Una veintena de alumnos de 1º de la ESO trabajan (bajo coacción, por supuesto) durante una clase de ese engendro llamado aquí en Madrid
MAE (
Medidas de Atención Educativa) que existe como alternativa a la clase de religión y que se traduce, en este caso, en que cuatro niños (en otras clases a veces son menos, a veces uno tan sólo, otras incluso ninguno) marchan a recibir su dosis semanal de adoctrinamiento y catequesis a cargo del erario público, mientras los demás se quedan en clase a cargo de un profesor (yo, por ejemplo) al que todos pagamos con los impuestos no para que dé clase de su especialidad, ni para que aporte su granito de arena educativo en la formación de las nuevas generaciones, sino para que ejerza de improvisado
segurata y consiga que unos alumnos a los que habitualmente ni conoce (algo que entraña una dificultad añadida) porque no les da clases, trabajen otras asignaturas (vamos, que hagan los deberes), lean, o al menos no perturben a sus compañeros. Una herencia católica encantadora de nuestro sistema público de enseñanza. De esta forma la gran mayoría de los chicos pierden una hora a la semana en 1º, dos horas semanales en 2º, una horita más en 3º y dos espléndidas horas en 4º. Teniendo en cuenta que el calendario lectivo de nuestro país propone que el curso disponga de unos 175 días, estaríamos hablando de que los chicos que no eligen religión “
pierden” al lo largo de toda su Educación Secundaria Obligatoria en torno a 210 horas. Más de 200 horas que se podrían aprovechar para que los temarios imposibles de acabar (como los de Física y Química, sin ir más lejos) fueran dados con rigor y exactitud en unas muy necesitadas horas extras semanales.
Me he dispersado, lo sé, pero en algún momento tenía que escribir ese cálculo y provocar una reflexión al que me lee. Estaba con los veinte alumnos que pierden su tiempo gracias a la cobardía de ciertos políticos en
ese cosa llamada MAE. Normalmente tras media hora de un silencio más o menos conseguido, termino charlando con ellos, sobre sus vidas, sus fobias con la asignaturas, su proyecto de futuro educativo o algunos aspectos sociales que me parecen relevantes poner encima de la mesa para que se vayan planteando pequeñas disyuntivas éticas. Ese día realizo una pequeña encuesta. Pido que levanten la mano aquellos que dispongan de un televisor en su habitación. Son niños y niñas que acaban de cumplir en su gran mayoría 12 años. Una marea de brazos se alza de inmediato. Todos menos uno tiene un televisor en la habitación y, por supuesto, no solo para jugar a la consola sino con conexión a la TDT o la televisión analógica. Es decir, a la Play o la Wii, a la PSP o a la Nintendo DS, al móvil y
al ordenador con conexión a Internet, estos chicos unen la posibilidad de disfrutar de la excelsa y cultural parrilla televisiva de nuestro país en la soledad de su habitación. Después sólo me hace falta comentar de manera jocosa que por lo menos no encenderán la tele o el ordenador por la noche, o que apagarán el móvil para dormir, para que aparezcan múltiples comentarios absolutamente escandalizados ante la somera posibilidad de desconectarse del móvil por la noche (siempre le puede llegar un mensaje de un amigo, o amiga, o novio, o novia a las tres de la mañana que debe ser inmediatamente contestado). Por otro lado varias voces se alzan orgullosas fardando de jugar a la Play o ver la tele a las tantas sin que los panolis de sus padres se enteren de nada.
Sólo uno levantó la mano para decir que no tenía televisión (ni por supuesto Play u ordenador) en su cuarto. Rápidamente la masa lo devoró con risas y comentarios hirientes que trataban de transmitirle lo idiota que les parecía y lo tristemente impopular que era.
Poco cool, aunque sea de los pocos que lee y se expresa oralmente de manera correcta.
No me costó mucho desviar la atención de la jauría vacilando a la mayoría y haciendo que se rieran de sí mismos como sólo los críos de esa edad se pueden permitir. Después
el sonido del timbre significó que mi presencia ya no era bien recibida en ese aula y que los pequeños depredadores esperaban
otra pieza para ver si podían catar carne de profe esa mañana.
Me molestan los falsos recuerdos, no soy nada proclive a esa nostalgia imbécil y mitificadora que tanta gente de mi generación muestra sobre su infancia y adolescencia. Mis amigos (que no fueron pocos ni del mismo extracto social) casi nunca cogieron un libro a no ser que fuera estrictamente necesario, ya se jugaba mucho al ordenador a los 15 años, los colegios e institutos no eran tan diferentes respecto a las actitudes y maneras de relacionarse de los chicos a los de ahora. Pero están los detalles, las pequeñas diferencias que generan los abismos generacionales con evidentes consecuencias sociológicas. Y éste puede ser uno de ellos. Tremendamente significativo.
Un televisor en cada cuarto. A los 12 años. Eso, objetivamente, no es bueno para la formación de un niño. La televisión emite demasiada bazofia que ya aliena diariamente a los adultos para no entender el daño irreparable que hará en las mentes de estos críos. Es dañino para la salud mental de los niños aunque evidentemente permita a los padres vivir mejor sin polémicas estériles y disfrutando de la soledad del salón para ver en su propio televisor lo que a ellos les da la gana sin tener que autoimponerse una censura necesaria si estuvieran compartiendo esa visión con sus hijos. La imagen sí es nueva. Diferente. El niño no es que no duerma ni descanse lo que debe porque se queda con sus padres viendo las serie o la película de turno hasta las tantas. No. Se acuesta modoso, temprano, se encierra en su cuarto y conecta sus cachivaches tecnológicos. Es entonces cuando comienza su otra vida, la que para él tiene sentido, la verdadera: la vida en Matrix