intentando
buscar explicaciones a la extraña enfermedad que aqueja a su bosque. Y mientras, además, recibe una llamada del mando que le comunica que lo han encontrado gracias a los radares y que en breve lo salvarán. Joder, pero él no quiere ser salvado, el quiere salvar y proteger al bosque... ¡Qué nervios!... Y
Joan Baez que sigue cantando de vez en cuando, y el tipo que no encuentra la solución, y el robot que pasea por allí dando tumbos; hasta que por fin, cuando los rescatadores ya van a llegar a la nave le comentan algo por radio que le hace ver la luz: ¡¡se está alejando del Sol cada vez más y por tanto las plantas sin luz solar se están muriendo!!
¡¡Pero será zoquete!! ¡¡Será tarugo y obtuso el tío para no darse cuenta de que sin luz las plantas se mueren!! ¡¡Menudo botánico de pacotilla!! En fin, que el tío coloca unas lámparas halógenas en medio del bosque como sustituto solar (lo que vayan a durar las lámparas no lo sabemos, ni nos lo dicen), deja al cuidado del bosque al robot que queda útil y expulsa la cápsula con el bosque y su nuevo cuidador (debidamente reprogramado para sus nuevas funciones jardineras) al espacio, esperando que los que vienen a rescatarlo crean que también lo ha destruido. Después, ya en la nave, conecta cuatro o cinco bombas nucleares (no vaya a ser que una sea poca efectiva) y se suicida... ¿Final?
No hombre, no, si el director o el guionista yo creo que han montado toda esta batalla sól
o para mostrarnos ese plano final de un robot cuidando amorosamente de un bosque que los humanos no han sabido valorar ni preservar. La moraleja es clara, para idiotas, pero para reforzarla aparece de nuevo la voz chirriante de
Joan Baez para que todos mis nervios se pongan a cien. Sólo el recuerdo me está encabronando. ¡Qué coñazo de película! Está claro, termino de escribir esto y dejo el ordenador. Tengo una misión. Inducida subliminalmente por la película.
Me voy a cargar la
pilistra, esa cosa de verdes hojas que invade mi salón. La voy a destrozar.