Te
perdiste en el laberinto. Un laberinto que fuiste construyendo de manera
sistemática, sin descanso, cerveza a cerveza, vino a vino, copa a copa, convertido
en los inicios casi en un trabajo paralelo hasta transformarse finalmente en
una vida paralela a la que terminaste exiliándote cuando la vida real se hizo
demasiado exigente, demasiado prosaica y gris para tu gusto.
En
la veintena, una vez liberado del yugo familiar, tuviste tu explosión social,
brillando como pocos. Libre, el más libre, emulando a tus venerados malditos
literarios y cinematográficos. En la treintena, tu luz se fue apagando sin que
te dieses cuenta apenas de ello, enfrascado como estabas en tu odisea diaria, informativa,
literaria y cinematográfica, que no generaba ninguna producción propia pero que
te permitía elevarte sobre tus amigos y familiares, levitar sobre sus anhelos y
frustraciones vulgares, juzgarlos desde la atalaya de tu soberbia; tú, que
habías sido casi el único de los hermanos dispuesto siempre a escuchar y respetar
al de al lado. Te fuiste exiliando voluntariamente de la realidad, alejándote
de todos o de casi todos hasta que la realidad, ya en la cuarentena, con la crisis,
llegó para darte la hostia y despertarte de tus ensoñaciones.
Sin
trabajo, sin dinero, apenas con un ápice de dignidad, pediste asilo en la casa
de mamá... Maldita la hora, tío, la que liaste, cómo lo emponzoñaste todo mientras te
adentrabas ensimismado en la oscuridad final de tu laberinto, en su tramo más
cruel y miserable. Cómo jodiste tu vida, Juanma. La tuya y la de todos
nosotros, la de tu familia, que a pesar de los desplantes, a pesar de chocar
una y otra vez contra el muro de tu soberbia y de tu alcoholismo, lo intentó siempre, de todas las maneras posibles. Fracasando sistemáticamente. Fracasando
de todas las maneras posibles. Cuando pienso en lo mucho que nos hemos perdido
de risas, conversaciones y encuentros familiares en la última década debido a
la sombra oscura que desde tu laberinto proyectabas sobre todos nosotros solo
me entran ganas de llorar.
En 2021 llegó tu Korsakoff. Es incluso retorcido, si
lo piensas, que la enfermedad mental que tu alcoholismo te provocó fuera
precisamente la que te permitió olvidar todo lo que había sucedido en
esta última década en la que te habías hundido en la miseria moral. Ahora solo recordabas (o reconstruías ficciones fiables de él) tu
pasado previo, de cuando no eras esa peor versión de ti mismo en la que te
convertiste. A veces, pensar en esto me reconforta algo. Aunque mientras tú recordabas solo retazos de la mejor parte de tu vida
nosotros vivíamos inmersos en el cenagal creado por tu vida real.
Llegó el
tiempo de las residencias y de los esfuerzos de unos hermanos que, exhaustos, intentamos
que la gestión de tus cuidados no terminase de romper los débiles lazos que aún
nos mantenían unidos.
Pero no era suficiente, no, faltaba la traca final,
faltaba el aderezo especial de los Almeidas: este verano, de repente, empezaste a
no poder tragar. Nos llamaron. Te llevamos al hospital. Fue todo muy rápido. En un mes teníamos diagnóstico y
próximo desenlace: un nuevo cáncer aparecía en la familia. No había solución posible.
Los médicos ni siquiera trataron de endulzar un poco la realidad con algún
intento de quimioterapia. Al parecer, ya ni nos merecemos la ilusión de una
posible curación. Solo faltaba esperar el final. Meses, nos dijeron.
Acertaron.
Te
has muerto, Juanma. El 25 de diciembre, con 52 años, a casi un mes de cumplir
los 53. De nuevo el #PutoCáncer. El tercer hermano que nos arrebata. Primero
fue Mercedes, con 34 años. Después Mari, con 39 años. Ahora tú, con 52 años. Ya
solo quedamos seis.
No
te puedo engañar. No puedo olvidar esta última década, lo que hiciste sufrir a
mamá con tu incapacidad para aceptar ninguna ayuda ante tu problema, ni la
rabia y la frustración que me produjo verte caer tan bajo. Pero hace un par de
meses, casi sin darme cuenta, no solo empecé a aceptar que te ibas a morir sino
que también empecé a obligarme a recordar más allá del tiempo del apocalipsis,
a recordarnos cuando éramos jóvenes, cuando ejercíamos de niñatos y nos creíamos
inmortales. Empecé tímidamente a revolver en mi memoria, empecé a recuperar
recuerdos, muchos de ellos silenciados y escondidos durante estos últimos años
de continuos enfrentamientos. Y lentamente voy encontrándome de nuevo contigo,
no con aquel en el que te convertiste sino con ese otro, mucho más joven, al
que tanto quise.
He
vuelto a verte como fuiste: un tipo sensible, introvertido, que prefería
observar al mundo a interactuar con él. Capaz de empatizar con todos y darles a
cada uno de los que te rodeaban su espacio siempre que nadie te exigiese por
ello demasiada cercanía emocional. Parecías siempre inmerso en una exasperada
(y exasperante) búsqueda de independencia que, finalmente, fue el caldo de
cultivo perfecto para dar salida a tu terrible soberbia final. Redescubro a ese
hermano, seis años mayor que yo, que en algún momento consideré uno de mis
mejores amigos y vuelvo a agradecer haberte tenido en mi vida.
Jamás podría
explicar la construcción de mi yo adulto sin ti, sin tu presencia, tu
influencia, tus conversaciones y tu guía. He pensado mucho en ello últimamente, cada vez que me quedaba solo, o justo antes de dormir, o cuando terminaba de hablar con alguno de los hermanos y la angustia colonizaba mi cabeza. Rememoro conversaciones, momentos, situaciones, risas, anécdotas que vivimos
juntos, siempre con alcohol mediante, qué remedio, pero me sigue pareciendo un
milagro lo que me regalaste: apenas con 18 años, absolutamente asfixiado con la
vida familiar y completamente hambriento de una cultura a la que no lograba
acceder, tú decidiste tratarme como el protoadulto que yo quería ser, sin la
habitual prepotencia de los hermanos mayores, y alimentaste paciente y cariñosamente
mis ansias de literatura, cine, política, filosofía...
Eso
sí, aunque por entonces no solo no me importara sino que de manera imbécil
pensara que era un acierto, siempre estableciste un muro entre nosotros y jamás
permitiste que lo privado y la exposición de nuestros sentimientos formaran
parte de nuestra vida en común. Sin darnos cuenta entonces, ahí empezamos a
abonar nuestra ruptura personal, una ruptura que llegó varios años antes de tu caída a
los infiernos, cuando dejé de creerme y aguantar ese pastiche infumable en el
que se había convertido nuestra relación, que apenas duró realmente unos quince años.
Da igual, pienso en mis gustos cinematográficos, literarios o en mi atención desmesurada a los medios de comunicación y, lo quiera o no, resuenas con extraordinaria fuerza en cada una de mis
obsesiones. Al final, soy quien soy por haber un día caminado detrás de ti, por
haber caminado más tarde a tu lado y, finalmente, por haber decidido dejarte
solo en tu camino.
Romper
contigo fue una liberación. Qué pena. También una manera de reintegrarme en un mundo real
que está habitado por personas que merecen nuestro cariño y comprensión,
independientemente del respeto intelectual que nos merezcan cuando los miramos
desde la prepotencia cultural. Es curioso. Eso, en el fondo, también lo aprendí
de ti, de cómo te comportabas con los demás hace ya tantos años, cuando el que
ejercía de prepotente era yo y tú atemperabas mi ímpetu juvenil. A ti se te olvidó.
O el alcohol te lo arrebató.
Un
abrazo, Juanma.
G
M
T
Y
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Este blog me ha servido durante casi 20 años como bitácora
personal; un espacio donde plasmar ideas, reflexiones y emociones que he
querido fijar en diferentes posts que me han servido para entenderme mejor y
tratar de explicarme para aquellos que me leen. Sigo con ello.
Me voy haciendo mayor, casi sin darme cuenta, mientras a mi
alrededor hay personas y prioridades que parecen las mismas de ayer pero cuya
importancia, lentamente, ha cambiado sin que pueda hacer ya nada por
remediarlo.
Hace unos meses, tomando una
copa mientras recordábamos a uno de los dos amigos que he perdido este año
repentina y trágicamente, un buen amigo me preguntaba:"¿qué le dirías al
joven que fuiste?". Contesté sin dudarlo, casi como si hubiese esperado
desde hacía mucho tiempo esa pregunta: "bájate un poco, Pepe". La
traducción era evidente: "relájate un poco, chaval, al final termina
siendo tan ridículo como innecesario caminar por la vida con excesiva soberbia
intelectual, y tampoco merece la pena juzgar a los demás con tus estrictos parámetros
de exigencia moral".
Pero a veces, una transformación personal, aunque pueda significar
convertirse en mejor persona (o aspirar a serlo) con los más cercanos, conlleva
alguna consecuencia indeseada. Al principio, hace unos pocos años, lo empecé a
intuir sin querer aceptarlo pero al final tengo que asumir una realidad que
para mí, por mi trayectoria vital, tiene cierta trascendencia: ya apenas
disfruto conversando y discutiendo. He perdido completamente el placer por la
esgrima dialéctica e intelectual. ¿Qué ha pasado con aquellas conversaciones
que tanto amé? Hace más de15 años incluso les dediqué este post.
Desde que me recuerdo como adulto (aunque eso no
significase, ni de lejos, que ya lo fuera) la conversación, la discusión
pretendidamente inteligente, fue el principal motor de mis relaciones sociales.
Es absurdo negar que aquella esgrima dialéctica que tanto disfruté estaba
sustentada por toneladas de esa vanidad adanista que convierte al joven en un
constructo social en ocasiones ridículo. La juventud, con sus ansias de
impugnar el mundo heredado, es una fuerza de cambio social irrenunciable.
Resulta imprescindible como ariete contra la naftalina de lo socialmente
establecido. Pero también me parece incuestionable que, intelectualmente, solo
puede sobrevivir gracias a su insólita capacidad de alimentarse de una visión
del mundo narcisista, reduccionista, maniquea y egoísta que le permite no tener
enfrentarse a sus propias contradicciones y limitaciones vitales mientras juzga sin mesura la
vida de sus mayores. Lo hemos hecho todos.
Por otro lado, si quiero ser honesto con esto que escribo,
no puedo dejar de mencionar el otro aspecto fundamental que sustentaba mi joven
pasión por aquella conversación infinita, que era analógica, con los amigos y
cercanos, cuando todavía las redes sociales no nos habían demostrado, con tanta
dureza como ferocidad, la realidad de lo que somos como personas con ideas
previas consolidadas y tampoco había leído nada sobre los sesgos cognitivos: en
mi inocencia adultescente, creía sinceramente que existía la posibilidad de
convencer de algo a los demás (y ser convencido por ellos) aportando datos,
reflexiones y construyendo relatos sociopolíticos honestos. Aunque a veces, o
casi siempre, terminase pecando de cierta agresividad retórica.
Miro hacia atrás en mi vida y no tengo duda alguna, fui extraordinariamente
feliz con aquellas conversaciones infinitas, regadas siempre con alcohol, con
amigos y algunos hermanos. Pocas cosas recuerdo con mayor placer que esas
reuniones. Ni el cine, ni la literatura, ni cualquier otra afición podían, por
entonces, superar a esa necesidad placentera que yo sentía de hablar sobre todo
aquello que recién descubría y me apasionaba o me exasperaba intensamente:
diseccionar, profundizar, analizar, construir, destruir y reconstruir a través
de la palabra, mediante esa conversación que yo, tal vez cínicamente, preveía
entonces que sería infinita aunque cambiaran las caras de aquellos con los que
iba a mantenerla.
Hablar, discutir, conversar, reír, encabronar, encabronarme,
refutar, volver a hacer todo eso, otra tarde o noche más, hasta la madrugada,
para poner encima de la mesa ese dato social, político o económico que vendría
a cambiarlo todo en relación a aquello que se debatía. Cuando realmente creía que aquellos balbuceos argumentales, pobremente construidos, que pasaban de ser abrazos
amistosos a navajazos absurdos en un segundo, podían servir para convencer a
alguien.
Hablar, discutir, conversar, reír, encabronar, encabronarme,
refutar, volver a hacer todo eso, otra tarde o noche más, hasta la madrugada,
para poner encima de la mesa esa película maldita, ese director de cine
controvertido, esa novela que tanta emoción me había provocado o ese ensayo que
había conseguido dar un vuelco a mis ideas previas. En cualquier contexto, con
cualquier excusa. Con tantas risas como puñaladas, no solo intelectuales,
también en ocasiones absurdamente personales. Y con alcohol, siempre con
alcohol, para qué engañarnos. La conversación como verdadero motor emocional de
tantas tardes y noches con amigos que se convertían en hermanos, y con hermanos
a los que sentía como mis mejores amigos. Personas que significaban la gasolina
intelectual y sentimental que yo necesitaba para ser feliz, para no estancarme,
para seguir leyendo y viendo cine, actividades que, por entonces, jamás contemplé que podrían terminar convirtiéndose en los actos meramente íntimos que ya, prácticamente, son hoy. Las veía como el abono, cultural y político, que enriquecía las relaciones con los míos, con los de absoluta confianza.
Pronto me encontré con tipos que no lo veían igual que yo y que
gozaban, por ejemplo, de su pasión por la literatura, casi como de un vicio
privado se tratase. Una pasión que procuraban que no contaminase sus vidas
privadas y sus relaciones personales, que se desarrollaban bajo otros códigos.
Siempre me generaron cierta desconfianza personal. Tal vez porque yo realmente lo
daba todo en aquellas conversaciones, sentía que me desnudaba mientras intuía
cómo ellos siempre se guardaban un as en la manga. Ahora que a veces, cuando me
miro al espejo, me veo reflejado en ellos, no me termino de gustar, pero
tampoco puedo hacer ya mucho por cambiar lo que ya no se puede cambiar.
Reitero, no reniego de todo aquello, fui extraordinariamente feliz. Recuerdo el
constante in crescendo, los primeros
años de universidad en Sevilla, todavía sin todos los interlocutores adecuados,
pero conociendo a alguno que todavía hoy se mantiene; después en Tenerife, con
otros jóvenes que, como yo, andaban ansioso por epatar y conseguir que sus
ideas se escuchasen en los foros adecuados. Y finalmente en Madrid, otra
vez dentro de un grupo reducido, con amigos escogidos y cameos interesantes
gracias a mi entrada en el mundo laboral docente de la enseñanza pública, tan
horizontal en lo relacional como rico en diversidad intelectual.
La vanidad, por supuesto, fue siempre uno de los motores de
mi pasión por la conversación pero nunca fue, ni de lejos, lo fundamental.
¿Quién habla o escribe para que nadie lo escuche o le lea?. El brillo social
nunca fue objetivo principal de mi forma combativa, por momentos agresiva y
molesta, de conversar, pero en cambio, y aunque hoy me parezca hasta ridículo,
sí creía que existía la posibilidad de convencer a los que me escuchaban con
mis argumentos y, sobre todo, con los datos... ¡Ay, la inconsciencia!
Hablar, discutir, conversar, reír, encabronar, encabronarme,
refutar, volver a hacer todo eso, otra tarde o noche más, hasta la madrugada...
Hasta que, casi sin darme cuenta, el tiempo lo desgastó todo.
¿Cuándo, cómo y por qué desapareció en mi vida el placer por
la discusión y la conversación?
No podría poner una fecha exacta a ese momento, pero mirando
retrospectivamente sí podría reconocer ciertos hitos, momentos que, a la larga,
resultaron claves en mi desencanto personal con el valor de la conversación
como herramienta tanto de cierto activismo sociopolítico como de disfrute
personal. Con el tiempo he llegado a la convicción de que, a partir de ciertos
momentos vitales, da igual descubrir y poner de relieve realidades que tus cercanos parecen
no conocer. Nunca es suficiente para cambiar las inercias personales y los
sesgos que nos permiten sobrevivir(nos) social y familiarmente. La vida adulta mancha y la coherencia es complicada. Tal vez por eso nos inflamamos todavía criticando las incoherencias e hipocresías de los otros en los grandes temas o en algún asunto minúsculo; es el ruido que necesitamos para acallar a nuestras conciencias.
Desde muy joven convertí en obsesión el análisis de los
medios de comunicación, centrándome en la importancia que tenía conocer cuáles
eran los intereses espurios de sus dueños y cómo ello determinaba la agenda mediática
que diariamente nos imponían. Ver cómo lo que yo pensaba que eran datos
indiscutibles jamás interesaban a los adversarios ideológicos fue algo casi
comprensible, pero asumir que a los aliados, a los amigos más cercanos que
ideológicamente debían estar en coordenadas parecidas a las mías, tampoco les
importaba demasiado, más allá de ciertos espasmos pasajeros de indignación
posturera, terminó siendo demoledor. ¿Qué sentido tenía seguir discutiendo una
y otra vez sobre posibilidades de cambio político, social y económico con
personas incapaces de desplazar el dial de su radio, incapaces de comprar y
leer otro periódico que no fuese el que creían que se ajustaba mejor a su
ideología o ver el telediario en otra televisión que no fuese en la que siempre
lo habían visto? Admito la derrota de mi pobre influencia en nadie. Pero
dejadme sonreír tras constatar, una y otra vez, como aquellos amigos que
trataban de pasar como analistas objetivos de la realidad eran marionetas,
informativamente hablando, en manos de medios diferentes de un mismo grupo empresarial y terminaban
repitiendo las soflamas que escuchaban de sus periodistas de cabecera.
Lo de la
izquierda sociológica de este país y su sumisión a aquella PRISA de Polanco da
para relato de terror. Lo de la derecha sociológica de este país y su adhesión
a aquella COPE de Losantos y a El Mundo de Pedro J. (post 11M) da para película
de horror.
Me fui dando cuenta de que algunos de los ejes conversacionales
que habían sido tan estimulantes durante años habían terminado convertidos en
un recurso ajado en el que incidía continuamente. Lo que una vez me había parecido
importante, casi trascendente, ya solo me sonaba a letanía. Me estaba empezando
a aburrir a mí mismo. Tanto como creía ver que empezaba a aburrir a otros. Lentamente,
casi sin darme cuenta, empecé a diluir mi agresividad conversando, dejé de convertir
cada discusión en una batalla que había que ganar. Ya no merecía la pena, al
fin y al cabo nada iba a cambiar en la vida del otro y resultaba innecesario y
superfluo ese momento de tensión emocional entre nosotros.
No he sido del todo consciente hasta hace poco, pero con los
años he empezado a huir de las conversaciones profundas, de las conversaciones
que ponen a alguien en un brete, en frente de una contradicción, que impugnan
legítimamente nuestras vidas y nuestros discursos. Para qué. No sirve de nada.
Nada cambia. Haces daño pero nunca significa catarsis. No merece la pena. Pero
cualquier elección tiene consecuencias: por el camino he perdido cualquier interés
por posicionarme crítica y públicamente en mi vida personal
"analógica" (en la digital es otra cosa) en contra de ideas que pueden
parecer intrascendentes pero que, en mi opinión, son absolutamente relevantes y
me darían, en mi pasado, para montar verdaderas batallas campales con todo
aquel que en mi presencia las defendiera. El "para qué" se ha hecho fuerte
en mi cabeza. Su eco resulta atronador.
Me resulta curioso constatar cómo en este viaje personal he terminado
hasta hablando de fútbol para buscar espacios de conversación poco
conflictivos... Y sí, los que mejor me conocen son conocedores de que me
entusiasma el fútbol (y mi Betis) pero, como realmente me conocen, también saben
que pocas cosas detesto más que dedicarle horas de mi vida social a hablar de
fútbol. También he terminado refugiándome más de la cuenta en mi casa. La
soledad como refugio. Y sigo leyendo. Mucho. Sigo leyendo ensayos que me
obligan a hacer lo que siempre hice pero cambiando el enfoque: ya no leo con
aquel entusiasmo de antaño, sigo devanándome los sesos intentando entender el
mundo, discuto en silencio con los autores, subrayando y confrontando; sigo
escuchando todas las tertulias políticas de todas las cadenas de radio que
puedo, viendo los telediarios de diferentes cadenas y leyendo noticias y columnas
de opinión de todos los periódicos a los que tengo acceso. He dejado de
discutir con la virulencia de antaño con mis cercanos pero todavía, cada
noche, me encabrono con los tertulianos neoliberales de las radios. Y también sigo
pensando que Twitter es una maravillosa ventana abierta a otras formas de
entender el mundo que, en algunos casos, jamás podría aguantar sin combatir en
mi zona de confort pero que me han servido para comprender mucho mejor ciertas
inercias sociales de nuestro país.
¿Hasta cuándo aguantaré? Ni idea. Recuerdo cómo mi hermano pequeño y
yo nos reíamos como imbéciles de mi padre, un tipo que intelectualmente había
sido la hostia, cuando con apenas 60 años, al final de lo que sería su vida
(moriría recién cumplidos los 65), dejó de pretender preocuparse por la calidad
cinematográfica de las películas que veía y decidió tragarse "bolo" tras
"bolo", película de mierda tras película de mierda, mientras el mosto
nocturno que bebía le permitía abandonar la realidad cada noche, inmerso en un
exilio interior que jamás podré ya comprender. Espero no llegar a eso.
A veces me echo menos. Sin dramas. Igual solo les echo de menos a ellos.
A los que eran entonces. A los que éramos todos nosotros
entonces. A los que ya no están.
G
M
T
Y
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Como profesores, somos el
reflejo de los alumnos que fuimos. Es algo que siempre he sentido con mayor intensidad
cuando enseño Física, materia en la que soy especialista por formación, en
cualquier nivel de la ESO y el Bachillerato.
Siempre he tenido buena memoria y,
además, me gusta ejercitar la evocación para recordar todo lo que pensaba y
decía cuando era más joven, no solo como un ejercicio d e honestidad intelectual
hacia la interpretación de mi pasado sino también como una manera de no
desconectarme de las motivaciones y las sensaciones de mis alumnos adolescentes. Es evidente que,
a medida que uno se va haciendo mayor, cada vez es más complicado el ejercicio,
así como que resulta innegable que, aunque uno crea recordar nítidamente aquello
que sucedió o pensó hace ya tantos años, lo que hacemos es reconstruir el
pasado continuamente de la manera más amable posible para nuestro presente, con
el objetivo de sobrevivir en nuestro hoy sin que nuestro yo de ayer venga a
recordarnos ciertas traiciones vitales que aseguró que jamás cometería.
A pesar de estos condicionantes, creo recordar medianamente bien cómo enfoqué el aprendizaje de la Física cuando
fui alumno, desde aquella primera versión absolutamente idealista de mi yo
adolescente, en la que mientras aprendía los rudimentos de esta ciencia iba
construyendo un posible yo futuro que ejercería la investigación científica (lo
que me servía de motivación extra para esforzarme en comprender aquellas leyes
que, de repente, daban sentido al universo), hasta aquella última versión de mí como estudiante,
al final de una carrera universitaria al que llegué absolutamente extenuado, en la que sin
haber perdido nunca del todo la pasión por conocer e indagar había ya extraviado
por completo las ganas por emprender una carrera laboral relacionada con la
investigación, lo que me llevó a distanciarme también de cierto compromiso con
el aprendizaje.
Desde aquella pasión inocente,
soñadora y algo naíf por la Física hasta el distanciamiento excesivamente
crítico con ella por la realidad laboral que suponía la investigación al final
del carrera universitaria, pasó casi una década en la que me hice adulto y construí
los cimientos personales, ideológicos y morales de lo que hoy soy. A pesar de ciertas
decepciones y una clara tendencia al diletantismo, y más allá del momento, muchas veces tardío y equivocado desde un
punto de vista práctico en la vida universitaria pero siempre adecuado cuando fui
adolescente, siempre mantuve como
estudiante una constante cuando el aprendizaje de la Física me obligaba a pararme
y a dedicar horas y horas a profundizar en su estudiopara enfrentarme a los exámenes que llegaban:
nunca disfruté por completo de la resolución de problemas (cada cual más enrevesado
y desafiante) mientras que siempre disfruté intentando desentrañar las teorías
científicas y sus consecuencias. Entender los porqués y profundizar en aquello
que estudiaba justo cuando apenas disponía de tiempo para preparar los exámenes
no fue nunca una buena decisión desde el punto de vista práctico, pero no era
capaz de hacerlo de otra forma, a pesar de que era algo que debía haber siempre
hecho algunas semanas y meses antes.
Recuerdo las riñas y las
críticas, justificadas, a mi enfoque de aprendizaje por parte de mis mejores
amigos de mi época universitaria, que tanto me ayudaron también cuando tuve que
compaginar estudios y trabajo (un abrazo, mi cariño y mi agradecimiento para
Dani, Juanma y Sergio). Nunca pude discutirles nada, seguramente tenían razón. Al
menos en la universidad, al menos en ciertos momentos. Pero siempre dio igual.
Nunca pude enfrentarme a la preparación de los exámenes solo repasando y
haciendo una y otra vez una colección de problemas tipo que necesitaba conocer
para aprobar. Quería algo más, pero nunca terminé por dedicar el tiempo
suficiente para convertir esa pasión por el conocimiento en algo esencial y
duradero a escala universitaria. Otros intereses como el cine, la literatura, la política o las
tonterías protoadultas venían siempre a perturbar ese enfoque de aprendizaje que,
a pesar de todo, sigo creyendo que es el más interesante y válido para aprender
ciencia.
Todos los docentes saben que los
primeros años, cuando uno empieza como profesor de Secundaria, tira de recursos
propios, carisma y cercanía con los alumnos gracias a la propia juventud. También se aprovecha
la experiencia transmitida por docentes más veteranos con los que se comparte
departamento. Y, por supuesto, se han de dedicar horas, y horas, y horas a la preparación de
las clases para no perder nunca el pie en el aula frente a 30 adolescentes. No
hay mucho tiempo para nada más. Pero con el paso de los años, a medida que he ido
afinando mi enfoque sobre cómo enseñar la Física y la Química en los distintos
niveles educativos,también he dispuesto de más tiempo para reflexionar sobre la propia práctica docente. Y una de las
pequeñas ramificaciones de esa reflexión, tal vez intrascendente en relación a
los grandes temas, pero que a mí resulta tremendamente interesante, ha sido confirmar
la intuición con la que abría este post: más allá de enfoques pedagógicos y
metodológicos, la enseñanza que plantea cada docente de una asignatura siempre contiene
una reminiscencia, un lazo invisible que la une con la relación que ese docente tuvo, como joven
aprendiz, con aquello que hoy enseña. Y en la enseñanza de ciencias como la
Física, me parece que la diversidad de profesorado en los departamentos aporta
una riqueza fundamental a los alumnos que van pasando por distintos profesores en los diferentes
niveles educativos.
Como ya se intuye por lo que he comentado, por mi propia
experiencia con el aprendizaje de la Física en particular y de las ciencias naturales en general, me resulta insoportable avanzar
sobre los conceptos teóricos sin provocar desafíos cognitivos a mis alumnos que
les permitan ir más allá de las fórmulas y les obliguen a replantearse continuamente lo que creen ya conocer sobre aquello que trabajamos. Eso me hace convertir cada resolución
de cada problema o cada explicación de un nuevo concepto (o simplemente de la
unidad de una magnitud) en una especie de clase teórico-práctica que nos obliga a indagar en las consecuencias de esas teorías y conceptos que ellos ya
creen conocer y manejar pero, en el fondo, apenas intuyen todavía su
significado. Este enfoque, por supuesto, tiene un coste de oportunidad. Y ahí
entran esos otros compañeros, mucho más prácticos que yo, que son capaces de no
irse tanto por las ramas y, tal vez, ciertamente, profundizar menos en los
conceptos de lo que a mí me gusta pero, a cambio, disponer de más tiempo para
proponer problemas más desafiantes y más ricos con los que, finalmente, el
alumno que se esfuerza también es capaz de alcanzar una comprensión profunda de los
conceptos a partir de un enfoque didáctico diferente. O esos otros que prefieren entrelazar
someras explicaciones teóricas con continuas prácticas
de laboratorio que permiten al alumno no tanto trabajar el pensamiento
abstracto pero sí vislumbrar las consecuencias reales de aquello que estudia.
Pero es fundamental no (auto)engañarse: no hay tiempo para todo y, por mucho que algunos se empeñen en eludir la
realidad, el docente debe entender que cada decisión pedagógica y metodológica
que toma supone, inmediatamente, cerrar las puertas a sus alumnos a otros
planteamientos de aprendizaje que pueden ser igual de valiosos para ellos.
De ahí la importancia que tiene ser humilde y que el docente, en lugar de
construir ensoñaciones pedagógicas usando a sus alumnos como conejillos de
indias, asuma la necesidad de integrar en su propuesta educativa algunas ideas de otras visiones didácticas de su materia.
Parece evidente y se puede
extrapolar fácilmente de lo que escribo, que considero una pena (cuando no hay
más remedio) y un error (cuando es evitable y no se evita por cuestiones de interés personal) que un alumno tenga
más de dos cursos seguidos de la ESO y el Bachillerato al mismo profesor en una
misma materia. Porque tras hablar con los que han sido mis compañeros de
departamento de Física y Química todos estos años, o cuando leo a compañeros de
otros institutos en las redes, he llegado a la conclusión de que, en general, sus enfoques
didácticos, a veces tan dispares de los míos, tienen mucho valor porque
representan no solo su visión de lo que debe ser la enseñanza de nuestra
materia sino que también representan las necesidades de otros perfiles de
alumnos que "no fueron yo" pero que ellos hacen carne a través de su forma de
enseñar
Eso sí, no nos llevemos a engaños
porque está en juego la calidad del aprendizaje de nuestros alumnos: no vale
todo. En los últimos tiempos, se ha convertido en mediáticamente dominante un
discurso educativo que, de facto, banaliza el conocimiento otorgando una
preponderancia ridícula a lo experiencial en las aulas. Desde el balcón de mi
materia, Física y Química, cuando cada curso alucino con la extraordinaria
dificultad que supone para los alumnos de 2ºESO entender y asimilar la unidad
de la aceleración, el m/s^2 (casi al mismo nivel de dificultad que tiene para
los alumnos de Bachillerato comprender la ley de Lenz o la entropía), me
exaspera ver cómo algunos pretenden convertir el necesario esfuerzo que supone
aprender para ese joven alumno, guiado por su profesor, en una especie de
castigo clasista donde ese mismo profesor deja de ser una ayuda para convertirse en un opresor.
De lo que yo hablo en este
post es de la riqueza que aportan los matices didácticos en el enfoque de la enseñanza de una materia, de
cómo la variedad de esos matices potencia el aprendizaje de nuestros jóvenes y
de cómo el alumno que fuimos influye en el docente que somos hoy.
Siempre lo llamé Fernando pero su nombre de guerra, por el que
era por todos conocido, era Yul.
El pasado sábado, mientras desayunaba, mientras
intentaba organizar el final de las evaluaciones, me llegó un escueto mensaje de
un amigo común informándome de que Fernando había muerto. Así, de golpe y porrazo, sin que
nada ni nadie me preparara para ello, perdí a un amigo, a uno de los más importantes que he tenido en Madrid gracias a mi trabajo como profesor.
Fernando y yo nos conocimos en septiembre de 2009, cuando a
ambos nos destinaron como interinos a la sección de un instituto en Colmenar de
Oreja. Yo repetía porque había estado a gusto el curso anterior en el centro a
pesar de lo lejos que me quedaba de casa y Fernando llegaba allí por primera
vez. Inmediatamente congeniamos. Era como si nos conociésemos de toda la vida.
Tampoco era muy difícil sentir eso con él. Puede sonar a cliché pero es la verdad:
Fernando caía bien a todo el mundo. Jamás escuché a nadie hablar mal de él.
Fernando era pura vida. Durante cada minuto de cada día transmitía un ansia
irrefrenable por gozar con todo lo que hacía, ya fuera dar clases, disfrutar de
los comics, del amor de las mujeres a las que tanto quiso o tocar esa bendita
batería que tantas horas de pasión y alegría le brindó con cada uno de los
grupos en los que estuvo. Fernando irradiaba felicidad, entusiasmo y
frenesí vital. Fernando era un torrente de vida que nadie podía controlar, ni
siquiera él mismo.
Fernando no tenía doblez, era un tipo sencillo que no
soportaba la hipocresía, alguien que sin darse cuenta, sin hacer ningún
esfuerzo, conseguía que todos los que estábamos cerca de él lo quisiésemos
mucho de diferentes maneras. Y a él le sobraba corazón para devolvernos a cada
uno de nosotros ese cariño.
A pesar de no tener ningún problema para socializar siempre me ha costado mantener a mis amistades en el tiempo cuando
desaparecen de mi día a día pero eso, afortunadamente, no pasó con Fernando
hasta muchos años después. Tras ese curso compartido en Colmenar de Oreja, seguimos
viéndonos habitualmente y terminamos convirtiendo nuestros encuentros en una maravillosa
rutina, temporalmente espaciada, a la que ambos acudíamos gustosos cuando uno emplazaba
al otro tras varios meses sin vernos: "oye, toca ya verse". No hacía
falta más. Ese mensaje significaba solo una cosa: el viernes siguiente quedábamos
a las 4 o 5 de la tarde y, tras el café protocolario, yo me bebía todos los
Jamesons que mi cuerpo aguantaba mientras él se dedicaba a sus gintonics y
hablábamos, y nos reíamos, y seguíamos hablando sin parar durante horas y horas: de
cine, de educación, de política, de nuestras familias. Y nos reímos tanto. Por
algún motivo siempre hice reír a Fernando con mi forma de ser y de mirar al
mundo mientras que él siempre me pareció una de esas personas especiales que la vida te
pone por delante como ejemplo de cómo se puede llegar a gozar una amistad.
A medida que nos hacíamos mayores, mientras cada uno por su lado mantenía otras
relaciones de amistad fundamentales, ambos sabíamos que teníamos un pequeño
tesoro que solo compartíamos los dos, un espacio de amistad pura en el que cada
uno deseaba de todo corazón que al otro le fuera lo mejor posible mientras
hacíamos evolucionar nuestra amistad para también saber escucharnos cuando los
momentos malos llegaron a nuestras vidas: la muerte de mi hermana Mari, algunos
de sus fracasos de pareja, la situación dantesca que provocó mi hermano en mi
familia, la muerte de su padre...
La pandemia nos descolocó. Como a tantos. Sobre todo a mí.
Si ya me costaba antes quedar con los amigos, el no querer entrar en los
interiores de los bares una vez superado el confinamiento me supuso empezar a
posponer una y otra vez los encuentros con Fernando. Nunca se quejó. Nunca me
reprochó nada. Normal. Al fin al cabo qué más daba, nos quedaba todo el tiempo
del mundo. La última vez que lo vi fue antes del verano pasado. Quería
presentarme a su hija, nacida en pleno confinamiento y a la que todavía no
conocía. Esa tarde, esa última tarde que lo vi, no hubo alcohol, no hubo ningún
desfase, solo paseamos durante varias horas por el parque poniéndonos al día de
nuestras historias mientras su hija correteaba a nuestro alrededor y yo
alucinaba viendo la fascinación que provocaba en su padre, mi amigo. Fernando
había encontrado un nuevo amor, su hija,y se notaba que estaba dispuesto a gozar de él con la misma intensidad
con la que había gozado de tantas cosas durante los años previos de su vida
En navidades me di cuenta de que hacía
meses que no sabíamos nada el uno del otro. No le escribí ni lo llamé, como
tantas veces lo pospuse, igual a la espera de que él, como otras veces,
fuese el que me diese un toque y me convocase. Casi sin darme cuenta llegó
marzo. Y cuando nada tenía que pasar llegó ese maldito sábado y el anuncio de su muerte. De
repente, vivía en un mundo en el que ya no estaba Fernando. Así, sin filtros. No tengo muchos
recuerdos de lo que hice ese día. Sí sé que lloré muchas veces.
Esta semana conseguí hablar con Marta, su pareja, una
persona maravillosa a la que la vida le ha pegado una de esas hostias de las
que es difícil recuperarse. Me contó que a finales del verano el #PutoCáncer
había aparecido, que Fernando solo se lo había contado a los más cercanos y cómo, en
menos de siete meses, había acabado con él. Me transmitió cierta paz e intuí
cómo ya estaba intentando reconstruirse para tratar de seguir adelante por su
hija, su hija y la de Fernando. Nunca sabrá el bien que me hizo ese ratito de
conversación y cómo la necesitaba para empezar a metabolizar la ausencia de mi
amigo. Pero algo me chocó. Tal vez por mi propia experiencia personal con la muerte de dos de
mis hermanas aborrezco la apropiación indebida del dolor en la muerte de otros,
y por eso espero que Marta sea capaz de evitar convertirse en el depósito
emocional de las necesidades de todos los que hemos querido tanto a Fernando. Porque
no hay ser humano que soporte transitar una y otra vez por la tristeza puntual exacerbada
que a todos nos produce su ausencia y que todos los que hablamos con ella
pretendemos, de una forma u otra, canalizar a través de ella.
Yo he querido mucho a Fernando. Pero mucho. Fue uno de esos
amigos tardíos a los que uno encuentra ya en la vida madura. Siempre recordaré cuando celebramos el final de Aguirre en Madrid en 2015. Y jamás podré volver a usar de manera sarcástica lo de "basura infinita" para referirme a una película sin recordar cómo se reía, cómo se descojonaba con ese término cuando lo leía en mi resumen en el blog de las películas que había visto durante el año y cómo, finalmente, cada año, yo terminaba eligiendo una película a la que catalogar así, como "basura infinita", solo para poder reírme de ella después con él cuando nos veíamos.
El sábado por la noche,
tras deambular todo el día como un zombi, escribí esto. Y creo que no hay mejor
manera de acabar este post:
Esta
va por ti, amigo. Por todas las que nos tomamos juntos, por todas las que ya no
podremos volvernos a tomar, por todas las charlas y las risas compartidas. Hoy
ha sido un día de mierda. Se te va a echar mucho de menos. Fuiste muy grande.
G
M
T
Y
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Desertores de la tiza. La potencia semántica del término es brutal,también venenosa.
Y desde hace décadas ha cuajado con fuerza en el imaginario docente. Para
muchos profesores de Primaria y Secundaria de la enseñanza pública en activo
que cada día (cada día) intentan enseñar en aulas masificadas, se enfrentan
cada día (cada día) al reto que supone la extraordinaria diversidad de su
alumnado y sufren cada día (cada día) la falta de recursos y la consecuencias
de políticas educativas segregadoras, estos desertores de la tiza (antiguos
compañeros que dejaron la enseñanza diaria para dedicarse a otros menesteres
dentro de la administración educativa o del mundo laboral) no son más que
traidores a los que despreciar con cinismo mientras se teme lo que sus opiniones
y sus decisiones desde las instancias superiores de la Administración, desde la comodidad del "afuera", puedan
afectar a su trabajo diario, a la ya
de por sí complicada labor diaria de enseñar.
Al mismo tiempo, debido al éxito del término asignado a
esos exdocentes, su interpretación difiere entre nosotros, los profesores que
seguimos dando clases cada día. No todos le damos el mismo significado y
algunos, en mi opinión, sobreutilizan el término diluyendo, sin darse cuenta,
su fuerza. Por ello, trataré de explicar cuándo, en mi opinión, ese compañero
que hasta ayer trabajaba junto a mí cada día dando clases a ciento y pico (o
más) alumnos cada semana deja de ser compañero y se convierte en un desertor de
la tiza al que más que despreciar es necesario combatir.
¿Quiénes son estos desertores de la tiza y por qué son
un cáncer para el sistema educativo
español?
Empecemos constatando un hecho sin ningún juicio de valor:
existe una pléyade de docentes que en cuanto pueden, tras unos años de labor
generalmente humilde y en ningún caso extraordinaria en diferentes centros, y
tras conseguir su plaza fija como funcionarios, abandonan la docencia diaria en
busca de nuevos proyectos laborales. Solo a partir de esta realidad, de esa condición necesaria
pero no suficiente, se puede empezar a describir las características que hacen
de ese desertor de la tiza alguien tan vilipendiado y despreciado por sus
antiguos compañeros.
Para empezar a aclararnos creo que es útil señalar a los
que, cumpliendo esa primera condición (abandonar el día a día de las aulas), es
ridículo e incluso, en algunos casos, tremendamente injusto, considerarlos como
desertores de la tiza:
No son desertores de la tiza, en general, esos compañeros
que, por diferentes motivos, terminan dando el paso para desempeñar los puestos
de dirección y jefatura de estudio. Ya, lo sé, todos los profesores conocemos
casos de trepas infames que buscan desesperadamente su puestito directivo para
no tener que soportar su cuota de fracaso diario en las aulas, pero es absurdo
considerarlos a todos desertores de la tiza cuando en la mayoría de los casos
su labor diaria, que afecta directamente al día a día de la vida de los
colegios e institutos, supone un esfuerzo, una exposición y una responsabilidad
realmente importantes. A veces, los profesores de la pública perdemos de vista
la importancia que tiene que sea tu compañero, el que ayer era un docente de
aula diaria y mañana puede volver a serlo, el encargado de dirigir y gestionar
nuestros centros educativos. De manera que, como siempre digo, a priori, y
hasta que me demuestren lo contrario con actitudes nepotistas o autoritarias,
mi respeto absoluto por ellos y por su labor.
Tampoco considero desertores de la tiza a aquellos antiguos
compañeros que, tras años en las aulas, deciden, por diferentes razones,
abandonar la docencia para dedicarse a otras profesiones o a cuestiones de
índole técnico/administrativo dentro de la Administración. Nunca me atrevería a
juzgar de manera crítica decisiones vitales sobre las que no solo no tenemos
nunca la información suficiente sino que tampoco tenemos ninguna autoridad
moral para hacerlo.
Entonces, ¿quiénes son los famosos desertores de la tiza?
Ahora ya, sí, podemos empezar a hablar de ellos.
Una característica que comparten muchos desertores de la
tiza es que desde casi el principio, desde que obtienen su plaza de
funcionario, empiezan a buscar desesperadamente, sin que les importe mucho
cuestiones ideológicas o contradicciones de discurso, cómo incorporarse a los
excesivamente numerosos (y opacos) cuadros de la Consejería de Educación de turno,
donde la realidad es que se eligen o se vetan a las personas por enchufe o
recomendación, por mera afinidad personal o ideológica. Otros, en cambio, optan
por la liberación sindical o por lucrativas formas de parasitar a nuestra
profesión tras abandonarla, dejándola de lado pero siempre dando lecciones
sobre cómo ejercerla, ya sea en los centros de formación docente, como inspector, como candidato al Global Teacher Price, como docente
de la educación para adultos o como docente universitario.
Sigamos profundizando en las peculiaridades de los
desertores de la tiza centrándonos, por ser lo que mejor conozco, en los
docentes de Secundaria. Empecemos por una realidad incontestable: de la noche a
la mañana dejan de pisar los institutos. De repente, cada día, cuando
suena el despertador y tras unos pocos años de amarga lucha, dejan de enfrentarse
durante cada mañana a tres, cuatro o cinco grupos de 30-35 alumnos. De golpe y
porrazo desaparece de sus vidas el permanente conflicto latente que supone la
relación humana entre docente y adolescentes. Ojo, y por aclarar, nadie que me
haya leído o conocido durante estos últimos 15 años que he sido profesor podrá
pensar jamás que no disfruto de la docencia. Pero, al contrario de los
ensoñadores profesionales, yo sí estoy cada día en las aulas y conozco de
primera mano no solo la dificultad que supone la docencia sino también la
extraordinaria energía que consume si quieres hacerlo bien. Por eso mismo, puedo
entender perfectamente la extraordinaria tentación que supone para muchos
compañeros seguir cobrando un sueldo excelente sin tener que dar clases
diariamente. Pero claro, una cosa es entender su debilidad y otra muy diferente es asumir
que no se les puede criticar por ello cuando llega el momento de recordarles su trayectoria laboral para contrarrestar sus discursos educativos.
El desertor de la tiza es ese tipo que cuando daba clases,
cuando fue tu compañero en el claustro de aquel instituto de pueblo en el que
coincidisteis, nunca se hizo notar demasiado. No era mal compañero, tampoco
necesariamente un mal profesor, pero jamás le viste como modelo de nada,
nunca pensaste en él como una inspiración pedagógica, como un referente moral en relación al trato
de los alumnos y su diversidad. como
alguien que pudiera enseñarte a enseñar (al fin y al cabo, bastante tenía con metabolizar
su propia dosis de fracaso docente diario, ese que se pega a nuestras ropas y
no desaparece con los años).
Pero ahora, de repente, ese antiguo compañero, ese
exprofesor, aparece en tus cursos de formación, o en tu instituto, o en tus
redes sociales, o en los másteres de educación de tus futuros compañeros para
explicarte (y contarle al mundo), no solo lo que haces mal cada día (cada día)
en tu aula sino cómo hacerlo mucho mejor.
Casi siento pena por ellos. Debe ser terrible descubrir cómo
se puede y se debe construir la gran revolución educativa, con nuevas
metodologías innovadoras, competenciales e innovadoras, justo, justo cuando ya
no se puede demostrar su seguro éxito en las aulas con adolescentes porque ya no
trabajas en ellas.... Qué mala suerte, ¿no?
Siempre podrían volver a las aulas, claro. Pero,
curiosamente, no vuelven jamás. Es comprensible, la ensoñación educativa necesita
de apóstoles que construyan pulcras utopías pedagógicas cuya única fortaleza es
que su fracaso en las aulas reales siempre se pueda achacar a otros, los otros,
nosotros.
Siempre digo que el desertor de la tiza solidifica como tal
a partir de los cinco años fuera de las aulas. Mi hipótesis es que tras esos
años sin conexión real con las dificultades que supone la enseñanza diaria, el
desertor de la tiza empieza a olvidar esa realidad, empieza a olvidar sus
fracasos docentes, empieza a eludir en su memoria las veces que sus propias
clases hicieron bostezar a sus alumnos, sus proyectos supuestamente innovadores
fracasaron ante su incapacidad de gestionar la desidia y falta de interés de
sus alumnos, empieza a ignorar todas las veces que como tutor fue incapaz de
reconducir el comportamiento de su grupo o cómo no pudo dar una respuesta digna
a las necesidades de todos sus alumnos porque la inclusión y el respeto a la
diversidad chocan cada día con ratios y dinámicas de grupos y de aprendizaje
que convierten nuestro día a día en un continuo caminar por el borde del abismo
del fracaso docente. Con el paso de los años, la memoria selectiva le permite ver y criticar lo mal que lo hacen los que se quedaron en esas aulas mientras empieza a reivindicar sus logros: aquel proyecto que
realizó con los alumnos de aquel centro, aquel aplauso que le dieron sus chicos
de aquella tutoría tan maja el día que se despidieron en junio, cómo consiguió
conectar con aquel alumno desahuciado por todos los profesores pero que tenía
un potencial que, gracias a él, comenzó a desarrollar...
Así, sin notarlo apenas, sin que nadie de su entorno pueda hacérselo
ver, se diluye, como gotas en la lluvia, la experiencia real docente en la
memoria del que fuera un día profesor. Solo a partir de ese momento puede
empezar a colaborar de manera plenamente activa en la construcción de la
ensoñación pedagógica. Liberado de las cadenas de la realidad, el desertor de
la tiza, en su nuevo papel de redentor pedagógico, empieza a dictar sentencias sobre
los grandes problemas de la educación y
sus necesarias soluciones pretendiendo, además, que su voz tenga una
legitimidad superior porque él sí ha sido profesor en estos niveles educativos. Ya puede defender la necesidad de implementar nuevas
tecnologías y nuevas metodologías en las aulas porque ese cambio de enfoque
pedagógico no lo va sufrir y no va a tener que dedicar ni una hora de su tiempo
libre en formarse en aquello que asegura que es trascendente para la revolución
educativa. Ya puede oponerse a la repetición de curso de manera general y con
palabras duras (sin pararse a analizar las diferencias de nuestro sistema
educativo con el de países como Francia o Alemania) porque nunca más volverá a
estar sentado en una junta de evaluación que tenga que decidir sobre qué es
mejor para ese alumno concreto al que, por supuesto, él tampoco tendrá que dar
clases al curso siguiente. Ya puede defender leyes educativas delirantes cuya
"filosofía es la correcta" porque no va tener que escribir nunca más
una programación ni va a tener que adaptar su docencia para cumplir con una
legislación que, en el aula real, va en contra las posibilidades de aprendizaje
real de la mayoría de los alumnos. Ya puede empezar a construir totalitarios
discursos engolados sobre la necesidad de la inclusión solo para imponerse en
las conversaciones públicas a aquellos docentes que cada día (cada día) se
matan por sus alumnos y fracasan, una y otra vez, cada puto día y cada puto
curso, porque él nunca va a permitirse volver a fracasar (como ya lo hizo en ese
pasado que elude recordar).
Termino con una petición a ese desertor de la tiza, antiguo
compañero con ínfulas, sin vergüenza intelectual pero con proyección social: al
menos, por pura dignidad, deja de llorar y deja de hacerte la víctima cuando
tus grandilocuentes y relamidas opiniones sobre lo que debe significar la
educación provocan que una marea de docentes vengan a reprocharte que todo lo
que defiendes que se debe hacer es exactamente lo que nunca jamás volverás a
hacer (y nunca hiciste realmente) porque lo de dar clases cada día (cada día)
se te hace ya un poquito cuesta arriba. No es tu experiencia pasada la que
enriquece tus opiniones sino que, precisamente, es tu experiencia pasada, diluida
en el tiempo, la que distorsiona todo lo que dices. Se te discute y se te critica
porque tus opiniones pretenden construirse desde la experiencia docente cuando
los que te leemos y te escuchamos sabemos perfectamente que hace ya demasiado
tiempo que no te vemos por los pasillos. Sigues teniendo todo el derecho de
opinar sobre la educación, faltaría más, pero lo que has perdido y es hora de
que lo asumas, es la autoridad que te podría otorgar la experiencia diaria.