Estos fueron los libros que leí por primera vez durante durante
2016. Año con lecturas variadas, algunas excelentes, otras decepcionantes. Todas necesarias para seguir al día del momento en el que vivo.
CT o la Cultura de la Transición (2012) – Varios autores.
Ensayo (sociología).
Subsuelo (2015) – Marcelo Luján. Novela.
La tierra que pisamos (2016) – Jesús Carrasco. Novela.
Los muertos (2010) – Jorge Carrión. Novela.
La desfachatez intelectual (2016) – Ignacio Sánchez Cuenca.
Ensayo (sociología)
Aquí comparto la segunda tanda de películas que vi por primera vez durante 2016. Aclaro, mediante la palabra cine, las que vi en pantalla grande. Están ordenadas cronológicamente, según las fui viendo.
Cien años de perdón (2016) – Daniel Calparsoro. No permanecerá
en la memoria del cinéfilo esta muestra rutinaria de un cine español que traslada
con éxito los esquemas del cine americano de género. Cine que no molesta, que
se deja que ver, que no deja huella y sirve como entretenimiento inocuo porque
prefiere no profundizar en las claves de esa sociedad corrupta en la que se
desarrolla. La falta de ambición es su gran lastre.
Los exiliados románticos (2015) – Jonás Trueba. El cine del
menor de la saga de los Trueba tiene personalidad propia, es poderoso en su
afán de simpleza, y su fuerza radica en lo que parece ser una inconsciencia
completamente meditada: Jonás Trueba hace el cine que le sale del corazón, un
cine que puede parecer a ojos despistados intrascendente, destartalado o aburrido.
Pero es un cine con alma, que transpira verdad, inocula emoción y trasmite una
pasión feroz por la vida.
El futuro (2013) – Luis López Carrasco. Extraña e hipnótica
película. No comparto la pasión de cierta crítica nacional por ella. Implica un
esfuerzo demasiado intelectualoide por parte del espectador aceptar las lecturas
sociopolíticas que se han querido hacer de esta película. Se desarrolla
íntegramente en una fiesta, el día que Felipe González gana en las elecciones
en 1982, en la que vemos cómo la peña habla, se ríe, se emborracha, discute o
se pelea, pero apenas alcanzamos a escuchar fragmentos entrecortados de las
conversaciones. Se ha escrito mucho sobre ella, sobre el desencanto por la
política, por la Transición y por la España que se estaba construyendo. No termino
de verlo. Será problema mío.
Calle Cloverfield 10 (2016) – Dan Trachtenberg. Aunque el
rollito de ser (y no ser) una secuela de Monstruoso, la película de Matt
Reeves, termine siendo más una molestia que un beneficio (resulta demasiado
evidente el artificio publicitario, termina siendo ridículo) lo cierto es que
como película adscrita al subgénero de encierro post-apocalíptico y
claustrofóbico en búnker americano (tamaño medio, ¿no tiene cada americano el
suyo?) funciona razonablemente bien. Mantiene la tensión, la ambigüedad y el
punto de terror atmosférico necesario. Entretenida.
El viaje de Arlo (2015) – Peter Sohn. Resulta anodina,
convencional, repleta de clichés y de roles de género. Un Pixar menor que no cuaja en ningún momento en
película notable. Aburrida y convencional.
Hidden (2015) – Hermanos Duffer. Antes de Stranger things
los hermanos Duffer escribieron y dirigieron esta vuelta de tuerca de la
clásica historia de encierro familiar tras brote de epidemia mortífera que
genera la aparición de zombis. La película crece en interés cuando deja al
descubierto su verdadera identidad y la reflexión, al estilo de la clásica Soy
leyenda, se impone a una producción más bien pobre y a una historia construida mediante
todos los clichés del género. Se deja ver.
Alma salvaje (2014) – Jean-Marc Vallée. Película intimista,
viaje introspectivo, redención de una vida egoísta y absurda a través del
esfuerzo físico y la soledad. Todo eso queda estupendo sobre el papel. ¿El
resultado? Pura pornografía emocional. El rollito de la superación personal
capaz de imponerse a cualquier drama vital encabrona e irrita. Pero qué le mola
a Hollywood.
Midiendo el mundo (2012) – Detler Buck. Qué bonita música. Y
qué bonita su historia: las vidas paralelas de Alexander von Humboldt y Carl
Friedrich Gauss, dos genios de la ciencia, dos hombres cuya curiosidad era
insaciable. La película, solo por eso,y
sin llegar a la altura de los hombres de los que habla, merece la pena. No se
pueden obviar errores en el tono y en el ritmo de la película. Pero
recomendaría una y otra vez acercarse a la vida de estos dos tipos.
El camino a casa (1999) – Zhang Yimou. Donde algunos ven
amor y poesía en un paisaje arrebatador yo solo me encuentro el retrato absurdo de la obsesión
irracional de una mujer joven que bordea peligrosamente la idiotez. El director se empeña en mostranos sus carreras, sus coletas y sus lágrimas según un canon romántico pueril que presupone que el amor absoluto implica una deterioro inevitable de las funciones cognitivas superiores. Me da pereza hasta pensar en ella.
Anarchy: la noche de las bestias (2014) – James DeMonaco. La
segunda película de la trilogía de La Purga es la mejor de las tres. Personajes recios,
sobria puesta en escena y la cuestión sociopolíticadistópica aparece al fin como conflicto y motor de una historia dura y afilada, aunque inevitablemente superficial.
Entretenida.
Embarazados (2015) – Juana Macías. Hay un tendencia reciente
en el cine español que termina resultado irritante. Durante un rato, al principio
del metraje, se impugnan mediante convincentes argumentos racionales
convenciones sociales arraigadas con fuerza en nuestra sociedad, para finalmente
sucumbir a la fuerza de la emoción irracional, del instinto primitivo y del conservadurismo
social. Pero hay algo peor que eso. Lo peor es que durante esa primera parte apenas sonríes y después, en la segunda, te aburres
miserablemente.
Midnight special (2016) – Jeff Nichols. Uno de los
directores norteamericanos más interesantes del momento nos deja una película estupenda de ciencia ficción en la que un niño con poderes es secuestrado por su propio padre para
salvarlo de una secta milenarista. Relato audiovisual de calidad que narra con enorme fuerza una hermosa relación padre-hijo. Extrañamente áspera resultará una experiencia
incómoda para el espectador despistado. Una de las grandes películas de este año.
Sisters (2015) – Jason Moore. Película realizada para el
lucimiento de sus dos protagonistas, estrellas cómicas de la televisión
americana. Es una absurda acumulación de sketches con poca gracia, sin hilo en
común y con una historia de aceptación y redención social y familiar vomitiva.
Penosa.
Belle de jour (1967) – Luis Buñuel. Brutal retrato de la
clase media acomodada en la Francia de la segunda mitad de siglo XX. La doble
moraly la hipocresía no son denunciadas
sino expuestas en carne viva. El fracaso vital se mastica con la tristeza y la
rabia de la desigualdad social. Brillante.
La silla de Fernando (2006) – Luis Alegre y David Trueba. En
primera persona, sin contraplanos ni imágenes de archivo, Fernando Fernán
Gómez, uno de los personajes culturalesmás importantes de la España del último siglo, desgrana anécdotas,
recuerdos y reflexiones sobre la vida, el cine, las relaciones y su carrera.
Una delicia.
Viridiana (1961) – Luis Buñuel. Perversa y venenosa. Cine con
mayúsculas que construye un humanismo artificial de origen religioso solo para
destruirlo, con saña, con lucidez, de manera reflexiva, sin ambages. Una
película extraordinariamente moderna cuya fuerza se
agiganta con el paso de los años con un tramo final antológico. Extraordinaria.
Los olvidados (1950) – Luis Buñuel. Una auténtica obra
maestra. Tal vez la mejor película que vi durante 2016. Buñuel construye una
historia con vocación atemporal que pone el foco sobre la violencia
intrínseca de una juventud criada en los arrabales del sistema, que nada espera
de la vida y que por tanto no solo no teme a la muerte sino que la desafía y la
invoca. Estremecedora.
Un perro andaluz (1929) – Luis Buñuel. Ni siquiera es ya
necesario opinar sobre esta película. Está ya por encima del bien y del mal.
Pertenece a la historia de la cultura del siglo XX. Respira libertad, respira
atrevimiento y transmite inteligencia.
High Rise (2015) – Ben Wheatley. Tras su apariencia de cine
convencional esta adaptación de una novela de Ballard esconde una carga de profundidad que la emparenta con Snowpiercer a
la hora de plantear una solución radical y subversiva a los conflictos que
provoca la sociedad de clases capitalista. Lúcida, incómoda, caótica y desordenada. Muy recomendable.
Misión imposible 5: nación secreta (2015) – Christopher
McQuarrie. Escribo esto pocos meses después de ver la película. Ya casi no recuerdo nada de la trama. Y mi memoria siempre ha sido excelente. Un pasatiempo de baja estofa, un bolo auténtico, que diría mi padre.
Sangre de héroes (1989) – David Webb Peoples. El guionista de
Blade Runner nos deja una película casi conceptual. En un futuro post-apocalíptico
un deporte en el que la vida está en juego es utilizado como metáfora para
aprehender el significado de la importancia de la vida y del momento. Pero vamos, no te
creas ni la mitad de lo que escribo: pura basura sin sentido a la que el tiempo
daña hasta sangrar. Mala de solemnidad. Curiosa para los que nos gusta profundizar en la serie Z del cine sde ciencia ficción.
Kiki, el amor se hace (2016) – Paco León. Comedia agridulce en la que las parafilias son usadas como fuente de humor
sin reflexión. El resultado es una película blandita, que no molesta pero no deja poso alguno.
El pregón (2016) – Dani de la Torre. Ver a Berto Romero
actuar siempre es garantía de sonrisas y algunos aciertos de guión permiten realmente su
lucimiento personal. Pero más allá de algunos sketches conseguidos la película
no se sostiene y se hace más bien pesadita. Para una tarde de sábado sin
aspiraciones tal vez pueda funcionar. Se le agradece su falta de ambición. Sabe lo que es y lo que pretende.
La invitación (2015) – Karyn Kusama. Cine indie que sostiene
de manera magistral la tensión durante una hora de película hasta estallar en
un climax final de enorme fuerza. Muy entretenida, contiene una curiosa carga de
profundidad contra el pensamiento positivo y el intento absurdo de eliminar o apartar cualquier
aspecto doloroso de nuestras vidas.
Maestros de la luz (1992) – Arnold Glassman, Todd McCarthy,
Stuar Samuels. Una auténtica gozada. Documental imprescindible para cinéfilos
que se centra en el arte de los directores defotografía, analizando secuencias emblemáticas y los trucos de los más grandes.
Las hurdes (1933) – Luis Buñuel. La irrelevancia de cierto cine y televisión actual se hace más evidente al contemplar cómo las posibilidades de subversión y revolución del medio audiovisual fueron aprovechadas hace ya 80 años con una audacia y una inteligencia a la que
hoy de difícil asistir. No es un documental sobre la miseria, es un llamamiento
desesperado a cambiar el mundo.
Captain fantastic (2016) – Matt Ross (cine). Tan simpática,
tan alternativa, tan antisistema. Un puto fraude. Basura progre-guay. Emparentada con la mucho más interesante La costa de los mosquitos, la película plantea una historia artificial en la
que una familia occidental decide alejarse de la civilización para educar a sus
hijos en plena naturaleza, en la pureza de unos valores no contaminados por la
sociedad. Pura ensoñación new age. Ridícula.
Anomalisa (2015) – Charlie Kaufman, Duke Johnson. Hace daño.
Es lo mejor que se puede decir de esta película. Hace daño. Porque habla del
paso del tiempo, de las ilusiones rotas, de la vitalidad física que ya no se
encuentra, de la ensoñación permanente que ya no erotiza, de una madurez que no
se valora. Y de los errores vitales que destrozan vidas y familias. Cine de
animación estimulante e inteligente.
Paulina (2015) – Santiago Mitre. Una película absolutamente
errada que ensalza la emoción sin razón y denosta el pensamiento reflexivo y
racional en el muy espinoso tema de las violaciones y el dilema posterior sobre
la posibilidad de abortar. De manera maniquea presenta el razonamiento crítico
sobre las diferencias sociales en un plano meramente teórico, de progres de
salón, mientras que la protagonista, al mancharse las manos de realidad social
y ser violada por aquellos a los que intentaba ayudar, decide imbuirse de un
mesianismo imbécil e irracional que es elevado a la categoría de posibilidad intelectual en un ejemplo clásico de la falacia lógica del falso dilema.
Dos buenos tipos (2016) – Shane Black. Clasica muestra del cine comercial americano que mezcla comedia y acción. Escrita y dirigida por el guionista de Arma letal su historia está construida con detalle y mimo, deudora de la tradición y con la frescura de la
irreverencia. Entretiene
Independence day: resurgence (2016) – Rolan Emmerich. Basura
intergaláctica. No queda nada de lo que al menos hiciera divertida aquella
primera y absurda película de los 90, con quel discurso sobre la liberacion
mundial con el que tanto nos descojonamos. Aburrida, inconsistente,
infantiloide y fragmentaria. El carisma de los personajes está al nivel de Jar Jar Binks.
Maggie (2015) – Henry Hobson. Acercamiento intimista a la
temática zombi entendida como enfermedad sin solución. Un Schwarzenegger contenido ayuda a empatizar
con una historia pequeña, extraña, desarrollada en los márgenes del cine de
masas. Funciona.
Buscando a Dory (2016) – Andrew
Stanton. Simpática y bien realizada. El toque Pixar de calidad permanece pero
no así la sorpresa ni la fascinación con la que vimos sus primeros títulos. Secuela
rutinaria. Bonita de ver
El discreto encanto de la burguesía (1972) – Luis Buñuel. Un
divertimento de alta categoría al que se le han buscado interpretaciones por
encima de sus posibilidades. Entretiene pero desfallece a medida que el metraje
avanza por la indefinición de la propuesta.
La leyenda de Tarzán (2016) – David Yates. Un enorme
despropósito. No hay por dónde coger esta cosa en la que se entremezclan sin
solución de continuidad aciertos de producción, errores de guión de principiante,
un casting completamente equivocado y una historia descabellada con un final
delirante. Qué cosa más mala, madre mía.
ARQ (2016) – Tony Elliot. Serie B en la líneade Al filo del mañana, la película de Tom
Cruise. Una máquina resetea el tiempo y eso permite a los protagonistas buscar
una y otra vez sin descanso la solución al MacGuffin que plantea la historia.
Entretenida a ratos termina dejando poca huella al finalizar.
Arrival (2016) – Dennis Villenauve (cine). Una de las mejores películas que vi durante este año. Un relato audiovisual fascinante que juega en
la misma liga que Interstellar, por momentos dialoga de tú a tú con 2001 y vapulea a
Encuentros en la tercera fase. Excelente.
Sunset song (2015) – Terence Davis. No me terminó de
convencer una de estas películas a las que la crítica "seria"
convierte en obra maestra apenas aparece en escena. Visualmente es arrebatadora
pero la historia resulta fatigosa y la evolución de los personajes errática.
Cazafantasmas (2016) – Paul Feig. Remake de la famosa película de los 80. Estuvo envuelta en un escándalo
idiota por sustituir a los personajes masculinos por mujeres (cuando tal vez ese cambio sea lo mejor de la propuesta, por la inversión de roles y de clichés de género que permite). Mantiene el tipo, divierte en ocasiones y termina derrapando en su necesidad de
ofrecer un insípido espectáculo final anegado de efectos especiales. Pasable.
Mi amigo el gigante (2016) – Steven Spielberg. Durante un
rato, al principio, la película se sostiene por la complicidad del espectador
pero a partir de cierto momento no deja de caer, de hundirse en la miseria, hasta llegar a la larga
secuencia del castillo de la reina que provoca vergüenza ajena en el
espectador. Puede que sea la peor película que haya dirigido un Spielberg que se muestra rutinario y escaso de ideas en la dirección. Mala sin matices.
Upstream color (2013) – Shane Carruth. Absoluta anomalía
cinematográfica que cuenta de manera
oscura una críptica y extraña historia sobre conexiones emocionales entre
personas sometidas a un shock. Es perturbadora e inquietante, nada de lo que
se cuenta (ni cómo se cuenta) parece tener sentido, pero no solo no
puedes dejar de verla sino que engancha y atrae. No es para todo tipo de
públicos pero es enormemente atractiva. Puro cine.
Patterson (2016) – Jim Jarmush (cine). ¿Existe realmente la
felicidad? Tal vez solo sea ese estado en el que, cubiertas la necesidades
básicas, no estamos sometidos al temporal de la enfermedad y somos capaces de
situarnos en la misma frecuencia del momento y el lugar en el que
vivimos y de aquellos con los que convivimos. Tan poca cosa, tal vez. Tanto, en el fondo. Jarmush construye su historia sobre esta idea y ofrece una de las películas más importantes
del año. Una joya.
Suicide squad (2016) – David Ayer. Basura infinita. Bodrio
superlativo. Todo lo malo de las adaptaciones de superhéroes (ruidosa, pobres efectos
especiales, historia caótica y confusa en la que la evolución de los personajes carece de sentido alguno) y ninguna de sus
posibles virtudes (no hay humor, no hay ritmo, los personajes que debieran ser carismáticos no tienen espacio suficiente para crecer). Más allá de un montaje absurdo que destroza la continuidad de la historia esta película es de lo peor que vi en
años.
Rogue one (2016) – Gareth Edwards (cine). La disfruté mucho.
El enorme valor de esta película es que abre con éxito la puerta a la expansión en la gran pantalla del rico universo de Star Wars con historias en las que
el drama de la familia Skywalker no sea el motor fundamental. Nuevos personajes
y una versión diferente de una Rebelión a la que siempre observamos desde la
perspectiva de los héroes pulcros y a la que ahora miramos a través de los ojos
de los curritos de la galaxia, de los que se ensuciaron de verdad las manos.
Sing street (2016) – John Carney. Estimable película que
continúa con la misma fórmula de musical pegado a la realidad que el mismo director
utilizara en Once y Begin again. Hay intensidad emocional, una acertada (y
melancólica) recreación de unos 80 que empiezan a quedar muy atrás y cierta
amargura en la reflexión sobre los sueños rotos.
Estas son las películas nuevas (no tengo en cuenta las
revisiones) que vi durante el año que acaba de finalizar. Aclaro, mediante la
palabra cine, las que vi en pantalla grande. Están ordenadas
cronológicamente, según las fui viendo. De nuevo fueron casi 100, de manera que separo la lista en dos partes para
hacer más digerible su lectura.
Extinction (2015) – Miguel Ángel Vivas. Pasó desapercibida y no
lo merecía. Serie B, género post-apocalíptico con amenaza latente.
Unos pocos personajes unidos por el dolor y por el pasado sobreviviendo en un
paisaje desolador donde el frío y la nieve sirven como refugio y como tortura
vital. Un final melancólico y bien construido remata una pelíucla muy digna,
muy recomendable para los aficionados al género. Buen recuerdo.
Las sufragistas (2015) – Sarah Gavaron (cine). Dura, contenida
y necesaria revisión de una época histórica clave en la liberación de la mujer. La pobreza y la miseria la sufrían casi todos
pero la humillación y el desdén de los iguales solo eran sobrellevados por
ellas. Película que duele, hiere y molesta. Hay que verla.
En el corazón del mar (2015) – Ron Howard. Hay un cine académico
americano que intenta seguir aferrado a las viejas reglas de la vieja industria pero apesta a rancio. Es un cine modélico en lo técnico al que los
nuevos tiempos han despedazado, mostrando sus miserias y obviando sus pocas
virtudes. Aventura de las de antes, basada en los hechos reales que inspiraran
el Moby Dick de Melville, a la que le falta frescura y le sobre artificio e
impostura. Con la ya habitualmente tediosa dirección de un Ron Howard en plena
decadencia.
The host (2006) – Bong Joon-Ho. Nunca me ha gustado el cine de
terror o de "sustos". Me parece un género que tiende al manierismo y
generalmente es insustancial. Pero reconozco haber visto buenas películas de este tipo los últimos años. Y hay en cierto cine asiático una forma de
afrontarlo que mezcla estética y vulgaridad que me atrae. No es esta película una
de sus mejores muestras (no deja de ser otra película más de bicho asesino,
tipo Alien) pero es capaz de entretener, profundizar en las relaciones familiares
y aportar una visión ácida de las sociedades modernas.
Les combattants (2014) – Thomas Cailley. Extraña y sugestiva
historia adolescente que esconde debajo de su capa más superficial una
interesante reflexión sobre la imposibilidad de sobrevivir a los avatares de la
vida sin los otros, sin ese otro que tienes al lado y que no valoras o incluso
desprecias mientras nada ni nadie parece hacerte falta, inmerso en esa ficción de autonomía en la que el capitalismo nos ha hecho creer. Muy interesante.
El desconocido (2015) – Dani de la Torre. Qué pena. Qué
rabia. Ópera prima de otro director joven criado en las tetas del cine de
género norteamericano. Domina la perfección la puesta en escena y los tiempos
de una trama inteligente que juega con las emociones de un espectador que
empatiza con un personaje central, el banquero, mientras entiende perfectamente
las razones de su agresor, el jodido por la crisis (que amenaza su vida y la de
sus hijos). Funciona porque hay fuerza en su narración audiovisual pero es su
final, maniqueo, miserable y cobarde, el que la hunde y la hace despreciable.
Lo social como excusa para el espectáculo light y la redención lacrimógena.
¡Anda ya!
The big short (2015) – Adam McKay. Apasionante, rica,
desmesurada, a ratos bestial y a ratos excesivamente didáctica. Retrato
completo del indecente, absurdo, egoísta y rastrero mundo de las grandes y las
pequeñas finanzas cuyo colapso provocó la gran crisis económica. Nadie quería
ser el primero en bajarse del tren en marcha. Imprescindible.
Bone tomahawk (2015) – S. Craig Zahler. El western es ese
género al que tantas veces dieron por muerto pero siempre termina ofreciendo
propuestas estimulantes, diferentes, ricas y profundas. Una de las sorpresas
del año fue esta película con extraños ribetes de gore que no solo no desentonan sino
que la enriquecen. Una pequeña joya que consigue una historia en la que el
tiempo se dilata y los personajes se expanden. Construida sobre el firme de la
tradición (ese viejo ayudante es el mejor homenaje posible al inolvidable
Walter Brennan) pero sin complejos a la hora de aportar algo diferente. Estupenda.
Sin hijos (2015) – Ariel Winograd. Pretende ser graciosa, incluso
subversiva pero en el fondo nunca divierte y es tremendamente conservadora.
Aburrida historia sobre la falta de ganas de maternidad que es incapaz de sacarle
jugo a una propuesta irreverente y novedosa por la necesidad de ser comercial y
políticamente correcta. Un coñazo.
Ruby Sparks (2002) – Joanthan Dayton y Valerie Faris. Lo que
empieza pareciendo una comedieta intrascendente y solo pasablemente entretenida
termina derivando en un sórdido relato tragicómico sobre el ego del creador (novelista,
en este caso) entrelazado con el ansia por convertir a la pareja en alguien
diferente de aquel del que nos enamoramos. Absolutamente recomendable. Una joya a descubrir.
The divide (2011) – Xavier Gens. Despiadado retrato del ser
humano. Un grupo de personas termina encerrado en un refugio tras lo que parece
un apocalipsis nuclear. Tras merodear por los lugares habituales del género la película
parece enloquecer al ritmo de la enajenación de sus personajes, convirtiéndose
en un infernal mosaico de la depravación humana difícilmente tolerable. Juega a
ser una película desagradable y consigue su propósito retorciendo hasta el
mismo plano final las convenciones del género. Película tóxica que permanece en la memoria.
Pride (2014) – Matthew Warchus. La historia real de un grupo de
homosexuales que se implicó en la recaudación de fondos para la lucha minera en
la Inglaterra de la Thatcher es llevada a la pantalla con enorme sensibilidad,
inteligencia y humor. Excelentes interpretaciones para una película que brilla
con luz propia. Deja poso y un regusto final amargo.
The revenant (2016) – Alejandro Iñárritu (cine). Intensa y
ambiciosa. Cine de altos vuelos que sabe que lo que pretende ser. Tan evidente
es su búsqueda de trascendencia como la naturalidad con la que consigue impactar,
epatar y deslumbrar. Una de las mejores películas que vi este año. Hay que
destacar la maravillosa fotografía de Lubezki. Brutal.
Desapariciones (2003) – Ron Howard. Impersonal y a ratos
desastroso western de un Ron Howard desorientado que intenta emular sin éxito a
Centauros del desierto. Un director mediocre intentando encontrar las claves
cinematográficas de la mejor película de John Ford, uno de los mejores directores de la
historia del cine. El desafío era imposible. Ni siquiera unos actores volcados en unos personajes a los
que no son capaces de sacar más jugo salvan de la intrascendencia a este relato
audiovisual que no es más que un canto melancólico a un cine que no podrá
volver.
La cumbre escarlata (2015) – Guillermo del Toro. Preciosista
y hueca. Una enorme decepción, un Guillermo del Toro sorprendentemente insulso, sin el carácter que se le presupone, incapaz de sacarle
jugo a una historia que demandaba ser asfixiante e incómoda y se queda en un
juego esteticista, insulso e insuficiente. Tan aburrida como anodina.
Deuda de honor (2014) – Tommy Lee Jones. Fallido pero
respetable intento de Tommy Lee Jones por regresar al universo fílmico del
western, cuyos parámetros no termina de controlar. Hay buen cine en esta dura
historia de perdedores, mujeres enfermas y hombres infames pero la película
nunca termina de despegar y termina hundiéndose en el fango de la
intrascendencia. Una pena.
Truman (2015) – Cesc Gay. Fue alabada por muchos pero lo
cierto es que esta película de un director más que interesante no
fue capaz de superar la barrera de sentimentalismo barato con el que suelen
flirtear este tipo de propuestas. Lugares comunes, masculinidad de manual y emociones
sin filtro al por mayor. No la compro. Decepcionante.
Los héroes del mal (2015) – Zoe Berriatúa. Manierista visión
de la adolescencia que no termina de cuajar en película importante por su
incapacidad de matizar y profundizar en la psique de unos chicos que caen el
cliché y no respiran verdad. Una lástima.
Poppers (1984) – José María Castellvé. Cine español de trincheras
al margen del sistema. Cine social de marcado acento político enmascarado tras una estética macarra y punk y realizado con muy poco dinero. Retrato de esa otra España de los 80 que la CT intenta desde hace años
edulcorar. Chocante.
Irrational man (2015) – Woody Allen. A estas alturas ya no
me apena asistir a basuras como estas firmadas por un tipo tan capaz e inteligente
como Allen. Hace un tiempo que he decidido creer que Woody Allen hace años que
no dirige películas para trascender o emocionar sino para mantenerse vivo y activo. Y puesto que siempre consigue gente que se lo pague yo lo respeto. ¿La película? Absurda, imbécil y a ratos burdamente realizada. De lo peor que ha dirigido estos últimos años. Si hay matices y detalles a valorar esos quedan en manos de sus fans.
Spotlight (2015) – Tom MacCarthy. Gustará mucho a los que
siguen pensando que hubo alguna vez una edad de oro del periodismo, pero no
deja de ser el típico drama con el que Hollywood ayuda a la sociedad norteamericana a metabolizar la corrupción de sus élites. Películas-vacuna, las llamo yo. Instrumentos del capital para mitigar y canalizar el dolor y la frustración social. La subversión
y la denuncia solo son las excusas para el espectáculo. No hay profundidad, y la acción y el
ritmo se imponen sobre la posible reflexión o la natural rabia ante lo relatado. Así,a pesar de lo escabroso del tema que se trata,
casi nadie termina realmente herido o señalado. Y las instituciones se salvan.
Yo, él y Raquel (2015) – Alfonso Gómez Rejón. Comedia y
drama entremezclados en un propuesta indie de manual: buenas ideas, interpretaciones
sinceras y un universo cercano, accesible, que nos acerca a la calle y a la
vida. Tal vez el tema, su tema, ese que parece ser sólo la excusa argumental inicial y finalmente lo llena todo fuera lo que
finalmente me separara por completo del película. Problema mío, lo sé. No
soporto el cáncer en el cine. Pero aun menos cuando es usado como motor para
seguir viviendo.
Spectre (2015) – Sam Mendes. James Bond me aburre. Tanto. Y
en esta película más. Mucho más. Todo el rato. Menudo coñazo infame. No hacen falta
lecturas feministas. Que no.Ni lecturas
sociopolíticas. Que tampoco. Es solo que el universo Bond es tan, tan, tan aburrido... Siempre me provoca sopor y extrañamiento. Seguir viéndolo es ya tan solo tradición.
Mi gran noche (2015) – Álex de la Iglesia. Decepcionante. Aburrida
e inconsistente comedia que carece de esqueleto sobre la que sostener su trama
y que recurre a gagsidiotas y a caspa permanente
para sobreponerse al vacío que narra. Mala. Habrá que espera a la siguiente de Álex de la Iglesia, un director que a priori siempre me motiva.
¡Ave Cesar! (2016) – Hermanos Cohen (cine). Los Cohen
vuelven a decepcionarme (y van...) con una historia desarrollada en el
Hollywood clásico con la Guerra Fría como telón de fondo. Lo tenía todo para ser divertida e interesante pero una dirección rutinaria y una historia insulsa repleta de personajes sin carisma, construidos con trazo grueso, la abocan al abismo de la irrelevancia.
Iván Z. (2004) – Andrés Duque. Interesantísimo documental que
ahonda en la vida de uno de los creadores más singulares de la España de fin de
siglo. Una larga entrevista en la vieja y decadente casa familiar de un Iván Zulueta agotado por la vida, que se explaya y se desnuda ante la cámara. Zulueta, director de la mítica Arrebato, reflexiona sobre su carrera artística, su arrinconamiento cultural en una España casposa y el fracaso que no reconoce. Todo el documental queda empapado por su amor incondicional al cine y por su irrefrenable melancolía por la infancia y el mundo que se fueron. Una joya.
Youth (2015) – Paolo Sorrentino. Película gigante donde
Sorrentino, con su habitual puesta en escena, esteticista y estilizada, nos habla del paso del tiempo y la terrible añoranza de la juventud
y la fuerza cuando nada queda ya por hacer. Tremenda.
Fase 7 (2010) – Nicolás Goldbert. De nuevo cine
post-apocalíptico, en este caso argentino. Una plaga obliga a los vecinos de un
edificio a quedarse encerrados en él por un tiempo indefinido. Las relaciones
se deterioran y la desconfianza y el egoísmo hacen carne en unas personas que
terminan estando dispuestas a todo por sobrevivir. Pasable.
Batman v Superman, el amanecer de la justicia (2016) – Zack
Snyder (cine). Ni tan mala como sus detractores pretendieron hacernos creer ni
la obra maestra del género que algunos fervorosos creyeron encontrar. Cine de
evasión que intenta ser trascendente sin posibilidad de conseguirlo. Momentos ridículos en un
conjunto entretenido en el que termina destacando la aparición fresca de Wonder Woman.
La quinta ola (2016) – J. Blakeson. Distopía adolescente realizada con el firme propósito de provocar arcadas al espectador. Qué cosa más penosa y aburrida. Lo único potable
pasa durante los primeros 10 minutos para luego dejar paso a una ñoña y absurda
historia de chica que tiene que buscar a su hermano pequeño perdido mientras encuentra
el amor alienígena por el caminio. Bochornosa.
Invasión (2007) – Oliver Hirschbiegel. La cuarta versión de
la clásica y maravillosa Invasión de los ladrones de cuerpo de Don Siegel resulta ser una película lamentable con unas interpretaciones deplorables de Nicole Kidman y Daniel Craig. Es difícil hacerlo peor, lo cual es más grave si tenemos en cuenta el rico material del que se partía. Todo lo que era tensión y reflexión sociopolítica en la original se
transforma aquí en rutina y sopor. Y si esto ya no era suficientemente nocivo hay que añadirle una serie de decisiones estéticas que lastran la película y un final feliz absolutamente indecente. Carne de perro.
El sicario de dios (2011) – Scott Stewart. Ofú. Pues eso. Adaptación
comiquera con vampiros con mucha mala hostia que sobrevive a duras penas gracias a su condición asumida de serie B
sin pretensiones.
El viaje a ninguna parte (1986) – Fernando Fernán Gómez. Absolutamente maravillosa. Poco que añadir a lo tantas veces dicho por tanta gente antes que yo. El canto melancólico a un tiempo y un trabajo que desaparecían en una España negra, pobre y miserable. Es realmente extraordinaria. Emocionante.
Techo y comida (2015) – Juan Miguel del Castillo.
Bienintencionada pero excesivamente simplista película que se adentra en el
drama de los desahucios en una España pobre, casi analfabeta, en la que los
apoyos y los cuidados mutuos son una utopía y el Estado se olvida de asegurar los derechos más básicos. Acertado retrado del contexto social que contrasta con la falta de reflexión: no hay discurso, tan solo emoción y
lástima. Enorme Natalia de Molina en un papel complicado del que sale
airosa.
Capitán América, guerra civil (2016) – Hermanos Russo. Y
ahora los superhéroes ya no son amigos. Madre mía, qué pena. Que no, que no es solo eso.
Tragedia. La música insinúa un conflicto emocional irresoluble entre ellos.
Dolor. Rostros circunspectos y testosterona por un tubo. El ser humano. Muchas
hostias digitales. Shakespeare. Todos contra todos sin que haya la más mínima coherencia
con el pasado reciente. Da igual. Tíos y tías en mallas dándose de hostias sin
que nunca nadie muera nunca. Taquillazo. Y seguimos, ¿no?
Blancanieves y la leyenda del cazador (2012) – Rupert
Sanders. Una suntuosa y estilizada puesta en escena (a la que se añade una
excelente banda sonora) no logran salvar el tedio generalizado que provoca la
enésima versión del clásico de Disney. Para echar la tarde.
Canino (2010) – Yorgos Lanthimos. Una pequeña obra maestra..
Unos padres deciden criar a sus hijos en una casa a las afueras de una ciudad
sin contacto con el exterior. El lenguaje se subvierte y se manipula para hacer
desaparecer lo sexual, lo conflictivo y lo subversivo de la vida de unos
adolescentes incapaces de sobrellevar la tensión vital provocada por sus
instintos. Peliculón.
Langosta (2016) – Yorgos Lanthimos. Extraña distopía con tono de comedia oscura en la
que el miedo a la soledad es el motor de una historia repleta de
metáforas, alegorías y situaciones perturbadoras. Ni la compañía ni la independencia, ni la soledad autónoma, ni la pareja equivocada impiden al ser humano ejercer su enorme capacidad para ser miserable, egoísta,
posesivo y destructivo. Acojona. Y es muy buena.
Deadpool (2016) – Tim Miller. Muy provocadora, sí. Políticamente incorrecta, también. Un soplo de aire fresco en el saturado mundo de los superhéroes, sea. Pero vamos, que su problema es otro, a ver si nos entendemos: es un soberano coñazo
X men: Apocalipsis (2016) – Bryan Singer (cine). Más de lo mismo, por supuesto, pero al menos entretiene a ratos y funciona como pasatiempo.
Zootopía (2016) – Byron Howard, Rich Moore y Jared Bush. Impecable técnicamente y con algunos personajes carismáticos la película falla por trasladar de manera demasiado literal los conflictos de las sociedades humanas (sin arista alguna, claro) a un mundo animal que demandaba un mayor grado de locura y diversión. Aburre.
Política, manual de instrucciones (2016) – Fernando León de
Aranoa (cine). Un documental que respira vida e ilusión. También transpira miedo
y perturba a un espectador que ya lo mira como viejo cuando apenas ese partido político,
Podemos, lleva dos años con nosotros. Imprescindible para comprender la necesidad de construir imaginario social y discurso político que calen, que emocionen, que se peguen a la piel del ciudadano. Un documento fantástico para conocer la construcción de un movimiento político desde dentro
Los girasoles ciegos (2007) – José Luis Cuerda. Convencional
adaptación del libro de Alberto Méndez. Cine viejuno con una visión académica
de la España franquista que a estas alturas me deja frío como espectador. No me gustó
La habitación (2015) – Lenny Abrahamson. Un folletín extrañamente
encumbrado por crítica y público cuando lo que narra (y cómo lo narra) es carne
de telefim basurero de sábado tarde. Solo una producción decente y unas interpretaciones
notables logran sacar de la mediocridad general a la propuesta. Entre
irrelevante e infumable. Elige.
Zardoz (1974) – John Boorman. Delirante muestra de la que
fue tal vez la época más fecunda de la ciencia ficción cinematográfica con
intenciones de trascendencia. La inmortalidad, la decadencia lasciva de una
sociedad que se muere sin que pueda físicamente nunca hacerlo se enfrenta a un
salvajismo primitivo, intelectualmente inferior pero que dispone de la fuerza, la
vitalidad y el ímpetu para imponerse. Una obra que hoy es incomprendida fundamentalmente por su
estética imposible, que lastra continuamente un relato audiovisual apasionante
Synchronicity (2015) – Jacob Gentry. Hay subgéneros en la ciencia ficción cinematográfica en los que es muy difícil ser original y no caer en caminos ya trillados. Esta
película simula caminar durante parte importante de su metraje por caminos ya
transitados del cine de los viajes temporales para desembocar en una apoteosis
final plena de significados y rica en interpretaciones. Curiosa.
Cosas que no se olvidan (2001) – Todd Solonz. Tremenda película de un Solonz que no decepciona. La acidez de su cine iconoclasta sí es pura
subversión, y la manera pausada con la que cuenta sus brutales historias termina siendo un arma de
destrucción masiva. Dos historias independientes unidas por un nexo común:
la creación y la vanidad. Magnífica.
Una nueva huelga educativa contra la LOMCE, una ley tan inútil para
solucionar problemas reales como peligrosa por provocar otros nuevos. Una ley
profundamente retrógrada en sus principios ideológicos. Una ley que conlleva absurdos
cambios burocráticos en los centros educativos que ahogan la labor de los
profesores mientras permite ratios desorbitadas, segregación en las aulas,
institucionalización de la enseñanza concertada (incluso la que separa por
sexos), recortes en los cupos de profesores de los centros o precariedad
laboral en los interinos. Que permite que la religión contabilice en la nota
media con la que un alumno compite para entrar en uno u otro grado
universitario. Una ley que aplicada en Madrid permite pasar de curso sin que
cuenten los suspensos en Tecnología o Música mientras que suspender religión sí
podrá hacer repetir a un alumno el curso. Una ley que además incorpora ese
engendro que son las reválidas, el mayor absurdo, la mayor imbecilidad, tan
injustas como inútiles. Una ley educativa que tras la reivindicación de la cultura del
esfuerzo esconde una ideología decadente y elitista, que promueve el éxito educativo
solo en aquellos sectores sociales adaptados al sistema. Una ley que, salvo
contadas excepciones, solo genera rechazo y desconfianza en la gran mayoría de
los profesores de la educación pública. Los que realmente pasan cada día dentro
de las aulas y conocen de primera mano los problemas reales que los recortes educativos
han provocado. Tal vez por eso una huelga como ésta es tan útil para conocer
cómo respira la comunidad docente. Y por eso es un buen momento para completar
y actualizar el catálogo de esquiroles educativos, cuya primera entrega
escribiera hace unos años centrándome entonces, particularmente, en aquel al
que denominé esquirol lúcido. Acometamos pues la construcción de un primer
acercamiento a una taxonomía esquirola basada en mis experiencias en diferentes
institutos.
-Elesquirol lúcido: es consciente de la gravedad de la
situación en la que se encuentra la enseñanza pública y del punto de inflexión
que las políticas actuales van a suponer para el futuro de miles de jóvenes. Conoce de primera mano las injusticias que genera la doble
red pública/concertada porque su capacidad intelectual y cultural le permiten
estar al tanto de todo lo que va sucediendo. Gracias a eso es capaz de
encontrar siempre alguna razón por la que, finalmente, no debe juntarse a la infantería
que, con sus propias dudas y contradicciones, se compromete con una huelga tras
otra. Asienta su argumentación sobre dos o tres recias ideas construidas
siempre desde una posición de seguridad laboral (nunca será un interino) que le
permiten no terminar de ensuciarse las manos (ni perder su tiempo, ni su
dinero) con huelgas a las que predice nulo éxito, en un ejemplo diáfano de profecía
autocumplida que él mismo se encarga de ayudar a que se satisfaga acudiendo el día de huelga a trabajar. Es un peligroso agente desmovilizador
en los claustros de profesores ya que su opinión suele ser escuchada y
respetada, por lo que su decisión anunciada de no participar en las huelgas
permite encontrar la excusa final a muchos otros (que suelen sufrir una acusada
indigencia intelectual) que tan solo esperan la ocasión perfecta para
escabullirse de sus responsabilidades ciudadanas.
-El esquirol pusilánime: es una raza curiosa esta de los pusilánimes. Suelen ser interinos, de
cualquier edad, que viven siempre con temor a todo, con desconfianza perpetua,
inmersos en un silencio ideológico autoimpuesto con el objetivo de no hacerse
notar, de pasar desapercibido. Cuando se equivocan y se les deja hablar muestran
un indisimulable rencor de fondo por esos otros funcionarios, los de la plaza, a
los que acusan de nunca apoyarlos lo suficiente en sus reivindicaciones
laborales. Paradójicamente, ellos mismos siempre encuentran la excusa perfecta
en sus bajos sueldos (por las jornadas parciales) o en su situación laboral
inestable para no apoyar ni siquiera las huelgas contra los recortes que han
precarizado hasta la humillación su figura laboral. Fui testigo de cómo
especímenes de este biotipo se arrugaban y se convertían en esquiroles de las
huelgas convocadas precisamente para impedir su propia precarización. No se lo
podían permitir económicamente, argumentaban, pesarosos. A día de hoy aun
pienso en ellos, en cómo se las arreglaron cuando no fue un día o dos de sueldo
los que les quitaron por las huelgas (que no hicieron), sino dos meses de
sueldo al año cuando empezaron a despedirlos en junio.
-El esquirol ruin: suele ser relativamente joven, menor de 40 años, urbano, sin demasiadas
cargas familiares. Lleva años contando sus aventuras en países exóticos o sus
vacaciones a todo tren en playas o alojamientos rurales. Cuando llegan las
huelgas, aunque ideológicamente, de manera superficial, parece compartir las
reivindicaciones, nunca termina de ver claro públicamente la utilidad de las
mismas: "esta no es la estrategia a seguir" o "no sirve de
nada", argumenta con cara de circunstancias, sin profundizar demasiado en
ninguna de esas ideas. Finalmente, en privado, a alguno de los que sí hará la huelga le
comentará, misterioso, exigiendo comprensión, que ahora mismo no puede permitirse perder ese dinero
por una cuestión personal e insoslayable pero que, sin duda, los apoya. Que es terrible lo que están haciendo. Que vaya desastre todo. Un crack. En unos meses se olvidará de las
contradicciones y la coherencia y te empezará a contar dónde va a pasar el
verano, en ese país extranjero, tan exótico, tan lejano, por un precio
bajísimo, casi un regalo...
-El esquirol ideológico: tan coherente como miserable.
Como buen funcionario liberal (siempre con plaza), como buen tonto útil del
sistema, vive de lo público mientras apoya su desmantelamiento en todo aquello
que no afecte demasiado a su sueldo y privilegios. Asumirá incluso una mayor
carga laboral porque tampoco el que sus alumnos aprendan o no le suele
preocupar demasiado. Al fin y al cabo, no serán sus hijos los que pisen una
escuela pública y considera, en el fondo, a muchos de sus alumnos desahuciados
sociales. Tras
aprobar un oposición, como buen defensor de la meritocracia y la competencia constante, se dedica a mirar desde su barrera de funcionario cómo son
los demás los que se matan por sobrevivir mediante trabajos de mierda. Y
considera los días de huelga como días perfectos para no trabajar cobrando.
-El esquirol inane: el ejemplo perfecto de cómo tener una carrera universitaria nunca es
sinónimo ni de cultura ni de capacidad. Hay personas que deciden, tras terminar
esos estudios mínimos que le permiten acceder a la profesión docente, no volver
a preocuparse jamás por seguir leyendo, conociendo, aprendiendo o reflexionando.
Y se convierten en amebas intelectuales. En la sala de profesores, el esquirol inane hace como
que se interesa algo por esa huelga, esa anomalía cósmica sobre la que varios
compañeros discuten. Pregunta extrañado los motivos de la convocatoria, parece incluso
escucharlos con atención, y se hace el sorprendido ante las injusticias que
pretenden denunciarse, como si los motivos de la reivindicaciones fuesen un
conocimiento arcano al que solo unos pocos privilegiados pueden acceder.
"Es que aquí no ha venido nadie de ningún sindicato a contarnos nada y
claro, yo no estaba enterado". Lo de internet y la autonomía en la búsqueda de información no van con él. Su cara transluce la nada interior. Volverá
a sentarse a corregir sus exámenes. E irá a trabajar el día de huelga sin ni
siquiera recordar que esa huelga estaba convocada para ese mismo día.
-El esquirol hipócrita:
una raza a la que tengo especial aversión. Será capaz incluso de ir a trabajar
el día de huelga enfundado en su camiseta verde. Su mayor interés es
desmarcarse del resto de esquiroles y generar empatía y comprensión en el grupo
de los huelguistas, al que pertenece por ideología. El esquirol hipócrita o
indignadito supone, egoísta y miserablemente, que es el único con problemas
económicos, familiares o personales. Considera que no puede permitirse perder
un solo día de sueldo (o varios) y, aun manteniendo artificialmente un discurso
crítico hacia los recortes, asume que los demás tenemos que entender que su
contribución a la causa es manifestarnos públicamente su apoyo mediante la
dichosa camiseta, mientras también se ocupa de desmovilizar aduciendo, cuando
se le presiona, que las huelgas no son la salida a nuestros problemas, que hay
que ser más creativos. Igual, si se tercia, no llueve y no le viene muy mal, se
paseará por la tarde por la calle en la manifestación de turno. Asume con
desparpajo que él también está luchando a su manera, aunque nunca le
encontrarás jugándose un euro de su bolsillo o un ápice de su seguridad laboral
mediante algún acto subversivo contra aquellos que asfixian a la educación
pública. A lo más que llegará será a hacer encendidas y pueriles defensas
abstractas del valor de la enseñanza pública mientras critica a la rancia
derecha y en su perfil de Facebook cuelga lacitos verdes, videos
empalagosos y demás chuminadas con las que cree contribuir a la causa.
El esquirol novato:
es joven, muy joven, acaba de empezar a trabajar en la enseñanza pública. Ha
sido criado en una burbuja académica y familiar y el azar, o sus capacidades,
le han permitido acceder a un puesto docente a muy temprana edad. Está tan
contento de trabajar y de ganar un buen sueldo fijo todos los meses que se
olvida incluso de leer algo que le sirva como sustento intelectual a su labor
docente. No le llega. Siempre sonriendo de manera juvenil observará y escuchará las quejas de los
estresados y encabronados huelguistas como el que oye
llover. Nada de esto va con él. Vive en otra parte y sus motivaciones son fundamentalmente hedonistas. La seriedad de la vida le aterra. En su evolución terminará
mutando sin esfuerzo en algunos de los anteriores esquiroles descritos.
-El esquirol de CCOO:
unasingularidad de difícil explicación
ideológica. O no. Es un profesor que en su esquizofrenia ideológica discrimina
la acción reivindicativa según la apadrine o no #SUsindicato. Ese que procuró
boicotear las aspiraciones de autoorganización de la Marea Verde allá por 2011.
Tiene el superpoder de ignorar sin bochorno alguno las convocatorias de huelga
impulsadas por sindicatos y colectivos diferentes a #SUsindicato. Aunque las
reivindicaciones sean exactamente las mismas que él defiende y sean iguales a
las que utilizará #SUsindicato para convocar la huelga siguiente. Cuando
#SUsindicato sea el que convoque pondrá en el grito en el cielo y denunciará con
acidez la apatía de sus compañeros esquiroles. "Asco de esquiroles",
clamará. Y cuando le hagas ver que hace pocos meses él no apoyó la huelga
anterior, esa que hizo como que no existía y de la que nunca habló en la sala de
profesores porque no la convocaba #SUsindicato, te mirará con extrañeza, como quien
escucha hablar a un mono. Porque él, por supuesto, solo podrá hacer una huelga
si la convoca #SUsindicato. Porque él es muy de izquierdas y mucho de
izquierdas. Y es de izquierdas y mucho de izquierdas porque está afiliado a
#SUsindicato, claro. Y #SUsindicato es el único de izquierdas y mucho de
izquierdas con legitimidad para defender a la escuela pública. Y a ver si nos enteramos de una vez y no se lo hacemos repetir. Hombre, ya.
-El esquirol kamikaze:
un grande este tipo. Está o estuvo en contacto con sectores muy movilizados y
críticos con el sistema. Suele tener un discurso incendiario en el que apenas
deja resquicio a duda alguna. Lleva ya unos años de profesor pero no olvida (y
no va a dejar que los demás profesores olviden) sus radicales orígenes
sociopolíticos y el asco que le da un sistema social y político que considera
putrefacto y nocivo. Despotrica continuamente de compañeros y sindicatos por
melifluos, cobardes y débiles en sus formas de lucha social. Y, por supuesto,
nunca apoyará una huelga de un solo día. Él considera que al menos deberían ser
tres. Tampoco apoyará una huelga cuando sea de tres días. Porque lo que ahora se debería
hacer es convocar una huelga de tres días, sí, pero todas las semanas al menos
durante un mes. También despreciará la convocatoria de una huelga indefinida de tres
días a la semana. Cobardes, pensará, porque lo que tocaba ahora era hacer una indefinida de
verdad. Y no firmar las actas de junio. Ni las de septiembre. Finalmente, el
esquirol kamikaze nunca podrá hacer una huelga. Todo es poca cosa para él. E
irá a trabajar ese día con la sonrisa despectiva en la boca mientras piensa que
él tenía razón, que el sector educativo nunca estará a su altura. El reino reivindicativo del esquirol kamikaze no
es de este mundo.
-El esquirol hastiado:
uno de los más tristes. Ha participado en muchas de las huelgas anteriores
(nunca en todas) y afirma ya no poder más ante la supuesta irrelevancia de las
mismas. Asume que no hace lo que debe pero asegura que el cansancio ha carcomido sus ganas
de presentar batalla. Mantiene una cierta dignidad, ese aire de viejo luchador
derrotado, pero suele esconder en lo más profundo de sí a algunos de los
esquiroles anteriores, pugnando desde hace años por surgir, a la espera de unas condiciones ambientales más adecudas para un esquirolismo no traumático en sus relaciones sociales. Evidentemente, eso es algo que nunca
reconocerá.
Hoy todos ellos estarán en los institutos y colegios públicos. No
darán clases porque la mayoría de los alumnos no irán hoy a los centros. Y
disfrutarán de ese café continuo, ese café tan miserable, durante toda la mañana, sin trabajar, cobrando, sin
hacer nada, a costa de los que sí hacen huelga. A costa de nosotros. Que disfrutéis el día, compañeros.
G
M
T
Y
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Tal vez estemos asistiendo al
principio del fin de El País como el periódico que todos conocimos. Comienza a recordar
a ese Jiménez Losantos con el que tantos conectaban en la COPE, en los años de
Zapatero, porque a la gente le excitaba oír cada mañana su siguiente barbaridad,
la nueva barrabasada de un tipo que terminó devorado por los adjetivos. En
realidad esa atención mediática no es más que un canto de cisne, un camino sin
retorno. Una vez que pierdes el prestigio y la credibilidad, que tiras por el
desagüe tantos años de artificio perfectamente diseñado, solo queda la mofa, la
ira, el desprecio y el desdén final. Le pasó a Jiménez Losantos, cuando la gente
se cansó de tanta visceralidad interesada y llegó el choteo. Cuando sin que él
lo pretendiera mutó de periodista a personaje, a caricatura. Por ahí sigue.
Nadie le hace ya caso.
El País hace ya tiempo que dejó
de ser referencia para nadie. Su línea editorial, la que durante tantos años
marcó el rumbo sociológico de este país, ahora solo se lee con fruición para constatar
la desquiciada deriva de un periódico que durante décadas trató de construir
una imagen de mesura e imparcialidad, de distancia reflexiva, que finalmente ha
cristalizado en un sectarismo rencoroso y endiosado, cuya pretensión de influencia
provoca la risa y la indignación, la vergüenza ajena y el repudio intelectual. Sus
editoriales han alcanzado el nivel de pitorreo que provocaban hace unos años
las portadas de la ya extinta La Gaceta y cuyo testigo recogieron hace unos
años las portadas de La Razón, cuando cada noche en Twitter el cachondeo se
instalaba a la espera de que Marhuenda hiciera pública la última majadería de
un periódico convertido en chirigota. El camino ya estaba marcado. El País lo
siguió a pesar de las señales.
Toda deriva encuentra su final,
el punto de inflexión a partir del cual ya no hay vuelta atrás y, como le
pasara a Losantos, teóricamente en las antípodas ideológicas, la chirigota finalmente se transforma en irrelevancia cuando nadie puede ya asumir como verdad el relato
de la realidad construido por el periódico de PRISA. El papel de El País en
la actual crisis del PSOE ha superado cualquier expectativa. Sus ataques a Pedro Sánchez por no inmolarse dejando
gobernar a Rajoy para que la maquinaria extractiva de las élites económicas del
país continúe funcionando sobrepasa los límites de cualquier manual básico de
decencia periodística. Somos testigos de los estertores finales de un periódico
trascendental para entender a nuestro país. Sacrificado finalmente por Cebrián como último servicio a esas élites de poder a las que vendió su alma y su
dignidad.
El País sobrevive a duras penas desde hace años gracias a la
memoria de una parte de la sociedad (fundamentalmente mayor de 50 años) que lo
sigue asociando con ese "intelectual colectivo" del que hablara
Gregorio Morán. Durante años muchos fueron incapaces de asumir la orfandad que
les provocaba alejarse del discurso prefabricado del grupo PRISA. Era excesiva
la obligación de construir uno propio a través de voces fragmentarias.
Demasiado esfuerzo para los que solo querían mantener una imagen de progre de
salón crítico con la estética de la derecha cavernaria. Y disfrazaron su
incapacidad para rebelarse mediante el elogio huero de ese periodismo
nominalmente "serio y de calidad" que se convirtió en la marca de El
País. Pero el problema persistía. Porque tras ese periodismo "serio y de
calidad" el hedor se fue haciendo insoportable y el lector fiel no pudo
seguir mirando hacia otro lado ante los posicionamientos sociales, políticos y económicos
de un periódico al servicio de bastardos intereses empresariales. Después llegó
la crisis, Y surgió Podemos, y llegaron los despidos, los vetos, el miedo y las
contradicciones. El supuesto periodismo "serio y de calidad" se
reveló como un periodismo mutilado, dócil con el poder y agresivo con las
alternativas sociales que iban surgiendo. El País ha ido perdiendo su aura y su
credibilidad al mismo ritmo que los bancos y los fondos de inversión se iban
haciendo con PRISA con la aquiescencia de Cebrián.
El desastre económico al que abocó
Cebrián a PRISA hizo que las costuras ideológicas de El País saltaran por los
aires. La libertad de prensa es una de las grandes ficciones de las democracias
capitalistas. La libertad de prensa no es más que libertad del gran capital
para imponer su agenda y defender sus planteamientos Los editoriales del último
año de El País deberían publicarse en una antología del disparate periodístico.
Como muestra del suicidio de un periódico que un día fue referencia de un país
y construyó el relato de un época. Tal vez entre todos los editoriales el más
sonado ha sido el dedicado hace poco a Pedro Sánchez, ese "insensato sin
escrúpulos".
Un editorial que el propio Comité
de Redacción del periódico ha criticado sin que Antonio Caño, actual director,
se dé por enterado. Doloroso para muchos ha sido también el atronador silencio
de todas esas plumas "de calidad" del diario, tan dispuestas siempre
a luchar por causas justas. Siempre que ello no les amenace el bolsillo, claro.
Ni una palabra de Millás, Muñoz Molina, Elvira Lindo, Azúa, Jabois...
El País ha implosionado. Más allá de lo que finalmente suceda con el PSOE, su apoyo editorial a un gobierno del PP de Rajoy
por el bien de la "gobernabilidad de España" es la gota final que desborda
el vaso de unos lectores que se encuentran desnortados, incapaces
durante mucho tiempo de reconocer los indicios que mostraban la manipulación
informativa de un medio que era su referencia intelectual, pero que ahora ya no
tienen más opción que asumir, aunque sea de mala gana, que El País hace mucho
tiempo que solo sirve como punta de lanza de los poderes económicos del país
para que nada amenace al sistema desde la izquierda del arco parlamentario. El
País es ya esa caricatura a la que aludí al comienzo. El País es una chirigota. Tratará de seguir
influyendo en la sociedad española, intentará cada vez con mayor desesperación
y menor disimulo imponer sus opiniones interesadas. Pero una vez descubierto el
artificio muchos de sus lectores no podrán ya seguir dejándose engañar con la
facilidad con la que antaño lo hicieron. A El País se le ha perdido el respeto
y ha dejado de ser intocable. Ha tirado por la borda su prestigio
convirtiéndose en un lodazal de informaciones y editoriales sin mesura ni
decencia. Apenas unas pocas voces aisladas resisten el temporal. Este es el
legado que deja Juan Luis Cebrián, el gran muñidor de nuestra democracia, el
hombre tras la tramoya.
Lejos quedan ya los días de la Marea Verde madrileña. Se
cumplen ahora cinco años de un movimiento de rechazo visceral a las políticas
de recorte y de ataque a la escuela pública por parte de una de las
administraciones políticas más despreciables de la España democrática: la
dirigida por Esperanza Aguirre en Madrid. Aquel verano de 2011, tras años de
priorizar la escuela privada-concertada y socavar a la escuela pública mediante
una segregación social enmascarada tras una perversa "libertad de elección" (para algunos, claro), el Gobierno de Aguirre, a través de la Consejería
de Educación, dirigida por entonces por Lucía Figar (la que buscaba una empleada del hogar que supiese tagalo), y aprovechando la crisis económica y
social en la que estaba envuelto el país, entendió que era el momento de
golpear con fuerza y sin compasión a la enseñanza pública para que triunfara
por fin su modelo de estratificación social a través de la educación obligatoria, un modelo que además conlleva pingües beneficios para un sector privado ávido por obtener un mayor lucro en
el negocio de la educación, algo para lo que necesita obligatoriamente la degradación de la enseñanza pública. Con el innecesario aumento de la carga lectiva de
los profesores de Secundaria consiguió prescindir de miles de profesores, sobrecargó
de horas de guardias y apoyos a los que quedaban, los obligó a multiplicar las
materias afines (de las que no eran especialistas) que tendrían que impartir y,
en paralelo, continuó aumentando progresivamente las ratios de alumnos por aula,
eliminando programas educativos de compensación social para los más
desfavorecidos y precarizando y humillando a los profesores interinos. Una
jugada maestra que disfrazaron como ejercicio de necesaria austeridad que la
crisis económica demandaba. Nada más lejos de la realidad. Aquello suponía
tan solo un ahorro anual de 90 millones de euros. En el mismo año que ACADE (patronal de la enseñanza privada) se felicitaba por conseguir aumentar las desgravaciones para los padres con hijos en la enseñanza privada (NO concertada) hasta los 65 millones de euros.Aguirre y Figar no montaron toda
aquella operación para ahorrar, no, eso todos lo sabemos ya a estas alturas. La
magnitud de los recortes no era en absoluto relevante en lo económico pero sí era
trascendente para la realidad diaria de los IES madrileños. Significaba el tiro de gracia a una enseñanza pública que durante los últimos años había
tenido que asumir casi en soledad (debido a la competencia desleal de la
enseñanza concertada) el enorme desafío que había supuesto el enorme flujo
migratorio que había llegado a Madrid en la época de bonanza económica. Con
multitud de centros públicos en el alambre social, apenas sostenidos sobre los
hombros de algunos docentes dispuestos al voluntarismo para llegar allí donde
no llegaba la Administración, la nueva situación sobrevenida era una bomba sucia
que los iba por fin a rematar. Los malos docentes ya tendrían la excusa para
seguir haciéndolo mal. Y los buenos, desbordados ante la sobrecarga laboral y
el desprecio administrativo y social, tendrían que ir dejando de lado todo
aquello que no fuera estrictamente obligatorio, ciñéndose a su horario laboral,
sin posibilidad de intervenir en la mejora de la convivencia en unos centros
que en no pocos casos están normalmente al borde de la explosión social, con aulas repletas
y alumnos con muchos problemas. Por eso fueron los docentes los primeros que se
dieron cuenta de la enorme gravedad de la sucia maniobra política de Figar y
compañía. No salieron a la calle solo por esas horas lectivas de más que
suponían otras tantas horas de guardias y apoyo. No, se rebelaron porque,
asustados, fueron los primeros en darse cuenta de que estos recortes
significaban el principio del fin de la idea de educación pública como un servicio
social prioritario, sufragado por todos para dar a los hijos de todos una oportunidad real
de futuro. No voy a volver a construir aquí el relato de esa emocionante reacción de la
comunidad educativa. Una reacción que fue tan emocionante como, lamentablemente, insuficiente (a
pesar de lo que la leyenda cuente). Ya lo conté en tiempo real desde aquel
primer post que escribiera a finales de julio de 2011 (profesores encabronados),
a través de varios posts en los que reflexioné, me emocioné, dudé y sufrí
nuestra lucha y nuestra derrota.
Porque sí, también perdimos aquella batalla, a pesar de que
leyendas bientencionadas defiendan que la Marea Verde resultó de algún modo
victoriosa en ella. No es verdad. Fuimos claramente derrotados. La victoria fue
para esa derecha cavernaria y rencorosa que gobernaba Madrid y que, al poco
tiempo, en noviembre de ese mismo año, cuando la Marea Verde se desinfló
exhausta por la incomprensión social, las luchas internas y los continuos ataques
a su dignidad, alcanzó la mayoría absoluta con Rajoy y Wert al frente,
confirmando que lo peor de la política educativa madrileña se iba a extender al
resto de España.
Nada de aquello por lo que se luchó se consiguió. Al contrario.
Se normalizó la nueva carga laboral de unos docentes que, desfondados y sin
ilusión, bajaron la cabeza y asumieron el sobreesfuerzo abandonando proyectos
extraescolares, renunciando a organizar actividades complementarias para sus
alumnos e impartiendo materias afines que no dominaban en unas aulas que
volvían a estar repletas de alumnos que en demasiados casos presentaban problemáticas
sociofamiliares o médicas difícilmente tratables en esas circunstancias. Tras
unos meses de activa movilización y de conformación de redes de lucha (ajenas
incluso a unos sindicatos adocenados y acomodados), todo terminó diluyéndose
ante la fuerza brutal de un enemigo que sacó todas sus armas mediáticas a la
calle para destruir el ya escaso prestigio social de los profesores, destrozando
sin contemplaciones su reputación mediante la difamación y la mentira. Los
mismos a los que años atrás se les llenaba la boca reclamando leyes para
defender la autoridad docente.
Y ahora, de repente, se confirma lo que muchos
sospechábamos.
Según la Guardia Civil, Lucía Figarpagó con dinero público a la trama Púnica para que montase una campaña en internet y en redes sociales
contra la Marea Verde en los momentos más álgidos de aquella lucha social. El
objetivo no era solo era mejorar la depauperada imagen de la propia Lucia Figar, sino también difamar a los profesores desde cuentas falsas ya través de medios de comunicación afines y
periodistas autónomos. Brutal la desvergüenza. Y los que tenemos memoria recordamos. Y rastreamos las
hemerotecas. Y recordamos cómo trató aquella lucha Telemadrid, o Intereconomía.
Recordamos las visitas de Figar y Aguirre a estos y a otros medios, mintiendo
sin vergüenza, jaleadas por tertulianos enchaquetados, tan dignos ellos, tan
serios, tan corruptos, tan miserables. Recordamos las barrabasadas que soltaba
por la boca Jiménez Losantos desde su púlpito radiofónico, ese periodista de raza, tan independiente él, tan íntegro.
Casualmente siempre babeando en antena por Esperanza Aguirre (¿o era por las licencias que sus
gobiernos le daban a Libertad Digital en Madrid?). Libertad Digital, ese medio libre de ataduras, decían, y que al parecer fue financiado con el dinero negro del PP. Qué
liberal todo.
Resulta tremendamente ilustrativo unir esta noticia a esta
otra que muchos ya habrán olvidado: en pleno conflicto educativo, en octubre de
2011, el PP denunció a diversas asociaciones educativas por la "venta ilegal" de las camisetas verdes. La denuncia la presentaron los que
entonces eran Consejero de Asuntos Sociales y Secretario General del PP en
Madrid: Salvador Victoria y Francisco Granados... ¿Les suenan?
Salvador Victoria está actualmente imputado, al igual que Lucía Figar, por
su relación con la trama Púnica. ¿Y qué decir de Francisco Granados? Solo un
apunte, tal vez: al tiempo que denunciaba la venta de estas camisetas al parecer se llevaba mordidas de 900.000 euros por la adjudicación de suelos para colegios
concertados. Impresionante. Porque al final, para muchos de ellos, detrás de los ataques a la pública ni siquiera había ideología, sino tan solo miseria moral y ambición de riqueza.
Es todo tan vomitivo, tan repugnante, que el hecho de que
esto no vaya a incendiar los centros educativos y solo vaya a generar arrebatos
de indignación (como este) a través de Internet explicita a la perfección el
lamentable estado de ánimo en el que se encuentra el colectivo docente en estos
momentos. Pero hay que recordarlo, hay que repetirlo, tantas veces como sea necesario: con dinero
público, con el dinero de nuestros impuestos, también con el dinero de los
impuestos de los profesores interinos que despidieron o precarizaron, esta
gentuza pagó a una trama corrupta para que machacara a un movimiento social
contestario con el poder que solo trataba de defender la enseñanza pública.
Y parece que ya a nadie le importa que sigan gobernando. Ellos o sus herederos.
Perdimos. Como siempre. Ya tenemos material para un nuevo relato
melancólico de una derrota que se parece demasiado a las de siempre. Perdimos. Y
volveremos a perder. Nacimos políticamente perdiendo, eligiendo a los perdedores
como receptores de los votos de nuestra escasa confianza representativa. Perdedores
a los que en ocasiones, hace años, incluso tuvimos que votar tapándonos la nariz, mirando hacia a otro lado, para no ver de frente su convivencia con el
sistema, su conexión con el poder, su miserable confortabilidad de outsider,
solo con la esperanza de cambiar algo con nuestros votos y poner límites a un
bipartidismo asfixiante. Cumplí la mayoría de edad a mitad de los 90, cuando el
partido en el poder, el PSOE, presentaba síntomas inequívocos de descomposición,
corrupción y putrefacción, sin que sus fieles fueran capaces de abandonar el
barco. Con los años, en los albores del nuevo siglo, muchos de ellos dieron finalmente
ese paso para, ¿sorprendentemente?, votar al PP de Aznar y dar la mayoría
absoluta a aquel iluminado. Cuánto voto oculto entonces. Qué significativo que
fueran tantos de los que destrozaron la imagen pública de Anguita (ese, el de
esa puta pinza con la que se le llenó la boca a tanto hijo de puta) los que se
pasaran en silencio (cobarde) a la desatada modernidad neoliberal de un PP que por
fin se mostraba ante su público sin complejos. Ansiosos todos por pillar cacho.
El PP consiguió mayoría absoluta. Ese partido tan eficaz, tan pragmático, tan
moderno. Con Rodrigo Rato al frente de una economía liberal que surfeó la ola
de la burbuja inmobiliaria para terminar mostrando sus miserias al tiempo que
él se hundía en el fango de la corrupción más despreciable. Rato, paradigma
junto a Bárcenas de ese PP que, apenas 10 años después de llegar al poder, nos
mostró su enorme capacidad de emulación y superación de la vieja y paleta
corrupción socialista. Al fin y al cabo, ellos habían nacido en las mejores
familias patrias por algo. Podían hacerlo mejor, mucho mejor. Y lo hicieron. Dejando,
de paso, esquilmado al país. Su corrupción era modernidad; sus políticas, el
futuro; la competitividad pregonada, capitalismo de amiguetes. En esa mentira compartida el
español medio creyó vislumbrar el camino para alcanzar sus sueños más húmedos
consumistas. Neoliberalismo en vena para todos. El real, no la utopía. Inoculado
a través de todos los medios de comunicación del poder. Con PRISA haciendo de
caballo de Troya entre tanto pijoprogre mutado en gilipollas en su casa de Pitufilandia. Allí, en las afueras. Una sociedad española que respondía entusiasmada
al llamado del dinero sin importarle las reformas laborales, los recortes del
Estado de Bienestar en nombre de la modernidad individualista, la privatización
de servicios, la concertación de la educación para segregar correctamente (de
manera educada) a los inmigrantes, la privatización de la sanidad para
convertir la salud en negocio... Nada importaba porque la promesa de la riqueza
estaba instalada en todos nosotros. Imbéciles. Como si al final, cuando la cosa
se jodiera, fuera a ellos (a esos, sí, a esos políticos en los que estás
pensando) o a los otros (sí, a esos otros que son los realmente manejan el
cotarro) a los que la crisis que tenía que llegar les fuera a afectar.
Llegó el 15M. Y volvió a ganar el PP (cuántos olvidan eso;
cuántos olvidan las enseñanzas del Mayo del 68). Pero no importaba, decían, se
estaba gestando un cambio. Mientras, Esperanza Aguirre con su mayoría absoluta
(esa que no importaba) llevaba a cabo en Madrid el mayor ataque a la educación
pública de la democracia española. Daba igual, aseguraban, el cambio ya estaba
en marcha. El desafecto hacia los dos grandes partidos era algo que ya era
imposible detener. Cuánta confianza equivocada. Qué incapaces somos de analizar
correctamente la realidad cuando los deseos y la esperanza nos ciegan. Confiar
en los demás. Nunca fue mi fuerte. Y llegó Podemos, llegó la ilusión, llegó la
nueva era de la televisión, de las tertulias, de las redes sociales
ensimismadas en su propio ruido. Abandonamos las calles. Para qué continuar en
ellas, nos dijimos. Se reían de nosotros, no les hacíamos daño. Ahora sí, ahora
por fin los veíamos asustados. Nos emocionamos. Nos crecimos. Nos equivocamos.
Mientras nos arrogábamos un liderazgo moral que nadie nos pidió y muchos detestaron
en silencio, la sociedad española iba metabolizando lentamente la depravada corrupción
del PP. Como antes había metabolizado la del PSOE. Hoy ningún votante de esos
dos partidos puede siquiera intentar aparentar defender a su partido de las miserias
que sus dirigentes han cometido. Pero eso ya no importa un carajo. Lo que
debiera haber significado una catarsis se ha transformado en una especie de espejo
de Dorian Grey de nuestra sociedad, que ha utilizado a la política (y a los
políticos) como el basurero moral mediante el que expiar sus culpas, abandonar
la rabia y refocilarse en un cinismo estúpido, tan casposo y tan cuñado como perverso:
todos van a robarnos, todos los políticos son iguales, nada va a mejorar. Todos
dan asco ergo podemos seguir votando a los mismos cabrones. No vaya a ser que
el cambio, aunque necesario, nos venga mal. ¿Y qué piensa esta gente de los
nuevos? Odian a Podemos. Detestan su mera existencia. Es el partido que más
rabia les provoca. Sobre todo a los gurús intelectuales de la vieja izquierda.
La socialista y la comunista. Qué pena. Tiene sentido. Es el partido que les obligó a bajar la
cabeza durante un rato a todos. Eran incapaces de contrarrestar sus verdades, incapaces
de esconder sus propias vergüenzas, andaban huérfanos aun del relato justificatorio que
el sistema no les alcanzaba a dar durante los años más duros de la crisis. Ahora ya
ha pasado el tiempo. Y el tiempo todo lo pudre. Todos los delitos (o presuntos
delitos) y todas la contradicciones (o presuntas contradicciones) de los
podemitas se jalean con fervor y se difunden con rencor, no hay atisbo de gradación, asesinato vale lo mismo
que hurto y ya no hay posibilidad de réplica si no quieres que te vean como un fanboy
sin criterio. El ruido se ha hecho insoportable y sirve para enmascarar la realidad
de un país depauperado, precarizado, depresivo y sin futuro, en el que la vieja
política vuelve a imponer su agenda mientras no hay una sola posibilidad de que
algún cambio concreto y fundamental se produzca en la organización de nuestra
sociedad.
En las ultimas elecciones no había una sola razón para dejar
de votar a Unidos Podemos que permitiera votar al PP, al PSOE o a Ciudadanos si
realmente se defendía la necesidad de un giro social. Lo paradójico es que muchos
lo sabían, se dieron cuenta, así lo entendieron. Y por eso se fueron a la playa
(o se quedaron en casa). Para no tener que equivocarse ellos. A la espera de
que fueran otros, los otros, esos otros a los que llevaban años criticando, los
que les permitieran no tener la responsabilidad de dar el poder de nuevo a los
de siempre para que todo siguiera igual. Tal vez los dirigentes de Podemos lo
que no terminaron de entender fue que el votante tipo del nicho electoral que los elevó, el que los jaleaba en las redes sociales, nunca fue el trabajador precario
de origen humilde (el gran olvidado) sino el (nuevo) trabajador precario de
origen acomodado y menor de 45 años, el antiguo mileurista, al que la rabia le dura el tiempo que tarda
en descargarse su móvil y que en el fondo lo que desea es volver creerse la
mentira neoliberal. El desencantado con ansias de volver al redil.
Radicales, nos llamaban. Totalitarios,
decían. Intentaron (con éxito) generar un patético miedo propio de otro tiempo hacia
nosotros pero lo cierto es que salvo naturales (e infantiles) manifestaciones
de descontento en las redes sociales (¡que también juzgaron!), salvo desahogos
puntuales con amigos, salvo exabruptos incontrolados, nosotros, los
bolivarianos, los que íbamos a montar soviets en los barrios, los
antidemócratas, los estalinistas, los amantes del poder totalitario, hemos traicionado
nuestro espíritu despótico y hemos respetado sin atisbo de duda los resultados
electorales. No hemos quemado las calles y hemos preferido (románticos que
somos) hundirnos en una depresión silenciosa. Destruirnos internamente buscando
culpables de un fracaso que jamás debiera haber sido considerado como tal. De
fondo se escuchan las risas de los de siempre. Se descojonan. Se descojonan. Mucho.
Y nosotros solo conseguimos sonreír con tristeza.