16 julio 2007

Un país de feos: los portadores de grasa

Escondido tras unas gafas oscuras, uno observa al mundo sin pudor. Bajo la sombrilla, la camiseta puesta y la crema solar impregnando mi cuerpo (¿aún me sorprende no ponerme moreno?) oteo el horizonte con gestos de cazador, pero en busca de otro tipo de presas. El objetivo es detectar gestos, actitudes, relaciones o situaciones. Pretendo hacer un ejercicio de sociología playera de andar por casa. La profundidad de los resultados será una basura pero las risas están aseguradas. Con los años las incesantes advertencias sobre el peligro del sol y las ansias de comodidad han variado el paisaje turista de la costa. Aunque siempre hubo sombrillas y señoras que trasladaban su cocina, las tortillas y a su suegra junto al mar bajo ellas, ahora parece haberse impuesto definitivamente su necesidad, y todo el personal arrastra penosamente una o dos sombrillas cada mañana hasta el lugar prefijado (a poder ser el mismo cada día) en el único ejercicio que harán en todo el día. Por supuesto siguen viéndose chicas que, cuál filete precocinado, proponen un necio vuelta y vuelta diario, sin protección y a pleno sol, durante horas, para obtener en pocos días el ansiado colorcito que les hará más deseables y les acercará un poquito más al ansiado melanoma. Además, en lo últimos años la sombra de las sombrillas se ha llenado de sillas de todo tipo: bajas, altas pequeñas enormes, tumbonas… Parece que se ha conseguido un imposible: la arena casi no se toca. Molesta un poco al llegar, sí, y mientras se monta el chiringuito, pero una vez colocado el potencial bañista en su silla, la arena parece mirar desde abajo con pesar, como éste elude su desesperante contacto, y la margina a ser ocasional molestia que un accidente o alguna pelota de algún crío puñetero pueda provocar. Las sombrillas además ya no se vuelan aunque el viento azote la costa, los pequeños inventos se suceden y algún día alguien encontrará petróleo debido a la profundidad que se alcanza al clavar los artilugios que se incorporan al tradicional palo del paraguas solar. Al carajo las bonitas estampas de ese tío desesperado corriendo como un imbécil tras su bonita sombrilla floreada. El macho ibérico continúa siendo desplazado; ya no es necesario ni para clavar con fuerza. Cuando tampoco lo sea para enclavar…

Y ahí, debajo de la sombrilla, tras una gafas oscuras, bajo la camiseta e impregnado de crema protectora, uno observa desfilar a España. No la de los políticos, ni la de los nacionalismos. Ni la de los medios de comunicación. No la España que falsea la realidad cuando se prepara y se arregla para salir un viernes noche, ni la que tarda en abrir la puerta de casa porque debe vestirse y ponerse guapetona. No, la verdadera se muestra sin tapujos, como es. La playa es la verdadera pasarela de la vida, donde voluntariamente nos mostramos casi sin ropa, donde ya no podemos engañar a nadie y menos a nosotros mismos. Desde mi atril sombrillero y mis gafas escaneadoras he comprendido y constado una verdad descorazonadora. Frente a mitos e imágenes prefabricadas la playa nos desnuda y nos muestra tal y como somos. Y sin duda, sin paliativos, somos un puñetero país repleto de feos. De feos y de gordos. Gordos fofos o tirillas esmirriados.

En esta ocasión me centraré tan sólo en los poseedores de grasas superfluas. Afortunadamente alguna vez alguna chica de buen ver atravesaba mi campo visual oxigenando mi extenuante investigación. Lo repito, somos un jodido país de feos y cuidamos nuestros cuerpos menos que Espinete. Es una verdad incómoda. El modelo de cuerpo que nos vende la televisión no existe, deben ser cyborgs construidos para que pensemos que es posible una barriga tipo tabla de planchar. Pero desde mi silla, bajo mi sombrilla, el hombre medio español a partir de los cuarenta es un tipo que se tambalea sobre unas chanclas baratas, que viste (por decir algo) algún terrible bañador de un único color (estridente a poder ser) o floreado, cuyo elástico suele quedar a la altura de la última zona sin grasa de su cuerpo (es decir por encima de sus partes nobles), y que a veces se protege con una gorra demasiado pequeña para su cabeza que le han regalado en el taller donde le hacen la puesta a punto al coche. Por encima del elástico del bañador emerge orgullosa la panza, el mondongo, la barriga cervecera y descuidada, que se presenta con diferentes variantes, todas ellas realmente nada sensuales. Me obligué a catalogarlas en una mañana en la que olvidé los periódicos en casa. Éste es un resumen de mi investigación:
  • En primer lugar aparecen las barrigas pequeñas, incipientes y fofas, que son las que suelen presentar aquellos que, sin abusar de la comida, hace años que dejaron de hacer deporte (aunque seguramente cada año renuevan la ilusión de que volverán a hacerlo). Son los protogordos, a los que cualquier descuido alimenticio convertirá en candidato a ocupar algún rango superior en el escalafón. Su caminar es algo más rápido que los de sus compañeros, pero al sentarse o agacharse no pueden ocultar la fatal flaccidez de unas carnes que vivieron tiempos de mayor tensión.
  • Posteriormente aparecen las que denomino barrigas contundentes. Su aspecto es compacto, surgen desde debajo del tórax, formando una parábola eterna que promete un futuro memorable y un presente repleto de hamburguesas. Estas barrigas obligan a sus dueños a adoptar la clásica postura paseante del gordo, con sus manos entrelazadas tras la espalda para equilibrar el exceso de grasa localizado en la zona delantera, y conseguir que su centro de masa se desplace un tanto hacia atrás, permitiéndole así continuar erguidos.
  • Tras ellas nos encontramos con las superbarrigas, que sólo se muestran en todo su esplendor en las zonas costeras pues el resto del año suelen ocultarse bajo ropas amplias. La presentan tipos de una estatura más bien pequeña, cuya cabeza aún siendo de tamaño normal ya empieza a parecer al observador extrañamente pequeña debido a la desproporción con el resto de su cuerpo. En estos especímenes se observa el comienzo de una extraña fusión entre la cabeza y el tórax, además de la desaparición gradual del cuello. Sus carnes, libres de ataduras corpóreas, se balancean desafiantes, orgullosas, oscilando vehementemente al ritmo del caminar necesariamente firme (para no terminar rodando) de sus dueños por la arena. Estos barrigudos suelen ser más coquetos que el resto y se atreven incluso con algún complemento que acompaña a su horrible bañador: una camisa barata, a cuadros, con los botones sin abrochar (por imperativo físico), que al principio del paseo vuela libre mecida por el viento, pero que tras unos minutos bajo el sol es inevitablemente atrapada por el sudor de la grasa que intenta contener, quedando húmedamente abrazada para siempre a las carnes de su dueño.
  • Por último sólo quedan las hiperbarrigas. Son arrigas etéreas en las que la mirada se queda atrapada por el balanceo rítmico de sus carnes. El bañador de los afortunados que las poseen casi se hace innecesario, pues queda semioculto, casi invisible a unos ojos inexpertos, escondido por una cascada de carne que como una enredadera busca el suelo en su movimiento, asumiendo el inevitable tributo gravitatorio con majestuosidad y orgullo. Estos tipos ya no consiguen enlazar sus manos tras la espalda (demasiado amplia), pero suelen poseer unas fuertes y cortas piernas que consiguen soportar el peso del cuerpo y su cadencioso vaivén. A veces se agrupan en manadas y su presencia conjunta evoca alguna imagen documental de una playa repleta de leones marinos. El tiempo se ralentiza a su paso. Sus brazos, no proporcionados al resto de su enorme cuerpo, se balancean desvalidos, a ambos lados de tan memorable masa, y la única imagen que le viene a uno a la cabeza es la de un Jabba The Hutt en tanga, de turismo en alguna playa perdida de Tatooine.
Todos pasean despacio por el borde del mar, con sus radares encendidos y sus flexibles cuellos dispuestos prestos al giro al paso de las chicas que muestran sus pechos ante sus ojos sonrientes. Durante un mes, o un fin de semana, la dignidad impostada a lo largo de una año se desvanece; los trajes, las corbatas, los coches, la falsa clase desaparece, y sólo quedan ellos y la realidad divertida de un país que no es el que se muestra por la televisión, un país repleto de gente que come en demasía (a veces desaforadamente), que se cuida muy poco desde el punto de vista físico y que está a años luz de lo que Hollywood y el porno nos venden como sueño.

4 comentarios:

  1. Y tu barriguita como es? La mia es inmensa!

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  2. jeje, la mía es propia del primer escalafón: soy un protogordo que cuida aún su alimentación para no avanzar puestos... :)

    Y la tuya no cuenta para la investigación, seguro que está preciosa con lo que lleva dentro, ya a las puertas de salir. Claro que después podríamos descubrir cuál es tu escalafón real... :)

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  3. Lo descubrireis pronto. Llegamos a Londres el 13 de Diciembre, y a Madrid alrededor del 26-27. Afortunadamente podré esconder el exceso grasil bajo una cuidadosamente arreglada superposición de jerseys, ¡viva el invierno!

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  4. ¡Cómo me he reído con el artículo Pepe!, ¡Qué bueno!, yo lo que puedo decir es que cada vez me cruzo con más gente obesa y pienso que los españoles han cambiado, mucho, hay más gordos, muchos más, y eso es muy peligroso para la salud, risas aparte los españoles se han descuidado, y no me incluyo en las dos frases de españoles porque no tengo gordura, por nada del mundo querría tenerla y por ello no me descuido ¿porqué sí tantos? ¿porqué exponerse al ojo avezado y sátiro de mi hermano?: nunca jamais!. De veras, cómo me he reído, es que te imagino con esas gafas.......avistando esas barrigas, las incipientes y las desarrolladas en todo su esplendor grasil, las intermedias, esa gama que describes, y me muero de la risa, pienso leerlo más veces, es una buena terapia,¡qué bueno!. Un beso, soy la mayor, es que no recuerdo mi contraseña, ¡je!, es que tengo un buen racimo de ellas por todos sitios debido a mi trabajo

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