Hay un aspecto de la labor
docente del que no se habla nunca demasiado. Tal vez porque se minusvalora o
porque es difícilmente mensurable, tal vez porque mientras demasiados creen
tener la fórmula mágica para transformar “radicalmente” la educación (mientras
ganan dinero teorizando sobre ello), pocos se atreven a analizar la importancia
que tiene una labor que se ha convertido en esencial en la enseñanza actual,
pero cuyo espacio de lucimiento es pequeño, por lo que difícilmente podrá ser
puesto en valor por los centros educativos. Estoy hablando de la labor de
tutoría en cursos de la
ESO. Desde que empecé a dar clases, salvo en alguna ocasión, cada
curso he sido tutor de algún grupo de alumnos en esta etapa educativa,
trascendente en la formación de los adolescentes. A pesar de que defiendo cada
día con mayor convicción que el objetivo fundamental e irrenunciable de nuestra
labor como profesores debe ser llevar al límite a nuestros alumnos para que
empiecen a dar pasos firmes en el inabarcable mundo de los conocimientos, y que
sin el aprendizaje de contenidos es imposible que ellos puedan construirse como
personas cultas, formadas y críticas de nuestra sociedad, he de aceptar
también, sin que para mí sea contradictorio, que más allá de mis clases y los
contenidos tratados, pocas cosas me han dado tanta satisfacción en mi profesión
como la especial relación establecida con estos alumnos de los que fui tutor. También
he de asumir que nada me ha supuesto nunca en mi profesión mayor sensación de
fracaso y desazón.
En este mundo de trincheras que
es la educación, la labor tutorial supone en ocasiones una gran paradoja, ya
que la humanidad y el buen hacer de profesores de la vieja escuela terminan
convirtiéndolos en buenos tutores, mientras que jóvenes seguidores de las
nuevas pedagogías, believers
fanatizados de la educación emocional,
fracasan ante realidades complejas que los convierten en inútiles totales frente
a grupos de alumnos que desprecian sus pobres intentos de acercamiento. Obviamente
no debiera hacer falta señalar que situaciones a la inversa también se
producen, con veteranos profesores incapaces (o directamente “objetores”) de
conectar y guiar a sus grupos y jóvenes profesores fajándose en un día a día
tan duro como poco reconocido por nadie. Los años trabajados me han dado para
ver casi de todo: he visto a tutores soportar la presión frente a situaciones irresolubles
con grupos imposibles o alumnos desquiciados. He visto a tutores desentenderse
de manera miserable de alumnos superficialmente conflictivos, al borde del
abismo, que demandaban a gritos a alguien los recondujera y guiara, alguien que
él no estaba dispuesto a ser. He visto a profesores mediocres ejercer de
fantásticos tutores, ayudando a alumnos desorientados a reenfocar su educación
y su futuro mientras que excelentes profesores se veían impotentes para
acercarse emocionalmente a sus alumnos y conseguir ayudarlos en momentos claves
de su formación. Lo que pocas veces he visto es reflexionar a mis compañeros
sobre la importancia de la tutoría y su (en ocasiones notable) incidencia en
los resultados académicos de los alumnos durante un curso.
Hace años encontré en un
excelente ensayo escrito por Concha Fernández Martorell (El aula desierta) aquello
que definía para mí con precisión lo que un profesor debe sentir por sus
alumnos para poder realizar con éxito su labor: afecto. No tiene sentido hablar de amor (un sentimiento exagerado,
distorsionador, equivocado); ni una incomprensible indiferencia (un sentimiento entorpecedor, ineficaz, altanero). Debe
sentir afecto por todos a los que enseña. Parece simple. No lo es. Al final, en
la sociedad actual, en la que los adolescentes demandan casi con fiereza un
lazo emocional que les permita convertir a su profesor en guía y referencia
educativos, serán la cercanía y la capacidad de comprensión de la personalidad
adolescente lo que permitirá al profesor enseñar con garantías de éxito. Y que ese
acto de enseñar no sea una práctica onanista que parezca demostrar lo bien que
él prepara y organiza sus clases, sino algo que tenga un significado real en el
aprendizaje de sus alumnos. Lo demás, ya sea la cháchara pedagógica moderna o
la retórica anquilosada de la vieja escuela, teniendo su valor, no deja de ser
finalmente secundario, intrascendente en el día a día de las aulas. Pues bien,
en mi opinión ser tutor, sin duda, es multiplicar todo lo dicho por mil. En
septiembre debes convertirte (por ley) en el responsable final de la evolución
académica de un grupo excesivamente numeroso de adolescentes a los que no
conoces, de los que no sabes nada, y que la primera vez que entras en el aula notas,
entre divertido y acojonado, cómo te evalúan con desconfianza, cómo juzgan cada
gesto que haces, cada frase, esperando el fallo, el error, buscando la
debilidad, la incoherencia. Buscan clasificarte rápidamente, arrinconarte, convertirte en inútil para ellos, en irrelevante, como tantos otros antes
que tú. Qué difícil es todo. Pocos lo saben. Pocos lo entienden. Menos son
capaces de asumirlo.
No he sentido nunca una sensación de fracaso absoluto como profesor. Siempre, con cada uno de los grupos a los que impartí clases, conseguí (o creí conseguir) que un número importante de mis alumnos se enganchara a lo que les contaba, hiciera importante mi materia, respirara tensión positiva en mis clases, a veces se divirtiera. Como tutor la cosa se hace más difícil de interpretar. Solo siendo tutor he sentido el agrio sabor de la derrota en mi boca, he tenido que asimilar la inutilidad de la batalla individual, la necesidad de convertir la enseñanza en un proyecto colectivo en el que los profesores se impliquen y los padres no se conviertan en estériles enemigos. Pronto sentí la frustración que conlleva el ingenuo intento de salvar a ciertos alumnos, en los que al determinismo social y familiar se les une una lacerante incapacidad de responsabilidad personal que los convierte en carne de cañón educativa. Nadie parece poder salvar a nadie. La educación reglada no es terreno abonado al heroísmo. Afortunadamente, tal vez. Pero el análisis racional no evita sentir una enorme frustración ante la injusticia que supone el fracaso de alumnos alienados por un contexto sociofamiliar y económico que les impide ser realmente libres para elegir desertar de un futuro objetivamente mejor. Y que castiga con inusitada crueldad cualquier veleidad durante los años adolescentes. No es casual (y quien diga lo contrario miente) que casi nunca fracasen en la ESO los hijos de la clase media. Y mucho menos, los hijos de los propios profesores.
No he sentido nunca una sensación de fracaso absoluto como profesor. Siempre, con cada uno de los grupos a los que impartí clases, conseguí (o creí conseguir) que un número importante de mis alumnos se enganchara a lo que les contaba, hiciera importante mi materia, respirara tensión positiva en mis clases, a veces se divirtiera. Como tutor la cosa se hace más difícil de interpretar. Solo siendo tutor he sentido el agrio sabor de la derrota en mi boca, he tenido que asimilar la inutilidad de la batalla individual, la necesidad de convertir la enseñanza en un proyecto colectivo en el que los profesores se impliquen y los padres no se conviertan en estériles enemigos. Pronto sentí la frustración que conlleva el ingenuo intento de salvar a ciertos alumnos, en los que al determinismo social y familiar se les une una lacerante incapacidad de responsabilidad personal que los convierte en carne de cañón educativa. Nadie parece poder salvar a nadie. La educación reglada no es terreno abonado al heroísmo. Afortunadamente, tal vez. Pero el análisis racional no evita sentir una enorme frustración ante la injusticia que supone el fracaso de alumnos alienados por un contexto sociofamiliar y económico que les impide ser realmente libres para elegir desertar de un futuro objetivamente mejor. Y que castiga con inusitada crueldad cualquier veleidad durante los años adolescentes. No es casual (y quien diga lo contrario miente) que casi nunca fracasen en la ESO los hijos de la clase media. Y mucho menos, los hijos de los propios profesores.
A mí ser tutor, como ser
profesor, me ha hecho mejor persona. A estas alturas no tengo ninguna duda. Me
ha hecho acercarme, con dificultad, por mi carácter, al significado real de la
empatía y de la necesidad de respetar al otro, dejando de lado esa soberbia
egotista que tanto me cuesta abandonar. Ser considerado con el alumno, humilde
a la hora de interactuar con él, seguro a la hora de exigirle, consciente de
que el respeto no se impone sino que se consigue, con tus actos, con lo que
muestras, con lo que les demuestras. Nunca caeré en el error de pretender ser
“colega” de mis alumnos, pero es imposible ejercer una labor tutorial adecuada
desde la distancia prudencial que muchos profesores ponen con ellos. Debes
acercarte, conocerlos, darles confianza y exigirles responsabilidad, entender
la frustración de muchos padres incapaces de comprender los problemas por los
que pasan sus hijos, desbordados en su paternidad, ser comprensivos pero firmes,
indagar en las causas de los problemas, ir al origen del conflicto, luchar
denodadamente por (re)construir nuevas vías por las que hijos y padres puedan
caminar, pero nunca olvidar que el éxito de la labor tutorial se mide
finalmente en función de que se consiga o no que, durante ese curso, esos
chicos y esas chicas refuercen la seguridad en sí mismos y sean capaces de
mejorar su rendimiento educativo, que aprendan a conciliar el principio de
deseo (motor para conseguir metas exigentes) con el principio de realidad
(aprender a conocer las propias limitaciones), para así poder ir poniendo los cimientos de un futuro
formativo y personal mediante el que se puedan alejar de contextos personales, en ocasiones, dramáticos.
Y ahí seguimos, caminando, peleando, siendo este año tutor de un 2º ESO complicado con chicos tan estupendos como en algunos casos absolutamente perdidos, casi desahuciados por el sistema. Otro año más volviendo a fracasar como tutor con alumnos a los que finalmente es imposible ayudar. Pero también disfrutando de esas pequeñas victorias cuyo valor real jamás tal vez podré comprobar pero que siempre parecen tener un significado positivo, alentador. Y que dan sentido al trabajo realizado.
Y ahí seguimos, caminando, peleando, siendo este año tutor de un 2º ESO complicado con chicos tan estupendos como en algunos casos absolutamente perdidos, casi desahuciados por el sistema. Otro año más volviendo a fracasar como tutor con alumnos a los que finalmente es imposible ayudar. Pero también disfrutando de esas pequeñas victorias cuyo valor real jamás tal vez podré comprobar pero que siempre parecen tener un significado positivo, alentador. Y que dan sentido al trabajo realizado.