18 febrero 2014

El profesor en la encrucijada

Cada día me parece más evidente que más allá de pedagogías libertarias de salón y de discursos añejos engolados, a día de hoy, en la educación obligatoria, en el entorno social en el que desarrolla su labor un profesor, aparte de la imprescindible formación académica necesaria para conocer y controlar lo que después tendrá que explicar a sus alumnos, un profesor sin empatía, sin capacidad para comprender a sus alumnos, sin capacidad para ponerse en su lugar, para volver a su infancia y adolescencia sin atajos reconstruidos, para entender que aunque la educación sea un novedoso regalo histórico para los adolescentes ellos no lo viven así, sino que en muchas ocasiones equivocadamente lo entienden como una tortura o como una atroz condena de cárcel, terminará siendo un profesor absolutamente inútil, intrascendente, estéril. Y lo peor es que nunca será capaz de comprender por qué.

Es curioso cómo muchos profesores, compañeros con los que converso, (re)construyen sin darse cuenta una falsa realidad en relación a sus años como estudiantes. Hace años que me divierto obligando a algunos a contextualizar sus experiencias para demostrarles durante un momento (después estoy seguro que casi todos siguen empecinados con sus ideas) que muchos de ellos lo que pretenden de manera errónea es convertir su anecdótica experiencia personal en un totalitario (y victimista) paradigma educativo. Tal vez la experiencia que mejor ilustra lo que expongo fue aquella vez en la que discutía con tres compañeras respecto a la mala educación de los alumnos actuales y su incapacidad para cambiar de registro a la hora de hablar con diferentes personas. Ellas despotricaban sobre la vulgaridad de los alumnos comparándolos negativamente con lo que ellas decían que habíamos sido nosotros como alumnos a su edad (eran de mi generación, más o menos). Se me ocurrió entonces preguntarles en qué tipo de centro habían estudiado. Con sorpresa, y sin que repararan en la importancia de lo que decían, escuché cómo dos de ellas habían estudiado en colegios de monjas femeninos y la tercera en un colego privado "de élite". Daba igual. No eran capaces de ver la distorsión, tanto por sexo como por clase social, que ese tipo de educación segregada introducía en su visión sesgada de la realidad educativa, tanto de la pasada como de la actual.

Llevo varios años defendiendo la hipótesis de que en el fondo hay pocas diferencias dentro de las aulas entre los alumnos actuales y los de mi generación, los que hacíamos BUP y COU en la educación pública hace casi 20 años (lo cual, sobre todo en cuestiones de roles de género y machismo estructural da mucha pena, la verdad), pero que una de esas diferencias existentes es trascendental para un enfoque docente práctico y útil del proceso de enseñanza-aprendizaje: los alumnos adolescentes actuales necesitan desesperadamente un conexión emocional con sus profesores para preocuparse por comprender las complejidades de la materia que éste imparte. Una diferencia que puede parecer pequeña, incluso insustancial. Que para los pedagogos de la revolución tecnológica y el pensamiento creativo resulta irrelevante porque ellos están inmersos en una batalla global para cambiar paradigmas, construir revoluciones artificiales y destruir los muros de unas escuelas decimonónicas que constriñen y destruyen la creatividad de nuestros niños (¡uf!). Y que para otros, los que para defenderse de las alucinaciones pedagógicas de los anteriores han terminado cavando una trinchera defensiva demasiado profunda que los aleja de lo que realmente pretendieron inicialmente defender, resulta muy complicado aceptar porque les recuerda, equivocadamente, a la jerga logsiana respecto al papel motivador y de guía del profesor. Pero el elefante sigue en medio del salón, aunque no se lo quiera mirar. Porque se trata de una característica generacional novedosa que es real, que existe y que es determinante. Algunos creerán que es debida a la ampliación, desde los 14 hasta los 16 años, de la edad obligatoria de estudios, que provoca que los alumnos dejen de ser niños fáciles de dominar para ser adolescentes conflictivos dentro de las aulas. Otros considerarán que la causa está en la mutación de las familias españolas, en las que la paternidad hace tiempo que dejó de ser una cosa sobrevenida para convertirse en un extravagante proyecto vital que coloca a los hijos en un pedestal distorsionador, algo que termina siendo perjudicial para los críos, ya que los convierte en protagonistas decisorios a edades excesivamente tempranas, colocándolos en el centro de una atención y una protección excesiva por parte de unos adultos absolutamente desorientados que impiden una maduración natural de sus retoños.

Puede ser. Habría que indagar más en las causas para poder encontrar pruebas determinantes. Pero en el fondo poco debieran importar estas historias al profesor que hoy se enfrenta en el aula a un grupo numeroso de adolescentes maleados por un entorno que los ha hecho creer erróneamente que son, demasiado pronto, demasiado importantes. No es su responsabilidad criar a esos chicos ni enjuiciar los errores de los padres en su educación. Su labor es conseguir formarlos, ayudarlos a convertirse en personas con un mayor conocimiento y con una mayor capacidad crítica a la hora de enfrentarse al mundo. Pocas cosas hay más tristes que ver a esos profesores, buenos profesionales, tan comprometidos como equivocados en su enfoque, dedicarle horas y horas a la preparación de sus clases, a las prácticas o a las salidas extraescolares ante la cruel indiferencia de sus alumnos. Pero el problema es suyo. Un profesor no puede pretender convertir su labor en una actividad onanista, enfocada en sí mismo, olvidando que el objeto de su trabajo son los alumnos y recurriendo a la necia excusa de que “son ellos, con su indolencia y su pasividad, los que se pierden la posibilidad de acceder a los niveles superiores del conocimiento que él les ofrece, algo que sin duda harían si fueran responsables y reflexivos (y robots, añadiría yo), ya que valorarían en su justa medida su ingente trabajo en la preparación de las clases y la importancia de la cultura a la que les permite acceder”. Puede que este tipo de justificaciones ayuden a ese profesor a sobrellevar durante un tiempo su fracaso profesional pero en el fondo, en su interior, sabrá que hace mucho que perdió la batalla y que cada vez será más complicado continuar engañándose.

Porque al final un profesor, ese profesor, cualquier profesor no va a poder cumplir adecuadamente con su labor sin llegar a los alumnos, sin entenderlos, sin reírse con ellos, sin sufrir con sus problemas, sin conocerlos para poder así guiarlos, sin entender sus necesidades, sus miedos, sus preocupaciones. No debe pretender por supuesto ser su amigo, ni su colega, porque es lo que menos necesitan; ha de asumir su rol como adulto, actuar con mano firme, ser cercano y accesible pero al tiempo distante para respetar sus espacios, para dejarlos crecer sin que su presencia los perturbe, sabiendo abandonar el primer plano, desapareciendo cuando sea necesario, apareciendo cuando se le necesita, en su aula, con sus clases, guiándolos, respondiendo a sus dudas, evitando que se sientan mal cuando se equivocan, obligándoles a aprender de sus errores, renunciando a la inútil crítica personalizada, abriéndoles puertas y, por supuesto, transmitiéndoles conocimiento. Sí, creo firmemente en la transmisión de conocimientos. Es más, me parece una profunda y absoluta traición a las nuevas generaciones renunciar a trasladarles la belleza y la profundidad de lo que antes de nosotros construyeron mentes brillantes que no dudaron en la necesidad de conocer los paradigmas culturales y científicos establecidos para luego, desde ese profundo conocimiento, derruir lo necesario para avanzar sobre los escombros y transformar el mundo.

Pero para poder transmitir conocimientos y ser útil en la formación de los alumnos el profesor actual no puede obviar que, a diferencia de generaciones anteriores que asumieron con normalidad una distancia casi reverencial con sus maestros a la hora de realizar su aprendizaje, la actual se ha criado en un entorno sociofamiliar completamente diferente en el que las emociones, sus emociones, han cobrado una importancia extrema. Y por mucho que moleste a algunos, que los irrite profundamente o que equivocadamente consideren por ello que se minusvalora su rol como educador, a día de hoy ni los alumnos ni sus familias van a asumir regresar a estadios anteriores donde el respeto por la figura del docente venía dada porque sí, sólo por consideración a rancias jerarquías sociales. Por lo que ese respeto el profesor va a tener que ganárselo cada día a base de duro trabajo y de su capacidad para conectar con cada uno de los grupos de alumnos a los que va a tener que impartir clases. Y aunque en principio pueda resultar agotador, cualquier profesor joven que comience a dar clases debe darse cuenta con rapidez de que se va a ver obligado a gestionar esas necesidades emocionales de los alumnos para conseguir que redunden finalmente en beneficio de su formación. Va a tener que ayudarlos a reenfocar algunos de los diversos aspectos negativos de este nuevo paradigma emocional de la educación: la existencia de una mayor dependencia de los adultos de su entorno (que tratan de encubrir con simulacros de rebeldía impostada), una llegada más tardía a la madurez, una mayor intolerancia a la frustración o una necesidad compulsiva de conseguir resultados inmediatos debido a una educación consumista basada en la  hiperestimulación. Por otro lado el profesor debe potenciar los aspectos positivos:la aparición de una nueva comunicación más fluida y menos rígida con los alumnos que permite encontrar, gracias a la confianza mutua, las fallas individuales en la formación de cada uno de ellos, una mejor capacidad para colaborar en grupo e integrar al diferente en el seno del mismo, una mejor  disposición a la participación en las actividades o, en el contexto adecuado, la existencia de una saludable pérdida del miedo al error en público. Detalles, apuntes, bosquejos para una necesaria reconversión en el ejercicio de la docencia.

Sólo una lectura maniquea de lo argumentado puede tergiversar lo aquí expuesto para presentarlo como una defensa del profesor buenrollista o con complejo de paternidad perdida, cuyo único interés es conectar con sus alumnos y hacerse colega de ellos para esconder sus miserias profesionales. Nada más lejos de mi intención. De lo que hablo es de la existencia en las actuales aulas de la ESO de una condición previa necesaria (pero por supuesto no suficiente) para que un docente tenga siquiera la posibilidad de encarar su labor con una mínima posibilidad de éxito. Sólo conectando en primer lugar con sus alumnos este profesor tendrá después la opción de comprobar si los recursos técnicos y pedagógicos de los que dispone son suficientes y adecuados para convertirlo en un buen profesional. Porque más allá de trincheras pedagógicas estoy absolutamente convencido de que, con la necesaria renovación y reciclaje que toda profesión necesita, cualquiera de los métodos que aparecen como contrapuestos en los libros de educación por alinearse con teorías antagónicas (conductismo, constructivismo, cognitivismo…) pueden terminar dando resultados excelentes (sobre todo cuando se "contaminan" los unos de los otros, cuando se hibridan) o lamentables. Y porque la clave inicial (fundamental) para que dichos métodos de enseñanza puedan funcionar  nunca va a ser de carácter técnico o pedagógico, no va a estar relacionada con el uso de tecnologías digitales o de pizarras decimonónicas, sino que va a estar vinculada con la capacidad del profesor para entrar en el aula con la cabeza erguida y sonriendo, mirando a los ojos a sus alumnos, respetándolos profundamente, comprendiendo que para que el proceso de enseñanza-aprendizaje pueda funcionar ellos deben creer en él para que también lo respeten, y él nunca debe mirarlos con desconfianza, como enemigos potenciales, señalando tan sólo sus defectos sin ver ninguna de sus virtudes. Los alumnos que se encuentran en las aulas son la esencia de la realidad educativa, el objeto del trabajo docente, absolutamente alejado de las absurdas idealizaciones (“creativas”) que el pedagogismo imperante está conformando en el imaginario colectivo. Y los centros educativos, a través de la labor de sus profesores, dejando fuera de dichos centros utopismos interesados, son para muchos de ellos la mejor oportunidad para reinventar sus vidas y mirar al futuro con menos miedo y con más formación. No debemos nunca olvidarlo. Ellos, desgraciadamente, muchas veces aun no conscientes de ello. Debemos recordarlo también por ellos.

Coda: si eres profesor y cuando avanzas por los pasillos de tu centro bajas la cabeza para evitar cruzar tu mirada con la de tus alumnos. O por el contrario, son ellos los que evitan saludarte y hacen como si no te conocieran al verte, a pesar de las horas compartidas en las aulas. O si eres incapaz de impartir tus clases a no ser que recurras a la violencia verbal o a las continuas amenazas de castigo. O si consideras que una clase ha sido buena porque los alumnos no han hablado ni se han movido en 50 minutos. O si los comentarios de tus alumnos casi siempre te parecen estúpidos y sólo valoras en clase respuestas e intervenciones artificialmente académicas. O si nunca te atreves a sonreír en clase con ellos para no perder la compostura. O si ya no los entiendes, los ves como extraterrestres y pretendes que mantengan día tras día el interés por tus clases sin mecanismos de gratificación, sólo con el objetivo de aprobar exámenes y sacar buenas notas.… Sí, tienes un problema, lo creas o no lo creas. Consideres que eres un fantástico profesor o que eres un profesional más bien mediocre. Va a dar igual. Porque más allá de lo que creas ser o de lo que creas que podrías ser si te dejaran serlo, ellos, los alumnos, ya han decidido que no les vas a servir como enseñante. No has sido capaz de superar la prueba inicial. Y lo demás que hagas, con más o menos esfuerzo, será finalmente insustancial.

30 enero 2014

Yo compraba El Mundo

Yo compraba El Mundo. Ahora, en ocasiones, también lo hago, claro, pero no es lo mismo. Yo antes compraba El Mundo. Cuando significaba algo. Cuando hacerlo (como descubrí muy pronto) significaba enfrentarme a muchos amigos, de aquellos que decían tener entonces las mismas ideas sociales que yo y que a día de hoy serían incapaces de reconocerse en aquellas versiones de sí mismo. Elegía ese diario sobre todos los de la competencia porque lo prefería al rancio conservadurismo del ABC, a la casposa progresía de salón de El País y a la anorexia informativa de los diarios locales. Ahora sólo lo compro por costumbre, lo leo con desidia, a veces con asco, siempre con recelo. Y no hacerlo ya no significa nada porque sé que nada me pierdo cuando no lo hago. Cuando lo compraba, cuando leerlo era importante para mí, cuando me asomaba a la vida adulta y a la vida universitaria y desesperado buscaba mi lugar en el mundo escribía Umbral, el más grande, el que imponía el nivel, me deslumbraba la escritura de Albiac, me divertía el cinismo de Losantos, me imponía respeto Hidalgo, despertaba mis instintos subversivos Javier Ortiz, alucinaba con Boyero, me reconocía en jóvenes columnistas como David Torres. El Mundo era una fiesta para el lector, un batiburrillo ideológico de voces diversas y pensamientos dispares donde la opinión argumentada establecía el paradigma imponiéndose al tratamiento editorial de las noticias. Precisamente eso era lo que yo quería encontrar, lo que buscaba cada día, lo que necesitaba. Cuando el columnismo era significativo, incluso brillante. Y todo aquello sucedía cada día, día tras día, al módico precio de cien miserables pesetas. Ahora, con la perspectiva que da el paso del tiempo, es tan triste como inevitable constatar lo fácil que fue vivir en la oposición, a la contra, defendiendo ideales  que parecieron ser un faro moral hasta que se convirtieron en la excusa para ganar dinero y conseguir poder e influencia. El director de todo aquello, el inspirador, el alma de aquella utopía periodística que tan poco tiempo duró fue Pedro J., un personaje singular, un tipo muy particular, con enorme carisma, con una ambición sin límites, alguien que se creía heredero de una tradición de periodismo independiente y salvaje que seguramente jamás existió. Y que desde luego él tan sólo interpretó. Mientras le convino. Eran otros tiempos, los estertores del felipismo, eso que ya a los jóvenes empiezan a conocer con la misma distancia que el franquismo. Algo mucho más difícil de explicar.

Pedro J. deja El Mundo. A Pedro J. lo echan de El Mundo. En el fondo no deja de ser paradójico que una de esas asépticas decisiones empresariales, basadas en la más estricta rentabilidad del producto que ese capitalismo expansivo que él ha defendido desde las páginas de su diario suele tomar, sea la que lo expulsa del barco. Lo que hace que lo purguen. En un bote, a la deriva, en soledad, con tanto dinero como decepción vital. Pedro J. ha sido arrojado al mar, es obligado a abandonar su creación, a dejar atrás su vida, su legado. Ya no es necesario. O mejor dicho, se había convertido en una molestia para el sistema, en una incomodidad, con el agravante de que encima ya ni siquiera era rentable, de hecho era deficitario. Estaba condenado. Su derrota es una consecuencia más del contexto socioeconómico que él contribuyó a consolidar. Sobra. Molesta. A la puta calle.

Yo compraba El Mundo. Cuando era joven. Mucho antes de que el periódico feneciera. Mucho antes de aquel desgraciado 11M que terminó de destapar las miserias profesionales de un Pedro J. conspiranoico, intrigante y obcecado. Mucho antes de que su obsesión por el poder convirtiera su periódico en un panfleto insustancial con una voz monocorde en el que la lucidez independiente de sus columnistas fue sustituida por un servilismo mediocre insufrible carente de toda inteligencia. Hace mucho tiempo. Hace ya tanto tiempo.

26 enero 2014

No es verdad: decálogo de un malestar


No es verdad 
  1. No es verdad, por mucho que lo repitan, por mucho que intenten convencerte de ello, no es verdad que baste con sobrevivir, no puede ser que lo único que importe sea conseguir un empleo miserable con un sueldo de mierda sin una mínima seguridad laboral y con una nula proyección de futuro. 
  2. No es verdad, no lo es, que vivamos en una sociedad de libertades cuando tienes que alquilar a bajo coste el 70% de la vida que no pasas durmiendo en un trabajo que no tiene por qué llenarte, para el que tal vez no te has formado, en el que tu valor no depende exclusivamente de tu rendimiento y para el que debes competir con un número exagerado de tus iguales en una cruenta guerra en la que siempre perderás, de una manera u otra, en algún momento de tu vida.
  3. No es verdad que seas un ciudadano con derechos de una sociedad democrática moderna cuando no tienes la posibilidad real de construir un proyecto de futuro personal y familiar digno porque la precariedad laboral te amenaza cada día, porque el miedo a la pobreza y a la exclusión social limitan tu libertad de acción y de elección y porque sientes demasiado cercano el abismo como para poder dejar de sentir ni un solo instante ese malestar existencial difuso que te corroe las entrañas día tras día.
  4. No es verdad, aunque te engañes y quieras convencerte de ello, que todo lo haces finalmente por tus hijos, con la esperanza de que al menos les darás a ellos una oportunidad para vivir de otra forma, en libertad, con dignidad. Y no es verdad porque en el fondo sabes que salvo que demos un giro a todo esto ahora su futuro será el mismo que el tuyo: trabajarán como esclavos modernos para alguna empresa. Como tú. Serán puteados, exprimidos y finalmente, en alguna de sus crisis, abandonados a su suerte. Como hicieron contigo. Recortarán sus derechos y sus libertades lentamente, al ritmo de las necesidades del sistema. Como a ti. Vivirán y morirán acobardados, indefensos, aislados y angustiados. Como tú. Sí, lo sé, te conozco, tienes la esperanza de que tal vez ellos, tus hijos, se puedan salvar, que a ellos igual la tormenta no les alcanzará, que conseguirán un refugio donde guarecerse. Es posible. Pero también sabes que si lo consiguen tan sólo lo harán para mirar desde su ese refugio como se calan hasta los huesos los hijos de los otros, de nosotros, esos que en el fondo, desde tan lejos, ni siquiera tú serías capaz de diferenciar de tus propios hijos.
  5. No es verdad que puedas mantener eternamente ese ritmo, esta tensión, esos horarios imposibles, la presión que soportas cada día. Hasta ahora has evitado la enfermedad, la has sorteado, ya no eres inmortal porque la has olisqueado de cerca pero crees sentirte fuerte, capaz de superar esos obstáculos en los que ves a otros tropezar y caer. Todavía, a veces, te confundes y caes en el error de juzgar cada situación de manera aislada, descontextualizada. No entiendes por qué no se levantan, por qué no se rebelan, por qué no encaran sus desgracias, sus despidos, sus crisis de otra manera. Los criticas, incluso en ocasiones los desprecias. Desde esa óptica miope en la que has sido educado por el sistema. Pero no, no es verdad que todo el mundo pueda aguantar ese ritmo, esa tensión, esos horarios y esa presión, todo eso que tú aún crees poder manejar, y conciliarlo con sus emociones más íntimas, con sus desarreglos emocionales, con el paso del tiempo, con el transcurrir de la vida. Como desgraciadamente también tú terminarás comprendiendo.
  6. No es verdad que salir de la zona de confort, esa que tanto critican los gurús emocionales, los coaches encorbatados, los sacerdotes del capital, tenga que ser una opción deseable. La única zona de confort indeseable es la ideológica, la que provoca que no seas capaz de aceptar nuevas ideas sólo por la pereza de tener que replantearte las que ya asumías como dogmas. Pero no te dejes convencer, no te lo creas, no caigas en su trampa: una enfermedad grave es una putada, no una oportunidad para ver la vida desde otra perspectiva y replantearte tus prioridades y un despido es otra putada, no una manera de reorientar tu carrera y alcanzar por fin la felicidad emprendiendo tus propios proyectos. Mejor será no enfermar y que no te despidan y que tú mismo decidas, cuando te veas preparado y consideres conveniente, dar un volantazo a tu vida y cambiar tu perspectiva vital o cambiar de empleo. O no. No es verdad que todo cambio es positivo, no es verdad que es mejor vivir en lo provisional, no es mejor vivir en el alambre de no saber si mañana vas a tener un empleo o debes volver a reenfocar tu carrera laboral. Necesitamos anclas afectivos, sociales y laborales para poder pararnos y ser capaces de reconocernos. Y optar, si es nuestra decisión y no lo que otros nos imponen, salir a la mar en busca de nuevos horizontes vitales.
  7. No es verdad que vayas a poder formarte toda la puta vida. Es evidente que  trabajar en el ámbito que sea conlleva una necesaria adaptación continua a los cambios. Por supuesto. Pero eso no es novedoso, siempre fue así. Lo de la formación continua reglada, lo del credencialismo, lo de la maldita titulitis es otra cosa, es una trampa mortal, la zanahoria que el sistema te ha colocado delante para que corras hasta la extenuación y termines sin resuello y medio muerto en algún recodo del camino. Es su manera de volver a robarte el poco tiempo libre que habías conseguido gracias a sangrientas luchas sociales. Ésas que ya no recuerdas. Nada que ver con la maldita empleabilidad con la que se llenan la boca todos aquellos cuyas vidas, curiosamente, suelen estar ya solucionadas. O los que han convertido esa formación continua en su modo de vida, vendiendo humo disfrazado de necesidad. Formarse es fundamental, claro, pero el enfoque que el capitalismo pretende dar a esa formación es sesgado, limitado y mezquino. Y siempre, al final, esa formación será insuficiente, nunca estarás lo suficientemente preparado como para soportar la feroz competencia de los que vienen por detrás con los dientes afilados, educados en un mercado laboral adulterado en el que jamás hay ni habrá espacio para todos.
  8. No es verdad que todo lo que está pasando, el horror de una crisis destructiva, el fango putrefacto sobre el que chapoteamos cada día desde hace años, la tristeza y la rabia que nos devoran por dentro, puedas achacarlo tan sólo a la gentuza que nos gobierna, a los políticos, a esos tipos tan mediocres, tan limitados, tan intelectualmente incapaces. Que cobran cuatro, cinco o diez veces más que tú. Tenemos que ser capaces de ver más allá, de acercarnos a las entrañas de la bestia, de comprender el funcionamiento del sistema, la imposibilidad real de que pueda alcanzar el poder político nadie que no haya mostrado antes su absoluta adaptación al infecto medio en el que desarrollará su labor. Los políticos no son la enfermedad. Su inutilidad es el síntoma. El capitalismo totalitario, como un virus, ha infectado todos los estamentos sociales haciendo casi una utopía encontrarle una alternativa viable en la que podamos concentrar los esfuerzos de resistencia
  9. No es verdad que tú solo vayas a poder salir vencedor de esta batalla que estamos librando. Es la mayor de todas las mentiras. No es verdad que puedas darnos la espalda y hacer como que no notas a los que faltan, a los que ya no están: los compañeros que despiden de un día para otro y dejan de ir a la oficina; los conocidos que tras meses de intentar ocultar la realidad dejan de aparecer en los lugares de siempre porque ya no pueden permitirse pagar esas cervezas; los que abandonan sus casas, sus barrios, sus ciudades o su país dejando atrás ilusiones destrozadas que nunca podrán ya recuperar. Porque no están muertos, siguen vivos, su recuerdo es mucho más difícil de manejar. No para el sistema claro, que puede expulsarlos de manera implacable y para siempre en base a impecables razonamientos económicos. Pero mucho más complicado será que tu memoria pueda olvidarse de ellos. Aunque intentes concentrarte en tus proyectos, convencerte de que la única prioridad es tu familia, la salvación de los tuyos, tu supervivencia. Esos fantasmas ya no te van a abandonar. Ni el miedo, ni el pavor, ni el absoluto terror a quedarte tan solo, tan abandonado y tan desprotegido como los dejaste a ellos cuando vengan a por ti. Porque ya, a estas alturas, sabes que también vendrán a por ti.
  10. No es verdad que sean verdad todas esas patrañas que el neocapitalismo nos vende con certificado de inexorable, no es verdad que no haya alternativa, no es verdad que podamos sobrevivir en soledad, no es verdad que las ciberutopías se vayan a cumplir, no es verdad que las relaciones en la red nos van a salvar del aislamiento, no es verdad que podamos sobrevivir sin los demás, sin cuidarnos los unos a los otros mediante instituciones solidarias; no es verdad que podamos cambiar nada sin cambiar antes el paradigma social, la visión de conjunto, el punto de vista individualista, arrogante y presuntuoso en el que nos hemos educado y hemos creído que era patrimonio cultural de Occidente; no es verdad que podamos cambiar nada sin ser honestos y sin hacer ver a los demás la necesidad de serlo, sin construir normativas que nos obliguen a serlo. No es verdad que podamos salir de esta crisis como entramos porque nada será igual, aunque algunos pretendan confundidos volver a Matrix o atiborrarse de soma para eludir de nuevo la realidad.
No es verdad

16 enero 2014

Un año de libros (2013)

Estos son los libros nuevos (sin contar relecturas) que leí este año. Son unos pocos menos que en años anteriores pero en general las lecturas han sido fantásticas.
  • Tan lejos de KryptonDaniel Ruiz García. Emocionante y cautivadora inmersión en el universo infantil. El autor lleva hasta el límite la apuesta de transformar su voz en la de un niño que habita esa España mitológica de los 80, donde aún era posible la existencia de los superhéroes y donde sólo la realidad podía venir a ensuciar para siempre sueños e ilusiones. Brillante, nostálgica y apasionada esconde en su interior una evidente melancolía por una inocencia que se fue para no volver.  
  • Todo empezó con ObdulioBosco Esteruelas. Novela escrita desde el estupendo y manifiesto rencor del autor hacia una empresa (PRISA, El País) en la que trabajó durante años. Ese rencor y la rabia por el acoso y el despido final que sufrió en sus carnes Esteruelas sirve como motor de una historia pésimamente escrita cuya mayor utilidad es descubrirle a los lectores la realidad de la podredumbre y corrupción moral de la redacción de uno de los periódicos más influyentes del país, que fue durante años el equivocado faro moral de un par de generaciones de españoles
  • Perros de porcelanaMarin Ledun. Intensa, brutal, honesta, perturbada y febril novela que retrata la presión laboral en una de las grandes empresas francesas así como el deterioro mental y físico al que la nueva economía y las nuevas formas del capitalismo llevan a unos trabajadores desorientados, egoístas y aislados, incapaces de enfrentarse solidariamente a un sistema que los devora y los arroja al abismo del suicidio o la invalidez emocional. Absolutamente recomendable. De lo mejor que leí durante este año
  • 2020Javier Moreno Tal vez junto a Alma, la novela que más me ha gustado del autor. Moreno se deja ensuciar por el mundo que lo rodea, advierte la coyuntura social en la que su labor literaria se desarrolla y pone su elegante lenguaje y su genuina capacidad de disección al servicio de una extraña distopía en la que los aforismos se multiplican y las reflexiones críticas sobre la sociedad y la economía se ven enriquecidas gracias a una extraordinaria habilidad para interrelacionar lo micro y lo macro en ambos campos. Un gran novela.
  • El desengaño de Internet, los mitos de la libertad en la redEvgeny Morozov. Pertrechado con infinidad de datos contrastados y citando trabajos e investigaciones muy bien fundamentados, Morozov construye un devastador ensayo con el que intenta desmitificar las bondades libertarias de Internet y el pretendido carácter emancipador de las redes sociales. Su tesis central es que Internet y sus redes sociales pueden terminar favoreciendo el control de los ciudadanos y el fortalecimiento de Estados autoritarios a los que les resulta muy sencillo desactivar los movimientos sociales contestatarios gracias la exposición digital de sus enemigos. Aún siendo excesivamente farragoso y en ocasiones demasiado reiterativo, la lectura de este libro es importante porque entronca con un movimiento intelectual crítico que en los últimos años nos viene advirtiendo que junto a los evidentes aspectos positivos de la red, también hay que saber reconocer sus potenciales peligros y sus falsas virtudes, algo que en demasiadas veces queda opacado por el entusiasmo acrítico promovido por tanto gurú (de pacotilla) 2.0
  • El asesino de la regañáJulio Muñoz Gijón. Un divertimento sin mucho recorrido sólo apto para sevillanos y conocedores de la extraña y particular idiosincrasia de la capital andaluza. Un manual de tópicos utilizados con humor y desparpajo que provoca la sonrisa continua y alguna carcajada. Un soplo de aire fresco que sirve para abrir las ventanas y ventilar las estancias clasistas y rancias de una de las ciudades españolas más ensimismadas consigo misma.

10 enero 2014

Un año de cine (2013). Segunda parte

Aquí cuelgo la segunda tanda de películas nuevas que vi durante el año que acaba de finalizar (al final fueron más de 100). Aclaro, mediante la palabra cine, las que vi en pantalla grande. Están ordenadas cronológicamente, según las vi. 
  • Sympathy for Lady Vengeance (2005)Park Chan Wook. Es la película que menos me convence de la trilogía de la venganza con la que se hizo famoso este director. A ratos aburre y es menos sorprendente pero tampoco se puede despreciar porque contiene momentos de buen cine narrativo no convencional. El problema es la comparación, pero la historia  vuelve a ser lo suficientemente retorcida y la dirección ágil y potente como para no pensar en dejar de verla ni por un instante
  • El lado bueno de las cosas (2012)David O Rusell. Comedia con tintes dramáticos que, como suele ser habitual, aguanta bien la primera hora de visión para luego desinflarse sin remedio. Muy bien todos los actores, destacando una Jennifer Lawrence estupenda, que aporta vitalidad y aire fresco a todos los proyectos en los que participa.
  • Los señores del acero (1985)Paul Verhoeven. Hay películas que por causas dispares uno lleva queriendo ver toda su vida sin conseguirlo. Es el caso de ésta, ya que nunca conseguía encontrar un copia en condiciones en VOS. Un Verhoeven en plena forma, sin complejos ni limitaciones nos lleva a una Edad Media que pocas veces lució tan sucia, tan enferma, tan miserable y tan zafia, habitada por hombres y mujeres que no pueden permitirse el lujo de la moralidad y sobreviven matando y engañando. Muy interesante, con enorme fuerza visual y narrativa, y un Rutger Hauer arrollador.
  • El hombre de acero (2013)Zack Snyder (cine). Se les fue la mano. Quisieron oscurecer y construir una versión adulta de Superman intentando seguir el acertado camino iniciado por Nolan con Batman. Pero no funciona. En ningún momento. Por muchos motivos. Las imágenes trascendentes a lo Terrence Malick de la infancia y la adolescencia contradictoria y difícil del superhéroe son pretenciosas y vacías. Y las escenas de acción, sobre todo la última batalla, se alargan hasta provocar un cansancio existencial al espectador. Se salva la música de un Hans Zimmer en estado de gracia… Si es que al final el problema tal vez sea simplemente que Superman es, de todos los superhéroes, el más inaguantable, el más coñazo. Con toda su rectitud y su pulcra decencia conservadora
  • Una pistola en cada mano (2012) - Cesc Gay. El director intenta volver al universo de las relaciones y los fracasos de treintañeros perdidos y desorientados (como ya hiciera en la apreciable En la ciudad) pero en esta ocasión fracasa por completo en el intento. Los hombres parecen muy tontos e inmaduros en sus vidas de mierda. Las mujeres muy seguras y decididas en sus vidas también de mierda. Y al final todo queda muy artificioso, demasiado falso y muy poco creíble. Decepción.
  • Los ilusos (2013)Jonás Trueba. Cine en estado puro, despojado de trama, de artificio, de excusa narrativa y casi de personajes. Madrid llenando cada fotograma y jóvenes desorientados intentando sobrevivir en un mundo adulto y competitivo que a la mínima está dispuesto a devorarlos para siempre. Una gozada de película, como ya escribí.

05 enero 2014

Un año de cine (2013). Primera parte.

Éstas son las películas nuevas (no tengo en cuenta las revisiones) que vi durante el año que acaba de finalizar. Aclaro, mediante la palabra cine, las que vi en pantalla grande. Están ordenadas cronológicamente, según las vi. Separo la lista en dos partes para hacer más digerible su lectura.
  • Los miserables (2012)Tom Hooper (cine). Una delicia. De los pocos musicales clásicos que no había visto jamás. Aún se me ponen los pelos de punta con la canción cantada por el crío. Espléndida.
  • MS1: máxima seguridad (2012)James Mather y Stephen St. Leger. Una canallada enmascarada como ciencia ficción. Carne de perro simpática, a la que uno coge cariño desde los títulos de créditos, esculpidos a hostias sobre el careto de Guy Pearce. Para nostálgicos ochenteros.
  • La puerta del cielo (1980)Michael Cimino (cine). Una obra mayor. Muy grande, tan grande y tan desmesurada. La leyenda negativa la persigue, la hace la responsable final de la destrucción del cine de autor americano de los setenta. Por megalómano y consentido. El último cine para adultos que Hollywood produjo. Hay que verla sin prejuicios, despojada de esa aura de fracaso y malditismo que arrastra. Western crepuscular, moderno, social y maravilloso. Imprescindible
  • Sombras tenebrosas (2012)Tim Burton. Lo de Burton ya es preocupante. Se ha convertido en una parodia de sí mismo, su universo se derrumba película a película, desgastado por el tiempo y la repetición de fórmulas ya manidas. Esta película es un auténtico despropósito. Mala hasta molestar.
  • Quantum of solace (2008)Marc Foster. A mí, que James Bond me la suda desde siempre, que no he soportado nunca ni las de Sean Connery, ésas que algunos dicen que marcan el canon y que son estupendas pero que me parecen inaguantables, aburridas y antiguas, muy antiguas, he de decir que al menos esta nueva etapa que protagoniza Daniel Craig me entretiene. Bourne se ha encontrado con Bond y el encuentro rejuvenece al anciano agente
  • The master (2012)Paul Thomas Anderson (cine). Una de las mejores películas de 2013. Compleja, sutil, ambiciosa, profunda y apasionante. Interpretaciones increíbles para la historia de amor y rencor entre dos tarados: uno que construye lentamente una secta que gira alrededor de su supuesto carisma y otro que trata de encontrarse a sí mismo y dar sentido a su vida desde sus evidentes limitaciones mentales. Philip Seymour Hoffman y Joaquin Phoenix bordan ambos papeles. Genial e imprescindible

23 diciembre 2013

1943-2013: 70 años

Cumple 70 años, siete décadas de existencia, de lucha. Nacida en la oscuridad y la miseria de la posguerra española, casada apenas con veintiuno, diez hijos, mis hermanos y yo, una vida entregada, de otra época. Tres hijas muertas: una al nacer, Alicia, el fantasma familiar, cuyo nombre lleva ahora una de sus nietas; las otras dos, Mercedes y Mari, masacradas en la treintena por el monstruo, por el puto cáncer, que truncó el futuro y convirtió la vida en un presente continuo para el resto. Y un marido, mi padre, siete años mayor que ella, extraño y contradictorio, que apenas le duró hasta los sesenta y cinco. Es una superviviente, de la vieja guardia, pertenece a otro mundo, a un mundo que se desvanece ante nuestros ojos, que desaparece para siempre, con otros códigos y diferentes expectativas. Ha envejecido sin que me dé cuenta, sin que lo note ni lo acepte. Tampoco ella. Y eso le da vida, le permite seguir jugando una prórroga eterna. Aunque pasen los años. Y la tentación de claudicar a la tristeza se agigante y sea cada vez más seductora.

La recuerdo envuelta siempre en colores vivos, reflejo de una vitalidad abrumadora, negándose al negro depresivo y autocompasivo al que sucumbió su madre, dispuesta siempre a la risa fácil, a la charla ocasional que se transforma en infinita, incapaz de comprender motivaciones vitales que excedan los límites marcados por la defensa de su prole, de su legado, de lo que ha sido, tal vez sin ser muy consciente de ello, su más importante proyecto vital. Testaruda, con carácter, visceral y emotiva. Nunca lo suficientemente valorada ni respetada. Ni por su marido ni por sus hijos. Y qué decir de una sociedad que sólo la vio siempre como una ama de casa cuyo criterio era de escaso valor. Nada más lejos de la realidad. No he visto jamás en nadie la capacidad de adaptación y de evolución que ella tuvo. Siempre dispuesta a ver más allá, a aceptar sin dudar algunos de los brutales cambios sociales a los que ha asistido, algunos de los cuales venían a destrozar sus paradigmas vitales. Paradigmas bajo los que se había educado y bajo los que había entendido que tenía que educar a sus hijos.

Pero no es una mujer de película. Afortunadamente, claro. Porque la vida no es una ficción. En la ficción ella, como arquetipo, nunca hubiera errado, siempre estaría ahí para todos, sería tan empática como irreal, inasequible al desaliento, capaz de dar a todos lo que cada uno de nosotros hemos necesitado en cada momento. Nadie es así. Sólo los egoístas, los que pretenden que el mundo gire a su alrededor, pueden pretender eso de alguien. A mí lo que me emociona cuando pienso en ella es que conociendo su capacidad de rencor, sus inseguridades, o su angustia cuando las cosas difieren a lo que su cabeza ha diseñado, sea capaz de dar un salto al vacío, de no dudar, de mantener la lealtad, de dar cariño ilimitado, de arropar a los suyos, a su manera, hasta el final, con todas las consecuencias. Jamás, bajo ninguna circunstancia, olvidaré las más de treinta noches seguidas que acompañó a su hija, Mari, mi hermana, en lo que sería su lecho de muerte en aquel hospital. Negándose a cualquier otra posibilidad, gestionando su dolor a duras penas, manteniendo el tipo hasta el final. Aún hoy parece ayer cuando la miro, a cámara lenta, sentada en aquel sofá, incapaz de asimilar lo que veía: los estertores de su niña, o mejor dicho, del esqueleto viviente en el que se había convertido su niña de 34 años, cuyas manos agarraban desesperadamente Espe y Amparo, sus hermanas, mis hermanas, con las caras contraídas por el dolor y la incomprensión.

Ni una ni dos ni tres son la veces que pensé que finalmente ella no sería capaz de soportar tanto dolor, tanto sufrimiento. Y siempre, cada una de las veces, me equivoqué. La subestimé. Tal vez por eso, contemplando su extraordinaria capacidad de supervivencia, me divierte tanto ver cómo mis hermanos intentan influenciarla, incluso cómo yo mismo intento a veces hacerlo. Porque me encantan sus gestos y adoro el rictus de su cara cuando desprecia esos vanos intentos de manipularla. Cuando muestra la realidad de su carácter: obcecado, testarudo, inmune a estrategias paternalistas y condescendientes.

Se me acumulan los recuerdos y no caben en este post el agradecimiento y la lealtad que siento. El cariño. El amor por ella. Tampoco yo soy un hijo de película. Soy egoísta, vivo mi vida, me molestan las convenciones, soy incapaz de aceptar demasiadas obligaciones familiares. Pero tengo memoria. Y soy consciente de las deudas emocionales con ella contraídas. Deudas que jamás podré pagar.

En mis recuerdos infantiles me encuentro muchas veces enfermo, como tantas veces en mi niñez, en una cama, febril, indefenso. Ella siempre está allí, cuidándome. Como aquella vez que mientras soportaba en vela noche tras noche escribió un diario para contarles a mis médicos la evolución de mi enfermedad. O como cuando me abandonó para correr como una loca en busca de un médico que me ayudara mientras yo intentaba de manera desesperada respirar por cada poro de mi piel. O como cuando durmió junto a mí, otra vez noche tras noche, en el salón de nuestra casa para permitir descansar a mis hermanos, incapaces de soportar mi angustia respiratoria. O como cuando, ya enzarzado en una guerra sin cuartel contra mi padre, escapé de casa camino al monolito de Juanma mientras ella rompía puntualmente relaciones con su marido y se acostaba en la cama fría de un hijo incapaz de lidiar con un padre autoritario.

Yo le debo todo. Nada tengo que echarle en cara. Siempre fui capaz de comprender y controlar sus defectos. De entenderla. Siempre supe cómo encontrarla, cómo provocar su risa. Cómo demostrarle mi cariño. De pocas cosas me siento más orgulloso que de conseguir hacerla reír. De conseguir que escape por un momento de una realidad encorsetada.

Ni una sola queja. Ni una sola crítica. Un respeto descomunal. Y un cariño incuestionable. Amor sin medida. Eso es lo que siento por mi madre. Que cumple hoy 70 años. Que seguirá viviendo en medio de conspiraciones de medio pelo y traiciones insignificantes. Como en todas las familias. Que tal vez seguirá equivocándose en algunas cosas. Por supuesto. Pero respetando su espacio y siendo capaz de defender el propio se termina encontrando a una mujer extraordinaria, dispuesta a darlo todo por sus hijos. Una mujer de otro tiempo, de otra época, con un hijo que la adora y que siempre estará dispuesto a quererla. Sin duda alguna. Para siempre.

Un beso, mamá. Feliz cumpleaños.

08 noviembre 2013

Sí, es a ti, pijoprogre

Tan harto de ti, tan cansado, cuánta pereza me das, ya ni siquiera me encabronas, sólo me agota tu presencia. Tantos años aguantándote, tantos silencios incómodos para no decirte lo que realmente pienso sobre las tonterías grandilocuentes que sueles soltar. Es insoportable escucharte una y otra vez, menudo ladrillo, construyendo esos discursos artificiales y maniqueos, con tu voz engolada y mirada profunda. Tan trascendente, tan ridículo… Que si qué asco de políticos, que si qué asco de monarquía, que si qué asco de empresarios… Defendiendo animales que no sabrías reconocer, defendiendo trabajadores de países lejanos que no sabrías colocar en un mapa mientras vistes ropas que ellos fabricaron, criticando el desfalco fiscal de los más ricos, criticando la corrupción generalizada de los políticos de la otra acera, la miseria moral de los que has decidido que nominalmente son tus enemigos. Aunque muy poco te distinga de ellos. Cómo te creces para hablar de tus compañeros, esos que nunca hacen huelga por nada, que además van a misa, lo sabes a ciencia cierta, perros sumisos del poder conservador. Aunque luego siempre encuentres una excusa para tú tampoco comprometerte, ni señalarte, o para hacerlo mínimamente. Sólo lo justo, lo que dicte tu sindicato mayoritario, de clase, como te gusta recalcar de manera relamida en cada ocasión, ése contra el que también cargas a veces públicamente pero que en el fondo te hace el trabajo sucio para que todo ese rollo reivindicativo con el que te vistes se quede finalmente tan sólo en lo estético, en lo decorativo, que es lo que te interesa, de lo que te alimentas. Porque no te engañes, tú lo que quieres es que todo siga más o menos igual, o que  cambie poco, viviendo dentro de trincheras de cartón en una guerra ficticia que pretendes eterna. Por eso te ponen tan nervioso lo que tú llamas excesos reivindicativos, o la idea de un verdadero cambio social en sintonía con lo que sueles predicar de boquilla, no vaya a ser que los cambios vengan a destruir lo que ya has conseguido y consideras tuyo por derecho natural. Porque eres uno más de tantos, de todos, de ellos, sí, uno más, un mierda más, vamos, para que nos vayamos entendiendo. Por eso cuando recibiste esa herencia, sin nadie que ejerciera de espectador social, no te importó que parte de ella te llegara en negro porque así simplificabas los trámites administrativos. O como cuando compraste tu casa, ¿recuerdas? ¡No hay otra manera!, afirmabas con vehemencia, ¡todo el mundo lo hace y si no pagas parte en negro no te la venden! Y claro, no te ibas a quedar sin la casa. Otra historia es esa reforma que hiciste en ella. ¿Te extraña que lo sepa? Al final todo se sabe, ya sabes: contrastaste a una cuadrilla de trabajadores ilegales. Pero claro, si no hacías eso la obra te costaba el doble y no podrías haber puesto ese parqué tan elegante ni irte de vacaciones solidarias a la India. Pero tal vez lo más molesto, lo más sucio, lo más patético que hayas hecho y sigas haciendo es pagar en negro a tu empleado del hogar, al que te limpia la mierda cada semana porque tú estás muy cansado del trabajo como para ponerte a limpiar. ¿Recuerdas cuando vino a pedirte que lo dieras de alta y lo miraste compasivamente mientras le advertías que en tal caso no podrías seguir contratándole porque el dinero no te alcanzaba? ¿No te das asco a ti mismo? Piénsalo. Lo de tener o no tener dinero según para qué cosas es una fenómeno extraño, digno de estudio y análisis. Como lo que piensas sobre la coherencia. Aún recuerdo aquello que me dijiste sobre ella. No te lo voy a repetir, ¿para qué? Léelo, si eso. Y qué contarte de ese perpetuo discurso victimista sobre los impuestos, que  siempre os crujen a los mismos dices, aunque por otro lado sabes por experiencia propia que ese dinero es el que permite que no te arruines para que traten las enfermedades de los  tuyos y para dar oportunidades de futuro a tus hijos. A los que llevas a colegios concertados. Por el nivel, claro. A veces me pregunto si alguna vez te habrás parado a escuchar tus propias soflamas. Idiota no eres, nunca lo has sido, al menos no del todo. Ni siquiera eres el espécimen más peligroso de la fauna social. Sólo eres un pijoprogre,  tan previsible, tan insustancial, tan inútil… Un coñazo inaguantable. No podía salir nada bueno de esas sobredosis de El País y la SER que te metías. Te han hecho creer que eres superior moralmente a los otros mierdas, a los de la trinchera de enfrente, tan obscenos, tan evidentes… Creíste que con tu discurso sociata y solidario ya eras distinto a ellos cuando al final lo que hacemos cada día y no lo que decimos es lo que determina lo que somos en realidad. Tienes muchas caras, te he visto muchas veces, te he escuchado en muchos sitios y te he leído en muchos medios. Eres familia, eres amigo, eres conocido, eres tan sólo un nombre en una red social. Eres un cáncer desmovilizador, un caballo de Troya. Y no lo sabes, no eres consciente de ello. Te ofendes cuando alguien te lo insinúa. Siempre encuentras razones para no ser subversivo, ni radical, ni para ser coherente con aquello que dices defender. Pero sabes una cosa, al final lo que menos soporto de ti, lo que menos aguanto, no es tu incoherencia perpetua y la debilidad de tus argumentos, no, qué va, eso ya lo acepto como parte del lote, es la exhibición impúdica y continua de tu anorexia intelectual lo que me enferma. Y que encima pretendas hacerla pasar por preocupación social.

19 octubre 2013

Respirar

La cosa está jodida, esta crisis no es como las otras, así la llamas tú también, crisis, aunque no tengas muy claro lo que eso significa. Pero es algo serio, seguro, la cara de tu madre no te tranquiliza como otras veces, no es capaz de ocultar su miedo, te mira, casi te grita cuando te pregunta cómo te sientes, es de madrugada, estás sentado en el salón, apenas puedes contestar, te acurrucas sobre los sillones, tu pequeño cuerpo se hace un ovillo, te sientes pequeño, tan pequeño, la casa parece vacía, todos duermen, Migue seguro que también, qué suerte, piensas… Aparece también por allí tu padre, con gesto serio, y eso es algo insólito, anormal, pero no hay tiempo para análisis profundos, sólo eres capaz de pensar ya en una sola cosa, sólo tienes un objetivo, primario, elemental: has de conseguir oxígeno, más oxígeno, en cada bocanada, en cada aspiración, y para ello debes poner en marcha todo tu cuerpo, cada parte de él, aunque los libros de ciencias digan que no sirven para ello. Respirar, una vez, y otra, y a ser posible otra vez más. Te pones a trabajar en ello, con cada músculo, con cada órgano, a través de cada uno de los poros de tu piel. Los obligas a dejar su actividad habitual para centrarse en lo único importante, respirar, como sea, una vez, y otra, y otra más, respira, aspira, espira, vive, no abandones. Tu madre ya no está contigo. Crees entender que ha ido a buscar a un médico. Comprendes que no le dará tiempo. Miras a tu padre, acongojado, y tras un segundo cierras los ojos, exhausto. Notas cómo te levanta y te lleva hasta la terraza. Te asomas al cielo, de nuevo en pie, fascinado por las estrellas mientra sientes el aire frío entrando en tus pulmones. Acompasas tu respiración al latido de tu corazón, sientes que por fin recompones el equilibrio, poco a poco, con enorme esfuerzo. Miras al infinito y la  noche decide por fin darte una tregua. Hoy no vas a morir. No toca. Respira, chaval. Es hora de dormir.

09 octubre 2013

La discreta mediocridad del profesorado

La distancia existente entre las teorías pedagógicas modernas y la realidad de la enseñanza es tan abismal que a veces pareciera que aquello de lo que se ocupan las primeras no tiene nada que ver con la actividad que se desarrolla en los centros educativos. Tras unos años ejerciendo como profesor en la educación secundaria madrileña me resulta extraordinariamente estéril leer y escuchar tanto las chaladuras pretendidamente alternativas de los fanboys de Ken Robinson, como el casposo y conservador discurso de los que se quieren retrotraer a una supuesta arcadia educativa en la que los alumnos, en silencio y con el máximo respeto, escuchaban a sus maestros independientemente de su buen hacer. Sin que ellos, ni sus padres, ni la sociedad, tuviera derecho a juzgar y valorar su labor. Ni a poner en entredicho sus planteamientos didácticos. Entre unos y otros, como una especie de materia oscura indetectable responsable del porcentaje más alto de la gestión diaria de la realidad educativa de este país, se encuentra la gran mayoría de profesores y maestros. Y éstos, sin profundizar en absoluto en ninguna de las cuestiones relacionadas con los aspectos filosóficos, pedagógicos y políticos de su labor, sin atender ni comprender apenas las relevantes consecuencias de la misma, trabajan (en general) bajo el paraguas del clásico paradigma educativo, apenas actualizado por un uso superficial de las nuevas tecnologías y por la necesidad de asumir la existencia de un nuevo marco relacional con un alumnado que, como buen hijo de nuestro tiempo, exige una relación emocional más intensa y cercana con los que van a ser sus profesores para volcarse en su propia formación con la máxima intensidad. Por ahí caminan, cada día, sobre el alambre, miles de docentes, abrumados por la enorme responsabilidad que una sociedad irresponsable, formada por familias desordenadas construidas alrededor de mónadas emocionales incapaces de interactuar con normalidad, pone sobre sus hombros. Los padres parecen haberse desprendido de las viejas certezas totalitarias en relación a la organización familiar para enfrentarse a un vacío en el que son incapaces de encontrar nuevos equilibrios sobre los que construir un entorno afectivo que dote a los chicos de las dosis mínimas de responsabilidad y ética con las que empezar a caminar por la vida.

Nunca fue tan evidente la distancia entre el sueño de formar ciudadanos críticos, responsables y con conocimientos a través de la educación reglada para todos y la actual realidad educativa, propia de un país derrotado y deprimido. Una realidad educativa gris y desangelada, desilusionada, sin proyecto de futuro, desconcertada, que tan sólo sobrevive por inercia. Hoy en día la sociedad ya no es capaz de determinar exactamente qué quiere de la escuela. Las viejas ficciones ya no sirven. No hay proyecto común en relación a ella. Sólo quedan los restos descompuestos de aquel viejo relato colectivo que la quiso colocar el centro de la acción social como elemento fundamental para la cohesión y la igualdad de oportunidades. Inmersos desde hace décadas en un letal individualismo, tan sólo pretendemos utilizarla como plataforma credencialista que legitime la exclusión y sirva de soporte en la construcción de una tan feroz como estúpida competitividad social, en la que unos sólo pueden triunfar si los demás fracasan y se hunden. Ya no hace falta formar. Tampoco está claro sobre qué instruir. En ese caos, con ese caos, en un erial que lleva décadas sin ser regado con nuevas ilusiones colectivas, trabajan cada día los docentes, sin saber exactamente para qué, ni cómo, ni por qué, sostenidos a veces sobre frágiles razones, tan pretendidamente profundas y abstractas, que terminan destilando cierta grandilocuencia. Ejerciendo su labor desde una discreta mediocridad que les permite no significarse, no mortificarse y no ser determinantes. Dejando que pasen perezosamente los años, los cursos y sus vidas. 

Hay un ruido brutal en torno a la educación. Parece que se habla mucho de ella, muchas veces, desde muchos frentes, pero si se escucha con atención rápidamente hemos de acordar que apenas se dice nada con enjundia, nada relevante y nada que signifique un giro que venga a solucionar sus verdaderos problemas. Pero lo extraño, lo significativo, lo que debiera hacernos reflexionar es que donde menos se habla de educación es precisamente dentro de los propios círculos docentes. Es sorprendente el devastador silencio que existe en torno a la propia educación, a nuestra labor como profesores, en los centros educativos. No recuerdo ni una sola vez que en ningún centro se planteara seriamente debatir cómo se podría mejorar de manera global la manera de enfocar las clases, la forma de enseñar, de encarar el proceso de enseñanza-aprendizaje. Apenas se comparten experiencias educativas, exceptuando detalles instrumentales, meramente formales, generalmente discutidos entre compañeros de departamento, todos trabajamos prácticamente en el más absoluto aislamiento, sin relación los unos con los otros, sin proyecto común. Las reflexiones ocasionales que se plantean debido a alumnos particulares cuyo rendimiento académico preocupa chocan contra el muro de la incomprensión de compañeros que son incapaces de admitir ninguna falla en su labor a la hora de evaluar la desidia escolar que esos alumnos parecen mostrar en sus clases. Las conversaciones suelen limitarse a constatar los problemas puntales que un alumno en particular presenta en relación a sus resultados académicos o a su actitud en clase. Y normalmente sirven tan sólo para justificar la propia incapacidad pedagógica del profesor, refugiándose en la supuesta inutilidad manifiesta del alumno para acoplarse a su ejercicio profesional. Nunca hay autocrítica. Jamás. No he encontrado a un solo profesor o profesora que haya asumido públicamente nunca que la responsabilidad del fracaso educativo de alguno de sus alumnos pueda ser debido a su pésima labor. Frente a ese pasmoso silencio es paradójico el ruido ensordecedor que existe cuando de lo que se trata es denunciar, con rictus serio, la habitual pésima educación que muestran los alumnos.

Debiera ser obligatorio dilucidar no sólo qué es aquello que hemos de enseñar (aunque estemos limitados por leyes educativas esquizofrénicas que parecen escritas por el mono de Toy Story 3) sino cómo hacerlo y en base a qué paradigmas educativos. Nada más lejos de esa posibilidad permiten las rutinas establecidas y los tiempos laborales de nuestros centros educativos. Es casi imposible relacionarnos profesionalmente, no existen prácticamente horas habilitadas para ello, pero las que hay no sólo no las utilizamos sino que las despreciamos mostrando una soberbia indecente a través de la que transmitimos nuestra pavorosa incapacidad para trabajar en equipo. Aunque el problema no reside realmente ahí. Un observador externo alucinaría al ver cómo se ha convertido en tabú el preguntar o indagar sobre la labor de otros compañeros, sobre cómo plantean sus clases, sobre cómo se relacionan con su alumnado o qué métodos utilizan para dar sus clases. El oscurantismo es absoluto. Los profesores han asumido como derecho (cuando no lo es) el aislamiento completo a la hora de realizar su labor una vez que cierran la puerta de sus aulas. Si se producen tropelías tras ella se enmascaran fácilmente mediante aprobados generales o a través del miedo que se infunde a mentes jóvenes que no son capaces de racionalizar las situaciones de acoso y prepotencia (miserable) a las que en ocasiones se enfrentan.

Es fundamental deslindar esta crítica al profesorado del ataque brutal y continuado que a través de los recortes se está cometiendo contra la educación pública. El problema que planteo es transversal y de hecho encontrar soluciones pragmáticas y realistas será mucho más difícil mientras se aprieten los horarios lectivos de los profesores y las ratios continúen creciendo. Estas decisiones suicidas y populistas de la Administración sólo sirven para desanimar a los buenos profesores y para hacerles imposible mejorar sus clases. Por otro lado también es importante que no se aproveche esta crítica para apoyar esas otras visiones alternativas (vacías, imbéciles e interesadas) a la enseñanza pública, a la enseñanza reglada y a la necesaria transmisión de conocimientos. Sólo podremos mejorar la enseñanza destapando las patéticas incongruencias, las fallas argumentales, el pensamiento mágico y los intereses ocultos existentes tras documentales como “La educación prohibida”, que  pretenden sumergirnos en una educación emocional tan vacía e inútil como perfectamente adaptada al sistema (capitalista). La popularidad de bodrios intelectuales como el mencionado entre  padres de clase media, sirve para ilustrar el nivel intelectual de este país, pero por otro lado nos muestra cómo los profesionales de la educación, los que realmente conocemos de qué va esto, hemos perdido la batalla de las ideas debido a una inexcusable dejadez que nos invalida como interlocutores válidos a la hora de afrontar las necesidades de alumnos y padres. No sólo somos incapaces de ofrecerles una enseñanza diferencialmente de calidad sino que también nos declaramos oficialmente incapaces de construir espacios educativos comunes en los que discutir qué es necesario enseñar y cómo hacerlo. Qué prácticas educativas se deben reformar. Cómo podemos evitar las tasas de abandono escolar escalofriantes que tiene España. Cómo podemos impedir que tantos padres y alumnos vean la escuela como un aparcadero de niños. Somos inútiles, lo admitimos, damos nuestras clases y mantenemos la ficción.

No es irrelevante cuestionarse por qué los profesores no nos planteamos con una mayor profundidad qué, por qué y cómo enseñamos. Los diferentes gobiernos han preferido dejar de lado a los que realmente viven con tensión el día a día de la educación y pueden conocer en cada materia la manera de enfocar los problemas derivados de su enseñanza. Al no responsabilizarnos de ello, al alejarnos de la toma de decisiones, al construirnos masticados temarios imposibles, competencias didácticas metidas con calzador y enseñanzas transversales ilimitadas nos han infantilizado, han creado un gran cuerpo de docentes muy preparados a los que no se les deja opinar ni decidir en ningún foro sobre las condiciones de su labor, dejando la toma de decisiones educativas en manos de pedagogos y políticos. Los primeros están obsesionados por transformar desde sus despachos universitarios el paradigma clásico educativo, sustituyendo la necesaria transmisión de conocimientos por delirios intelectuales constructivistas que convierten al profesor en un guía y a los alumnos en “emprendedores” brillantes capaces de reconstruir por sí mismo centurias de saberes dispersos. Los segundos, de forma chapucera, incapaces de entender la complejidad real de la enseñanza, dan palos de ciego e imponen su dogmas ideológicos en aspectos colaterales a la enseñanza que terminan emponzoñando toda posible solución a sus problemas reales y generando un ruido mediático y social insoportable.

Y siempre en segundo plano se encuentra una gran mayoría de los profesores y maestros. Como actores secundarios sin frase, sin capacidad de decisión, sin que hayan aprendido a responsabilizarse de su quehacer, sin reformar viejas prácticas anquilosadas, sin rechazar con argumentos esas nuevas prácticas que popularizan los pedagogos de moda, bajando demasiadas veces la cabeza, eludiendo compromisos, aislados voluntariamente para no comprometerse ni analizar su propia labor, sin ser capaces de mantener una lucha continuada para defender aquello en lo que dicen creer. Una gran mayoría, realmente decisoria, como una especie de materia oscura indetectable, responsable del porcentaje más alto de la gestión diaria de la realidad educativa de este país..

Una realidad educativa que cada vez se hace más irrespirable, más opresiva, menos libre y menos optimista. Como si ya no tuviera futuro. Y por la que ya nadie ya realmente se quiere comprometer.