Es jueves, el único día que mi horario me permite escapar de mi exilio rural un poco antes y así llegar a casa a una hora decente para almorzar. Llego a la parada del autobús que une la estepa con la civilización justo cuando éste comienza a distinguirse al fondo de la calle. Subo rápido las escaleras y al ir a saludar al autobusero el primer proyectil horrísono impacta en mi cerebro vía nervio auditivo: sin yo saberlo hoy
Julio Iglesias ofrecía un concierto gratuito sólo en mi autobús, y a esta hora, para celebrar sus cien años en el mundo del espectáculo. Qué suerte la mía. Miro al
autobusero y observo que no pasa de los 25 años. ¿Cómo es posible? ¿Cuál es el trauma infantil que provocó esta perversión musical y el placer sádico de compartirla con los viajeros? Igual perdió la mano de su madre de pequeño en un concierto de
Julio, o quizás es uno de sus hijos perdidos, fruto de una noche de pasión con una groupie. Huyo veloz hacia el fondo del bus y despacio me voy acomodando: me quito el abrigo, los guantes, la braga que me protege el cuello en este duro invierno, y las dejo en el asiento del fondo, yo me siento en el del exterior y saco el Ipod, el periódico y el libro, al tiempo que apoyo las dos rodillas sobre la parte posterior del asiento delantero (aún libre) y me dispongo a disfrutar de una hora tranquila de lectura. No será así. Los jueves a esa hora mucha gente de los pueblos viaja hacia Madrid, por lo que a medida que vamos llegando a las paradas a recogerla yo me hago el dormido y finjo dar cabezadas al aire para evitar que nadie intente sentarse en el asiento contiguo (podrá parecer misantropía, pero yo alego defensa propia: es un coñazo aguantar la cháchara de una señora que quiere contarte la vida de su hijo, o a un señor que apesta a campo y tabaco y habla como mugen las vacas). De pronto aparece. Camina velozmente hacia mis posiciones de defensa y se sienta sola un par de filas por detrás de mí. Es menuda, no pasará de lo veinte, cara pálida, pelo largo, lacio y sin gracia, y la pobre (qué mala suerte) debe tener algún tipo de problema o tara en su extremidad superior derecha porque siempre la lleva a la altura de la oreja. Por ese motivo, imagino, y para aprovechar el gesto, siempre va con un jodido móvil pegado a esa oreja que nunca he llegado a vislumbrar. La pena es que la tara no le impide hablar. Bueno, hablar. Esta chica no habla por el móvil: vocifera, grita, vocea, usa las palabras como proyectiles contra el aparato. Llora, ríe y vive a través de ese móvil, e impúdicamente comparte su intimidad más miserable con sus sufridos compañeros de viaje. Es una
Truman rural, autodidacta y encantada de serlo. Siento mi cuerpo mientras se tensa, sé que voy a sufrir. Recuerdo otros jueves: su voz aflautada que se pega
a mi piel, el grado de nerviosismo que su cháchara entrecortada provoca, los minutos que pasan sin que jamás corte la comunicación inalámbrica, su vida retransmitida al detalle, su trabajo de mierda en el que libra uno de cada dos domingos, el jefe que la putea, el puto gato que no quería acoger pero su novio la obligó a ello tras diez minutos de discusión airada…Su novio,
el Jonathan, madre mía, qué personaje debe ser, ya he compuesto un retrato robot a través de sus discusiones telefónicas, espectaculares, dramáticas, de ésas que si estuvieran juntos terminarían en un polvo brutal de reconciliación (temo que algún día imite a
Meg Ryan y lo hagan a través del móvil),
el Jonathan, yo lo imagino como una especie de chimpancé enloquecido, un
Maguila local, siempre gritando y gruñendo al otro lado del teléfono, mientras la chica trata de apaciguarlo, de atenuar sus temores, su celos (¡¡sus celos!!), como aquella vez que nerviosa trataba de evitar que hiciera dos kilómetros a pie para ir a recogerla a la parada porque ella tenía que ir directa al trabajo, y se lo repitió, vaya si se lo repitió, no menos de diez veces, con las mismas palabras, con los mismos argumentos, como una roca, sólo que elevando su voz chillona un poco más en cada ocasión. Hoy
el Jonathan debe estar más nervioso de lo habitual porque la chica está más alterada, lo cuál se traduce en un tono y un volumen de voz que rozan lo denunciable, mientras intenta contarle que su abuela también la jode mogollón, pero que ella aguanta, y se lo cuenta, nos lo cuenta, con detalle, hasta que viendo que el otro está aún más tarado que ella decide conectar el piloto automático y empezar a repetir la consigna, la frase que debe servir para cortocircuitar la ira de
Maguila: "
¡cálmate Jonathan! ¡Cálmate!" Una y otra vez, una y otra vez, pero esta vez no sirve, y el otro no se calma y ella grita cada vez más, y yo enciendo el Ipod pero la música no consigue que la deje de escuchar, y ella sigue con la cantinela,
"¡Jonathan que te calmes!" Y sigue, y sigue repitiéndose, gritando, me giro hacia ella, para mirarla, no puedo creer lo que está pasando, ya parece una broma,
suelto un bufido y algún taco en voz alta, una señora de 50 años que se había cabreado al subirse al bus con ella porque se le había colado, me mira cómplice, pero en ese momento su móvil suena y se transforma en otra agente de
Matrix, su vida es apasionante, y excitada le comenta a su interlocutor (y amablemente a todos nosotros al constatar nuestro enorme interés)
nosequé de unas compras y de cómo estaba el tiempo este año, me remuevo en mi asiento, no debiera poder ser peor, pero sí, lo puede ser, porque en ese momento una negra alta y hermosa que se había sentado delante de la tía del Jonathan responde al “agradable” sonido de su móvil y comienza a charlotear en un idioma ininteligible con un volumen de voz tan brutal que enmascara la conversación de la cincuentona, y un bebé berrea y berrea sin parar en la zona delantera del autobús, y
Julio Iglesias continúa desgranando uno a uno sus grandes éxitos inmortales, y
el Jonathan que no se calma ni aunque le peguen un tiro, y Madrid que todavía está a 15 kilómetros… Me acurruco en mi asiento mientras pensamientos homicidas invaden mi cerebro y pienso en
Michael Douglas, y casi comprendo y aplaudo su día de furia…