02 febrero 2025

Te sigo echando de menos

2 de febrero. Un año ya sin ti. No pude escribirte cuanto te fuiste, no fui capaz, no me salió. Demasiado dolor. Demasiado cansancio. Ahora el calendario asegura que se cumple un año de tu muerte, pero a mí todavía me parece que fue ayer cuando recibí la llamada que me anunció que por fin, definitivamente, habías dejado de sufrir.
 
Estos días, mientras se acercaba esta fecha, me he permitido volver a ti con más asiduidad, he regresado a tus fotos, tus mensajes, he vuelto a escuchar algunos de los audios que me enviaste desde la residencia, cuando ya casi no podías hablar y, sobre todo, me he permitido liberar esa memoria que mantengo siempre restringida para poder regresar al pasado sin caer en la nostalgia. Se suele confundir nostalgia con memoria. Creo que es un error vivir instalado en una nostalgia que trata de detener el paso del tiempo e impide disfrutar del presente. Pero también considero equivocado vivir de espaldas al pasado, intentar dejar atrás lo que pasó, sin recordar a los que fueron, para construir una vida en presente continuo.
 
Mientras te recordaba, te buscaba y te lloraba volví a algo que te escribí hace más de tres años, cuando el Alzheimer ya había arrasado contigo, cuando ya entendí que te habíamos perdido aunque tu cuerpo decidiese traicionarte y mantenerte con vida dos terribles años más. Al leerlo, me di cuenta de que ahí estaba ya escrita mi despedida de ti, estaba esbozado lo que habías significado en mi vida y lo mucho que ya te echaba de menos. De manera que he vuelto a ese texto para reescribirlo y volver a sentirlo, volver a sentirte, volver a estar contigo un rato más hoy, cuando se cumple un año de tu muerte.
 
Echo de menos tu voz, mamá. Echo de menos tu risa, echo de menos tu verborrea continua, tu apoyo incondicional a cada paso que di. Echo de menos tus besos, cómo echo de menos tus besos, esa ráfaga de amor que convertía en eternos esos segundos en los que tus labios parecían ser incapaces de separarse de mi mejilla. Echo de menos no poder reposar una vez más, como tantas veces desde niño, mi cabeza en tu pecho para olvidarme de todo durante unos instantes mientras acariciabas mi pelo suavemente.
 
Echo de menos no poder llamarte por teléfono, algo tan idiota como eso, algo que un idiota como yo jamás consiguió hacer de una manera constante durante los años que ya no volverán. Me resulta insoportable algo tan banal como saber que nunca más podré empezar a cocinar y llamarte porque he olvidado alguno de los pasos de alguna de aquellas recetas que anoté en aquel verano que lo cambió todo, el verano del 99, cuando decidí romper con tantas cosas y marchar a Tenerife para irme de casa con la excusa de estudiar Astrofísica. A veces releo ese ajado cuaderno azul con el que te perseguí tantas mañanas de aquel caluroso verano sevillano para obligarte a poner números a tus puñaditos de sal, perejil o pimentón y me sorprendo sonriendo mientras te veo hoy, como si fuera ayer, dirigiendo con mano firme, inmune al desaliento o la queja, aquel caos que siempre fue nuestra familia. Y sí, hoy mis lentejas, mi cocido y mis patatas cocidas son las tuyas. Clonadas. Desde entonces. Tan solo una vez hice coliflor rebozada, mi plato favorito de todos los tuyos. Fracasé. No era lo mismo. Todavía no me creo que jamás volveré a comer esa coliflor.
 
Echo de menos hacerte reír, mamá. Madre mía, cómo echo de menos hacerte reír. Por algún motivo, entre tantos hermanos, dentro de aquella tribu de nueve hijos que demandaban continuamente tu atención y tu cuidado, siempre me sentí especialmente querido por ti. Tal vez fue mi infancia enfermiza, esa que te obligó a pasarte noches y noches en vela cuidando de aquel niño enclenque que respiraba como Darth Vader pero soñaba con correr, como Gordillo, la banda del Benito Villamarín. Me gusta pensar que también tuvo algo que ver sentirte respetada, querida y cuidada en los tiempos que, ya como adulto, pasé junto a ti. Libre, seguramente de manera poco justa, de cargas y de responsabilidades familiares, cuando estaba contigo solo te disfrutaba y siempre tuve la impresión de que tú hacías lo mismo conmigo.
 
No sé si les ha pasado a otros pero recuerdo cómo, cuando era niño, algunas noches imaginaba, antes de dormir, la posibilidad de tu muerte. La posibilidad de que no estuvieras, la posibilidad de tu ausencia. Recuerdo el dolor que sentía cuando mi imaginación se desbordaba y el escenario mental me superaba. Recuerdo el miedo, el pánico a que dejaras de estar. Nunca me pasó con papá, pero imagino que eso es algo que nadie mejor que tú puedes entender, mamá. Mi infancia fuiste tú, tu presencia sanadora, tu cuidado y tu amor incondicional. Ese que nunca dejé de sentir en ningún momento de mi vida.
 
Sabes que siempre fui tremendamente crítico con la familia. Mucho. Con el concepto de familia como institución social y con nuestra propia familia en particular. Como en tantas otras cosas, me equivoqué. Creo que habrías estado orgullosa de cómo los hermanos fuimos capaces de superar el brutal desafío que tu situación y la de Juanma supusieron desde el verano de 2021 hasta vuestras muertes. Lo hicimos bien. Lo hicimos bastante bien, dadas las circunstancias. Aunque hayan quedado heridas que tardarán en cicatrizar y nos hayamos aislado un tanto los unos de los otros durante este año. 
 
Echo de menos nuestros largos paseos por la playa, cuando caminábamos juntos, de la mano, hasta ver aquella casa a medio construir con cuya historia siempre especulábamos y cuya visión suponía el aviso de que ya tocaba darnos la vuelta y regresar junto al resto de la familia. Tengo guardadas en mi memoria, como oro en paño, algunas de las conversaciones que tuvimos durante aquellos paseos. Los hijos nunca conocen del todo a sus padres, hay demasiado de su pasado que nunca alcanzamos a comprender, pero creo que nunca estuve más cerca de intuir algunas de tus motivaciones vitales como durante aquellos paseos.
 
Este año ya no fui a Sevilla por navidades, mamá. Para qué. Ya no nos queda ni nuestra casa, tu casa. La vendimos a los pocos meses de tu muerte. Hemos perdido el último reducto físico familiar que nos unía a todos. Ahora también echo de menos tener la posibilidad de volver allí, volver a pasear por las habitaciones rememorando mi infancia y adolescencia, volver a sentarme en aquella terraza, como tantas veces hice junto a ti, mientras caías rendida cada siesta y dormitabas bajo los rayos del sol.
 
Ya no habrá más navidades todos juntos, no volverá a haber otro 24 de diciembre en el Aljarafe sevillano, en nuestra casa, contigo y con algunos de los hermanos, cenando pavo y champiñones. No volveré a ver cómo nos callas a todos y nos echas del salón para ver el mensaje del Rey, ni cómo nos mandas cortar jamón para los cuñados, ni cómo te fumas ese cigarrito anual que convertías en evento mientras te bebías ese anisete que solo te permitías en estas fechas. No volveré a disfrutar de ese momento, cuando la noche empezaba a alargarse y te vencía el sueño, en el que antes de irte a la cama nos advertías veinte veces de que teníamos que quitar el brasero (joder, mamá, para cuándo ibas a dejar de usar ese puñetero brasero) mientras algunos empezábamos ya a viajar a otra dimensión en los brazos del alcohol.
 
El puto Alzheimer nos dejó sin ti. En tan poco tiempo. Desapareciste en vida. Estabas pero ya no estabas. Hasta que hace un año te fuiste definitivamente y, al menos, dejaste de sufrir.
 
Un año ya.
 
Te echo tanto de menos.
 

31 enero 2025

A pie de aula 5: ¿se puede enseñar a gestionar un aula de la ESO?

¿Se puede enseñar a gestionar un aula de la ESO? 
 
 
Pienso en todos esos jóvenes (y no tan jóvenes)  profesores que se incorporan a nuestras aulas cada curso y cada día me parece más trascendente esta cuestión sobre la que hoy escribo.
 
¿Depende tanto la gestión de esa aula de la ESO del carácter, carisma y disposición personal del docente como para que, tal vez, no se pueda enseñar a hacerlo? Esta pregunta enlaza con otra que no se puede ignorar aunque levante alguna ampolla y cuyo origen son las experiencias que nos transmiten los que hace muy poco fueron alumnos del Máster de Secundaria y llegan a nuestras aulas ya convertidos en docentes: ¿puede enseñar a gestionar un aula de la ESO quien nunca lo hizo o el que dejó de hacerlo hace ya mucho tiempo (seguramente para eludir contradicciones vitales)?
 
Creo que sería absurdo negar la existencia de una serie de pautas que se pueden transmitir y se pueden interiorizar para mejorar la gestión de un grupo de adolescentes en el contexto de la enseñanza de una materia de la ESO. En este post que enlazo, por ejemplo, recopilé 10 consejos básicos para cualquier docente novato que empieza a enseñar en cualquier instituto. Pero de lo que hoy hablo en este post es de algo más sutil, diferente y complejo.
 
¿Qué te permite, como docente, construir las condiciones previas en tu relación con los alumnos para que tu labor, con la metodología que elijas para enseñar, pueda resultarles útil?
 
He leído mucho sobre el asunto pero hoy escribo desde una óptica básicamente experiencial, casi intuitiva, desde esas vivencias compartidas por tantos de nosotros, docentes, que vivimos cada día de nuestras vidas laborales en los institutos. Cuando cada minuto que se pasa en un centro educativo se vive en un estado profesional de alerta y atención continua (habría que plantearse la cantidad de compañeros que "no se enteran de nada", ese primer paso hacia el abismo, hacia el fracaso profesional) se termina conociendo e intuyendo con relativa facilidad cuáles de tus compañeros enseñan con cierta garantía de éxito y cuáles van a tener problemas curso tras curso, sean quiénes sean los alumnos que les toquen.
 
Hay una serie de docentes, siempre de diverso pelaje pedagógico (la pluralidad de estilos docentes supone una enorme riqueza de la enseñanza pública que está permanentemente amenazada no solo por absurdas leyes educativas sino también por la fiscalización extrema de los militantes de la #EnsoñaciónPedagógica), que construyen una relación con sus alumnos y establecen un ambiente de aula que les da la posibilidad real de enseñar y que sus alumnos aprendan con ellos. Resulta tan curioso como conmovedor ver cómo algunos de ellos lo consiguen desde una educada distancia emocional, que desde fuera puede resultar extrema, mientras que otros alcanzan su objetivo desde una cercanía personal que en ocasiones parece situarlos al borde del error profesional. No importa realmente cómo lo consiguen: curso tras curso, esos docentes realizan una labor profesional impresionante, nunca suficientemente reconocida, casi siempre en la sombra, asumiendo que su forma de ser y lo que consideran que debe significar la educación determina su trabajo diario pero que todo empieza y termina en un objetivo educativo irrenunciable: la exigencia académica. Porque a veces, tal vez demasiadas veces, se elude esa cuestión: los docentes estamos en los centros educativos para enseñar y para que nuestros alumnos aprendan. Estamos en los institutos para enseñar y para que nuestros alumnos, tras nuestro trabajo, tengan una base suficiente de conocimientos que les permita seguir formándose al año siguiente. Somos una gota de agua en su vida formativa pero no podemos convertirnos en un obstáculo, por acción u omisión, en el derecho que tienen los adolescentes a adquirir una cultura básica y una formación suficiente. No nos pagan (o no deberían hacerlo) solo para acompañar y cuidar emocionalmente de nuestros alumnos. Nos pagan para que, acompañando y cuidando emocionalmente de nuestros alumnos, consigamos que aprendan los contenidos de nuestras materias y adquieran una serie de conocimientos como único camino intelectualmente respetable para la obtención de ciertas competencias.
 
La mayoría de alumnos son, casi siempre, perfectamente conscientes de la calidad de esos docentes. Los aprecian y los defienden. Aunque a muchos otros docentes y a otros muchos expertos les fastidie ese reconocimiento y, dependiendo hacia qué tipo de docente se manifieste, siempre encuentran razones espurias para impugnarlo.
 
Mi hipótesis, por tanto, es que existen ciertos arquetipos docentes que demuestran de forma persistente su éxito en el aula. Ojo, habría que explicar qué entiendo como "éxito". Para mí, tiene una raíz radicalmente prosaica. Me explico: tan lejos de Keating y su irresponsable mesianismo docente como sea posible.
 
 
Entonces, siguiendo esa idea, no debiera ser difícil, si nos alejamos de prejuicios pedagógicos, compilar experiencias y establecer las condiciones previas, en relación a la gestión de grupo, que un docente ha de conocer para construir una relación con sus alumnos que le permita enseñarles con cierta garantía de éxito, pero...
 
Pero luego llega la realidad y te da esa hostia que destruye hasta la ensoñación pedagógica más modesta. Esa por la que uno lucha cada día. También la de intentar mejorar un poquito el día a día de tu propio centro, o mejorar la formación de los grupos a los que das clases, o tan solo que las cosas en tu tutoría funcionen. Porque no se puede enseñar a nadie a ser lo que no es y lo que le funciona a un docente se convierte en un estrepitoso fracaso para otro.
 
He tenido grupos complicados a los que conseguí enseñar con un extraordinario esfuerzo. En una ocasión, nos convocaron a una reunión a los docentes de un grupo muy difícil para buscar soluciones colectivas. De manera extemporánea, sin ninguna maldad pero con muy poco tacto, la jefa de estudios me pidió que explicara al resto de mis compañeros, que se veían impotentes ante el grado de disrupción del grupo, "cómo lo hacía yo" para mantener mis clases en un silencio activo mediante el que yo era capaz de enseñar y los alumnos eran capaces de aprender. Me encontré, de repente, balbuceando lugares comunes y consejos que terminaban siendo ridículos en el contexto relacional que mis compañeros tenían con esos alumnos. Mis compañeros sufrían extraordinariamente cada clase con ellos y lo que yo les decía no podía cambiar eso. No me siento todavía hoy capaz de reprocharles nada a pesar de algunos de sus errores: la propia Administración y la sociedad en la que vivimos habían decidido que aquel centro fuera el gueto educativo de aquella población, y las consecuencias de esa decisión puede que fuera algo con lo que aquellos docentes debían convivir por exigencia laboral pero no suponía, ni de lejos, que ellos fueran los responsables finales del fracaso educativo y el estigma social al que estaban sometidos aquellos alumnos (las víctimas reales de todo aquello).
 
Es el momento de completar la hipótesis anteriormente planteada: sí, existen ciertos arquetipos docentes que demuestran, de forma persistente, su éxito en el aula. Pero, ¿son tan fáciles de replicar como algunos pretenden desde sus despachos universitarios? Me temo que no.
 
La docencia en la ESO es complicada y en ella entran en juego matices personales, sociales y emocionales que no se pueden obviar. Tengo la sensación de que la investigación académica tiene muy poco en cuenta el factor humano en la construcción de sus relatos educativos. La experiencia parece demostrar que existen una serie de rasgos de carácter que facilitan enormemente la labor docente y que, por mucho que se construyan "formaciones", se puede atenuar las consecuencias de no disponer de ellos pero, en ningún caso, se consigue replicarlos. Es lo que hay.
 
No hay nada más alejado de esos rasgos de carácter que comento que la idea de "vocación" que algunos nos venden como trasunto laico pedagógico de la iluminación religiosa. El cementerio del fracaso docente está repleto de profesores con una enorme vocación. Suelen ser carne de cañón.
 
Entonces, ¿qué hacemos? A veces, no es necesario mantener y defender una opinión tajante sobre algo cuando la realidad te demuestra cada día la imposibilidad de construir una generalización intelectualmente consistente. Hay que ser humilde. Entender la complejidad. Asumir las contradicciones.
 
Creo que es posible dar a conocer a los nuevos docentes ciertas pautas que les permitirán no cometer errores absurdos en la gestión del aula. Hay cosas que veo cada curso en ciertos compañeros que me parecen alucinantes y completamente indefendibles. Pero también hay que aceptar que no existe nada que les garantice que un grupo de alumnos les vaya a hacer caso como docentes. Hagan lo que hagan.
 
Por último, también considero que resulta imprescindible hacer entender a la sociedad que la docencia es un trabajo más y a ningún docente se le debería exigir ninguna heroicidad, tan solo profesionalidad. El hecho de que en algunos centros de la enseñanza publica se terminen necesitando unas habilidades docentes especiales y se noten demasiado los defectos profesionales de algunos profesores es tan solo la consecuencia final de la endémica falta de recursos de la enseñanza pública y de la lacerante segregación socioeconómica que la doble red concertada/pública permite y fomenta.
 
Post ampliado a partir de la base de un hilo escrito en X/Twitter el 8 de noviembre de 2024

15 diciembre 2024

A pie de aula 4: ¿realmente gastamos mas tiempo y recursos públicos en los alumnos que presentan más problemas?

Es una cuestión recurrente que aparece en muchos centros educativos durante las charlas informales de la sala de profesores e incluso, de manera tangencial, en algunas juntas de evaluación. También aparece en el debate público, en las redes sociales, en el contexto del #ClaustroVirtual, y no pocas veces ha saltado a los grandes medios de comunicación. Curiosamente, hay un extraño consenso respecto a que supone un hecho constatable para los diferentes bandos educativos, aunque sus opiniones sean después completamente dispares en cuanto a su valoración: la mayoría del tiempo y los recursos disponibles en los colegios e institutos se destinan a los alumnos con más problemas y, por ello, no dedicamos el mismo tiempo ni los mismos recursos a los demás alumnos, a esos que "van bien".
 
(En este post, y para aclarar posibles confusiones, cuando hablo de "alumnos con más problemas" no me refiero en ningún momento a los ACNEE´s. Quedan fuera del objeto de este análisis).
 
Evidentemente, esta cuestión y los debates sobre sus consecuencias están mucho más presentes en aquellos centros de Primaria y Secundaria que tienen una mayoría de alumnos que conviven con realidades sociales y familiares complejas, enclavados en barrios socioeconómicamente depauperados; pero aunque es ahí donde con mayor fuerza se manifiesta no he conocido instituto en el que, independientemente del número de alumnos conflictivos o con problemas académicos que haya, no aparezca la cuestión en algún momento, siempre acompañada de los mantras habituales asociados a la misma. Mantras que voy a intentar desmontar.
 
Los docentes de Primaria y Secundaria (y especialmente los tutores) vivimos actualmente enzarzados en un día a día muy complicado en el que ya no hay jornada laboral en la que además de enseñar, nuestra labor fundamental, no tengamos que solucionar, intervenir o vernos afectados por alguna situación personal de un alumno en dificultades. Y da igual que algunos docentes, agobiados y enrabietados por la pesada mochila que nuestro trabajo nos hace llevar, lo rechacen en público o ejerzan abierta (y equivocadamente) de poco empáticos en las redes sociales. Más allá de los desahogos y de los discursos rancios y clasistas, lo cierto es que la mayoría de nosotros, salvo esa ínfima parte de delincuentes laborales que soportamos, como en cualquier otra profesión, cumplimos con profesionalidad cuando toca asumir la sobrecarga laboral diaria que el cuidado personal de nuestros alumnos supone.
 
Ojo, escribo con toda la intención del mundo lo de "con profesionalidad" porque, en demasiadas ocasiones, las situaciones personales y académicas de algunos de nuestros alumnos son tan extraordinariamente complejas que necesitarían intervenciones docentes también extraordinariamente acertadas e implicarían, inevitablemente, una extraordinaria dedicación por su parte. Y no, no se puede ni se debe exigir a los profesores un nivel de implicación laboral que les suponga tener asumir el papel de héroe docente redentor prácticamente cada día.
 
A medida que una sociedad debilitada delegue cada vez más responsabilidades en la Escuela y le exija sin miramientos lo imposible, estaremos más cerca de que la realidad termine imponiendo su dictadura y la miseria social, que ahora mismo contenemos en nuestros centros a duras penas, termine anegándonos a todos.
 
Vayamos al tema.
 
No es posible negar que en nuestros colegios e institutos la mayoría del tiempo y de los (siempre escasos) recursos disponibles se dedican mayoritariamente a una serie de alumnos que, en la mayoría de las ocasiones, parecen terminar desaprovechándolos o aprovechándolos pobremente. En lugar de ir a los grandes números, prefiero ejemplificar esto que comento analizando el tiempo que un tutor de la ESO dedica a cada uno de los alumnos del grupo del que es responsable. El tiempo que se dedica a unos es siempre, inevitablemente, un tiempo que no se le dedica a otros. Cuando a final de curso examino el documento en el que registro todas mis intervenciones con los alumnos (y sus familias) de mi tutoría, es abrumadora la diferencia entre el tiempo real y de calidad que he dedicado a unos y a otros. Abrumadora. Nunca me he sentido culpable. Es lo que hay. Lo urgente siempre se impone a lo necesario y, por supuesto, arrasa con la posibilidad de lo deseable. Y en los centros educativos vivimos en la emergencia permanente.
 
A partir de ahí, me parece humano que entre los docentes haya terminado larvándose un malestar existencial que en ciertos momentos de tensión, cuando se les cuestiona sin matices su labor sin reconocer jamás, salvo de boquilla, la dificultad real de su trabajo, lleve a algunos a cuestionar la extraordinaria atención laboral que el sistema les impone dedicar a unos pocos alumnos (los disruptivos, los problemáticos, los que les desafían cada día en sus aulas, los que nunca estudian ni parecen preocuparse de nada...) frente a la mínima atención que ello supone dedicarle a los otros alumnos, los no disruptivos, los que no molestan,  los adaptados al sistema, los que tienen familias que responden, "los que aprueban".
 
"¿Por qué no pensamos también en ellos?", dicen. "¿Por qué no destinamos una parte sustantiva de los pocos recursos y tiempo que tenemos en actividades para hacer crecer académicamente a esos alumnos que realmente nos están demostrando que sí quieren estudiar, que tienen inquietudes?" "¿Por qué atender siempre solo a los problemas de los alumnos más difíciles, que suelen ser siempre los alumnos más disruptivos, cuando en la mayoría de las ocasiones solo obtenemos indiferencia, fracaso o mediocridad?".
 
Cuando entiendo que esas preguntas no son más que una forma de desahogo equivocado, cuando no construyen sus argumentos desde el clasismo educativo más rancio sino desde un desaliento laboral lacerante, soy capaz de comprender, desde un punto de vista emocional, a aquellos compañeros que plantean esta equivocada disyuntiva entre los "alumnos buenos" y los "alumnos malos". Pero...
 
Pero desde un punto de visto ideológico y profesional, considero inasumible e indefendible que los docentes de la enseñanza pública renuncien a la equidad como motor de su trabajo y discutan la idea de que debemos ayudar más a aquellos alumnos que más lo necesitan. Si lo que nos falta son los recursos y el tiempo necesarios para atender como deberíamos a todos, lo que debemos es exigir a nuestro políticos esos recursos y ese tiempo, no convertir la escasez en una forma refinada de maltrato y segregación socioeconómica de los de siempre. Hasta donde podamos. Sin alardes. Pero no negando que esa distribución de recursos y tiempo es pura justicia social.
 
Por último, para terminar, me gustaría ampliar el foco y permitir que la realidad, con toda su complejidad y sus contradicciones, se muestre. Un análisis honesto del tiempo y los recursos dedicados a unos y a otros desmonta muchas falacias.
 
¿Realmente gastamos más tiempo y recursos en los "alumnos malos"? Una respuesta apresurada nos llevaría a contestar afirmativamente a esa pregunta. Pero lo cierto es que la respuesta correcta es no, de ninguna manera.
 
Hay algo que no se suele tener en cuenta en este debate y que para mí es trascendente: aunque a corto plazo, en los primeros años educativos, destinemos más tiempo y más recursos a los "peores alumnos", a largo plazo el gasto educativo en tiempo y recursos es mucho mayor en los otros, en los que "van bien". Estos alumnos serán los que más años estarán finalmente dentro del circuito educativo sufragado con los impuestos, serán estos los alumnos que en su mayoría harán grados y másteres (estudios que suponen un mayor gasto por alumno) y, por tanto, serán los que, sin duda, finalmente se beneficien de un mayor gasto público individual en su formación.
 
Es decir, compañero, cuando te quejes en nuestros colegios e institutos del excesivo gasto de tiempo y recursos que dedicamos a "los de siempre", párate un momento a pensar y considera la otra cara de lo que defiendes. Defiendes, al final, que durante esos primeros años de escolarización sufragada con el dinero de todos también se dé más a los que ya sabemos que recibirán mucho más en el futuro.
 
¿Y a eso lo llamas justicia? 
 
Porque para eso, para dar más a los que más tienen (con dinero público), ya tenemos a los centros bilingües y a los colegios concertados. No nos hace falta hacerlo también dentro de nuestros aulas.
 
Post ampliado a partir de la base de un hilo escrito en Twitter/X el 26 de diciembre de 2020

06 diciembre 2024

A pie de aula 3: un alegato contra el coaching educativo

Hace un tiempo, hablando con una amiga, surgió el tema del coaching y me salió, como siempre, la mala baba. Como resulta inevitable en cualquier charla breve, que no permite los matices y en la que tan solo se esbozan ideas, solo pude transmitir mi desprecio hacia dicha actividad mediante el sarcasmo. Pero en este caso creo que el humor es insuficiente y el tema merece un mayor desarrollo.
 
Vivimos en un tiempo social fuertemente determinado por emociones primarias que se imponen de manera totalitaria sobre cualquier atisbo de reflexión o crítica racional. Es por ello que resulta muy difícil atacar lo que hace o dice una persona sin caer en la ofensa personal por no respetar sus sentimientos. En este sentido, el coaching es el ejemplo perfecto de cómo un sentimentalismo opresivo, que antaño solo envenenaba las relaciones personales más tóxicas, ha terminado por colonizar las relaciones laborales convirtiendo a trabajadores adultos en guiñapos en manos de iluminados.
 
El supuesto éxito de algún coach, siempre con más marketing que realidad, no invalida el principio general: los coaches emocionales son tipos y tipas sin la formación adecuada (o con una formación que no avala ninguna de sus intervenciones) que se arrogan, de manera prepotente, la capacidad de ayudar a otros a sobrellevar las miserias del día a día.
 
Así, desde lo general, llegamos a lo particular, a la realidad de una actividad, el coaching, que sin darnos cuenta ha llegado incluso a nuestros centros educativos a través de docentes con ínfulas redentoras a los que no les basta con enseñar y cuidar a sus alumnos. Ellos necesitan epatar. 
 
Hay demostraciones de supuesta empatía que no son más que una forma perversa de ego sublimado.
 
En el ámbito educativo, la confusión es absoluta. Incluso buenas ideas, como los programas de mediación escolar, terminan contaminadas por una emocionalidad huera que prioriza la exposición de una sentimentalidad limitante que obstaculiza la resolución real de los problemas. Pero nadie parece dispuesto a poner freno a este dislate. Tal vez porque a todos nos cuesta ser el que intenta advertir que el emperador va desnudo.
 
En los muchos institutos en los que he trabajado he visto de todo: desde sesiones de mindfullnes de Mercadona, con los alumnos dormitando encima de sus mesas con música suave de fondo, hasta compañeros participando en cursos de formación en los que les inducían a romperse emocionalmente (no hay mejor manera de control); desde charlas externas, permitidas de forma irresponsable por directores u orientadores, que tuve que parar y contener por el tufo sectario que destilaban hasta sesiones en las que el ponente decidió ejercer el rol de la madre de una alumna de 13 años y le animó/obligó a esta a que le dijera, delante de todos sus compañeros, lo que no se atrevía a decirle a su madre.
 
Desde aquí, desde este blog en el que llevo escribiendo tantos años, quiero expresar mi repudio y mi absoluto desprecio hacia el coaching y sus mierdas emocionales. El coaching no solo es inútil sino que es terriblemente peligroso por el imaginario socioemocional (paliativo o competitivo, siempre individualista, enfocado a un "yo" que lo llena todo) que construye.
 
Y los coaches merecen una reflexión final: ¿quiénes son? ¿Cómo llegaron a convertirse en coaches? ¿Qué tipo de trayectoria personal e itinerario laboral les hizo ser lo que hoy son? Cuando uno investiga sobre ellos encuentra siempre cosas muy curiosas. Reconozco que tengo especial debilidad por los jornaleros de la emoción: mindundis que, más que iluminados, lo que hacen es beber de la fuente inagotable del Lazarillo de Tormes.
 
Por ahí andan, por las aulas, comiéndoles la cabeza a los alumnos y también a muchos docentes mediante cursos formativos en los que los abrazos y las lágrimas se convierten en sus instrumentos de control. No son más que vendeburras, vendehúmos, vendedores de crecepelo.
 
La historia los recuerda. Nosotros, parece, los hemos olvidado.