Llegamos tarde a la concentración. Otra más, de nuevo, en la
calle Alcalá, frente a la
Consejería de Educación, con nuestras camisetas verdes. Ahora
también enfrentados al Ministerio, cuya sede se sitúa junto a la de la Consejería, formando
una fachada interminable, como una metáfora de la extraordinaria fuerza del
aquellos contra los que nos enfrentamos. Ahora ellos han redoblado sus fuerzas
pero en cambio nosotros nos diluimos y cada vez somos menos los que asistimos a
estas concentraciones. Justo cuando llegamos la marea verde, a la que tristemente
apenas se la puede catalogar como ola, ha sido arrinconada por la policía en un
lado de la calle, liberando al asfalto de su presencia. De lejos, mientras
aceleramos el paso, aparece un autobús descapotable con colores rojiblancos que
avanza hacia nosotros de manera pausada. Los pitidos y los gritos comienzan a aumentar
de volumen, no sé todavía por qué, pero comienzo a correr para llegar cuanto
antes junto a mis compañeros. Al tiempo ellos, de manera pacífica, se saltan tímidamente
el mínimo cordón policial e invaden unos metros la calzada, justo cuando el
autobús, ocupado por un grupo de niñatos contentos, alborotados y excitados,
futbolistas que han hecho felices a tantos madrileños atléticos, pasaba por
ella. Soy futbolero, me encanta este deporte, me gusta mucho verlo por televisión,
soy capaz incluso de ver partidos infantiles y juveniles o de pararme unos
minutos en la calle para seguir las evoluciones de unos chavales que disfrutan
del balón como tantas veces hice yo de niño. Su felicidad y su celebración no
debieran oponerse a nuestras reivindicaciones. Pero algo sucede, y a su paso dejo
salir mi rabia, mi ira, mi frustración, por ver que otra vez volvemos a ser tan
pocos, por constatar que nada parece ya movilizar a tantos profesores
acomodados en sus rutinas diarias y que parecen haber agotado su capacidad de
indignación (nunca su capacidad de sumisión), por observar que los vagones de
metro ya no estaban coloreados de verde como tantas veces sino de rojiblanco,
repletos de gente que no duda en romper su rutinas para festejar pero que
siempre encuentra una excusa para no salir a la calle a reivindicar y reclamar
los derechos que les están robando… porque estoy jodido, porque estoy
fastidiado, porque empiezo a estar harto de estar siempre harto, de manera que
junto a mis compañeros grito, vocifero, utilizando hasta el último aliento de
mis asmáticos pulmones: “¡¡Menos fútbol y más educación!!… ¡¡Menos fútbol y más
educación!!... ¡¡Menos fútbol y más educación!!... Mientras lentamente el
autobús circula por delante de nosotros, veo nítidamente las caras de tantos de los
jugadores que conozco, gritándonos ellos a su vez, tal vez creyendo erróneamente
que los aclamamos. Distingo a uno que me mira desde el principio, o eso creo, tal
vez sea Koke, o no, parece intentar comprender lo que les decimos, lo que yo le
grito mirándole ya directamente mientras lo señalo; él deja de gritar y de
agitar su bufanda unos segundos, parece prestarme toda su atención, parece
comprender, capta el mensaje y me asiente con la cabeza, tal vez jocosamente,
casi seguro, como con pena, por mí, por nosotros, por los tristes, por los
cansinos, como no podía ser de otra forma. Finalmente, el autobús se aleja
definitivamente, camino a Sol, camino a los dominios de Aguirre, que los espera
para exhibirse con ellos en el balcón de su palacio, frente a una plaza que
hierve de pasión y expectación, invadida de nuevo pero por los motivos que
parecen agradar a la Presidenta,
dispuesta ella de nuevo a enfundarse en una camiseta de fútbol, a hacer sus
chascarrilos con los jugadores, técnicos, dirigentes, a montar, en definitiva,
su ya conocido espectáculo populista y campechano que tanto parece gustar a una
gran parte de la sociedad madrileña.
Mientras miro como se aleja el autobús, dejo de gritar y de
inmediato, sin poder evitarlo, al pararme a pensar un segundo, me echo a reír, a
carcajadas, junto con algunos de los profesores. Qué tonto todo. Cuánta
intensidad ridícula. Cuánta dignidad si no impostada sí artificial. Qué
ridículos podemos ser cuando nos ponemos
tan solemnes. Menos fútbol y más educación… menuda chorrada, como si ése fuera
nuestro problema, el problema de este país. Qué absurdos terminan siendo tantas
veces esos momentos de pasión desbordada, colectiva o individual, que estamos
acostumbrados a que la literatura y el cine mitifiquen. El exceso de intensidad
en la vida siempre viene acompañado de un punto de ridiculez. La vida nunca es sólo
drama. Nunca es sólo comedia. Eso sí, siempre termina siendo fordiana.
Fantástica entrada. También creo que no sabemos priorizar y no nos damos cuenta de las consecuencias que tendrán nuestras elecciones. De todos modos, me sigue pareciendo que se está utilizando el fútbol como medio de tener entretenido al pueblo mientras se hacen tales barbaridades. Me recuerda mucho a lo que el Senado y los emperadores romanos hacían con la lucha de gladiadores. Por supuesto, salvando las distancias, aunque no me extrañaría que un día nos encontráramos con sacrificios humanos con tal de mantener en la inopia a la ciudadanía.
ResponderEliminarGracias, Patry. Lo del fútbol y su trascendencia en España es excesivo, por supuesto, aunque a veces se utiliza la crítica a su cobertura e importancia social como excusa para elevarse por encima de las masas. A mí no me preocupa que haya gente seguidora del fútbol (a mí me encanta), o de las motos, o del baloncesto (o del montañismo)sino que su vida parezca limitarse a eso y lo que debiera ser un pasatiempo intrascendente se convierta en lo fundamental, en algo por lo que frustrarse, insultar e incluso odiar Que se convierta en algo que centraliza las vidas vacías de tantos
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo. La gente no sabe priorizar y hace que su vida gire en torno a algo irrelevante. Por supuesto no estoy en contra del fútbol,sino contra el mundo mediático que se ha creado y el comportamiento de algunos. Hace poco colgué un artículo sobre la falta de civismo en el fútbol.
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