22 mayo 2011

¿Qué ha pasado esta semana?

Ya ha pasado el día de reflexión. A partir de hoy, los medios, los partidos y en definitiva el sistema tratarán de rearticular, redimensionar y reconstruir los sucesos acaecidos esta semana. Una de los aspectos que no se podrá obviar a la hora de analizar esta extraña y excitante rebelión cívica que tiene su centro neurálgico en la Puerta del Sol de Madrid y se extiende en red por cientos de ciudades y plazas de España, será el papel jugado por los medios de comunicación tradicionales y cómo ha sido su despliegue informativo a lo largo de esta larga semana. Un problema personal me ha tenido desgraciadamente recluido en casa hasta ayer viernes, pero en contrapartida me ha permitido estar casi 24 horas al día conectado a la información que nos llegaba de estas concentraciones populares. Unas concentraciones mediante las que la sociedad civil, de manera libre y pacífica, ha conseguido articular un cauce temporal para mostrar su indignación y rechazo hacia esa parte pequeña de la sociedad (la política y los poderes financieros) que está reformando sin su permiso el mundo en el que vive. Ha habido momentos, por la noche, donde mi propia persona era reflejo de esa convergencia de medios de la que tanto se habla en los últimos años: era un receptor activo de información que mantenía encendida la televisión y la radio, zapeando por los diferentes programas y tertulias políticas que apenas conseguían balbucear alguna explicación de este explosión social. Al mismo tiempo, a través del ordenador, contrastaba opiniones con amigos a través de las redes sociales y leía con avidez la información bruta, sin editar, que llegaba desde los propios acampados y concentrados a través de twiter, sin olvidar por supuesto el uso del teléfono móvil para conocer de primera mano las sensaciones y emociones de amigos que en esos momentos cubrían mi ausencia en la Puerta del Sol.

Como comentaba anteriormente con el tiempo se tendrá que analizar en profundidad el papel de los medios tradicionales en este fenómeno. La primera convocatoria, la manifestación del 15 de mayo, como comentaba Marga, apenas tuvo eco en ellos y cadenas como TVE apenas le dedicó veinte segundos. Después llegó la acampada y el desalojo policial de la misma en la madrugada del 17 de mayo. La espita que dinamitó todo. La realidad se convertía en espectáculo y sin más intención que la de rellenar minutos de sus telediarios con historias pintorescas y humanas de estos jóvenes contestarios, las televisiones se acercaron a la Puerta del Sol y los demás lugares de protesta. Sin ser evidentemente su objetivo amplificaron lo que en la red ya era un clamor social. Convirtieron en realidad para muchos la protesta, hicieron carne la existencia de una revuelta social que en primer lugar significaba una bofetada en la cara del asfixiante bipartidismo que estrangula este país, un puñetazo conjunto nunca visto anteriormente al PP y al PSOE a los que se hacía responsable de la pésima calidad democrática de España, pero al mismo tiempo intentaba ser una respuesta airada, un grito de profundo malestar de la clase trabajadora ante los desmanes financieros que provocaron la crisis, y contra los posteriores trapicheos entre los poderes políticos y financieros que finalmente significaron que las peores consecuencias de la crisis del capitalismo global la sufrieran localmente los ciudadanos de base, los trabajadores. Esta situación ha terminado de dibujar el nuevo panorama en la relación entre los ciudadanos y sus representantes políticos. Los ajustes del Gobierno de Zapatero después de haberse llenado la boca de proclamas socialistas en la época de bonanza sin cambiar un ápice el sistema económico cuya crisis finalmente colapsó el país, dejaban sin posibilidad de autoengaño a la base electoral del PSOE, mientras que una gran parte de los votantes del PP aunque desean la salida inmediata de los socialistas del poder tampoco pueden dejar de pensar que tal vez  Rajoy consiga reducir el número de parados del país, pero es evidente que no lo va a hacer sin provocar un coste social en el estado de bienestar. La partitocracia, lastrada perennemente por una corrupción que parece no solo no combatirse sino en demasiados casos ignorarse, encarnada para la multitud en los dos grandes partidos y asociada y sometida a este neocapitalismo globalizado e inmaterial, cuyos beneficios puntuales se volatilizan en manos de unos pocos y sus inevitables fracasos se sufragan a través todos, se convertía así, finalmente, en el principal foco de la ira de un pueblo perplejo, exhausto y harto de que le exijan sacrificios unos políticos sin credibilidad, sin discurso, sin carisma, a los que hace ya demasiado tiempo les han perdido completamente el respeto.

Y así aparece la multitud. Diversa, fragmentaria, que se une no tanto por poseer una ideología común sino unas preocupaciones similares, un ente amorfo de difícil catalogación pero al que cementa una emoción común que crece cuando las personas se juntan, hablan y la reconocen: el cabreo. Un cabreo generalizado que emerge con extraordinaria velocidad catalizado por estas manifestaciones, concentraciones y acampadas, cuyo recorrido va más allá de los resultados de unas elecciones municipales. El movimiento es transversal. Lo vertebran y dan lustre jóvenes de muy distinto extracto, pero también participan activamente miembros treintañeros de mi generación (la mileurista), miembros de generaciones anteriores que por fin han comprendido que es real que el futuro de sus hijos está ya, a día de hoy, hipotecado, y también participan los mayores, jubilados molestos por la deriva del sistema social que ayudaron a crear con su esfuerzo y trabajo que ven ahora peligrar sus derechos… No se alcanza tal volumen de ruido social sin trascender las fronteras generacionales e ideológicas. Es lo que tiene la indignación. Un poderoso sentimiento social. Pero los medios, de nuevo, no han sabido comprender la magnitud del envite, ni estar a la altura de las circunstancias. Adormecidos y atrapados en sus luchas intestinas, ensoberbecidos y encantados de escucharse a sí mismos mientras dictan la agenda de noticias de supuesto interés, han naufragado a la hora de servir a los ciudadanos, abriéndose por ello un interesante flanco en sus defensas que permitirá a muchos de ellos descubrir algunas realidades sobre su funcionamiento e intereses.

En breve preveo que aparecerán las primeras grietas en este movimiento social. Lo que se discute y se aprueba en las asambleas de las acampadas nunca va a poder ser aceptado por una parte importante de la población que ha simpatizado con las concentraciones desde el primer momento pero sólo desea una regeneración del sistema y una mayor justicia social, pero no una revolución de izquierdas. No es éste el sitio ni el momento de valorar la bondad de esas propuestas que van apareciendo, pero sí de analizar cómo ha sido la labor de los medios audiovisuales durante esta semana y pronosticar su actuación si esta hipótesis de futuro se produce.

Pero mientras...


Continúa

06 abril 2011

Panóptico digital

Reflexionemos sobre uno de los aspectos de la generación net que, aunque se puede plantear como mito, es una realidad que marca un punto de inflexión clave en las relaciones familiares del siglo XXI dentro de las sociedades desarrolladas, ya que hasta ahora la tecnología  (o la ausencia de ella) impedía su plena realización: estoy hablando del control de los padres (o del posible control, una decisión ética en la que después volveremos a incidir) sobre los jóvenes niños y adolescentes de la generación net

Lo he conversado alguna vez con algunos grupos de alumnos de la ESO, cuando me ha tocado dejar de ser profesor y convertirme en “guardia de seguridad”, impedido de enseñar para que los alumnos que escogen religión (católica) ejerzan su “derecho” a recibir catequesis a costa del erario público. En estas largas clases les he preguntado de manera aséptica sobre el uso del móvil y de la red. Es muy curioso comprobar cómo mientras que los padres no dudan en dotar cuanto antes de teléfonos móviles a sus retoños, tienen muchas más dudas a la hora de permitirles el acceso libre a internet, tal vez precisamente porque a veces los jóvenes pueden escapar mejor del control parental en el ciberespacio que en el “mundo real”, y eso es algo que la sociedad no está dispuesta a permitir.

Los chicos no dudan en festejar con orgullo lo pronto que recibieron esos móviles y miran con extrañeza, como a seres extraños de otro mundo, a aquéllos que aún no los poseen con 12 años. Sólo ven sus beneficios, jamás se paran a pensar en los posibles perjuicios, en lo que pueden haber perdido, tal vez porque ellos no tienen otra época con la que comparar (un ejercicio necesario que los que tenemos más de treinta años sí podemos realizar). Los jóvenes asumen la tecnología de su época con naturalidad, y si ya son en general poco contestarios, menos lo serán con aquello que les permite estar continuamente comunicados con sus amigos y les sirve además como un elemento más de distinción socioeconómica: los teléfonos móviles. La generación net es la generación más interconectada de la historia. Jamás pierden el contacto entre ellos, en cualquier momento, en cualquier lugar. Mediante mensajes escritos, mediante mensajes hablados, mediante fotos, mediante llamadas perdidas… Se relacionan, se comunican, mantienen una “conversación infinita”, que nunca acaba ni puede acabar, y que hace que los lazos entre ellos crezcan y se fortalezcan si parar.

Pero hemos de analizar la cara b de esa constante comunicación. La tecnología nunca es perversa intrínsecamente, es su uso lo que en ocasiones la convierte en aterradora. Cuando observo a mis alumnos o cuando converso con mis amigos que recién empiezan a ser padres, constato en los adultos una tendencia casi patológica hacia el control. El problema de las nuevas tecnologías es que han abierto el canal de comunicación y cerrarlo es ya prácticamente imposible. Los móviles han conseguido que sea una ficción, un imposible, la soledad, la independencia, el aislamiento voluntario. Mientras que este hecho es una triste realidad para los adultos (algunos no pueden comprender e incluso les irrita que alguien no lleve el móvil consigo a todas horas o no conteste a las llamadas perdidas) que deciden ¿libremente? autoencerrarse en el panóptico digital, controlándose los unos a los otros, vigilándose, lo cierto es que es novedosa su imposición a los más jóvenes: desde que nacen están siendo vigilados constantemente, grabados, fotografiados,  conviviendo con Truman en la ciudad de la imagen, sin que a nadie parezca preocuparle su derecho a la intimidad, que sus propios padres violan constantemente. Posteriormente, cuando los jóvenes empiezan sus socialización y salen a la calle es cuando los nuevos padres, olvidándose de sus propias infancias y dejándose llevar por los mitos que siempre confirman que los nuevos tiempos son los más peligrosos jamás vividos, equipan rápidamente a sus hijos con los teléfonos móviles para poder localizarlos en cualquier momento. Y esa necesidad de control no finalizará ya jamás.

No comparto con mucha gente de mi generación esa tonta nostalgia por nuestras infancias ochenteras. Esa nostalgia tiene más de recreación que de realidad. Lo mismo escuchábamos nosotros de nuestros padres y escucharán los hijos de nuestros hijos. Pero hay una cosa incontestable: cuando a finales de los ochenta o principio de los noventa cualquiera de mis amigos salía por la puerta de casa con 14 o 15 años, se adentraba en un mundo de independencia y libertad marcado y caracterizado por la necesaria ausencia del manto protector de los padres. Durante horas no había conexión con los adultos. Pero no es que no la hubiera fruto de decisiones personales, sino por una absoluta imposibilidad tecnológica.  Gozábamos de una libertad (que era en ese sentido similar a la de generaciones anteriores) que no hacía falta valorar o preservar porque era inevitable. Eso ya no existe. Los jóvenes no lo tiene tan fácil para liberarse de sus adultos. No hace falta ir a los extremos que tanto gusta mostrar en los medios de comunicación respecto a los móviles equipados con GPS y demás artefactos que aún no se han popularizado. Pero la tendencia general es hacia un mayor control de la juventud. Tenemos más miedo y ese miedo lo queremos solventar con un mayor control. Se aceptan como verdades absolutas hipótesis jamás contrastadas de una mayor inseguridad en las calles. Muchos padres muestran una alegría casi sardónica al contar que  sus hijos de 15 años no salen demasiado a la calle y se quedan encerrados en sus habitaciones con sus amigos jugando a la consola. Los espacios públicos se vacían, las relaciones cibernéticas crecen. Se están generando cambios en las formas de relación social delante de nuestros ojos. Y los padres han descubierto que pueden ser más flexibles con ciertas normas en relación a las salidas a la calle de sus hijos adolescentes a cambio de que éstos reporten informes constantes de su situación y estado. La comunicación constante entre hijos y padres puede estar creando una dependencia de información en estos últimos que anteriores generaciones de padres no tuvieron o no pudieron plantearse satisfacer. Y como de cualquier droga va a ser difícil desengancharse.

Será algo sobre lo que habrá que reflexionar. Los nuevos padres tendrán que encontrar lugares de encuentro con sus hijos, aprender a no estar conectados a pesar de que sea posible tecnológicamente, porque de lo contrario será mucho más complicada la maduración de los jóvenes net (y de los hijos de éstos en el futuro), porque es evidente que una excesiva protección impide la asunción de responsabilidades, y la presencia constante de los padres en el crecimiento de los hijos no parece que vaya a proporcionar el ambiente más adecuado para que éstos encuentren los espacios donde poder asumirlas. 

31 marzo 2011

La otra cara del género documental

Este ensayo pretende indagar a través de los diferentes tipos de documental, en la técnicas con las que se construye la idea de verdad en los mismos. Se defiende que el género documental es precisamente el menos fiable de los géneros audiovisuales, que será necesario una postura crítica y anlítica del espectador a la hora de enfrentarse a él y que finalmente, el tipo de documental más honesto será el performativo, es decir, aquél en el que el creador se hace presente y no se oculta ni oculta sus intenciones, convirtiendo así al documental en un ensayo fílmico, en un discurso sobre el mundo que se comparte con el espectador pero no se le impone.

Pincha en el enlace para leerlo con mayor facilidad o para descargártelo.
La otra cara del género documental2

27 marzo 2011

Apuntes sobre la ciencia ficción

Miquel Barceló, reputado escritor español especializado en ciencia ficción,  reflexiona en dos artículos (aquí y aquí) sobre dicho género a través de la comparación entre las posibilidades que ofrece la literatura y las que permiten los medios audiovisuales.

Es evidente que Barceló en todo momento se decanta por la tesis de que la mejor ciencia ficción se encuentra en la literatura, e ilustra esa idea enfrentando a la que se considera la primera novela de ciencia ficción (Frankestein de Mary Shelley) con su célebre adaptación al cine (la película de mismo título dirigida por James Whale en 1931), a la que acusa de no utilizar alguna de las mejores ideas científicas y reflexivas de la novela para centrarse en los aspectos meramente terroríficos, trasladando una idea de la ciencia negativa y peligrosa.

El autor considera que mientras que la literatura de ciencia ficción permite al lector desarrollar su imaginación y construir personalmente en su cerebro aquello que el escritor propone, las películas son recibidas de manera más pasiva por un espectador que está obligado a seguir el ritmo impuesto por el director y por lo tanto tiene un menor espacio para la reflexión

Continuando con esa idea, y pesar de que acepta que es el cine de ciencia ficción el que ha construido el “imaginario popular” del género, critica la deriva general de este tipo de cine  hacia los terrenos más espectaculares, priorizando la puesta en escena, la acción y los efectos especiales (en busca de un público eminentemente adolescente) sobre los aspectos más reflexivos, filosóficos y científicos, que en algún momento del siglo XX algunas cinematografías y directores construyeron.

Por último Barceló  reflexiona sobre algunos de los títulos más emblemáticos de la ciencia ficción, limitándose a títulos anglosajones (salvo la mención a la francesa Alphaville y errando al considerar también francesa la que fue una producción británica rodada en inglés aunque dirigida por el francés François Truffaut: Fahrenheit 451) y describiendo los dos aspectos que caracterizan a la ciencia ficción en general, como género narrativo: “la capacidad de especulación” y “el sentido de maravilla”. También apunta una idea muy interesante (que no termina de desarrollar) cuando escribe sobre lo que finalmente se podría considerar que es la ciencia ficción, más allá de temáticas y contextos:“una cuestión de decorados”,  en relación, seguramente, a que finalmente son los grandes problemas humanos y las grandes cuestiones éticas, políticas y filosóficas (desarrollados en contextos particulares) lo que preocupa y ocupa también el género de la ciencia ficción.


Lo cierto es que Barceló no puede evitar caer en la comparación entre los dos artes narrativos por excelencia del siglo XX: la literatura y el cine. Ante esta (innecesaria) disyuntiva, en lugar de comprender que son lenguajes diferentes con los que el arte se manifiesta también de manera diferente, opta por el equivocado y falaz método de confrontar aquellos aspectos más positivos de la buena literatura de ciencia ficción (obviando la enorme producción literaria de ínfima calidad que hay escrita en este género) con los más negativos del género en el ámbito cinematográfico (que es innegable que ha derivado hacia una banalización de los argumentos para priorizar aquellos elementos más espectaculares y que atraen a la población más joven). Pero posteriormente, en el análisis de algunas de las películas más relevantes del género, vuelve a cometer el error de considerar que aquéllas que están basadas en relatos o novelas de ciencia ficción debieran hacer una traslación directa de los planteamiento literarios al cine, sin aceptar o entender que las adaptaciones no tienen por qué ser tan respetuosas con los textos, sino que el objetivo debe ser conseguir una buena y original película, con los medios y posibilidades que ofrece el lenguaje cinematográfico, por lo que su queja final del tratamiento a la literatura de Philip K. Dick haciendo alusión a Ridley Scott (que dirigió en 1982 Blade Runner, adaptación de la novela de Philip K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?) son juicios de valor que no se argumentan suficientemente.

Por último señalar que aunque son ciertas las dos características principales de la ciencia ficción como género narrativo que se plantean (capacidad de especulación y sentido de la maravilla) el autor no profundiza demasiado en lo que en mi opinión resulta clave para entender y disfrutar de este género, algo que sí es apuntado en este otro artículo de Alberto Elena: la ciencia ficción, sobre todo la de calidad, tanto en el cine como en la literatura, especula con un futuro donde algunos de los rasgos que más preocupan en el presente, generan controversia o permiten intuir posibilidades de espectaculares cambios en la ciencia y en la tecnología con posibles consecuencias sociales, son puestos de relieve, colocados en primer plano, construyéndose así las famosas distopías, constructos narrativos que no son más que extrapolaciones de aspectos sociales y científicos ya presentes en la actualidad. El género sirve como espacio de reflexión, como una advertencia (en general pesimista) de hacia donde nos pueden llevar ciertas actitudes que ya a día de hoy conforman nuestras sociedades. Por eso, más allá de que en general distopías cinematográficas como Blade Runner (Ridley Scott, 1982),  Gattaca (Andrew Nicchol, 1997), Código 46 (Michael Winterbottom, 2003) y Soylent green (Richard Fleisher, 1973), o distopías literarias como 1984 (George Orwell, 1949), Un mundo feliz (Aldous Huxley, 1932) y Nosotros (Yevgueni Zamiatin, 1921), son realizadas con la intención de denunciar posibles usos totalitarios de la ciencia, la tecnología y la política, o se hacen para advertir de las posibles consecuencias de la acción humana sobre el planeta presentando a éste devastado por conflictos nucleares o transformado por cambio climáticos, hay una idea muy interesante sobre la que reflexionar a través de esta ciencia ficción distópica. como escribe Alberto Elena: “bajo la superficial mirada distópica de todos estos filmes se encubre con frecuencia una más conformista (y aún reaccionaria) fe solipsista que deviene en sí misma todo un programa filosófico paralizante y quietista”. Es decir, en muchas ocasiones este tipo de ciencia ficción tan sólo asusta y advierte de los peligros, no plantea soluciones, sólo genera incertidumbres, no proyecta líneas de futuro positivas. Por ello, una consecuencia indeseada de sus planteamientos puede llegar a ser que se entienda que es preferible no evolucionar (social, científica o tecnológicamente) para no caer en aquello que pronostican libros y películas, cayendo (tal vez sin ser del todo conscientes de ello) en una idea totalitaria del presente, donde éste aparece como el menos malo de los mundos posibles, desde el que es mejor no avanzar en ninguna dirección, arrastrando así a la sociedad hacia una inquietante inacción social y política.

Usos didácticos del cine de ciencia ficción: por una equivocada concepción del conocimiento que segrega los saberes en compartimentos estancos dentro de las escuelas e institutos, parece incuestionable que el cine de ciencia ficción debe ser utilizado tan sólo en aquellas asignaturas relacionadas con las ciencias naturales. Como profesor de Física y Química no voy a negar la utilidad didáctica (a la que volveré después) que se puede hacer de este tipo de cine en la materia en la que soy especialista, pero se debe señalar que es un error limitar su uso a las materias de ciencias porque podrían ser un recurso mucho más útil que películas de otros géneros para explicar y trabajar conceptos de historia o filosofía, por ejemplo.

Particularizando en el ámbito científico, la ciencia ficción es de enorme utilidad para reforzar conceptos que se trabajan rigurosa y científicamente en las clases al contrastarlos con la ficción del cine. Nunca he considerado necesario que el cine tenga que presentar un realismo científico extremo. Todo arte debe saber subvertir las normas para expresarse, y el dogmatismo de ciertos ambientes científicos que pugnan porque el cine refleje la realidad física con precisión y pulcritud me parece bastante necio. Al cine se le exige verosimilitud y en un universo plagado de especies extrañas que hablan todas en inglés, donde cohabitan princesas y robots humanizados, se mueven objetos a través de una “fuerza” y se puede viajar a una “hipervelocidad”, me parece extraordinariamente ridículo que algunos fundamentalistas critiquen que las explosiones en el espacio no se deberían escuchar porque el sonido no se puede propagar en el vacío. Dicho esto, y más allá de disfrutar del cine como un espectáculo, muchas películas de ciencia ficción pueden ser utilizadas para que los alumnos encuentren en ellas aquellas incongruencias más notables que pueden reforzar positivamente su conocimiento de la realidad.

El otro aspecto fundamental del uso didáctico de este tipo de cine es provocar la reflexión entre el alumnado sobre los límites de la ciencia, su responsabilidad social y la influencia que tiene la sociedad en la que se desarrolla esta ciencia sobre la propia evolución e intereses de la misma. Debe servir también para que dejen atrás esa visión idealizada de la ciencia como una labor aséptica y pura, deben entenderla como una actividad humana sujeta a las mismas pulsiones que otras, con un desarrollo no lineal sino sujeto a múltiples vicisitudes, y en la que el intelecto humano ha conseguido alguna de sus mejores creaciones. Aunque después sea responsabilidad de todos saberlas utilizar de manera moral y ética.

22 marzo 2011

Los dueños de la información en la España actual

Este ensayo pretende profundizar en las relaciones que mantienen los dueños de las principales empresas de comunicación de nuestro país y analizar sus diversos intereses para intentar comprender la construcción de la realidad que hacen desde sus altavoces mediáticos. Pincha en el enlace para leerlo con mayor comodidad o para descargártelo.

Las redes de empresas multimedias locales

19 marzo 2011

Reflexiones sobre el uso didáctico de La ola



La ola (Dennis Gansel, 2008) no solo es una película que permite comprender los riesgos y la atracción del fascismo, sino que también permite trabajar con los alumnos cuál es el papel del profesor en la práctica educativa y reflexionar con ellos sobre la realidad de su labor, sus límites y sus riesgos. Es, además, muy interesante comparar la figura del profesor en esta película con la más romántica y atractiva del mítico profesor Keating en El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989).

La ola es una película tan sólo correcta desde un punto de vista cinematográfico. Sin grandes alardes, ni magníficas interpretaciones y con una estética que, a pesar de ser joven, es convencional, plantea con extremada sencillez (en ocasiones excesiva) cuáles son las características que pueden hacer atractivo el fascismo para un colectivo cualquiera despolitizado, mostrando algunas de sus consecuencias más inmediatas. El objetivo de la película es claro: advertir de sus peligros y procurar impedir que vuelva a resurgir en nuevos contextos. Para los alumnos adolescentes es una película de enorme valor porque lejos de las películas de nazis infames o de presos que sufren penalidades terribles, pueden empezar a ser conscientes de cómo arraigan las ideas totalitarias en las grandes masas, de las condiciones sociales que se necesitan para llegar a ellas, pueden empezar a intuir cómo personas corrientes, grises en sus vidas diarias, se hacen fuertes y encuentran un refugio en la comodidad de las normas del grupo y en la consecución de un objetivo simple, claro, colectivo y excluyente… Por todo ello el visionado de la película puede ser una experiencia realmente enriquecedora y reveladora (a pesar de la simpleza de su planteamiento y desarrollo argumental) respecto a los motivos por los que puede crecer un movimiento totalitario y los peligros que conlleva. Por otro lado resulta también muy interesante para trabajar qué significa la idea de comunidad, de grupo y para intentar que la imagen deformada de asociación que ven en la pantalla no obstaculice otras visiones del colectivismo en los que, sin perder la perspectiva individual, la persona se pueda sentir partícipe de una idea comunitaria, no excluyente, solidaria, alejada de ese hiperindividualismo posmoderno que aparece como única voz discordante y salvadora en la película, como una isla entre los diferentes grupos políticos que pueblan la sociedad alemana (anarquistas, punkis…).

Pero esas posibilidades no son solo las que se plantean a la hora de analizar esta película, sino también una reflexión sobre cómo el cine muestra la realidad de la práctica educativa. En este sentido no se puede negar que los alumnos suelen estar insatisfechos con una gran mayoría de sus profesores (sentimiento compartido a la inversa por muchos de estos profesores) y sienten que estas películas muestran modelos de profesor que no reconocen y que les parecen extremadamente atractivos. De lo que hablamos aquí es del carisma. La ola, como antes El club de los poetas muertos, Rebelión en las aulas (James Clavell, 1967), Mentes peligrosas (John N. Smith, 1995) y tantas otras, pertenecen a ese grupo de películas que parecen demostrar que no es el sistema educativo, ni una buena organización de un centro educativo, ni el trabajo solidario y profesional de un grupo de profesores los que proporcionan una buena educación, una enseñanza correcta al alumno, sino que éste caiga en las manos de un profesor carismático, de ese profesor que le abra la mente, le proporcione una visión positiva de su propio yo y le muestre vías para su posible futuro. Es en relación a este aspecto donde la película abre una puerta casi desconocida en el cine, puesto que vamos a ser testigos directos de cómo uno de estos proyectos personalistas (que suelen protagonizar la mayoría de guiones cinematográficos), desemboca en una tragedia en la que una parte no pequeña de la culpa será atribuible al ego del profesor.

Anteriormente se ha hecho alusión a una comparación entre el Sr. Wegner de La ola con el profesor Keating de El club de los poetas muertos. Es importante matizarla. Se podría decir que Keating también recibe su castigo por su forma de enfocar la educación a través de la muerte de su alumno y la expulsión de su puesto de trabjo. Pero no es así. La película deja claro que la responsabilidad de la muerte del chico es de un padre dominante y posesivo, es consecuencia de una sociedad opresora y cerrada donde Keating supone un soplo de aire fresco. El mensaje que transmite la película es que sus modos de trabajo funcionan y son válidos. Hace lo que debe hacer: abre a los chicos una puerta a la cultura, y realiza tan bien su labor que estos chicos parecen encontrar subversivo leer poesía ocultos en una cueva al tiempo que descubren sus valores personales ocultos y se encuentran a sí mismos. Además, para reforzar la idea, se nos muestra esa última secuencia llena de emoción contenida y reforzada por la música de Maurice Jarre donde sus alumnos se despiden de él sobre las mesas en un improvisado homenaje que, inevitablemente, reconfortará al profesor y hará que el espectador nunca juzgue ninguno de sus métodos.

No es el caso de La ola. No habrá final redentor para el Sr. Wegner. No aparecerá ninguna magia cinematográfica en forma de recurso narrativo que permita absolverlo. El profesor es finalmente consciente  de que el proyecto se le ha ido de las manos pero no consigue parar la tragedia. El líder carismático ha desencadenado una serie de acontecimientos que se desarrollarán sin su (imposible) control. Porque nunca tuvo ese control. Los alumnos deben reflexionar, por tanto, sobre la necesidad de pensar individual y colectivamente más allá de los profesores, no despreciarlos pero nunca seguirlos ciegamente, no ignorar sus consejos pero no seguirlos nunca a rajatabla cuando contradigan ideas firmes que ellos tengan, y ponerse a la defensiva ante el excesivo carisma de algunos de ellos que quieren, a través de sus alumnos, revivir batallas pasadas que a lo mejor ellos ya perdieron.

12 marzo 2011

Analizando una secuencia de La diligencia



El ataque indio a la diligencia en la película dirigida por John Ford en 1939, es uno de esos momentos que ha quedado grabado en la historia del cine. Su intensidad, sentido del ritmo e integración de planos medios (grabados en estudio con los actores) junto a los planos generales (que dotan de una inusitada fuerza a la secuencia y que fueron grabados por expertos especialistas que realizaron algunas de sus mayores hazañas en el rodaje de esta película), conforman casi diez minutos de un cine de extraordinaria calidad e intensidad, dentro de una película que significó el resurgir de un género, el western, que dejaba atrás la época en la que apenas era un divertimento menor de las masas a través de producciones de serie B, para convertirse durante dos décadas en uno de los emblemas más significativos del cine americano e incluso, como afirmara Borges, en la última épica del siglo XX.

Toda la secuencia está rodada desde el punto de vista de un narrador omnisciente por lo que en todo momento el espectador posee más información que los personajes. Este hecho dota de mayor intensidad dramática al comienzo de la secuencia cuando los pasajeros, tras haber superado múltiples peripecias durante el viaje (incluido un parto que es asistido por un doctor borracho), comienzan a despedirse ignorantes de la que se les avecina.

Ese dramatismo se ve reforzado gracias al uso de música no diegética En aquella época Hollywood estaba virando hacia un uso más evocador de la música, con el uso de los leit motiv, pero todavía estaba muy presente la época del cine mudo, donde la música acompañaba en todo momento a las imágenes remarcando los movimientos de los personajes, e induciendo emociones al espectador, provocándoles sentimientos de miedo, intriga o ira antes de que la imagen mostrara la situación que provocará dichos sentimientos. Un brusco giro de la cámara sobre su eje, una breve panorámica, nos hace trasladar nuestra mirada desde un gran plano general de una diligencia que cabalga tranquila y pausada hacia el final de su viaje acompañada de una música suave y alegre, hasta un plano general de un numeroso grupo de indios montados a caballo y con rostro adusto que son presentados bajo una música chirriante, desasosegante y significativa. Esa música persiste en nuestros oídos mientras la cámara nos muestra algunos primeros planos de los indios. El espectador ya es consciente, antes de que suceda, de que van a atacar la diligencia. Comienza a sufrir por los personajes a los que ha cogido cariño y con los que se les ha permitido empatizar durante el anterior metraje.

A partir de ese momento se intercalan imágenes de una carrera frenética (grabadas mediante planos generales), a través de una zona desértica, yerma, que potencia la idea de que la huida no es posible, de soledad y de angustia, con planos medios y primeros planos de esto personajes repeliendo el ataque, grabados en estudio. El espectador es testigo de la muerte o las heridas que sufren algunos de los viajeros a manos de los indios, al tiempo que el personaje de Ringo (John Wayne) va cobrando fuerza como el único que es capaz de contener por un tiempo lo inevitable. En esta loca huida se comete uno de los errores que en todas las escuelas de cine se enseña a no cometer, ya que varias veces se invierte el eje que permite al espectador dotar de continuidad a la carrera por lo que alternativamente vemos a la diligencia y a los indios correr de izquierda a derecha de la pantalla, para después moverse en el sentido inverso. Este hecho no hace más que demostrar que las normas estás para ser incumplidas, siempre que el que lo haga tenga el dominio de la técnica suficiente como para que esa trasgresión no afecte a la inteligibilidad del relato cinematográfico.

A los pasajeros se le van acabando las balas con las que hacer frente al ataque, la situación se hace cada vez más desesperada y entonces somos testigos del momento más intenso de la secuencia, cuando vemos mediante un primer plano, la cara preocupada y tensa del antiguo caballero del sur reconvertido en jugador de póquer tras la Guerra Civil, y que ha colmado de atenciones a la joven sureña que viaja al oeste en busca de su marido militar. La cámara desciende desde su rostro y entendemos que mira su pistola. Mediante un plano detalle se nos muestra que solo le queda una bala en la recámara de su revólver; una breve y algo violenta panorámica nos indica el sentido de sus pensamientos y hacia donde se desplaza su mirada: un primer plano nos enseña a la joven sureña que reza desesperada, casi sollozando y con el pánico reflejado en su rostro. Dentro de ese primer plano aparece desde la izquierda el revólver, solo el revólver, que apunta a la cabeza. El espectador comprende entonces que todo está perdido y entra en el juego de los simbolismos aceptados, la información subrepticia que le dice que por entonces, en el “salvaje oeste”, era preferible pegarle un tiro a una mujer antes de que cayera en manos de los indios. El revólver es amartillado y justo en ese momento se escucha un disparo fuera del plano: el revólver cae lentamente al tiempo que sobre la música no diegética se alza el sonido de una corneta (música diegética que sirve como sinécdoque de lo que vemos a continuación: la caballería del ejército americano a todo galope dispuesta a salvar la diligencia y terminar con el peligro de los indios).

Por último vemos a Ringo abriendo la portezuela del la diligencia tras el ataque y el espectador observa a través de su mirada (cámara subjetiva) la muerte del personaje interpretado por John Carradine, volviendo a recordarnos su noble origen. La secuencia termina con el plano medio de Ringo observando el interior que ya no vemos, sin entrar en la diligencia, como una metáfora del final de la película, cuando junto a la prostituta Dallas, se alejará de la civilización. Un plano que parece prefigurar al endurecido y cínico personaje de Ethan, que el mismo John Wayne interpretara en Centauros del desierto (John Ford, 1956), incapaz de volver a encontrar su sitio dentro de niguna comunidad.

08 marzo 2011

Los otros cinco poderes mediáticos españoles

Pincha en las fotos y podrás acceder a los conglomerados de esas otras empresas de medios en España, aún más desconocidas para el gran público que las grandes que estudiamos en el post anterior

06 marzo 2011

Los cinco grandes poderes mediáticos españoles

Pincha en cada una de las fotos para ver el conglomerado mediático de cada una de las empresas red multimedia españolas