Una de las más importante novedades que ha traído consigo
Podemos ha sido que, por primera vez, la que en algún momento fue denominada generación mileurista, formada por los nacidos en España alredeor de los años setenta, se siente no
sólo representada sino partícipe de un proyecto político real de transformación
social. Esta generación a la que con justicia se la ha acusado de
infantilizada, blanda, individualista, poco luchadora y conformista, ha sido la
gran perdedora de una crisis, la del capitalismo de casino, que destruyó para
siempre todos sus sueños egocéntricos, infantiloides y absurdos que se
sustentaban sobre los cimientos endebles de un trabajo precario que el sistema
de manera indecente intentó convertir en singularidad de un nuevo contrato
social low cost, en el que el consumo siempre sería posible y la estabilidad
laboral era una rémora del pasado fordista. Se procuró que una generación llamada
a ser trascendente por su número dejara a sus mayores preocuparse por “el rollo
político” y se dedicara en cuerpo y alma a una evasión lúdica, consumista y
despreocupada, propia de una eterna adultescencia con la que el capital estaba
entusiasmado. Todo estaba permitido, todo valía, nada era imposible mientras
durara una burbuja inmobiliaria que en nuestro país, es necesario señalar que presentó
un matiz extraordinariamente miserable, ya que sirvió para que nuestros mayores,
nuestros padres, esos que nos daban lecciones morales y nos abrumaban con discursos
grandilocuentes sobre integridad ideológica, nos vendieran a precio de oro
viviendas con cuyas hipotecas una gran mayoría de nosotros se verá enfangado el
resto de sus días. Pero esta generación ya había dado muestras de cierta
evolución, casi de una mutación, cuando sorprendió a todos (a mí el primero) con
la marea social, reivindicativa y solidaria que supuso el 15M. Pero ese
tsunami, tras el impacto inicial, no asustó a las castas gobernantes porque su
evidente imposibilidad de organización y transversalidad social parecían
impedir cualquier tipo de asalto al poder. Los jóvenes entonces parecieron
volver a dar un paso atrás, parecieron dar de nuevo la razón a sus mayores
respecto a su incapacidad de implicación política en cualquier proyecto a largo
plazo, pero algo había cambiado por entonces sin que nos diéramos demasiado
cuenta de ello: la política se volvió tema de conversación y desde entonces fue
imposible no sentirse afectado por ella en todos los ámbitos de nuestras vidas.
La generación mileurista se estaba haciendo mayor a base de hostias, maduraba a
marchas forzadas y empezaba a mirar a los partidos políticos tradicionales no
sólo con la desconfianza habitual sino con un asco profundo, con distancia,
evaluando sus debilidades, sus contradicciones, criticando sus componendas y su
hipocresía. Se atrevía a dejar atrás el discurso oficial que debiera hacerle
defender a unos u a otros dependiendo de cual fuera su ideología trasplantada y
comenzaba a hacerse preguntas y a buscar otros modelos, otras soluciones.
Comenzaba a organizarse.
Podemos ha conseguido ilusionar a los jóvenes porque utiliza
un lenguaje comprensible, directo, creíble, argumentado y parece estar formado por gente
como ellos y no por clones prematuramente envejecidos crecidos bajo el abrigo
de la partitocracia. En pocos días las jóvenes promesas del PSOE que se
presentaban a la secretaría general pasaron de ser ejemplos de renovación a
parecer algo rancio, antiguo, como si fueran personajes sacados de un episodio
de Cuéntame. Podemos ha construido un discurso social en el que a los menores
de 40 años no les cuesta reconocerse porque más allá de ideologías de cartón
piedra, los mileuristas hace tiempo que se dieron cuenta que no quieren perder,
ni para ellos ni para sus hijos, lo que pensaron que era para siempre. En un
sentido estricto podría decirse que son conservadores, pero al modo que
postulaba con enorme lucidez Tony Judt: defensa cerrada del Estado de Bienestar,
de los derechos sociales, de la educación pública, de la sanidad pública y del
establecimiento de unas mínimas condiciones para poder vivir con dignidad. Son
ya absolutamente conscientes de que bajo los adoquines no hay nada y que solo
apoyando con firmeza sus pies sobre esos adoquines y uniéndose con fuerza entre
ellos podrán intentar contener la marea neoliberal
que amenaza con dejarlos sin la mínima protección social que les permita
intentar ser medianamente libres. Desde diferentes esferas, tanto a la
izquierda como a la derecha del espectro político y mediático, se acusa a Podemos de populismo. No deja de ser gracioso ese calificativo en los labios
de una casta cínica que ha usado todos los medios a su alcance para mantener a la
ciudadanía ensimismada en el sueño capitalista. Las críticas desde la izquierda
son las más descorazonadoras. A algunos parece preocuparles más la pulcritud de
los dogmas ideológicos convencionalmente aceptados que la consecución de
objetivos sociales concretos que consigan cambiar el estado de las cosas.
Hace ya
un tiempo que se observa cómo muchos de esos menores de 40 años, que en
principio parecían predispuestos a optar por partidos tradicionales inclinados
hacia la derecha más liberal e individualista, empiezan a tener claro que por
encima de cuentos económicos más propios casi del pensamiento mágico resulta
imprescindible vivir en una sociedad donde los derechos sociales básicos estén
garantizados. Curiosamente son ahora sus hermanos mayores, pertenecientes a la
generación inmediatamente anterior, con vidas acomodadas y discursos
aparentemente izquierdistas, esos que les daban lecciones morales, los que
terminan defendiendo por pragmatismo y conveniencia la prevalencia de la
gestión concertada o privatizada de la educación o la sanidad, la necesidad de
ciertos recortes, de los rescates a la banca o de una austeridad que
a ellos sólo les afecta colateralmente. Parecen temer perder eso que les
permite diferenciarse del resto de la población y obtener significativas
mejoras en los servicios que reciben gracias al pago de cantidades económicas minúsculas
respecto a sus sueldos y patrimonios (pero inaccesibles para los que se mueven
en el mileurismo o por debajo de él), olvidando interesadamente que el grueso
del coste de esos servicios se sufraga con los impuestos que todos pagamos
mientras que los copagos y los costes adicionales limitan el acceso de muchos a
servicios esenciales, destruyendo la equidad social.
Inmersos en este aparente caos ideológico y político los
mileuristas empiezan a querer influir políticamente en su presente y en su
futuro. Han visto desaparecer antiguas certezas como los partidos y los
sindicatos tradicionales, corrompidos por el poder económico y atracados por
los piratas de lo público, han dejado de sentirse cohibidos por las batallitas
de sus mayores, a los que han visto contradecirse demasiadas veces y ser
demasiado incoherentes como para que les puedan mantener el viejo respeto y buscan
su espacio, pretenden construir su propio discurso, un discurso político, social
y económico distinto, con el que sentirse identificados y que realmente
contenga sus prioridades. Y ahí están, finalmente dispuestos a presentar
batalla política contra los viejos poderes y las castas corruptas justo cuando
parecía que la historia se los tragaría y su papel político y social terminaría
siendo irrelevante. Habrá que esperar para ver su evolución pero los zombis
mileuristas parecen despertar de nuevo a la vida